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Yunieski Betancourt Dipotet

Bajo tierra

 

 

Despierto rodeada por el ruido. Su cadencia llena cada palmo de la cueva, multiplicándose en rocas y paredes. Por un momento creo que todo va a colapsar y quedaré sepultada aquí. Pero tan rápido como llegó, el estruendo comienza a alejarse hasta desaparecer.
       “Es un helicóptero”, pienso mientras me levanto. Hace mucho no hay nadie allá arriba, ni yihadistas ni soldados. Ni siquiera refugiados. Nadie. Pero ese helicóptero puede ser una señal de que alguien ha llegado.
       Quizás grupos de búsqueda que pueden hallarme y sacarme de aquí. “No abandonaré mi hogar”, me digo tratando de controlar los espasmos y me acuclillo hasta recuperar el dominio de mi cuerpo.
       Y decido subir. No lo he hecho en dos… casi tres semanas. Tengo una buena reserva de latas de comida y suficiente agua almacenada. Pero mi curiosidad puede más que la prudencia. El calor liberado por el hormigón y las rocas me indica que la noche apenas empieza. Es el mejor momento.
       Me levanto y reviso mis tanques. Ayer cayó un buen aguacero poco antes del amanecer y el agua estuvo horas filtrándose hasta bien entrado el día, desvelándome. Echo un poco en un cazo y masajeo mi cara para acabar de espabilarme.
       Agarro un morral pequeño y le echo unas cuantas piedras, por si encuentro alguna de las hordas de perros que pululan por el pueblo. Tomo dos cuchillos, guardo uno en el morral y sujeto el otro a mi pantalón.
       Compruebo todo, luego me aseguro el morral a la espalda y comienzo a trepar. Me deslizo entre las rocas y fragmentos de paredes en silencio, alcanzo el pasadizo que conecta mi hogar con la superficie y me arrastro hasta llegar a un boquete desde donde puedo observar la calle.
       Seis meses atrás aquí se alzaba un bloque de casas con más de doscientos años desafiando el desierto. Entre ellas, la mía. Once generaciones de mi familia la habían habitado y pensábamos que siempre sería así. Tan seguros estábamos que no nos preocupaban las historias tenebrosas de los refugiados que cada día pasaban por el pueblo, huyendo del avance de Daesh.
       —Debemos huir —nos urgía mi esposo luego de cada nueva historia.
       Nosotros no estábamos de acuerdo.
       —El gobierno no permitirá que Daesh avance más —le tranquilizaba mi padre—. El propio Bashar al-Assad lo aseguró.
       De hecho, bastaba sintonizar la agencia Sana para enterarse de que la situación no era tan grave.
       “Son solo un puñado de enemigos —explicaban— infiltrados en el país para aterrorizar a la población. Pronto serán eliminados”.
       Así que ignoramos el aumento de los refugiados y sus predicciones terroríficas. Predicciones cumplidas la tarde en que cientos de yihadistas invadieron el pueblo y nos mostraron cuan equivocados estábamos. Un grupo de ellos encerró a mi abuela y a mi madre en la casa y les prendió fuego, y me violaron ante las miradas de mi padre, mi esposo y mis dos hijos. Luego los decapitaron.
       “Alá aborrece a los impuros”, gemían, gritaban, mientras estaban dentro de mí. Luego de saciarse, me encerraron junto a muchas otras en un almacén, donde cada día iban a gozarnos. No sé cuánto duró. Solo sé que pensar en regresar con mi familia me sostuvo.
       Eso me permitió resistir el dolor constante en mi entrepierna, el olor hediondo, el pus. Hasta que una noche oí gritos y carreras. Cuando forzamos la puerta, pude ver el cielo surcado por aviones y decenas de explosiones iluminando todo.
       Hui dejando atrás ese lugar. Corrí, empecinada en llegar a mi casa, esa que mi memoria me decía era el lugar donde me aguardaban mi familia, comida y cama; pero al llegar descubrí el infierno. “¿Cómo pude olvidarlo?”, me repetía cada segundo que estuve sentada frente a esas paredes calcinadas, hasta que el silbido de un misil me hizo alzar la cabeza.
       Desperté en la oscuridad y de alguna manera lo supe. Algo atávico, despertado en mi sangre por la sofocación que sentía, me hizo saber que estaba bajo tierra. Grité reventando mi garganta en mil espasmos sanguinolentos, sin importarme ser escuchada por las bestias de Daesh. Me dominaba un horror más profundo. Y ese horror me impulsó a subir sin detenerme, sin doblegarme.
       Cuando al fin logré salir, el cuerpo desgarrado en cien cortes distintos, ya había amanecido. Deambulé horas a través de un infierno de casas destrozadas y tierra quemada, salpicada de agujeros; sin importarme los ruidos de disparos y los encuentros con otros sobrevivientes.
       Recuerdo que me topé con un grupo enorme, que acarreaba decenas de bultos.
       —Los americanos bombardearon —me dijo la anciana que los guiaba—. Es el momento de escapar. Ven con nosotros.
       —Ven —corearon los demás—, todos están abandonando el pueblo.
       Los ignoré, incluso golpeé a uno que intentó sujetarme y corrí. Por el camino encontré decenas de cadáveres, ellos no se irían nunca, me dije. Tampoco mi familia.
       Esa mañana vagué hasta que el hambre me empujó a hurgar en las ruinas, acopiando comida. Sin darme cuenta, retorné al hueco del que había salido y descendí lo más que pude y me dormí acunada por la certeza de que los restos de los míos estaban conmigo, reducidos a polvo, sí, pero conmigo. Nunca me separaría de ellos, me juré antes de dormirme. 
       Al despertar comí y bebí cuanto pude y vomité todo lo que no pude retener, y volví a comer y beber, y luego a vomitar y llorar y maldecir, y lo repetí de nuevo hasta caer dormida. Y desperté para repetir todo de nuevo.
       Solo cuando no me restó nada de comer, volví a subir. Había hecho las paces con la idea de que en cualquier momento podía toparme con los soldados o los yihadistas, y ser violada, asesinada o ambas cosas.
       Pero sobreviví. Aprendí a correr sin descanso, a esquivar los disparos de los francotiradores y a eludir las patrullas arramblando con cuanta provisión o cosa útil encontraba. Con el paso del tiempo fueron menores los peligros, hasta que en muy raras ocasiones encontré huellas de otras personas.
       Sin embargo, eso puede cambiar a partir de hoy, por lo que antes de salir empuño mi cuchillo. Me arrastro fuera, ocultándome en el vapor producido por el aire caliente despedido por la arena y las rocas. Pero apenas me levanto para iniciar mi búsqueda, escucho el ruido del helicóptero y lo descubro en dirección norte, elevándose.
       Me oculto y espero a que pase sobre mí estremeciendo todo y siga su camino. Decenas de perros ladran en sus escondrijos. A veces alguno llega allá abajo tentado por el olor de la comida enlatada y casi siempre su viaje concluye en mis cuchillos.
       Aquí arriba es diferente, cazan en grupo como si fuesen humanos. Pero hoy tengo la ventaja de saberlos asustados. “Difícilmente se arriesgarán a seguirme”, decido, y sin pensarlo más vuelvo a salir y echo a andar. Camino por la calle Ism, atravieso la plaza Kabta y subo a la colina Utukk. Desde allí puedo ver bien la parte norte del pueblo.
       Pero solo veo arena formando avanzadas donde la vida no se ha hecho presente más allá de los arbustos que salpican todo con su verde espinoso. Nada parece ocultarse entre las sombras. Aun así me demoro en continuar. En esa dirección se encuentra uno de mis peores recuerdos. Uno que evito siempre que puedo. Pero no hoy, es el camino más corto.
       Desciendo y continúo por la calle Uras. Atravieso mosaicos de agujeros y ruinas, casas y edificios destruidos sin dudarlo. Avanzo hasta toparme con los restos del avión. Sigo sin detenerme, pero me llevo su imagen conmigo.
       Recuerdo bien la noche en que se estrelló —hará unos tres meses— iluminando el horizonte con una humareda rojinegra. Dudé en entrar. ¿Quién sabía cuántos sobrevivientes habría, o qué tan pronto llegaría alguna patrulla? Pero el Creciente Rojo pintado en su costado me hizo decidirme.
       Cerca de la puerta encontré a un hombre agonizante, que parecía haberse arrastrado hasta allí. Podía ver su cerebro a través de la herida en su cabeza. Lo corrí a un lado, apoyándolo en una pared cubierta por fotos de Bashar al-Assad.
       En la cabina las paredes estaban igual. Decenas de fotos cuyos ojos miraban fijamente a los dos pilotos muertos. En el compartimiento de carga descubrí otros dos hombres convertidos en pedazos por el impacto. Ese rompecabezas perturbó mi sueño durante semanas. Pero valió la pena: encontré medicinas y mucha ropa de mujer.
       Me puse a empaquetar lo más útil, decidida a ocultarlo en unas ruinas cercanas y recogerlo luego poco a poco. En eso estaba cuando el moribundo despertó. “Ayuda”, susurró y me tendió su mano. “Qué más da”, pensé, y saqué una botella de agua de mi mochila y le hice beber. Después, rocié su herida y la cubrí con un paño húmedo.
       —Soy inglés —dijo y me reveló que mi pueblo se había tornado tierra de nadie. Un punto muerto en la guerra. Una división de honores en la que Daesh ganaba un corredor libre hacia Turquía para acribillar kurdos, y los sirios de Bashar al-Assad (tu gente, precisó) mantenían la vía a Damasco a salvo—. Va a durar mucho tiempo —afirmó con el tono de quien sabe lo que dice. 
       —¿Por qué viniste aquí? —pregunté.
       Señaló el Creciente en su uniforme.
       —Soy voluntario —reveló—. Se nos dijo que los de Daesh se habían replegado y aprovechamos para buscar sobrevivientes. 
       “Se les dijo —pensé—. Pueden ir sin peligro”. Y lo creyeron. Confundieron palabras con hechos. Igual que mi familia. Y tal como ellos no tendrían la oportunidad de aprender de su error. ¡Boom! Avión al suelo. Eso era un hecho. Sus compañeros muertos, otro. Su cabeza partida en tres pedazos con una hemorragia que lo había empalidecido hasta semejar un fantasma, era otro hecho. El más importante.
       —Vendrán a ayudarnos —aseguró recapturando mi atención—. Puedes esperar aquí. Estarás a salvo.
       —¿Has visto el cielo cubierto de bombas? —le dije y me miró sorprendido—. Yo sí —le confesé acercando mi rostro al suyo—. Gentes que confiaron en las promesas… —y callé al verlo desmayarse. 
       Un desmayo del que no despertó. “Quizás hoy sea diferente y no encuentre a nadie. Quizás. O, si lo hay, pueda pasar desapercibida”, me digo deteniéndome para expulsar de mi cabeza el recuerdo de la dosis de morfina que le inyecté para librarlo de su miseria. “De cualquier forma, he llegado demasiado lejos como para regresarme sin saber”, decido y echo a andar de nuevo.
       Nada indica la presencia de alguien en las cercanías, así que aprieto el paso y reviso las plazas de Hadad y Geshtu-E. Recorro las calles que las circundan, ampliando la búsqueda hasta desembocar en una bocacalle donde al fin descubro las huellas del helicóptero en la arena.
       “Tenía razón”, pienso y las rodeo decidida a dar un vistazo en la zona. “Quizás pueda saber quiénes eran y qué querían. Quizás pueda encontrar algo”. Y al entrar en las ruinas de una casa una luz me enceguece y tropiezo estrepitosamente. El peso del morral me hace caer. “Soy una idiota”, maldigo mientras golpeo el suelo.
       Trato de levantarme, pero alguien me atrapa, un hombre a juzgar por su entrepierna. Lo golpeo justo ahí y saco mi cuchillo y me alejo. Una fogata arde en una esquina bajo un fragmento de techo, “bien oculta”, y hay una tienda de campaña a unos metros.
       Y entre la fogata y la tienda está él. Es un hombre de unos cuarenta años, afeitado y con un corte de cabello impecable. Viste ropa militar y en sus mangas lleva una insignia desconocida. Veo una pistola en su cintura.
       Alzo más el cuchillo.
       —Quieta —dice aún con el rostro crispado. 
       “Otro inglés. ¡Por Alá!” 
       —Solo quiero ver si estás bien —asegura enseñándome sus manos desnudas.
       —Estoy bien —replico y lo repito una y otra vez hasta comprobar que es a mí a quien pertenece esa voz cascada.
       Su expresión me hace detenerme, me observa como se hace con algo extraño, demasiado diferente de sí mismo.
       —Espera aquí —dice y entra en su tienda sin darme tiempo a reaccionar.
       Sale sosteniendo dos cajas de madera. Las coloca cerca de la fogata, vuelve adentro y retorna con un plato de metal rebosante de pedazos de carne asada. Su olor eriza mi piel. Lo pone sobre una de las cajas, se sienta sobre la otra y me mira.
       “Está bien”, decido. Tomo el plato, la otra caja y la llevo a la frontera de la luz con la sombra. Regreso a coger mi morral, lo coloco al lado de la caja y me siento.
       —¿Quién eres tú? —pregunta.
       —¿Quién eres tú? —repito.
       Lo veo sonreír.
       —Sargento McClusky.
       —¿Mabloski? —digo oliendo la carne.
       —McClusky —repite y señala su insignia—. Cirujano del ejército de Estados Unidos.
       “Un inglés de América”, pienso.  
       —¿Qué haces aquí? —y apunto al suelo, al pueblo, mientras comienzo a masticar.
       —Busco sobrevivientes.
       —¿No combatir?
       —No combatir —afirma y vuelve a sonreír—. No hay combates en esta zona desde hace poco más de un mes —explica—. Aunque no podemos descartar futuras infiltraciones de los yihadistas.
       “Mentira”, cruza por mi mente. “Imposible”.
       —Es cierto —dice reaccionando a mi expresión.
       Me encojo de hombros y decido asegurarme.
       —¿Solo estás tú?
       —Somos un equipo. Yo y dos paramédicos.
       Miro alrededor, los busco.
       —¿Dónde están?
       —Llevando a una sobreviviente a la base. A unos doce kilómetros al noreste —me aclara y sonríe tranquilizador.
       —¿Sobreviviente? —le pregunto aliviada por mi suerte.
       —Como ella —y señala hacia su tienda.
       Me levanto, pongo el plato sobre la caja y me acerco a la entrada. Me asomo con cuidado manteniéndolo a la vista. Hay un bulto en un costado moviéndose. Me arriesgo a entrar y destaparlo. “Es casi una niña”, me sorprendo, y en ese momento abre los ojos y me observa con una expresión vacía. “¡Alá bendito!”, pienso y acaricio su pelo antes de volver a taparla y salir.
       —¿Dónde? —le pregunto mientras recupero el plato y me siento.
       —Caminaban a un par de kilómetros hacia allá —explica señalando al sureste—. Las sedamos y después las trajimos para acá, armamos la tienda para tenerlas a cubierto y llamamos al helicóptero.
       —¿Y ahora?
       —El piloto volverá por nosotros en tres horas. Si quieres puedes venir.
       —No, gracias —declino y enfatizo— esta es mi casa. No me voy.
       —Entiendo. ¿Llevas mucho tiempo oculta?
       —¿Oculta?
       Asiente.
       —Tu ropa —señala—. El color de tu piel. Tu olor.
       Siento un ramalazo de incomodidad.
       —No sé.
       —¿No sabes?
       Muevo la cabeza.
       —¿Desde cuándo te escondes aquí? —insiste.
       —Desde el principio.
       —Ocho meses —susurra.
       —¿Ocho?
       Lo observo asentir. “Ocho meses, Alá bendito”. Y me decido.
       —Tengo que irme —le anuncio levantándome.
       —Voy a regresar aquí en una semana —revela y me imita—. Si quieres puedo traerte algunas provisiones: comida, medicina, ropa. Jabón también —añade.
       —¿En una semana?
       Asiente.
       Yo también asiento. Pongo el plato sobre la caja y guardo algunos trozos de carne en el morral. Aspiro el aire. “En una semana removerán este pueblo para encontrarme y ponerme a salvo”. El aire trae un olor a brisa fresca, a agua que se acerca. “Dos días seguidos de lluvia. Eso es algo muy raro”. 
       McClusky sonríe.
       —¿Estás segura? —insiste.
       —Sí —confirmo y me le acerco extendiéndole la mano, mientras rozo con la otra el mango de mi cuchillo.
       —Espera —me sorprende una vez más y entra a la tienda, rebusca y aparta bultos, y sale sosteniendo un envoltorio pequeño—. Un adelanto —dice.
       Lo agarro y lo acerco a mi nariz. Jabón. Rio sin poder evitarlo.
       —Gracias —le digo y estrecho su mano antes de dejar caer el paquete.
       Cuando se inclina para recogerlo, golpeo su nuca con el mango del cuchillo. Cae de inmediato. Le quito el arma y me aseguro de que esté desvanecido. Luego entro a la tienda y me acerco a la mujer. Está demasiado débil para hacer más que sollozar mientras la desnudo. Su entrepierna semeja un boquete de carne macerada. Huele a desinfectante y yodo.
       Mientras la miro, un dolor viejo me paraliza. Tiemblo y mis lágrimas escapan. ¡Alá! Aprieto mi entrepierna y golpeo el piso hasta detener el dolor. “No te ablandes”, me repito y tiro la ropa de la chica en una esquina de la tienda. Luego la pongo bocarriba, brazos y piernas abiertos, y meto un trapo en su boca, adentro, muy adentro, hasta ahogarla.
       Regreso afuera y reviso de nuevo al sargento. Le propino otro golpe para estar segura. Busco mi morral y escojo una piedra pequeña, de bordes afilados, y la guardo en un bolsillo de mi pantalón. Después lo agarro por los sobacos y halo, resoplo y halo, y lo dejo al lado de la mujer.
       Tomo aire, recupero el aliento, y lo desnudo, lo pongo de costado y empiezo a estimular su miembro. Lo veo crecer, ponerse duro. Lo echo sobre ella, ajustando sus carnes. Es chapucero, pero tendrá que servir. Entonces saco la piedra y golpeo seis, siete veces, su sien. Pongo la piedra ensangrentada en la mano de ella.
       Voy afuera, recojo las cajas y mi plato, guardo todo. Arrojo algunos pedazos de carne en la entrada de la tienda, otros sobre ellos. Luego, tomo mi paquete y emprendo el regreso a casa. Mis lágrimas caen mientras las nubes se acumulan sobre el pueblo, sobre mí. Aprieto el paso. Lloverá antes del amanecer. Para cuando regrese el helicóptero el agua ya estará filtrándose hacia abajo, rellenando mis tanques, y habrá desaparecido de aquí arriba como si nunca hubiese caído.

 

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Yunieski Betancourt Dipotet: Sociólogo y narrador. Nació en Yaguajay, Sancti Spíritus, Cuba, en 1976. Máster en Sociología por la Universidad de La Habana. Trabaja en la revista La Jiribilla. Ha obtenido varios reconocimientos, entre ellos: Premio Abdala 2013, género cuento; Mención en el Premio "Luis Felipe Rodríguez" de la UNEAC 2015, Mención en el Premio Pinos Nuevos 2016, género Narrativa, y el Premio Luis Rogelio Nogueras 2016 en el género cuento. Ha publicado los libros de cuentos Los rostros que habita, Editorial Cultivalibros, Madrid, España, 2013; Razones para no viajar en el tiempo, Editorial Gente Nueva, La Habana, Cuba, 2016 y Dados cargados, Editorial Extramuros, La Habana, Cuba, 2017. Textos suyos aparecen en las antologías Al Este del Arcoíris: Antología de Microrrelatistas Latinos, Latin Heritage Foundation, Estados Unidos, 2011; Terapia de progresión y otros cuentos, Isliada Editores, La Habana, Cuba, 2012; e Hijos de Korad: antología del taller literario Espacio Abierto, Editorial Gente Nueva, La Habana, Cuba, 2013.

 


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