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Miguel Castillo Fuentes

EL ÚLTIMO VERANO
      

 

Después de dispararse en la cabeza, Ernest Hemingway se quitó su bata, salpicada de sangre y sesos, y lavó su rostro como quien sale de casa por una compra urgente. Una vez limpio de sangre, cruzó el país hasta Cayo Hueso, al sur de Florida, donde se escondió en un hotel, bajo la promesa de dedicarse exclusivamente a escribir, cosa que cumplió desde el primer minuto en que entró a su habitación. Para él fue como regresar a París, cuando era pobre y creía en el sueño de ser escritor. Entonces la fórmula volvió a funcionar, porque una vez aislado del mundo, fue capaz de crear cualquier historia que se propusiera. Fue tal el entusiasmo, que por casi medio siglo el espacio de una habitación con vista al mar fue ocupado estrictamente por una energía idéntica a la que debieron expulsar los dioses al crear al mundo. El escritorio, la biblioteca con sus escasos libros, las paredes y los muebles que había dentro fueron los testigos silenciosos del ruido que hacía su Underwood portátil al contacto con sus dedos. Por lo anterior, se podría decir que después de muerto Ernest Hemingway fue víctima de la felicidad absoluta, porque el sonido de su escritura se hizo constante, como son constantes los latidos de un corazón.
       Por desgracia, todos los corazones se detienen. Esa es una ley imposible de omitir, como el lugar común de la ley de Newton. Eso mismo, fue lo que volvió a sucederle a Hemingway una tarde en que se sentó frente a la ventana de su habitación para ver el atardecer. El rojo del fin del día golpeaba con gracia el mar y los manglares en el interior de la costa. Era un cuadro tan sencillo y bucólico, que era imposible negarse una descripción rápida e ingenua, digna incluso de un poeta joven. Entonces trató, pero no pudo hilar ninguna imagen con las palabras que tenía en su memoria. Después de varios minutos en blanco, lo intentó con el sabor del mar, pero fracasó también con ese ejercicio de principiante. Se sintió extraño, como si hubiera olvidado su propio nombre. Se sentó en su escritorio y, en un último intento, tomó una hoja y en ella trató de describir el sabor del agua. Estuvo mirando la hoja por horas y días, sin que nada pudiera salir de su mente. »Ya no viene « , dijo antes de esconder su rostro entre sus enormes manos.
       Fue una repetición de su último año de vida, incluso en las palabras que usó para reconocer su bloqueo: »Ya no viene « . Entonces empezó a ver al mar con una tristeza nueva, como de primer amor incumplido. Hasta ese instante la muerte fue el leitmotiv perfecto de su obra. Por eso mismo, tan pronto dejó de funcionar empezó a buscar una alternativa. Fueron las primeras horas de muerto que Hemingway pasó en algo diferente a la planeación de una trama. Después de meditarlo lo suficiente, llegó a la conclusión de que si antes el aislamiento y la soledad habían propiciado su reacción creativa, en esta ocasión lo que necesitaba era todo lo contrario. Salió de su habitación, teniendo como rumbo cualquiera de los lugares que frecuentó en vida. Quería volver a oír los ruidos de la calle y las charlas ajenas en los bares y restaurantes, así como sentir nuevamente el tacto de la arena y el mar al caminar por la playa. Al cerrar la puerta de la habitación, incluso llegó a pensar que con algo de suerte podría encontrar alguien con quien hablar, preferiblemente otro muerto.
        Una vez en la calle, el ímpetu que se había apoderado de él se desvaneció. Fuera del hotel, sus pasos se convirtieron en una señal de duda y miedo, fáciles de reconocer por el compás lento entre un pie y el otro. Era tan lamentable verlo, que podría decirse incluso que era mucho más viejo que en 1961, lo que comprobaba que después de muertos los hombres también envejecen. Lo más difícil para él fue caminar por una Key West que poco se asemejaba a la que había conocido. Para completar, el calor era insoportable. El sol caía sobre todas las cosas, y por más que Hemingway trató de encontrar refugio, no halló ninguno que le fuera familiar. La isla que creía recordar se había difuminado en nuevas direcciones y edificios que ignoraba por completo. Esto lo asustó tanto, que no pudo hacer otra cosa que levantar sus brazos, en espera de ayuda. Y la ayuda llegó con un taxi que estacionó a su lado.
       —A Sloppy Joe’s Bar —ordenó, una vez en su interior.
       Los ojos del conductor espiaron cada tanto por el espejo retrovisor la enorme figura que era su cliente. Hemingway, por su parte, no dejó de mirar nunca hacia la calle. Lo hacía con una sorpresa casi infantil, y dejaba marcado por sus ojos azules todo lo que veía en el camino, a una velocidad de cuarenta kilómetros por hora. Rápidamente el conductor se aburrió de él y dejó de espiarlo. Giró el volante unas cuantas veces más, y en una recta aceleró hasta llegar al lugar que buscaba.
       Sloppy Joe’s Bar es el mejor lugar del mundo para volver a los viejos tiempos, creyó Hemingway cuando el taxi se detuvo. Eso parecía posible porque la fachada del bar eran los mismos muros blancos, con su nombre marcado en letras gruesas en la parte superior, y en la esquina, como invencible, la palmera en la que orinaba cada vez que iba y encontraba las puertas cerradas. Volvió a echar un vistazo al edificio y por unos segundos volvió a sentir felicidad en su interior.
       Pero si el exterior fue una bocanada de vida, el interior fue más bien un golpe contundente en la boca del estómago. Entre las mesas y esquinas del Sloppy Joe’s Bar, decenas de viejos con rostros idénticos hablaban entre sí, todos ellos formando cardúmenes de cuerpos robustos, con barbas canosas y trajes de cazadores africanos y pescadores de Wyoming. Caminó entre ellos con la precaución del soldado que camina por sobre un campo minado. Los miró de perfil, y después de analizarlos con detalle, comprendió que estaban disfrazados a su imagen y semejanza. Necesitaba un trago urgente para sobrevivir a lo que veía. No podía seguir en esa extraña pesadilla de espejos, sin una gota de alcohol, y por esto mismo no lo pensó dos veces para dirigir sus pasos hacia donde, recordaba, estaba la barra. Allí encontró la madera de la mesa, limpia y libre en el pasado, cubierta ahora por vasos de colores y rastros de serpentinas y confeti, cosas que le hacían pensar en una fiesta infantil antes que en un bar.
       Primero pensó en el infierno, porque eso era precisamente lo que parecía. Sin embargo, recordó los años que pasó en completa armonía, y llegó a la conclusión de que debía de ser víctima de un karma que lo esperó con paciencia. Esto último porque fue desde que salió del hotel cuando empezó la sucesión de castigos que hasta el momento parecía no querer terminar. Era como si con cada movimiento que hacía surgiera algo nuevo de que lamentarse, cosa que se repitió de manera efectiva tan pronto pidió de beber. Mientras el barman servía un trago doble de whisky, Hemingway pasó la mirada por los muros internos del bar, como quien quiere de esta forma confirmar el fin de su mundo; sin embargo, lo que encontró fue la continuidad morbosa de un pasado que despreciaba y que incluso en ese instante deseaba borrar por completo. Carteles con el mensaje de «Feliz cumpleaños, Papá Hemingway » , junto con cientos de retratos fotográficos suyos, decoraban de manera vergonzosa los diferentes rincones del Sloppy Joe’s Bar. Fue un segundo golpe, en esta ocasión un directo contundente en su rostro, porque en efecto el que estaba allí, en cada cuadro colgado de las paredes, era él. Y era también a él a quien le celebraban el natalicio.
       Estuvo a punto de huir como un buen cobarde, pero antes de que lo hiciera, apareció el barman con el vaso de whisky que había pedido, que sirvió con delicadeza especial frente a él. A Hemingway poco le importó el trato del barman hacia el vaso. Por su parte, lo que hizo fue tomar el trago con una desesperación imposible de negar. Lo hizo con los ojos cerrados, no para apreciar de mejor manera el sabor del licor, sino creyendo ingenuamente que después del ardor propio del whisky podría volver a abrir los ojos, para encontrarse con que todo lo visto antes habría desaparecido; pero no fue así. Con los ojos tristemente abiertos dejó el vaso sobre la barra y pidió otro trago doble. Nada cambió. El mal gusto en la decoración, sumado a los hombres viejos disfrazados como un símbolo que él mismo creó y aprendió a odiar, seguían intactos y sonrientes, superiores a él, como sombras victoriosas e independientes del cuerpo que las origina.
       — ?Por qué todo el mundo está disfrazado así¿ —preguntó al barman que lo atendía.
       —Porque es la fiesta de Papá Hemingway.
       —Eso lo entiendo, es su cumpleaños; pero ¿por qué se disfrazan como él?
       —Porque al igual que tú, guapo, todos quieren ser Ernest Hemingway.
       Quizá en lo único con lo que no guardaba similitud alguna con sus dobles era en su ropa: vestía de camisa azul, pantalón café y mocasines del mismo color. Si no fuera por su barba blanca y su rostro, tan idéntico a él a pesar de los años, podría decirse incluso que era un hombre viejo cualquiera, quizá uno de esos capaces de trabajar con facilidad en Navidad como Santa Claus. Fuera de eso, no había otra cosa que mencionar. Sin embargo, en Sloppy Joe’s Bar, Ernest Hemingway fue tomado como otro aspirante a doble de Ernest Hemingway. Esto lo comprendió no solo con el comentario del barman, sino por un hombre de lentes oscuros que se acercó a él mientras bebía su tercer whisky de la noche.
       —Escriba su nombre aquí, por favor —dijo el hombre, después de tomarlo por el hombro y señalarle un papel con una lista de firmas casi inentendibles.
       Ahí los golpes dejaron de ser metáforas en su mente, para convertirse en insultos que podía palpar. Por esto mismo se defendió de la única manera que podía hacerlo en ese instante: tomó el esfero que le ofrecían, y en el lugar que le señalaban escribió su nombre completo con la furia y seguridad de quien comienza una novela. »Ernest Miller Hemingway « , leyeron al tiempo el barman, el hombre de los lentes oscuros y Hemingway, quien no pudo evitar el demostrar una primera sonrisa de triunfo. Por desgracia, y sin importar siquiera la caligrafía que demostraba su autenticidad, el hombre de los lentes oscuros tachó su firma para pedir que en su lugar escribiera su nombre verdadero. Esto casi logró que se levantara de su asiento, con el único fin de golpearlo de la misma forma que podría haberlo hecho en sus mejores tiempos. Incluso sus manos alcanzaron a separarse del vaso de whisky. Sin embargo, una extraña idea se apoderó de su mente, antes de que sus puños se alzaran por completo: competería contra sus dobles y así les enseñaría a todos quién era realmente Ernest Hemingway. Entonces volvió a tomar el esfero, esta vez para escribir »Francis H. Hudson « . El hombre de los lentes corroboró el nombre y, antes de desaparecer por entre las mesas y dobles del bar, pegó en el pecho de Hemingway un adhesivo con el número 62 impreso en él.

Un juego de luces iluminó la tarima, mientras el locutor presentó en orden numérico a los participantes del Concurso Anual de Dobles de Papá Hemingway. El público, dueño de un entusiasmo inusitado, aplaudió como si los hombres sobre la tarima hubieran hecho algo de por sí excepcional, al permanecer de pie sin ayuda. Los aplausos lo sorprendieron de una mala manera, como una lluvia repentina en un paseo por el campo. Una de las razones por las que decidió morir y esconderse fue precisamente para dejar atrás la fama de su nombre. Era tan nociva su leyenda para su escritura, que no existía en el mundo un editor que dudara en publicar lo que llevara su firma. No les importaba la calidad, eso ya lo había aprendido con la publicación de varios libros que lo avergonzaban como escritor. Por esta razón, al morir hizo la promesa de no firmar una sola de las páginas que escribiera, intentando con esto no volver a ser un sinónimo de mediocridad y mercadeo. Fiel a esta premisa, miles de hojas que se acumularon a lo largo de los años fueron dejadas a su suerte en los rincones de su habitación de hotel. A veces, cuando el viento de la costa penetraba por entre las ventanas, las hojas se desprendían de sus montones originales, para planear de un lado a otro hasta caer finalmente en un desorden que parecía complacerlo de manera absoluta.
       El estar sobre la tarima le permitió a Hemingway observar los rostros de las personas que no estaban disfrazadas como él. Era extraño, porque en un principio no encontró nada especial en ninguno de ellos; por el contrario, creyó que era cuestión de segundos para dejar de considerarlos con algún tipo de interés. En efecto esto habría sucedido, de no ser porque empezó a encontrar semejanzas entre las mujeres que estaban sentadas en las mesas del Sloppy Joe’s Bar y las mujeres que alguna vez amó en vida. Eran rasgos pequeños, como la dimensión de la nariz y de las cejas, o el movimiento de la boca al hablar, o de los ojos al mirar. Pequeños gestos que fueron suficientes para que el recuerdo del amor empezara a lastimarlo. Si hubiera sabido antes que la muerte estaba tan llena de ausencias, especialmente carnales, habría preferido seguir con su vida hasta que un manojo de enfermedades y una memoria rota lo hubieran vencido.
       Sin importar lo que sucedía a su alrededor, Hemingway continuó recapitulando los rasgos del pasado, de una forma tal que llegó a ignorar al animador del concurso, quien se acercó porque era su turno para responder a las preguntas de la primera fase eliminatoria de la competencia. Por obra de esas casualidades que parecen ficciones diseñadas por otros escritores, la pregunta que le realizaron trató sobre sus esposas, específicamente sobre sus nombres en orden de matrimonio. Cuando finalmente comprendió la naturaleza de la pregunta que le hacían, la cual relacionó de manera mística con los rasgos de esos amores que veía repetidos en las mujeres del público, Hemingway pronunció entre lágrimas los nombres completos de Hadley, Pauline, Martha y Mary. El resultado de esta escena, la cual él mismo hubiera catalogado de patética, fue que las mujeres del público reaccionaron con un ensordecedor aplauso, que fue seguido de pañuelos blancos agitados tanto para limpiar sus propios rostros como para elogiar de forma contundente al participante número 62.
       Impulsado por la fuerza de los recuerdos, Hemingway superó cada fase de eliminación sin problema alguno. A veces, cuando la pregunta que le hacían le traía de vuelta un pasado tormentoso que a su vez era desconocido por el mundo entero, optaba por la simple tarea de mentir. En vida fue un buen mentiroso. La gente creyó lo que él quería que creyeran, incluso sus mujeres, que lo veían como el reflejo de un hombre fuerte capaz de vencer al que fuera menos a sí mismo. Cuando murió, este defecto también dejó de existir. No tenía a nadie a quien mentir, solo le quedaba el tiempo extenso que se vive tras la muerte, acompañado por la soledad que tanto pedía en su juventud, cuando quería ser un escritor y lo era.
       Recordar, mentir y tener una copa de licor a la mano: ese fue el tridente que Hemingway blandió en vida para escribir. Y curiosamente eso era lo que estaba haciendo sobre la tarima para vencer a sus dobles. De esta manera, que era la de seguir la lógica de lo contrario, y tal como él mismo lo pensó al salir del hotel, la mentira y las palabras habían vuelto, lo que significaba, por ende, que la ficción también lo haría. Por desgracia, esto fue algo borroso para él, porque los años transcurridos sin alcohol lo habían debilitado para los tragos que fue bebiendo a medida que superaba las rondas eliminatorias. El responsable de ese arribo constante de whisky fue el barman que lo atendió en un principio, quien sin mayor razón que la curiosidad y el amor a primera vista, se convirtió en ese seguidor dispuesto a hacer lo que estuviera a su alcance para hacerlo feliz. Algo que ignoró Hemingway, porque consideró que cada vaso que llegaba a sus manos era una consecuencia natural del avance que hacía en el concurso. Pequeñas victorias que, mezcladas con el alcohol,terminaron por quebrarlo por completo. Fue como volver a su peor momento del pasado, cuando después de pasar todo el día frente al escritorio, y ya de noche y completamente ebrio, Hemingway optaba por insultar la hoja en blanco frente a sus ojos, así como sus libros perfectamente ordenados en un estante de la biblioteca, los folios represados de historias sin final y el paquete de hojas vírgenes que lo esperaban sobre el escritorio.
       Con esa extraña lucidez que a veces otorga la resaca, Hemingway llegó a comprender sobre la tarima del Sloppy Joe’s Bar que no volvería a escribir. No importaba que los recuerdos y la capacidad de mentir hubieran vuelto. Sabía, porque había pasado por la vida y la muerte para comprenderlo, que, así como podría recuperarse del bloqueo frente a la hoja en blanco, inevitablemente esa sensación de fracaso volvería a él sin parar, cada vez con mayor fuerza. Abandonarlo de una vez por todas, esa parecía ser la conclusión de su mente ebria, pero lúcida. Fue en este instante cuando aparecieron entre el público, estratégicamente ocultos, los espectros del pasado. Primero fueron Scott y Zelda, quienes desde una mesa junto a la barra lo señalaban con una copa de champán en sus manos, y parecían sonreírle con cariño; luego fue Gertrude Stein, quien, sentada sola en una mesa al fondo del bar, lo miró con esos ojos de ella, a un tiempo llenos de rabia y comprensión; después fue su padre, quien lo saludó desde la puerta del baño, con una mano en forma de pistola, y finalmente aparecieron sus hijos. Fue gracias a ellos que comprendió el peso que significaron las tardes idas en dolores de cabeza, vómitos, vacíos de memoria e intentos de escritura. Finalmente, todo lo que veía se hizo un solo remolino que hizo que la tierra bajo sus pies se moviera igual al mar. Y en esas aguas comenzó a sumergirse.
       Antes de convertirse en polvo, Hemingway tuvo un sueño. En él, navegaba por una costa de aguas por completo transparentes. El barco se desplazaba con delicadeza sobre el suave oleaje, mientras que en la popa varios cabos largos se hundían con sus anzuelos en el mar. Sentado a estribor, Hemingway lanzaba cada tanto al agua un cebo de carne sangrienta que se disolvía con rapidez en la sal del mar. A veces, cuando esto ocurre, aparecen tiburones en busca de los pargos que caen con el cebo. Sin embargo, en ese sueño no hubo tiburón alguno. En su lugar, hubo cientos de peces que caían en su trampa, y que él subía a bordo, haciendo uso de la fuerza de sus brazos.

Si alguien preguntara a cualquiera de los presentes lo que sucedió esa noche en el Concurso Anual de Dobles de Papá Hemingway, oiría como única historia algo imposible de creer. Incluyéndolo a él, tan solo quedaban tres concursantes en competencia. Vistos bajo los ojos de Hemingway, se podría decir que ellos eran los sobrevivientes de un escuadrón reducido por el enemigo hasta el límite mismo de la derrota. No hay manera de afirmar que, si el concurso hubiese llegado a su término, Hemingway hubiera ganado. Es posible que fuera así, porque el público, especialmente el femenino, le aplaudía a rabiar. No les importaba que no estuviera vestido como cazador africano o pescador profesional, o el hecho de que estuviera visiblemente ebrio. Todo lo contrario. Era el favorito de la mayoría precisamente por tener un disfraz opuesto al de los cientos de dobles que esa noche estuvieron allí. Es probable que al verlo así se imaginaran a ellos mismos acompañando a un Ernest Hemingway más íntimo, casi como si pudieran verlo desayunar y posteriormente leer la prensa. Por esta misma razón, al verlo caer desde la tarima se oyó un solo coro de gritos de auxilio.
       Mientras Hemingway soñaba con un mar transparente, en Sloppy Joe’s Bar su cuerpo cayó al suelo haciendo la figura de una cruz. De manera inmediata fue rodeado por gente que quería ayudarlo, entre ellos el barman, quien se sentía culpable por haberle enviado sin parar tragos de whisky. Sin embargo, al estar sobre él, el miedo de lo inexplicable se apoderó de cada uno de ellos. Los que llegaron primero a su lado, para formar un círculo a su alrededor, y los que llegaron inmediatamente después, para formar así un segundo círculo de testigos, vieron con claridad la manera en que el cuerpo de carne y hueso de Hemingway se convirtió en un extraño montón de polvo. Primero asemejó una figura de yeso de sí mismo. Una copia casi pompeyana que duró intacta hasta que un miembro del jurado se acercó para tocarlo. Fue necesario únicamente ese contacto con otro cuerpo para que el suyo, casi idéntico por tantos años después de muerto, se convirtiera en un polvillo dorado que flotó en el aire unos segundos hasta desaparecer.
       Ese fue el último verano de Ernest Hemingway. Tras de sí no dejó nada. Las miles de páginas que escribió después de muerto, desordenadas todas por culpa del aire que se colaba por la ventana de la habitación, fueron arrojadas a la basura sin consideración alguna por el servicio de limpieza. Él no volvería nunca más, eso era algo que la administración del hotel sabía muy bien. Por esto mismo, al día siguiente de su salida, se dio la orden de limpiar y borrar todo rastro de su existencia.

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MIGUEL CASTILLO FUENTES (1985) Licenciado en español y literatura. Formó parte del taller literario Umpalá, y el taller de escritura creativa Relata UIS, el cual también dirigió por dos años. Ha sido finalista en múltiples concursos literarios, y publicado los libros Peces para un acuario (2010), Tres hombres solos (2013) y El resplandor de la derrota (2018). Sus cuentos han sido publicados en diferentes revistas impresas y digitales, así como en antologías nacionales e internacionales de cuento. Por tres años formó parte del equipo de talleristas y formadores de docentes del Concurso Nacional de Cuento RCN y Ministerio de Educación Nacional de Colombia. También ha sido promotor de lectura y escritura en la Estrategia de Promotores de Lectura Regionales de la Biblioteca Nacional de Colombia y el Ministerio de Cultura, así como del proyecto Vive tu Biblioteca Escolar, del Ministerio de Educación de Colombia. 

 


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