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marzo - abril 2001  num 23

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Ferran Gallego

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TODO EL PASADO EN VANO
 

La turbia sensación que tenía de haber traspasado

ya la última frontera de la juventud cuando

miraba, a pesar mío, a los verdaderamente jóvenes

con una mezcla de avidez y rencor.

ALLAN HOLLINGHURST


Todo el pasado en vano: ese desván
donde el recuerdo finge conocerte,
probándose la ropa y los espejos
o descifrando la humedad
que el tiempo ha tatuado en las paredes.
 
Ese espacio completamente a solas,
la habitación en blanco
donde tropieza, a ciegas, el deseo
sin un nombre siquiera al que llamarlo.
 
Vuelves a arrodillarte
junto a la charca de un verano antiguo,
donde los miserables te avergüenzan
con tu fragilidad. Sólo se escucha
la pureza absoluta del dolor
del animal cautivo
y el desconcierto de su sangre ilesa.
 
Una escena tensándose
como una cicatriz insatisfecha,
lo mismo que los gestos
a medio terminar, incomprensibles,
en las fotografías de los otros.
 
Aquel tacto disuelto de la arena
en la playa nocturna, tras la hilera
de gandulas vacías,
el reposo instantáneo de los faros
palideciendo encima de su vientre.
Y, sobre todo,
aquella sensación de intensidad,
de una falta de inercia en cada cosa:
la obstinación del mar yaciendo a pocos metros
y la aspereza en la saliva exhausta.
 
Algo que ya no es tuyo o, aún mejor,
una imagen a la que perteneces:
digamos la impresión de haber vivido
de forma irreparable. Ese lugar
que sólo pisas muy de tarde en tarde
para saber que es falso.
 
Y resignarte a haberlo confundido
con la avidez tardía y el rencor
por el joven que fuiste, indiferente
a la destreza de la madurez,
tan dolorosamente inútil
como la inteligencia y la belleza
de un idioma extinguido.
 
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SUAVE ES LA TARDE
 

Estas horas finales de la tarde
en el final de una estación falsificada,
poseen una forma de flanquear mi cuerpo,
premeditada y suave,
como hechas a medida de los años
que van cumpliéndome al pasar de largo.
 
Puede ser que la luz, mientras el aire
confisca, de uno en uno, sus dominios,
me conmueva con una entrega lenta
de ciudad asediada,
donde resiste aún
la terca dignidad de las esquinas,
y donde todavía es perceptible
algún matiz en la materia absorta:
la manchas de humedad que desconciertan
una pared de enfrente, el color lacio
de la vejez interceptando un cuerpo,
o ese vuelo rasante de la sombra
que va desfigurando las aceras.
 
 
Será, también, la compasión
por su arrogancia al aceptar los cambios,
la forma con que finge poseer una edad
que no le pertenece.
Porque vuelve a hacer frío, de repente,
y los poros abiertos enmudecen
cuando va oscureciendo, cuando todo se asoma
a un aspecto solemne y, a la vez, inseguro,
como la sensación exagerada
que la memoria encuentra en los placeres muertos.
 
Tal vez, la dicha sea una costumbre
resignada a si misma, que conoce
de un solo golpe todo lo que has sido,
igual que un plano a escala,
reduciendo tus pasos
a ciudades que anotan su nombre despoblado.
 
Quizá, lo más cercano
al entusiasmo por vivir sea este modo
de recaudar la juventud dispersa,
y apaciguarla con su propia imagen:
un tiempo y un lugar
donde sucede un recuerdo constante.
 
O espero sólo conformarme
con impresiones tenues. Por ejemplo,
la falta de rencor, la ausencia
del mal sabor del tiempo al estancarse
en una edad cegada.
Algo
que suele confundirse con desidia,
con cansancio o con una forma extraña
de desesperación.
 
Pero que es, en el fondo, darse el tiempo
y el espacio precisos de una vida.
Ni siquiera
exactamente la felicidad,
sino algo menos turbio y más probable.
 
Lo que transcurre ahora, cuando el cielo
ha entornado las nubes y oscurece
los reductos diezmados de la tarde.
La honestidad, la paz consigo mismo
que tiene el día al replegarse a tientas,
sabiendo que ha dejado cada cosa en su sitio
y ha devuelto la parte de vida que le sobra.
 
 

de El beneficio de la duda

© Ferran Gallego

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