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marzo - abril 2001  num 23

HAY CIERTAS SONRISAS
Ring Lardner
Traducción: Celia Filipetto

 


El verano pasado, en la transitada esquina de la Quinta Avenida y la calle Cuarenta y seis había un guardia urbano que te daba la sensación de que el suyo, después de todo, no era tan mal trabajo. Son muchos los guardias urbanos que parecen disfrutar abusando de su autoridad; se trata de un complejo sádico provocado por la exposición al mal tiempo y a peores conductores y, probablemente, a esposas crueles. Pero Ben Collins daba de veras la impresión de pasarlo bien tanto si te reprendía como si no; su cara grande y pecosa irradiaba jovialidad y no había manera de que reflejase disgusto ni siquiera en las condiciones más desquiciantes.
      Verlo te infundía ánimos. Escucharlo hablar era divertido. Si lo que decía no siempre era brillante, sí lo era la forma en que lo decía.
      Ben andaría por los treinta. Medía metro noventa y pesaba noventa y ocho kilos. Alrededor del ochenta por ciento de los guardias urbanos que hay entre la calle Treinta y dos y Central Park responden a esta descripción. Pero Ben se diferenciaba de los demás por su habitual buen humor y por su..., en fin, creo que podrías llamarla su delicadeza.
      Por ejemplo, en los casos en que Noonan o Wurtz o Carmody se conformaban con frases manidas del tipo: «¡Eh, tú! ¡No tendrías que haber salido de casa!» o «¿Me quieres decir adónde vas, pedazo de infeliz?», Ben se decantaba por el tacto.
      -¿Cómo estás, Barney? -le decía a una víctima a la que acababa de pedir que estacionara junto a la acera.
      -No me llamo Barney.
      -Perdona. Pero, por la forma en que pisabas el acelerador, pensé que serías Barney Oldfield.

      O decía algo así:
      -Supongo que no ha visto la luz roja.
      -No.
      -¿Y por qué cree que los demás coches estaban parados? ¿Imaginó acaso que se habían quedado todos sin gasolina al mismo tiempo?
      O algo así:
      -¿En qué trabaja usted?
      -Soy contratista.
      -Vaya, una buena ocupación, muy digna; si yo fuera usted, no me avergonzaría de ella. Dejaría de tratar de hacerle creer a todo el mundo que trabajaba en el cuerpo de bomberos.
      O algo así:
      -¿Qué tal, le gusta Londres?
      -¿A mí? Nunca he estado en Londres.
      -¿Ah, no? Habría jurado que sí, porque sólo de Londres podía pegársele la costumbre de conducir por la izquierda.
      En la esquina de Ben, las infracciones, a menos que tuvieran resultados graves, rara vez se castigaban con algo más que estas pícaras amonestaciones, hechas en un tono tan amable que en el fondo te alegrabas de haberlas cometido.
      Cuando no estaba de servicio, era un «muchachote de natural bondadoso», dispuesto a llevar a Grace al cine o a ir al bar de Arnold a jugar a las cartas o a quedarse en casa sin hacer nada.
      Entonces, una mañana de septiembre, un Cadillac descapotable de dos plazas, cero kilómetros, de color azul con accesorios amarillos, bajó como una exhalación por la avenida, violando todas las leyes del sentido común y del estado y la ciudad de Nueva York. Los gritos y los toques de silbato de Carmody y Noonan, en la Cuarenta y ocho y la Cuarenta y siete, no consiguieron detener su loca carrera, pero Ben, que primero plantificó su inmensa humanidad en su trayectoria, dándole al conductor a elegir entre reducir la velocidad o atropellarlo, y luego, con una rapidez de reflejos sorprendente para alguien tan corpulento, apartándose de un salto y subiéndose al estribo, logró forzar una rendición en el bordillo, a medio camino entre su puesto y la calle Cuarenta y cinco.
      Estaba a punto de enfadarse y de decir lo que pensaba con palabras grandilocuentes, cuando reparó por primera vez en la cara de la transgresora. Era la cara más bonita que había visto en su vida y exhibía una sonrisa de lo más descarada, inoportuna e irresistible, una sonrisa que afeaba definitivamente todas las demás.
      -Y bien -empezó a decir Ben, titubeante, y, recobrando parte de su presencia de ánimo, añadió-: ¿Dónde está su casco?
      La muchacha no contestó, pero siguió sonriendo.
      -Si forma parte del cuerpo de bomberos -continuó Ben-, debería llevar un casco y una placa. O pintar su coche de rojo y ponerle sirena.
      No hubo respuesta.
      -A lo mejor es que tengo pinta de bobby. A lo mejor creyó que estaba en Londres, donde conducen por la izquierda.
      -¡Ay qué monada! -dijo ella, con una voz tan encantadora como su sonrisa-. Me quedaría toda la mañana aquí escuchándolo. Lástima que no pueda. Tengo una cita en la calle Octava y ya llego tarde. Y, como veo que está usted muy ocupado, no quiero entretenerlo más. Pero otro día me gustaría escuchar todas sus ocurrencias.
      -¡Vaya gracia!
      -¿Dónde vive?
      -En mi casa.
      -Ay, no sea antipático. Se lo preguntaba porque si en una de esas vivía en el Bronx...
      -Sí, vivo en el Bronx.
      -. . .como queda camino a Rye, donde yo vivo, podría llevarlo.
      -Gracias, pero cuando muera quiero que sea de viejo.
      -No soy tan mala conductora, no exagere. Me gusta correr, pero soy prudente. En Buffalo, donde vivíamos antes, todos los guardias sabían que era prudente y normalmente me dejaban ir tan deprisa como yo quería.
      -Aquí no estamos en Buffalo. Y esto no es un circuito de carreras. Si quiere correr, no pase por la Quinta Avenida.
      La muchacha lo miró directamente a los ojos.
      -¿Le gustaría que fuera por otro camino? -le preguntó.
      -No -contestó Ben.
      Le sonrió otra vez.
      -¿A qué hora termina de trabajar?
      -A las cuatro -dijo Ben.
      -Pues bien -dijo la muchacha-, una tarde de éstas, es posible que a esa hora vaya hacia casa...
      -Ya le he dicho que no estaba preparado para morir.
      -Seré más prudente que nunca.
      De repente, Ben se dio cuenta de que tenían un público numeroso y atento y que, por primera vez, él no era el protagonista.
      -¡Circule! -le ordenó en tono de lo más brusco-. La dejo marchar porque es una desconocida, pero la próxima vez no saldrá tan bien parada.
      -No sabe cuánto se lo agradezco-dijo la muchacha-. Pero permítame que le diga que no me gusta ser una desconocida y espero que la próxima vez no me perdone por ese motivo.
      Comentario que, acompañado de su radiante sonrisa, hizo que Ben Collins, que hasta ese día sólo había cantado en la ducha, se pasara el resto de la jornada laboral tarareando, en voz bastante alta, varios fragmentos de un alegre disco de Ohman y Arden que su mujer había puesto hasta la saciedad la noche anterior.
      Su relevo, Tim Martin, se presentó puntualmente a las cuatro, pero Ben no parecía tener prisa por volver a casa. Fingía escuchar los dos chistes nuevos que Tim había oído cuando venía de Flushing, uno sobre un escocés y unas toallas de hotel y otro sobre dos judíos en un club nocturno. Consiguió reír cuando tocaba, pero tenía puesta toda su atención en el tráfico que iba en dirección norte, algo que en realidad había dejado de ser asunto suyo.
      A las cuatro y veinte se despidió de Martin y caminó despacio hacia el sur por el lado este de la calle. Llegó hasta la Treinta y seis, pero todo fue en vano. Normalmente algún automovilista del Bronx o de la zona norte lo acercaba hasta su casa, pero, por haber sido tan insensato, se le había hecho tarde y tuvo que ir corriendo hasta la estación Grand Central para tomar el metro y viajó de pie todo el trayecto.
      «¡Seré tonto! -pensó-. Lo más probable es que ella haya ido expresamente por otro camino para no volver a toparse conmigo. O a lo mejor cruzó por una de las calles transversales justo después de haber pasado yo. Tendría que haber esperado un poco más en la Cuarenta y cuatro. O a lo mejor algún compañero mío cumplió con su deber y la llevó detenida a la comisaría. Aunque no, si le sonrió de esa manera.»
      Pero seguro que no le sonreía así a todo el mundo. Le había sonreído a él porque le había caído bien, porque de veras pensaba que era una monada. ¡Ahora lo entendía! Seguramente era así como había conseguido meterse en el bolsillo a los agentes de Buffalo. «¡Monada!» Vaya palabreja para describir a aquel rascacielos Woolworth humano. Seguro que lo había dicho en broma. Aunque no, tal vez no del todo. Le había gustado su buena planta, como les gustaba a muchas otras muchachas, y tal vez los comentarios sobre los bomberos y sobre Londres le habían hecho gracia.
       
      Fuera como fuese, había visto la sonrisa más hermosa del mundo, y cuando llegó a su casa seguía notando un calorcito por dentro, un calorcito tan grande que besó a su mujer con un ardor que la sorprendió.
      Cuando Ben hacía el turno de día, a veces, durante la cena, entretenía a Grace con alguna anécdota divertida de su trabajo. En ocasiones, sus historias eran pura invención, y ella en el fondo lo sospechaba, pero ¿qué importaba si eran reales o inventadas? Eran cosas que, si no habían ocurrido, deberían haber ocurrido.
      En esta ocasión se moría de ganas de hablar de la muchacha de Rye, pero, como sabía que a su mujer no le gustaban demasiado las anécdotas protagonizadas por chicas bonitas, le contó unas discusiones parciales con conductores torpes de su mismo sexo que tenían muy poco asidero en la realidad.
      -Resulta que un tipo bajaba en un Buick modelo 1922 y el semáforo se puso rojo, y, cuando llegó el momento de arrancar, pensó que estaba en segunda pero resulta que tenía puesta la marcha atrás, y chocó contra un Pierce de Greenwich enorme. Al Pierce no le pasó nada, y él sólo se hizo una abolladura pequeña. Pero se habrían pasado diez minutos discutiendo si yo no hubiese intervenido.
      »Obligué al del Buick a que estacionara y le dije: "¿Qué le pasa? ¿Siente añoranza?" Entonces él me preguntó que qué quería decir con lo de añoranza, y yo le contesté: "Estaba usted tan ansioso por regresar al lugar de donde ha venido que ni siquiera se dignó dar la vuelta."
      »Entonces trató de explicarme lo que le había pasado, como si yo no lo supiera de sobra. Dijo que era la primera vez que conducía un Buick y que estaba acostumbrado a los cambios de marcha normales.
      »Y entonces le dije: "Muy bien, pero esto no es un campo de entrenamiento. El sitio para hacer prácticas de conducir está a cuatro manzanas de aquí, en la Cuarenta y dos. Allí encontrará más coches y el doble de peatones y policías; además, tienen tranvías y una torre contra la cual chocar dando marcha atrás."
      »Y le dije: "En un desierto como éste nunca podrá aprender" Tendrías que haber visto cómo se reía la gente.
      -¡Me lo imagino!-dijo Grace.
      -Después vino un tal Jordan, un hombre mayor de barba gris. Iba a estacionar justo delante de Kaskel's. Dijo que no estaría más de media hora y yo le digo: «¡Es una verdadera lástima! Ojalá pudiera quedarse a pasar el fin de semana.» Y le digo: «Si nos hubiera avisado que venía, le habríamos organizado alguna fiesta.» Entonces él va y dice: «¿Sabe qué le digo? Me dan ganas de denunciarlo por impertinente.»
      »Entonces yo le contesto: "Adelante, denúncieme, y yo lo llevaré a la comisaría por conducir sin permiso de sus padres." Tendrías que haber visto cómo se reían. Y le digo: "¡Circule, Jordan, circule!" Tendrías que haber visto cómo se reían.
      -¡Como si lo estuviera viendo!-dijo Grace.
      Ben se sumió en un prolongado silencio, algo poco habitual en él.
      -¿En qué estás pensando?
      Lo soltó a pesar de que sabía que cometía un error.
      -En una muchacha que conducía un Cadillac azul.
      -¡Ah! ¡No me digas! ¿Y qué tenía de especial?
      -Nada. La cuestión es que se comportaba como si la avenida fuera suya y la puse en su sitio.
      -¿Qué le dijiste?
      -No me acuerdo.
      -¿Era atractiva?
      -No me fijé. Estaba un poco picado.
      -¿Picado, tú?
      -Casi me atropella y me mata.
      -Y seguramente tú le sonreíste.
      -No. La que me sonrió fue ella. Me sonrió. -Sin terminar la frase, se levantó de la mesa y le dijo a su mujer: -Vamos, nena. Vámonos al Franklin. Nos encontraremos con Joe Frisco. Dan una película de Chaplin.
      Ben no volvió a ver el Cadillac azul ni a su dueña el resto de la semana, pero en todas sus polémicas iba ensayando frases destinadas a fortalecer la creencia de ella en su «monería». No obstante, cuando apareció de repente, a última hora de la tarde del martes, Ben estaba tan nervioso que no atinó a hacer otra cosa que quedarse mirándola, y habría perdido la oportunidad de escuchar su encantadora voz si ella no hubiera tomado la iniciativa. Iba rumbo al norte, estacionó a pocos metros de la esquina de Ben y le hizo señas.
      -Son más de las cuatro -dijo-. ¿Puedo llevarlo a su casa?
      ¡Menuda suerte la suya! Esa semana le tocaba el turno de tarde.
      -Acabo de incorporarme al trabajo. No termino hasta medianoche.
      -¡Ay qué malo es! No me dijo que iba a cambiar de turno.
      -Cambio todas las semanas. La semana pasada de ocho a cuatro; esta semana, de cuatro a doce.
      -¿Y la semana que viene le tocará otra vez el de ocho a cuatro?
      -Sí, señorita.
      -¡Qué remedio! Tendré que esperar.
      Fue incapaz de pronunciar palabra.
      -¿Nos vemos el lunes que viene?
      -Si está viva -logró decir después de mucho esfuerzo.
      Tras obsequiarlo con esa sonrisa suya, le dijo:
      -Viviré. Tengo un acicate.
      La muchacha se marchó y Ben regresó a su plataforma; estaba en las nubes.
      «Acicate, acicate, acicate», repitió para sus adentros, tratando de memorizar la palabra, pero a la una y media de la madrugada, cuando llegó a su casa, no la encontró en la edición abreviada del Webster; creía que se escribía con z.
       
       
      Aquélla fue la semana más larga de la historia. Poco antes del mediodía del lunes, el Cadillac pasó zumbando a su lado, en dirección sur, y él alcanzó a oír las palabras «más tarde». A la hora de terminar su turno, cuando Tim Martin todavía no había acabado de contarle el primero de sus dos chistes nuevos sobre judíos, de repente Ben se dio cuenta de que ella había estacionado a su lado y obstaculizaba el tránsito esperándolo.
      Entonces se subió al coche de la muchacha; tuvo que encogerse como pudo para meter su enorme humanidad en el asiento mientras se reía como un niño de la indiscreta exclamación de sorpresa de Tim.
      -¿De qué se ríe?
      -De nada. Es que me siento bien.
      -¿Se alegra de haber terminado su turno?
      -Hoy sí.
      -¿Pero no siempre?
      -En general me da lo mismo.
      -Eso sí que no me lo creo. Creo que disfruta de su trabajo. Y la verdad es que no entiendo cómo lo hace, porque a mi me parece muy duro. Lo obligaré a que me lo cuente todo sobre su trabajo en cuanto salgamos de este atasco.
      En la calle Cincuenta y uno se detuvieron en el semáforo en rojo y ella se volvió y lo miró, divertida.
      -Menos mal que llevo la capota bajada -dijo-. De lo contrario, tendría que haberse encogido más y habría estado terriblemente incómodo.
      -Cuando me compre un coche -dijo Ben-, tendrá que ser un Mack, y aun así tendré que contratar a un hombre para que lo conduzca.
      -¿Por qué a un hombre?
      -Porque los hombres no están locos.
      -No exagere, que no estoy loca. ¿Acaso he estado a punto de chocar contra algo?
      -Contra todo. Conduce demasiado deprisa y corre demasiados riesgos. Pero ya lo sabia antes de subirme a su coche, así que no tengo derecho al pataleo.
      -Con lo apretado que va, no le quedaría espacio suficiente. ¿Quiere bajarse?
      -No.
      -Dudo que pueda. ¿Dónde vive?
      -En la Ciento sesenta y cuatro, cerca de Concourse -contestó Ben.
      -¿Cómo suele volver a su casa?
      -Así.
      -Y yo que pensaba que le estaba ahorrando un pesado viaje en metro. Debí saber que nunca le faltarían invitaciones. ¿A que no?
      -Casi nunca.
      -¿Suele la gente hacerle todo tipo de preguntas?
      -Sí.
      -Lo siento. Porque yo quería preguntarle muchas cosas y ahora no puedo.
      -¿Por qué no?
      -Porque estará usted harto de contestar.
      -No siempre contesto lo mismo.
      -¿Quiere decir que para divertirse le miente a la gente?
      -A veces.
      -¡Eso si que es genial! ¡Adelante, miéntame! Le voy a hacer preguntas, probablemente las mismas que le hace todo el mundo, y usted me contesta como si yo fuera una tonta. ¿Quiere?
      -Lo intentaré.
      -A ver, a ver. ¿Qué le pregunto primero? ¡Ah, ya sé! ¿No se muere de frío en invierno?
      Le contestó lo mismo que le había contestado la primera vez a una anciana que, evidentemente, era turista y cuya curiosidad la había impulsado a someterlo a un interrogatorio de veinte minutos en uno de los días con más tráfico que él recordaba.
      -No. Cuando tengo frío, paro un coche y me apoyo en el radiador.
      Su entrevistadora de ese momento lo recompensó riéndose más de lo que el comentario merecía.
      -¡Es estupendo! -exclamó-. Supongo que, cuando se le enfrían las orejas, para otro coche y le pide prestada la capota.
      -Tendré que acordarme de ésa.
      -¿A ver qué más? ¿Nunca lo atropellan?
      -Muchas veces, pero sólo con la mirada. Atropellarme, atropellarme de verdad, muy raras veces.
      -¿Y no es un calvario pasarse todo el día de pie?
      -Peor sería pasarme todo el día haciendo la vertical. Bromas aparte, señorita, estoy tan acostumbrado que hay noches que duermo de pie.
      -¿No le dan náuseas las emanaciones de los tubos de escape?
      -Al principio sí, pero ahora no podría vivir sin ellas. Vivo en un apartamento que está al lado de un garaje público para poder ir a respirar más siempre que quiero.
      -¿Cuánto mide?
      -Más de dos metros.
      -¡No puede ser!
      -A usted no puedo engañarla, ¿eh? Mido metro noventa, pero cuando las mujeres me preguntan, les digo cualquier medida entre dos metros y dos metros veinte. Y siempre dicen: «¡Caramba!»
      -¿Con quién tiene más problemas, con los conductores o con las conductoras?
      -Con los conductores.
      -¿Lo dice en serio?
      -Sí. Hay cincuenta veces más conductores que conductoras.
      -¿Le hace preguntas mucha gente?
      -No. Usted es la primera.
      -¿Se enfadó conmigo el otro día cuando dije que era usted una monada?
      -Con usted no me puedo enfadar.
      Se hizo un silencio que duró varias manzanas. Ella conducía muy deprisa y si Ben no estaba más nervioso era porque, en lugar de mirar al frente, tenía la vista clavada en el perfil de la muchacha, tan seductor que tenía poco que envidiarle a su sonrisa.
      -¡Fíjese dónde estamos! -exclamó ella al aproximarse a Fordham Road-. ¡Y usted vive en la calle Ciento sesenta y cuatro! ¿Por qué no me avisó?
      -No me di cuenta.
      -No se baje. Lo llevaré de vuelta.
      -No, ni hablar. Por aquí vive un amigo al que quiero ver, y él me llevará.
      -Ha sido muy amable al atreverse a que lo llevara y al no asustarse. ¿Volverá a hacerlo?
      -Cuando usted quiera.
      -Paso por su esquina una vez por semana. Voy a Greenwich Village a ver a mi hermana. Casi siempre los lunes.
      -El lunes que viene me toca el turno de tarde.
      -Quedemos para el otro lunes.
      -Para eso falta mucho todavía.
      -El tiempo pasará. No lo dude.
      Y pasó, pero con qué lentitud. Y llegó el día fijado con una amenaza de lluvia y Ben temió que ella no fuera. Más tarde, cuando la amenaza se cumplió y los peligros de la circulación se triplicaron debido a la llovizna y al asfalto resbaladizo, lo que temía era que sí fuera. Sabía que la prudencia no formaba parte de su forma de ser, y, si tenía una cita con su hermana, sólo un diluvio la obligaría a cancelarla.
      Poco antes de la hora del almuerzo, el Cadillac pasó en dirección sur. Llevaba la capota subida y el limpiaparabrisas iba y venía por el cristal de delante.
      A través de la lluvia vio que la muchacha le sonreía y lo saludaba rápidamente con la mano. El tránsito era denso y traidor, y ninguno de los dos debía distraerse.
      Seguía lloviznando cuando la muchacha pasó a recogerlo a las cuatro.
      -Qué día más horrible, ¿verdad? -dijo ella.
      -Ya no.
      Ella sonrió, y en un instante él olvidó el fastidio y la incomodidad de las horas precedentes.
      -Si dejamos la capota subida, usted se volverá jorobado, y si la bajamos, nos vamos a ahogar.
      -Déjela subida. Yo voy cómodo.
      -¿Le importa si no hablamos demasiado? Hoy tengo ganas de estar callada.
      Él no contestó y ninguno de los dos dijo palabra hasta que doblaron hacia el este en Mount Morris Park. Entonces:
      -Podría saber cómo se llama -dijo ella- memorizando el número de su placa y pidiéndole a alguien que me lo averigüe. Pero me ahorraría la molestia si me lo dice.
      -Me llamo Ben Collins. Y yo podría saber cómo se llama usted ordenándole que me enseñe el permiso de conducir.
      -¡Por favor! ¡Ni se le ocurra, que no tengo! Pero me llamo Edith Dole.
      -Edith Dole. Edith Dole -dijo Ben.
      -¿Le gusta?
      -Es bonito.
      -Es una combinación curiosa. Edith significa felicidad, y Dole, pesar, aflicción.
      -Pues bien -dijo Ben-, tendrá usted muchos pesares si conduce sin permiso. Y más si lo hace tan deprisa con el mal estado de las calles. No hay nada que resbale más que los neumáticos de los coches cuando llueve.
      Al llegar a la parte alta de Madison, el tránsito se había vuelto peligroso. Pero no era ése el único motivo por el que Ben quería que aminorara la velocidad.
      Volvieron a guardar silencio hasta que llegaron a Concourse.
      -¿Está casado? -le preguntó ella de repente.
      -No -mintió él-. ¿Y usted?
      -Voy a casarme dentro de poco.
      -¿Con quién?
      -Con un hombre de Buffalo.
      -¿Está muy enamorada de él?
      -No lo sé. Pero él me quiere y mi padre quiere que él se case conmigo.
      -¿Se irá a vivir a Buffalo?
      -No. Él se vendrá para acá para ser socio de mi padre.
      -Y suyo.
      -Sí. ¡Ay, cielos! Ya estamos en la Ciento sesenta y cuatro. Hoy no puedo pasarme, y menos con este tiempo. ¿Cree que conseguirá bajarse a pesar de las apreturas?
      Lo consiguió con cierta dificultad.
      -Supongo que no volveré a verla hasta dentro de dos semanas.
      -Me temo que no -dijo ella.
      Ben tuvo que hacer un esfuerzo por tragarse las palabras que pugnaban por salir de sus labios.
      -Señorita Dole -le dijo-, siga mi consejo y no trate de batir ninguna marca para llegar a casa. Vaya despacio y llegará una hora antes de que la cena esté lista. ¿Me hará caso? ¿Por el bien de ese muchacho de Buffalo?
      -Sí.
      -Y también por el mío.
      ¡Caray! ¡Qué sonrisa para el recuerdo!
      Tuvo que andar despacio y darse tiempo para calmarse antes de ver a Grace. ¿Por qué le había dicho que no estaba casado? ¿A ella qué podía importarle?
      Grace lo recibió con una brusca orden:
      -¡Toma un baño caliente ahora mismo! Y luego ponte el albornoz. Esta noche no iremos a ninguna parte.
      Mary Arnold y Grace habían ido a jugar una partida de cartas a Mount Vernon. Y al regresar se habían empapado. ¡Gracias a Dios que durante la cena no habló de otra cosa!
      Después de cenar Ben intentó leer, pero no pudo. Escuchó un rato el disco de Ohman y Arden del que su mujer parecía no cansarse nunca. Se fue a la cama deseando poder dormir y soñar, deseando poder dormir dos semanas enteras.
      Se levantó temprano, lo bastante temprano como para echar un vistazo al periódico antes de desayunar. «Un tranvía mata a una automovilista en el Bronx.» Notó una extraña sensación en los ojos mientras leía: «La señorita Edith Dole, de veintidós años, domiciliada en Rye, murió en el acto cuando el automóvil que conducía patinó y chocó con un tranvía del Bronx, en el cruce de Fordham Road y Webster Avenue, poco después de las cuatro y media de la tarde de ayer.»
      -Grace -dijo con una voz que no era la suya-, se me había olvidado. Esta mañana empiezo el turno a las siete. No sé quién organiza un desfile.
      Cuando estuvo a solas en la calle, habló en voz alta por primera vez desde que era niño.
      -No puede ser que me sienta tan mal como creo. Apenas la vi cuatro o cinco veces. No puede ser que me sienta tan mal.
      Y una tarde, dos o tres semanas después, un hombre de White Plains que se llamaba Hughes e iba al volante de un Studebaker, cruzó la calle Cuarenta y seis cuando no debía y estacionó junto al bordillo obedeciendo una severa orden.
      -¿A qué viene tanta prisa? -le preguntó un guardia urbano, con cara de pocos amigos-. ¿Me quiere decir adónde va? ¿Qué es lo que le pasa, pedazo de imbécil?
      -No sé qué me pasa, perdóneme -dijo el señor Hughes-. Si hace usted la vista gorda, cuando vuelva para mi casa, lo llevo hasta el Bronx. ¿No se acuerda que un día del mes pasado lo acerqué hasta su casa? ¿No se acuerda? A lo mejor era un tipo que se le parecía mucho. Bueno, se le parecía un poco. Pero ahora me doy cuenta de que no era usted. Era otra persona.
       
__________________________________________
Nota de la traductora
       
Mi querido lector:
      ¿Por qué leer A algunos les gustan frías, antología de cuentos de Ring Lardner, publicada por Narrativa del Acantilado? Porque el peluquero de Corte de pelo, que se parece a todos los barberos del mundo, a pesar de ser estadounidense, te hará pasar un buen rato mientras te corta el pelo y te cuenta una historia de su pueblo cuyo final te dejará boquiabierto. Porque es preciso que conozcas al guardia urbano de Hay ciertas sonrisas y que con él vivas el enamoramiento de un hombre sencillo.Porque la pareja de ancianos de El viaje de las bodas de oro es absolutamente adorable y tan real como la vida misma. Porque no puedes perderte al boxeador de Campeón, retratado con asombrosa habilidad por el autor. Porque Ring Lardner es un maestro en dibujar la vida cotidiana, los detalles más nimios, pero no por eso menos importantes, de infinidad de personajes corrientes que, gracias a su dominio de la pluma, te parecerán cercanos, tan cercanos como tu vecino del quinto. Y porque al traducirlo pasé tan buenos momentos que me gustaría compartirlos contigo.
       

Celia Filipetto

© Ring Lardner
© de la traducción: Celia Filipetto
(Hay ciertas sonrisas se reproduce aquí con el permiso de El Acantilado).


Ring Lardner: (1885-1933). Se hizo famoso como comentarista de la liga de béisbol americana, lo que le llevó a adoptar un estilo peculiar basado en el habla coloquial. En sus momentos de máxima popularidad llegó a publicar en 115 periódicos. Su influencia se puede detectar en un sinnúmero de autores.

 

 

Celia Filipetto traduce del inglés y el italiano. Se dedica principalamente a la traducción de narrativa. Ha traducido obras de, entre otros autores, James Baldwin, Natalia Ginzburg, Nicolás Maquiavelo, Dorothy Parker, S.J. Perelman, Christopher Isherwood, Rita Levi Montalcini, Lady Mary Wortley Montagu y Ring Lardner. Es, además, intérprete jurado. celia_filipetto@seker.es

Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso.

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