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Lola Ortiz Vargas

Después de la cena

 

       —No hace falta que vengas si no quieres —dijo ella.
       Aunque sonó como un reproche, no había sido su intención. Fue la mejor forma que encontró para romper el silencio.
       —Sí que quiero —respondió él.
       Siguieron recogiendo la mesa y llenaron el lavavajillas. Ella se puso a lavar a mano lo que no había cabido o no se había podido meter.  
       —Oye —empezó él e hizo una pausa antes de arrancar—, no quería que se convirtiera en el chiste de la noche. Yo… he sacado el tema porque me parece curioso.
       —No querías que se convirtiera en el chiste y vas y sacas el tema en la cena con Pol y Ana.
       —Ya, perdona. No era el momento… Aunque ya sabes cómo son esos dos, le sacan puntilla a todo. Tampoco hay que tomarse muy en serio lo que digan —se disculpó él—. Pero sí que quiero ir.
       La abrazó por detrás suavemente y le plantó un beso en la mejilla. No sabía muy bien qué más podía hacer para reconducir la situación, así que, como ella no parecía responder a sus muestras de afecto, la soltó, puso en marcha el hervidor y preparó dos infusiones. Cada uno a su tiempo acabó sus quehaceres, fueron al salón y se sentaron en el sofá.
       —Mira, de verdad que me apetece ir y lo digo sinceramente. Solo es que suena un poco raro.
       —¿Por qué tenemos que seguir hablando del tema? —repuso ella—. Si quieres venir, vienes y punto. Si no, pues no vengas. No pasa nada.
       —Que sí que quiero —dijo él despacio—. Lo siento, es que un acto de graduación de un curso de meditación no es muy… normal.
       —Es que no es un acto de graduación. Lo he dicho así porque es como lo llaman en el centro, pero no es un acto de graduación. Es más como un día de puertas abiertas.
       —Entonces ¿no habrá ninguna demostración?
       —¿Demostración? ¿Qué demostración quieres que haya? Es un curso de meditación, no de canto —dijo ella irritada.
       —Ya, ya, pero no sé. A lo mejor os han enseñado alguna técnica especial, una antigua disciplina oriental con la que podéis… No sé.
       —¿Con la que podemos qué? ¿Sentarnos en una silla con clavos durante horas? ¿Levitar?
       —Bueno, no sé —se excusó él—, dicho así suena un poco ridículo. Pero hay gente que hace cosas increíbles a través del control de la mente.
       —Claro que suena ridículo, bastante, además, y si esa es tu idea sobre cómo es un curso de meditación impartido en el Centro Yin Yang de El Masnou casi que mejor no vengas.
       Por supuesto que él era consciente de lo estúpidas que habían sonado sus palabras. No solo las últimas, sino todas las incursiones en el tema que había intentado. En realidad, no tenía malas intenciones, el problema era que nunca fue muy diestro para la dialéctica. No era de los que disfrutan haciendo digresiones o adornando los discursos con bellas palabras. Siempre había encontrado muy acertado aquello de “menos es más”; cuantas más palabras, más posibilidad de confundir, a ti y a los demás. O al menos esa era su experiencia y parecía que aquella conversación lo constataba una vez más. Sin embargo, en su vida conyugal, que rozaba el cuarto de siglo —que se dice pronto, pero da para mucho— había aprendido que ella, siendo una persona sensible como era, no toleraba bien la directa al tratar ciertos asuntos. Y sin duda, aquél era uno de esos temas que requería de toda su prudencia.
       Antes de la cena de aquella noche, él creyó que ella se lo había ocultado, vete tú a saber desde hacía cuánto y, en un primer momento, se enfadó. Después de la primera ráfaga de indignación, fue capaz de recapacitar y ponerse en su lugar. Entendió que, de alguna forma, aquello le había pasado a ella, sin buscarlo. O a lo mejor sí lo había buscado. Sea como fuera, la cuestión es que había sucedido y, siendo él como era, ¿cómo iba ella a explicárselo? ¿Cómo plantearle lo ocurrido sin que él la tachara de loca? Además, tras la cena lo vio claro. Ella, que era una pésima mentirosa, si lo hubiera sabido, se le habría visto el plumero. Claramente no había ocultación. Ella no lo sabía y eso lo hacía todavía más difícil.
       Cómo podía habérselo explicado, a él, un hombre de ciencia; a él, un escéptico por naturaleza; a él y su “no creas en el santo si no ves el milagro” siempre preparado a la mínima que algo se salía un poco de los límites de la lógica aplastante. Pues sí, no otro que él mismo, con sus propios ojos, la había visto levitar. Cierto que no se había elevado mucho, no debía haberse suspendido más de dos palmos de su cojín de meditación, pero ahí estaba, levitando. La verdad es que no la vio elevarse. Cuando miró por la rendija de la puerta entreabierta —tierna costumbre que había cogido para verla allí sentada, tan concentrada— ya estaba en el aire. Tampoco fue mucho rato, un minuto, o a lo sumo dos, y después descendió. Descendió, así que no podía haber sido una ilusión óptica, que era una de las excusas que se había intentado ponerse a sí mismo. Esta y muchas otras; no había dejado de pensar en aquello desde que la vio la tarde anterior. Sin embargo, todas sus cavilaciones no solo no le habían ayudado a crear un clima propicio para hablar del asunto con su mujer, sino que, además, le impedían ver que, en realidad, daba igual si él era capaz de decirle, en algún momento lo que había visto. En el fondo, no era muy importante si ella llegaba a ser consciente de aquello o no.
       Hacia días que ella, que a diferencia de su marido sí era diestra y elocuente para tratar cualquier tema con tacto, había querido explicarle lo que le estaba sucediendo, pero no sabía cómo. Algo importante había cambiado; había transformado su día a día y todavía no se lo había dicho. Sentía que, aunque no de forma intencionada, se lo estaba ocultando. Por otro lado, ¿cómo plantearle lo que le estaba pasando sin que él la tachara de loca? Él que siempre tenía un “hasta que no lo veo no lo creo” en la punta de la lengua. Por más que lo había intentado, no había podido plasmar en palabras que, de alguna forma, desde hacía un tiempo se sentía como más ligera. Como si la gravedad, no la que ejerce la Tierra sobre todos los cuerpos que la habitan, sino la de la vida, no le afectara. Se sentía, por decirlo de algún modo, como flotando.

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Lola Ortiz Vargas: "Nací en Madrid en 1989 y allí viví hasta los ocho años. Entonces, por motivos laborales de mi padre, nos mudamos a Barcelona, concretamente a El Masnou. Lugar en el que he pasado la mayor parte de mi vida.
       En 2016 inicié un viaje por las Américas, de más de un año, que cambió mis perspectivas personales y profesionales. Tras años de formación y experiencia laboral enfocados a la redacción web y corporativa, vi que necesitaba un cambio de enfoque vital, puesto que, aunque de una forma u otra siempre busqué tiempo para mis creaciones propias, no era lo que tenía el foco de mi energía. Por eso, al volver, realicé un máster en Estudios de Traducción y situé mi producción literaria propia como una prioridad."

imagen: © JOSÉ IBARROLA - EL CORREO


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