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Reseñas :

 

Lo irreparable Gabriel Payares

Las travesías Federico Gallego Ripoll

 

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Bajo asedio: una lectura de Lo irreparable, de Gabriel Payares

Mabietta J. García

Tal vez amar sea una forma de memoria,
como la calistenia de los trapecistas
antes de danzar sobre el vacío:
algo que hacemos para repetirnos,
para no olvidar cómo se hace, si es que alguna vez supimos hacerlo.

Gabriel Payares

 

Leo a pedazos: en el tren yendo y viniendo del trabajo; y en los agujeros de mi desajustada vida  madrileña. Son varios mis problemas con el invierno, uno de ellos es la lectura. Requieres echarte mantas encimas, frotarte las manos, detener el temblor en los pies, y esa inquietud climática me impide estar, ser allí, en los mundos posibles que se suceden ante mi conciencia. Sin embargo, ciertos libros generan en mí una combustión acelerante que me permite girar sobre mi propio eje; algunas noches de absurda levedad. Lo irreparable (Corregidor, 2017) llegó la primera semana de febrero directamente desde una popular librería de Florida en Buenos Aires. Con sus criaturas, su cosa rota y su costra. Todo el tiempo este dolor fantasmático, esta memoria espectral de miembro amputado, de literatura de muñón. Ocho cuentos que bien pueden leerse como la dilatada costura de un mismo desgarro; un tejido, tal vez, en torno a lo inaprensible de la realidad y su necesidad de registrarla, en lo que tiene de imposibilidad expresiva. Gabriel Payares inaugura su tercer libro de relatos citando a Agamben: “Lo irreparable es que las cosas sean como son, en este o aquel modo, asignadas sin remedio a su manera de ser. Irreparables son los estados de las cosas, tal como ellos son: tristes o ligeras, atroces o felices. Como el mundo es, como tú eres, esto es lo Irreparable”.
      Los ocho relatos de esta crispación en forma de libro viajan alrededor de dos ideas fundamentales: el tiempo, en sus dimensiones de destructor y escultor; y el amor, ese viejo tópico, esa vieja herida esencial de la vida. El escenario es el muñón, el fantasma que late con toda su escabrosa belleza desde el primer cuento: la Caracas impune y salvaje que te abraza con su amor estrangulante, “una muñeca sucia y rota, un maniquí que alguien violó y después echó a la basura”. Con su decidida voz en primera persona, Payares nos instala en una tradición narrativa signada por la violencia. En Para Elisa (dedicado, no por casualidad, a José Roberto Duque) se confunden la bagatela breve y veloz, y el crimen policial cuyos ecos se remontan hasta Macu, la mujer del policía (Solveig Hoogesteijn, 1987). Abrimos el libro y estamos ante otra de las formas del Monstruo de Mamera, días antes de El sacudón que trastocaría la vida del país. Una total declaración de intenciones: “al final un héroe da tanto miedo como los monstruos que le encargaron matar”. Un interlocutor: el extranjero; que será quien coja el testigo para los relatos que en cascada se sucederán.

      En El extranjero, con epígrafe de Albert Camus, asistimos a la muerte de la madre: “no sentí nada particular cuando me entregaron las cenizas de Mamá”. De inmediato la gente que vive en mi cabeza recuerda el comienzo de La hija de la española (Lumen, 2019) de Karina Sainz Borgo, y su “Mientras redactaba la inscripción para su tumba, entendí que la primera muerte ocurre en el lenguaje”, y la afirmación que hiciera Payares en una entrevista: “Cuando uno se muda de país, se le extravía el interlocutor”. En el primero cuento se le habla al extranjero, en el segundo, se lo es. Una historia de amor, de esas prolongadas, oscilantes y tortuosas (“nos amábamos en un accidente de tránsito”) que deviene en imagen de la extranjería. Así, M., quien se ha ido del país y durante su visita acompaña al protagonista a esparcir las cenizas de la madre muerta en los Médanos de Coro, dice extrañar el “acá”, ese lugar que no termina de nombrarse del todo: “Creo que es la incertidumbre. ¿Sabes esa sensación de que las cosas están siempre al borde del precipicio?”. M. vive en España, entonces el espejo del tiempo “...ya no hay obstáculos en la vía y entonces empiezas a preguntarte un montón de cosas: si eres de allá o de acá, si de verdad estás lista para quedarte, si quieres envejecer y todas esas cosas irreparables. Yo aquí nunca tenía que pensar en nada de eso”. El presente puro, el no futuro. Aquí, acá, el muñón.

      La Argentina, residencia del autor desde 2014, sirve de fondo al triángulo amoroso entre una fotógrafa caraqueña y una pareja argentina en su viaje de mochileros hacia la Quebrada de Humahuaca. Lugares comunes plantea una constante huida hacia adelante, primero del país, luego del postureo de país; así, la protagonista se encuentra con sus paisanos en Buenos Aires: “Emparejados, atormentados por la soledad o por un rabioso complejo de minusvalía, los visité uno por uno, me acosté con algunos y no tardé en hartarme de aquello también. No soporté la Caracas de mentira que quisieron hacer en Palermo, buscando refugio de la soberbia infantil del porteño”. Luego, la desintegración amorosa, el hastío melancólico de un presente roto, en medio del constante carnaval. Por su parte, Los Payasos nos escenifican la destrucción a que es sometida una mente lúcida en un cuerpo envejecido y a punto de extinguirse, la resistencia, la soledad amarga del hombre enjaulado en un geriátrico en el que sus pares han dejado de ser antes que sus cuerpos: “Por último estoy yo, el único viejo cuerdo del asilo y por lo tanto el que más sufre. Porque no sería lo mismo si no me diera cuenta de nada, si fuese un vegetal más tendido en una silla del patio, viviendo más allá de todo gusto y toda tristeza”. Su plan de rebelión. La necesidad imperiosa de sembrar el caos en medio del espanto de la resignación. El tiempo nos destruye mientras va esculpiendo el último rostro que tendremos: “Yo seré un viejo necio, artrítico y diabético, un carcamal, un fósil, un dinosaurio, pero también un hombre y lo quiero seguir siendo hasta el final”.

      Al estilo de un thriller psicológico y del violento cine gay ochentero, aparece Siguiendo a Lisboa, la historia de un hombre homosexual humillado y enloquecido por un despecho amoroso. Él habla a través de Lisboa, quien propicia su liberación definitiva cual Joker caraqueño, persiguiéndolo por las calles de una Caracas obscura, narcótica y homófoba: “lo que un hombre desprecia más en la vida es un marico”. Y enfilando hacia el final, nos encontramos con La tregua, una joya de la narrativa zombie impregnada con un halo de poesía devastadora. Ha llegado el fin del mundo, lo que pueda quedar de la civilización hasta ahora conocida es apenas una costra; aunque sobrevivir se impone, los gestos han perdido su sentido: “tanto tiempo invertido en aprender cómo funciona la vida y por qué ¿de qué había servido, si nadie pudo prever que, en efecto, el mundo se acabaría? Entender es una aspiración muy pendeja de cara a la muerte”. Caracas, una vez más, parece haberse convertido en el país de las últimas cosas, “atrapados sin electricidad, agua corriente y casi ningún tipo de comodidades modernas”, bajo el asedio de criaturas que andan sin rumbo, desfigurados, irreconocibles, sucios, prontos a despedazar, que “se fueron embruteciendo con el tiempo, poniéndose más furiosos e impredecibles, quizá resignándose a ser ellos mismos”. Muertos vivientes próximos y prójimos de la devastación social que dibuja Sainz Borgo en su novela: “Las ráfagas de disparos barrían la calle. Plomo, puro plomo. Los pasillos estaban desiertos. La gente permanecía encerrada en sus casas, temerosa de su propia suerte”. El fantasma  de un miembro que vuelve a chillar, a retorcerse, en un delirio sin fin.

      Ante La pecera, fue inevitable recordar Axolotl, de Julio Cortázar, aunque ahora de un modo distorsionado, asfixiante. Una pareja da a luz a una criatura a la que no saben nombrar y en su angustia lacerante, el padre, deambulando por la ciudad se adentra en una tienda donde se exhiben peces para la venta, confrontando la imagen especular de aquello que había traído al mundo. Lo irreparable, una vez más, esa verdad que no tiene remedio. Finalmente, el desencuentro, la languidez de los finales amorosos presagiados. Las ballenas está cubierto por esa pátina gélida y gris propia del Sur. Una pareja de amantes emprenden un viaje de vacaciones hacia Argentina para ver a las ballenas, y en el interín: incomunicación, aburrimiento, el largo lamento de una soledad anticipada; quizá, la trama de todos los amores que se hallan a las puertas del fin.

      Un libro sobre el amor, sus miserias, sus dobleces, sus aspiraciones (siempre fútiles) de trascendencia, sus veleidades y traiciones. Su pérdida. Un libro sobre el tiempo, la contundencia de sus erosiones, la irreversibilidad de sus dictámenes, su dignidad de último escultor. Un libro sin dogmas; alejado, felizmente, de esa intención ideológica y moralista que tanto abunda, a día de hoy, en la literatura venezolana de la diáspora. Payares, si alguna lección da, es de maestría literaria, y se le agradece no decirnos qué pensar. Un libro alimentado por la rabia. Detrás, Caracas, como un largo poema de amor que, a través del tiempo, pervive como muñón y fantasma, indisoluble, irreparable.

 

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Todo poeta es un nómada


Federico Gallego Ripoll.
Las travesías.
Editorial Renacimiento,
Sevilla 2020


Con este poemario, Federico Gallego Ripoll ganó el VI Premio de poesía Juana Castro. No es éste el único premio que atesora este poeta de voz única en el panorama poético español; ha recibido premios de gran prestigio como el San Juan de la Cruz, Jaén y Emilio Alarcos, entre otros.
      Las travesías  no es un libro de viajes al uso aunque en sus páginas encontremos nombres de lugares como Siracusa o Bizerta o la Ítaca soñada y deseada; es más bien el reflejo del viaje soñado que no es otro que el recuento de tantas cosas vividas y el anhelo de lo desconocido que sale a nuestro encuentro cada vez que abandonamos la casa que llevamos como abrigo y protección y salimos al mundo. No importa si la travesía es un simple atravesar la calle para comprar el pan o un periplo por un país lejano del que esperamos  impulsos que nos lleven a un nuevo conocimiento.
      El poeta viaja y se enfrenta en cada poema con la palabra que es la que traduce, o al menos lo intenta, el mundo para convertirlo en poesía. Como dice en el primer  poema de este libro “Muerde el poema” porque sólo intercambiando nuestra sangre con la suya podemos llegar a comprender aunque sea únicamente un poco aquello que esconden las palabras para enseñarnos lo que somos.
      El poemario se divide en tres partes “Isla del aire” que nos trae la resonancia de sonde el poeta habita; “Los desembarcaderos” y “La sal en el plato”.
El viaje, o mejor los viajes, van siempre de la mano del amor. En estos poemas hay  una presencia de un tu que es compañía que muchas veces es un nosotros y otras es el lector al  interpela directamente  “pues tú eres, al leerme, quien me escribe”.
      En la tercera parte del libro todo lo que ha vivido y aprendido el poeta  y que el tiempo se encarga de decantar pero que no desaparece “sólo quedó la sal en el plato/tras el tiempo”.
Cuando cerramos este libro nos queda en la memoria la sal de sus versos que guardamos celosos en un cuenco.


MC Montagut
©MCMontagut para TBR2020


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