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Marietta J. García

Palíndromo

 

Los amores imposibles son los más ridículos amores.
D. Jaramillo Agudelo

 

 

No soy un buen amante platónico. No consigo recordar la primera vez que vi a Helena, con quién ni dónde estaba, ni qué llevaba puesto; en cambio recuerdo sus ojos; ese abismo. Aquellas viejas memorias se confunden ahora y parecen sueños; a veces pesadillas. Ciertas tardes de invierno, cuando los días comienzan a hacerse largos, algo en mí se desvanece y se torna fantasma. Cuando me recupero, suelo hallarme tirado en el suelo con un fuerte dolor en la nuca y la exacta sensación de haber vagado por espacios desconocidos hasta alcanzar su cuerpo y quedarme allí, prisionero de algún recuerdo; específico en cada caso. Algunas tardes son sus pies, corriendo sobre la grama húmeda de Tierra de Nadie; el olor de sus pies al contacto del verdor; el barro pegado a su planta, metido entre sus dedos, remarcando un sabor a piedra en las rugosidades de sus talones. Durante un tiempo su recuerdo fingió abandonarme. Me hice una vida o creí habérmela hecho, conseguí un trabajo decente y una casa en el centro de la ciudad; me puse de novio con una española que no estaba nada mal y al poco tiempo tuvimos una hija. Me convertí en un tipo vulgar; infelizmente feliz, aburrido, padre de una niña que llama tío a los desconocidos, olivas a las aceitunas y que dice reiteradamente hostias como panes. Tenía pasaporte europeo, desayunaba pan tumaca y pasábamos los veranos en el Levante. Luego comenzaron los desmayos. El dolor volvió. Ese dolor claro y agudo que sentía al mirar sus ojos que me arañaban por dentro tratando de arrancarme cosas, costras, capas. Comencé a dar largos paseos en la madrugada. Salía de casa y tras llegar a Tirso de Molina cogía rumbo por el Madrid de los Austrias, mirando sin mirar tiendas llenas de afeites inútiles, panaderías para perros, tarantines infinitos de souvenirs. ¿Por qué no eres feliz?, me preguntaba mi esposa al borde de la desesperación cuando me veía llegar a casa con los ojos vacíos. No podía explicarle el dolor que me producía saber que el Alcázar había desaparecido, la lánguida tristeza de observar los restos de la muralla árabe, la ternura acelerada que sentía al acercarme a la cripta. No soy un romántico, nunca lo fui; Goethe y compañía me dejan atónito. En cambio, no olvido ciertas noches alcohólicas en las que Helena me hacía recitarle a Quevedo, a Góngora, a Garcilaso. Eres demasiado barroco para mí, decía, y soltaba la estridente carcajada. Ahora, sin embargo, hay algo en la muerte, en los cementerios, en las ruinas, que clama dentro de mi deseo y me ahoga. Pronto comprendí que mis incursiones nocturnas me permitían desprenderme de los efluvios de la ciudad opulenta y me arrojaban sobre el recuerdo de la otra ciudad devastada, enquistada en mi memoria como una condición maligna y cancerígena. Eres demasiado hombre para mí, repetía constantemente, no sin disgusto, no sin una leve mueca de asco. A Helena le gusta bailar. Quizá sea una de las cosas que más le gusta. Y yo soy pésimo bailarín. No obstante, la música me desborda. Crecí viendo a las mujeres de mi familia bailar; crecí viendo su goce. Pero mi pudor, mi herido amor propio, mi sentido del ridículo en este cuerpo que creía que no estaba hecho para la estridencia, me impedían bailar. Con Helena bailé. Noche tras noche. El resto de los hombres quería seducirla, la tomaban de la mano y la arrastraban. Yo la miraba. Miraba cómo lo disfrutaba y se resistía. Y terminaba deshaciéndose de ellos, con desprecio. Y venía por mí. Conmigo estaba segura. Sabía que yo había sido educado en la ordalía; que había crecido en el mismo desierto ululante que ella, y que no podía lastimarla. Para mi especie yo era un animal débil. Mi madre muchas veces me lo dijo, preocupada, triste, “tu mente es débil y eso me hace temer por tu vida”. Qué agónico destino el de las madres. La mía temía a las jaurías. Pero yo sabía defenderme. Y quizá ese era el verdadero problema. Que yo sabía defenderme. Soy un pésimo amante platónico. No sé no ver. Como un voyerista de la imposibilidad, del deseo torcido, requiero de la nota al pie. Estuve vivo. Con Helena bailé. Libre de mí. Con ella hice el ridículo y traicioné a mi clase. Fui goce; en un cuerpo que parecía no haber estado hecho para la estridencia. Pronto comprendí que mis incursiones nocturnas buscaban aquella vida, aunque mis pies me llevaran siempre hacia la muerte; el Alcázar quemado; las murallas abandonadas sin sus cipreses; cadáveres que se creyeron ricos porque les montaron mármol y les dejan flores. No, no soy nada romántico, pero ciertas noches persigo fantasmas, y luego, cuando abro los ojos, siento ese perfecto dolor en la nuca. Mi esposa me echó de casa. Era cuestión de tiempo para que eso sucediera. No opuse resistencia. Yo también quería irme. Dormí quince días en la calle. Tenía opciones; tenía dinero para pagarme un hotel; y gente que, a gusto, me recibiría en sus casas. Pero la calle estaba bien para mí; el viaducto; las pilastras de las excavaciones; los mármoles embarrados de smog. No me fue difícil volver a ser un hombre. Sólo necesitaba tiempo entre los escombros. En las frescas madrugadas de los principios de la primavera bailaba en la colina, oculto entre arbustos y ladrillos sabiendo que, unas horas más allá, el sol se desgastaba en arenas amarillas. No soy un buen padre. Mi hija es como un gato. Quizá por eso la quiero. Compartimos una rara indiferencia mutua. A veces creo que algo, en esta condición que me aqueja, se la heredé a ella. Ese gusto de mirar durante horas el hongo nebuloso del cielo madrileño romperse en auroras sonrosadas, y llorar. ¿Por qué no eres feliz?, me preguntaba al borde de la desesperación la mujer que me quería. Y yo caminaba por los largos pasillos de un laberinto en el que al final me esperaba Helena, para bailar. No soy un buen amante platónico. No sé no hablar. Ciertas tardes de invierno, cuando el sol dura un poco más, me vuelvo espectro; sábana blanca que ronda habitaciones vacías; ojos que buscan lo que no existe. Y luego el dolor en la nuca, la correcta sensación de vagar sobre las vías de trenes que, al final, sólo giran sobre sí mismos, en espacios ficticios en los que me pierdo y no sé qué día ni qué hora. Pero el tiempo todo lo remedia, la clara imagen de que del otro lado permanece ella. La clara imagen de que baila conmigo en la Diego Ibarra, de que espanta a las tarántulas, y me besa. Cómo es posible que no recuerde la tarde en que nos conocimos. Soy un horrible amante platónico. A veces, cuando vuelvo, leo sus rastros mientras caliento el agua del té; un rasguño en mi entrepierna; la absoluta convicción de haber estado entre sus manos a punto de estrangularme, el leve roce de su colmillo contra mi yugular. Ciertas imágenes específicas en cada caso. ¿Por qué no eres feliz?, preguntaba la mujer que me quería. Sus grandes ojos abiertos, le decía, las estrellas que viven en sus grandes ojos abiertos. No soy un buen amante platónico. Tenía que irme. Las mujeres que ella amaba eran perfectas. Yo tenía mucho de más, un pedazo de carne, un muñón de tristeza, una incapacidad. Eres débil, decía mi madre. Pero conseguí un trabajo decente y una casa en el centro de la ciudad que podía pagar. Mi hija me ignora cuando se queda conmigo. Me mira como si yo fuera un extraterrestre, y yo la dejo. Ella también lo es para mí. No nos duele. Ambos sabemos que hay algo más allá, que nos une y nos separa, al mismo tiempo. Le cuento historias de ciudades desiertas y ella me mira en silencio, y me abraza. A veces salimos a caminar y bailamos, ante las ruinas árabes. Y cuando lloro, acaricia mi nuca, y me besa.

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Marietta J. García (Península de Paraguaná, Venezuela, 1977)

Poeta, editora y docente. Licenciada en Comunicación Social por La Universidad del Zulia; y de Letras, por la Universidad Central de Venezuela. Fue cofundadora del colectivo de difusión poética El Museo de los Esfuerzos Inútiles y editora de la revista venezolana Memorias de Venezuela, órgano divulgativo del Centro Nacional de Historia; y de Nuestra Causa, revista del Instituto Nacional de la Mujer. Publicó una breve colección de poemas titulada Yo sólo atiendo la herida (FEA, 2018) en Valencia, España. El resto de su obra permanece inédita. Actualmente reside en Madrid.


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