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Ëlke Tejedi

Después del fin
      


       en la llanura no se pierde el que quiere, sino el que cree que viaja con destino
       Martín Caparrós, La Historia

 

El aire se movía, pero no podía llamárselo viento.
       Martín sentía la última caricia del sol sobre su espalda. Fijó la mirada en el horizonte. Hacia allí partiría al día siguiente. Se preguntó cuánto tardaría en llegar a su destino. No importaba. Tenía todo el tiempo del mundo.
       —Pasará hambre, —el mago interrumpió su pensar—. No se preocupe. Dios proveerá.
       Desde que Martín había llegado, el otro no había dejado de adivinar sus preocupaciones. Había visto a ese hombre cetrino, de rasgos afilados, hollar el fuego sin quemarse, y así conoció su magia. Poco después, Martín comprendió que también era capaz de intuir sus pensamientos.
       —Y usted, ¿por qué se queda acá y no sigue su camino?
       —Mi camino es la espera. Yo soy un destino, pero no el mío.
       —¿Y a quién espera?
       —Al hombre de mis sueños— dijo el mago, a modo de conclusión. Se puso de pie y se alejó del fuego, fingiendo buscar algo.
       Martín volvió a mirar el horizonte, que terminaba de mudar del ultramarino al morado, para empezar a llenarse del negro que brotaba desde el fondo del cielo. Sintió que su pensamiento se desvanecía en una sensación placentera y agobiante. No tuvo tiempo de preguntarse qué era, cuando el sueño lo tumbó al calor del fuego. Cuando lo despertó el amanecer, el mago no estaba.
       Tras unas horas de caminar, Martín llegó a la conclusión de que esta llanura no era igual a ninguna otra. Era perfectamente llana. La llanura ideal, pensó.
       La mañana parecía dilatarse, como si el cielo se ensanchara a medida que subía el sol. Martín perdió la cuenta de sus pasos. No veía irregularidades que permitiesen medir lo recorrido.
       De pronto, sintió un calambre en el abdomen y una puntada en el pecho. No le dolían, pero le dificultaban la respiración. Culpó a la fatiga; no recordaba haber recorrido tanto terreno a pie en su vida. Después pensó que podía estar equivocado. No recordar haber caminado tanto no significaba que no lo hubiera hecho.
       Cuando el mediodía parecía acabarse, Martín pensó en sentarse a descansar. Mientras se preguntaba si había caminado lo suficiente para justificar un alto en el camino, comprendió que era irrelevante. Daba igual que la noche lo encontrara una legua más o menos cerca de su destino. Éste, por muy incierto que fuera, no dejaría de esperarlo. Llegó el momento en que sus rodillas
       flaquearon bajo el peso del cuerpo. Martín se dejó caer sobre el pasto, y después de gozar de la sensación de alivio que recorría sus extremidades, se sometió al sopor.
       Mientras se quedaba dormido, recordó que alguna vez se le había ocurrido que no hay dos cerros iguales, pero en cualquier lugar de la tierra la llanura es una y la misma. Y empezó a soñar que la planicie en la cual dormía era todas las planicies. Soñó que transitaba el espacio de todos los sueños cuyos sujetos transitaban llanuras. El sueño cesó cuando supo que soñaba, mientras el calor del último sol se desprendía de su piel.
       Despertó tosiendo, con los pulmones llenos de humo. Recobró el conocimiento al tiempo que daba arcadas en cuatro patas, con el mentón empapado de babas. Cuando pudo incorporarse, se encontró en el halo de un fuego que ardía a dos palmos de su cara. El resplandor herrumbraba un par de manos que se frotaban junto a la llama. Por encima de las manos lo miraba la cara de un hombre.
       —Buenas tardes— dijo el extraño.
       —¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí?
       —Estoy de paso. Me llamo Acevedo. ¿Y usted?
       —Martín…
       —Parece dudarlo.
       —¿Cuánto hace que llegó?
       —No mucho. Suficiente para juntar pasto seco y madera para el fuego.
       —¿Cuánto hace que anda por acá? ¿Qué busca?
       —Dejé de contar los días cuando comprendí que era fútil. Creo que me espera alguien: un hombre que conocí en otro tiempo, en un lugar muy parecido a este.
       —Yo pensaba que usted podía estar esperándome.
       —Quizá este lugar estaba esperando nuestro encuentro.
       —¿Ha visto más gente?
       —A una mujer, nomás, una noruega.
       —¿Y qué le dijo ella?
       —Me recordó un poema. Me dijo que la llanura es el lugar de nuestra épica.
       —No entiendo.
       —Vagamos sin poder volver, y las personas que encontramos son puertos en la tormenta. Al final del viaje espera nuestro destino, que también es nuestro origen.
       —¿Y ella cómo sabe todo eso?
       —No sé si lo sabe. Solo recitó unos versos sobre un hombre de muchos senderos que sufrió sin cuento. Yo les di un significado adecuado para nuestra situación.
       Martín se quedó pensativo. Le hubiera gustado tener con qué taparse, aunque no hiciera frío. Pensó en lo reconfortante que sería ceñirse en una manta, o un poncho.
       —Dígame— empezó Acevedo—, ¿sabe tocar la guitarra?
       Martín asintió. El hombre se dio vuelta y rebuscó en un fardo. Sacó una guitarra igual a todas las guitarras.
       —Tenga. La encontré junto a las cenizas de un fogón. Yo no sé tocar, pero no apareció en mi camino para que la dejara ahí tirada.
       —No tengo nada que darle a cambio— contestó Martín, avergonzado.
       —Claro que sí, hombre. Solo Dios sabe cuánto hace que no oigo música.
       Martín abrazó la guitarra. Le vino a la memoria un lamentable episodio en el que blandió su guitarra y la hizo astillas contra el suelo. Templó las cuerdas y se dispuso a tocar.
       Despertó cuando el este se teñía de rosa. No recordaba haberse dormido. Acevedo ya no estaba. Había dejado unos trozos de carne clavados en una estaca. También le había dejado la guitarra. Martín había dormido abrazado a ella como si fuera la primera mujer que hubiera visto en años. Pensar en una mujer lo hizo pensar en la que había sido la suya. Luego pensó en sus hijos, a quienes había visto tan poco que apenas recordaba sus rostros. Siguió pensando en ellos mientras caminaba. Parecía haberse quedado sin más cosas en las que pensar. Se preguntó si esto no significaría que eran lo único que de verdad importaba.
       Hacia el atardecer, sintió hambre por primera vez. Culpó a la comida de esa mañana. Recordó que peor que no comer es comer poco, pero lo suficiente para imaginarse sin hambre.
       Cuando terminó de anochecer, decidió seguir caminando hasta no poder más. Prefería agotarse hasta caer dormido antes que sentarse a sentir el hambre. Mientras se proponía volver a cruzar el horizonte, chocó con una brisa suave, más fuerte y constante que los movimientos del aire en los últimos días, y sintió un frescor desconocido en la piel y en la nariz. Una llama titilante se asomó por debajo del punto más oscuro del cielo.
       La hoguera crecía contra la llanura. Martín notó algo extraño. El fondo del cielo parecía cambiar de color, y una franja de negro mate se abría paso entre las estrellas y la llanura. Pensó que estaba alcanzando el último horizonte, el fin del mundo.
       La brisa trajo un olor a carne asada que reanimó las contorsiones de sus tripas. Martín aceleró el paso, pero antes de alcanzar la comida tuvo tiempo para reconocer el mar. Lo reconoció porque nunca lo había visto. De todo lo que le quedaba por ver, el mar era lo que mejor podía imaginar sin conocerlo. Lo reconoció en el aire salado que emanaba, en el estruendo lejano de toda el agua del mundo estrellándose contra la tierra e intentando engullirla. Martín sintió un arrebato de júbilo e hilaridad ligado al recuerdo más lejano de su infancia: su primer galope a rienda suelta. Sintió que los malestares del abdomen y el pecho se agudizaban con la emoción. Empezó a correr hacia el breve desierto que imaginaba entre la llanura y el agua.
       Algo se interpuso entre Martín y su meta. La silueta opaca de un hombre se dibujaba contra el halo de la hoguera.
       Martín se detuvo casi en seco, jadeando contra los dolores del pecho y el abdomen. Cuando finalmente pudo componerse, buscó los ojos del otro. Era un negro. Hizo un esfuerzo por recuperar el aliento y preguntarle:
       —¿Hace mucho que me espera?
       —No. Menos de lo que usted lleva buscándome.
       Hubo una pausa. Cuando Martín hubo recuperado el aliento, el negro siguió hablando:
       —Veo que no me tutea.
       Martín se inquietó: —¿Lo conozco?
       El otro se sentó delante de Martín y negó con la cabeza. —Recuerdo vagamente que alguna vez nos cruzamos. Pero no tuvimos oportunidad de conocernos— dijo, y extendió el brazo para ofrecerle un cigarrillo.
       —¿Hay tabaco?— preguntó Martín.
       —Es lo único que tengo para entretener los dedos—. Señaló con la cabeza a una bolsa de tabaco picado. Miraba la guitarra con codicia. Martín decidió que no convenía desviar el tema.
       —¿De dónde lo sacó?
       —Del Creador, igual que todo.
       Martín sospechó que la banalidad evangélica era una evasiva. El negro supo que Martín desestimaba sus palabras.
       —Me lo dejó cuando pasó por acá, hace un par de días.
       —¿Y cómo era?—. A Martín lo sorprendió su propia curiosidad.
       —Viejo, ciego. Iba de traje y caminaba con bastón. Tenía una voz pastosa, gastada, y hablaba raro.
       —¿Qué le dijo?
       —Que no tenemos destino en la tierra, que es lo mismo que ser nadie. Le pregunté: «Entonces, ¿para qué crearnos?». Y él me dijo que no nos había creado, nos había recordado. Luego había imaginado nuestro fin.
       —¿Y cómo termina?
       El otro extendió un índice hacia la guitarra.
       —¿Con la guitarra?— preguntó Martín.
       —Sí. Y a punta de cuchillo— contestó el otro, sin dramatismo.
       Martín permaneció largo rato en silencio. Finalmente se atrevió a decir: —Yo no pienso pelear con nadie más.
       —No importa— contestó el otro con serenidad.
       Martín lo miraba, perplejo. Los dolores disminuían y le dejaban respirar con normalidad. De a momentos, en el vaivén de la lumbre sobre el rostro del negro, Martín creía estar a punto de reconocerlo. Cuando terminó el cigarrillo, insistió: —Menuda injusticia sería tener que matarnos si ninguno de los dos quiere pelear. ¿O acaso usted tiene algo en mi contra?
       —Alguna vez lo odié. De eso estoy seguro.
       —¿Y ahora?
       —Ahora nos toca esperar juntos. Hasta que se nos salga todo el odio de adentro.
       —¿Y después?
       —Nada.
       Martín parpadeó. Una idea empezaba a dibujarse en su alma, difusa. Por decir algo mientras pensaba, preguntó: —¿Qué hay más allá del mar?
       —La tierra de mis antepasados.
       —¿Entonces usted ya lo cruzó?
       —No. Nací de este lado. No conocí el mar en vida. Una vez, pensé que lo había visto. Pero me dijeron que aquello era un río tan ancho que parecía un mar dul…
       —¿Eh?— Lo interrumpió Martín: —¿Qué quiere decir «en vida»?
       —Cuando estaba vivo.
       Martín se quedó callado. Pensó que el moreno estaba loco. El otro le leyó el sentimiento.
       —¿No le dijeron cuando llegó?
       —¿Qué cosa?
       —Veo que no. Quizá mi destino sea contarle.
       —Pensaba que no teníamos destino.
       —En la tierra. Acá podemos hacernos otro. Mi destino, ahora, es decirle que estamos acá para purgar nuestro pecado más grande. El mío debe tener algo que ver con usted. Y el suyo conmigo. Intente hacer memoria.
       —Mis hijos— recordó Martín, sin pensarlo: —ya no llevan nuestro nombre.
       Era cierto. Martín había acumulado tantas culpas, que él y sus hijos convinieron entre todos en mudar de nombre para ocultarlas.
       Siguieron fumando. El negro sacó un trozo de carne del fuego y se lo ofreció a Martín. Cenaron y volvieron a fumar en silencio. Martín se tendió sobre el pasto y se dejó arrullar por el mar. Las punzadas en el abdomen y el pecho lo despertaron al alba. Abrió los ojos y vio que el negro se alejaba hacia la playa. Martín bajó por un barranco y encontró al otro esperándolo en la arena. Cuando alcanzaron la espuma, Martín contempló el agua. Sintió miedo al ver que no tenía fondo. El sol proyectaba un accidentado sendero desde el horizonte hasta donde nacían las olas.
       —Dese un baño. El frío le ayudará con el dolor— dijo el negro, tocándole con el índice el punto del pecho donde el dolor era más agudo.
       Martín empezó a preguntarse si no sería otro mago, cuando el esbozo de un recuerdo se trazó en su mente. Supo que el otro lo había despachado a la llanura. Comprendió que su travesía había durado lo que el negro tardó en llegar al sitio donde habían de reencontrarse, tras haberse enfrentado delante de la pulpería de Recabarren. El recuerdo aturdió a Martín.
       —¡Sos vos!— El reconocimiento lo golpeó con violencia, luego el alivio—. Entonces ya pasó, lo nuestro ya está terminado.
        Martín comprendió que tardarían mucho en irse de aquel lugar. Se dispuso a esperar, resignándose a compartir su guitarra con el negro, a escucharlo cantar cada noche. Pensó que les sería más difícil aprender a estar en paz que ser pacientes. Contempló la posibilidad de que esa espera, como el mar en el que se adentraba, no tuviera fin. No era nada fácil imaginarse a los dos libres del odio que se tenían. «Quién sabe,» pensó en voz alta, «con algo de suerte, algún día todo lo que imaginó el ciego caerá en el olvido.» Sospechó que su única esperanza era un sueño imposible.


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Ëlke Tejedi nació en Argentina. Por cuestiones de la vida vivió y estudió en Estados Unidos, Canadá y España, hasta que por fin se radicó en Barcelona en 2017. Se gana la vida como traductor y redactor en todo tipo de ámbitos, menos el literario. Escribe relatos de calidad variable y traduce cuentos de los que cree que puede aprender algo.


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