biografía del autor

Reseñas
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  • Maintenant Arthur Cravan
  • Para leer al anochecer: Historias de fantasmas Charles Dickens
  • Calamidad hermosa Francisco Pino
  • El Tercer Reich Roberto Bolaño
  • Providence Juan Francisco Ferré
  • Los pichiciegos Rodolfo Fogwill
  • Muescas del tiempo oscuro y Teatro de operaciones Antonio Martínez Sarrión
  • El mal de Q. Antonio Tello

  • portadaMaintenant
    Arthur Cravan
    El olivo azul, Cordoba, 2009

    «Si quieres iremos en aeroplano  y volaremos / al país de los mil lagos, / Las noches allí son desmesuradamente largas / El ancestro prehistórico tendrá miedo de mi motor / Aterrizaré / Y construiré un hangar para mi avión con los huesos / fósiles de mamut».  Así rezan algunos de los versos  de Prosa del Transiberiano de 1913, obra de Frédéric Sauser Hall, aka Blaise Cendrars.

    «El navío provocante de la Compañía Inglesa / Me vio tomar asiento a bordo terriblemente excitado, / Y muy feliz del confort del hermoso navío de turbinas / Así como de la instalación eléctrica, / Iluminando a chorros el trepidante camarote». Así suenan los versos de Silbato, el poema que inaugura el primer número de la revista Maintenant en 1912. Se los debemos a un tal Fabián Avenarius Lloyd, aka Arthur Cravan, mitad english garden mitad jardin français.

    Estamos en 1912, París es la cocina de la primera hornada de vanguardias y Le Figaro un púlpito marinettista. Ese mismo año se publica el Manifiesto técnico de la literatura futurista,que arranca con palabras retadoras que refulgen con igual fuerza en Cravan o Cendrars: «En aeroplano, sentado en el depósito de la gasolina, calentado el vientre por la cabeza del aviador, sentí la inanidad ridícula de la vieja sintaxis heredada de Homero. […] Esto me dijo la hélice de la turbina, mientras iba disparado a doscientos metros sobre las poderosas chimeneas de Milán». Hexámetros aparte, la sintonía epocal es clara: la máquina como seducción, una ética erótica del metal. La excitación terrible por el hermoso navío que sintiera Cravan, el calorcito en el vientre de Marinetti, he aquí la inspiración para los apretones metalúrgicos del Crash de David Cronenberg. Pero seamos concretos: ¿por qué esa apología del cyborg?

                La atracción de Arthur Cravan por liarse el hatillo y tomar un barco en Le Havre para Nueva York, de ser un barco en Le Havre hacia Nueva York, está estrechamente ligada a su voluntad de vivir múltiples vidas.  La máquina («Con la industria, / en una audaz modernidad») es la asunción de una superación biológica, de la derrota del fatum del tiempo  y del esfuerzo empleados durante siglos para desplazarse o producir. El homo faber engrandece al hombre y ensancha sus destinos. Esa voluntad de superar lo dado, la condición más terrena –¡poder volar!–, implica una provocación ecológica, una desestabilización que reordena nuestras relaciones perceptivas y productivas con el mundo. Para ser un artista hay que ser, en el fondo, un provocador, reordenar lo que se daba. En 1912 había que amar las máquinas. Pues bien, los cinco números que publica Arthur Cravan de la revista Maintenant entre esa fecha y 1915, advenida ya la segunda oleada de vanguardias,  constituyen un verdadero breviario  sobre la provocación.

    En poco más de sesenta páginas escritas enteramente por él, Cravan, que decíase pariente de Wilde, embalsama al célebre aforista y lo regresa de entre los muertos; ejecuta un socarrón ejercicio de mofa y befa  contra el mismísimo André Gide (vengando a su duelo inglés, pues Gide jamás favoreciera a Wilde en su juicio por homosexualidad; y vengando sin quererlo a otro con iguales preferencias, Proust, cuya Recherche rechazara Gide como lector de Gallimard); ridiculiza al ilustre sector de los Salons con un repaso exhaustivo a todas las facetas del cubismo  y sus aledaños; o se dedica a ensayar nuevas formas para el discurso publicitario («Dónde se reúnen los poetas?... Los chulos?... Los boxeadores?... Chez Jourdan»).

    Antes de morir a los  treinta y uno en el Golfo de México, donde se ahogaría Hart Crane un tiempo después, Cravan todavía tuvo tiempo de emprender una carrera como boxeador o de emitir los primeros relinchos del caballito dadá. Tela. Como nos cuenta muy bien el prólogo de la edición, en su última conferencia Cravan descerrajó algunos tiros y se lió a mamporros con los artistas asistentes, sesión previa de las performaciones de Hugo Ball en el Cabaret Voltaire. Y si no lo creen, lean el poema anexionado al final del libro y fechado en 1917, un año antes del Manifiesto Dada, y luego dense una vuelta por el Hombre aproximativo de Tristan Tzara. Las conclusiones saltan a la vista.

    En suma, un buen trabajo de arqueología editorial que acerca al lector en castellano  uno de los mayores héroes del vanguardismo internacional.  Unai Velasco

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    Para leer al anochecer: Historias de fantasmas
    Charles Dickens
    Impedimenta, Madrid, 2009

     

    Todas las Navidades son iguales, no hay escapatoria: obligatoria en los televisores la película de Tim Allen vestido de Santa Claus y la  emisión de turno de Un cuento de Navidad de Charles Dickens, en cualquiera de sus versiones. Lo de Tim Allen dudo que tenga remedio, aunque siempre podremos cambiar de canal. En cuanto a Dickens, la publicación que nos trajo hace unos meses la editorial Impedimenta: Para leer al anochecer: historias de fantasmas, puede servir para resarcirnos y descubrir que más allá de Evenezer Scrooge hay vida para el joven que deslumbró con Los papeles póstumos del Club Pickwick.

    El libro es lo que parece: una recopilación de cuentos sobre fantasmas, traducidos para la ocasión en una bonita edición que invita, ya desde la atmósfera destemplada de su portada, a liarse unas mantas y ponerse a leer. Pero, por encima de lo que comentaba −desentumecer los músculos del escritor inglés además del navideño−, ¿qué podemos esperar hoy de una novedad de Dickens como esta? Clásico entre los clásicos, canónico de Bloom,…. Pero sí. Cabe un rescate y nueva luz para lo clásico, tal y como explica la editorial a propósito de su catálogo.

    En uno sus cartoons titulado Lonesome ghosts (1937), Disney nos muestra a cuatro espectros que, aburridos de haber asustado ya a todo el mundo, deciden llamar ellos mismos a una agencia de cazafantasmas, que resultan ser Pluto, Donald y Mickey. Pues bien, tal vez este corto (colgado en youtube) pueda darnos algunas pistas sobre cómo leer a día de hoy las historias fantasmáticas de Dickens. Se me ocurren tres puntos: la redefinición de lo ficticio en ese momento aceitoso que llamamos posmodernidad, la lectura desde una nueva visualidad, y el catálogo de objetos y ruidos. Pero antes, algunas señas más sobre el libro.

    El volumen presenta trece cuentos, si bien son algunos más si tenemos en cuenta que varios relatos se abisman, a su vez, en otros relatos. Encontramos cuentos que Dickens publicara en las páginas del All Year Round (El guardavías o La casa encantada, de lo mejor del libro) o una historia, la más cruel sin duda, escrita al alimón con Wilkie Collins (El fantasma en la habitación de la desposada), e incluso historias moduladas por el distanciamiento y la parodia del género (El letrado y el fantasma).

     

    El siglo diecinueve es, por excelencia, el siglo del claroscuro, del coqueteo con el misterio, con lo tenebroso o  extraño, paralelamente al desarrollo de la razón instrumental. Un caso: un poeta como Charles Cros escribe sobre las impresiones del hachís mientras participa de los debates de la Academia científica. Pero si bien estos polos comparten una época, sus valores están bastante escorados respectivamente, son opuestos. Esto, en el terreno de la ficción, puede entenderse en clave mimética: hay dos facciones, una realista y otra «ficticia» que teóricamente se aparta de lo real. Entres esas dos aguas encajan estos cuentos de fantasmas decimonónicos. Los espectros del libro, que se comunican con los vivos justo antes de morir para poder descansar en paz o advertirles de un peligro inminente, salvan la distancia entre la esfera real y la sobrenatural, pero esas comunicaciones últimas y extraordinarias suponen que ambos mundos son ajenos, distintos por oposición. El lector del XIX quizá se sintiera atraído por ese mundo por ser radicalmente opuesto al suyo. Hoy esa fuerza de atracción ha desaparecido: ambas esferas, la empírica y la misteriosa, nos parecen igual de previsibles, somos científicos por costumbre y, a su vez, la experiencia del miedo ha quedado anulada por sus repetidos simulacros. La verticalidad con la que recibíamos antes lo irreal ha dado paso a la parodia. Los fantasmas ya no tienen quien se asuste de ellos y deben adaptarse, rebajando con ello los efectos de su terror. Aquí podría arrancar la primera idea de mi lectura de Para leer al anochecer, que formulo así: ¿transformamos la idea de ficción con nuestra lectura? De hecho, el propio autor se adelanta a esta respuesta con el tratamiento irónico del tema realizado en algunos cuentos.
    La segunda mención concierne a la visualidad. Es sencillo. Me parece que nuestra sociedad audiovisual moviliza algunos de los elementos dominantes del texto. ¿Qué importancia dar hoy a una cara que se pone lívida por el pavor o a la gestualidad del personaje que ha visto el espectro de su hermano? La mueca, la exageración formal como forma elemental del cartoon, vista a diario en el culebrón o en el gesto renderizado del videojuego, ¿no alteran nuestra percepción de la  representación literaria?
    Por último queda el inventario. Ya en los primeros segundos de metraje, la mansión encantada del cartoon contiene todos los elementos que han codificado las historias de fantasmas: árboles raquíticos, atmósfera desangelada, postigos que se revuelven, juegos de luz y sombra o alaridos. Estos recursos se usan a conciencia, son lugares comunes del subgénero. ¿Y en Dickens? Difícilmente podemos leer los ruidos de las cañerías o la veleta que chirría (La casa encantada) como elementos o ruidos pertenecientes al universo de ficción sin más, espontáneos en su existencia, sino como aspectos codificados que deben aparecer en ese tipo de relatos. Leídos hoy, los cuentos se parecen a un catálogo ilustrado de las historias contadas ayer.

    Quizá debamos leer Un Cuento de Navidad como si leyéramos a Pierre Menard. Unai Velasco

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    portadaCalamidad hermosa
    Francisco Pino
    Cálamo, Zaragoza, 2010

     

    Calamidad hermosa es una selección de la poesía en verso de Francisco Pino (1910 - 2002), poeta que se mantuvo al margen de modas y generaciones literarias, y que, en palabras de su amigo Miguel Delibes, mostró siempre una “inclinación decidida por la poesía experimental”, llegando incluso “a fabricar libros sin palabras a base de taladros y recortes”. La antóloga, la también poeta Esperanza Ortega, acierta al no respetar el orden cronológico de los poemas, y en ceñirse estrictamente a su obra en verso. Así, al clasificar los poemas por tema, el lector ve cómo Francisco Pino volvió una y otra vez sobre las mismas cosas, y cómo fue evolucionando su poesía, desde un punto de vista formal, mientras se mantuvo fiel a sus ideas, a sus obsesiones.

    Las seis partes en que se divide el libro, “En Castilla”, “Con Amor”, “Por y para la poesía”, “Del sentido religioso”, “Contra el poder” y “Sobre el tiempo, la vejez y la muerte”, son capítulos independientes, igualmente representativos de las diferentes caras del autor. Todo cabe en este poeta; desde poemas de amor profano hasta poemas religiosos, desde poemas comprometidos hasta poemas breves y contemplativos, desde metapoesía hasta poemas de carácter más íntimo. Lo que a primera vista podría parecer contradictorio, es uno de los placeres de leer a Francisco Pino.

                De todas, su faceta más importante es la del poeta amoroso, de un erotismo envolvente: (“unas piernas lascivas feminizan el tiempo”). En la década de 1940, Pino se aferra al soneto como mejor forma de condensación y concentración de su amor, a la manera del Miguel Hernández de El rayo que no cesa, para, en los años ochenta, abandonar el formalismo y las restricciones del soneto, y adentrarse en el verso libre y la irreverencia. (Sin embargo, la irreverencia estuvo siempre presente en su obra, como en el poema “Sima de amor”, soneto de 1942, dedicado, podemos entender, al sexo de su mujer). En cada una de las partes del libro, pese al tema claramente delimitado por el título, subyace el poeta amoroso, como si ésa fuera la plataforma desde la que se irguiesen las otras caras del autor. Sea su tierra, su fe religiosa, su poesía, la realidad social o el paso del tiempo sobre lo que esté escribiendo, la voz que perdura, la que se alza sobre las demás, es la del poeta amoroso. (El primer capítulo de la antología, por ejemplo, sitúa al autor, poema a poema, al lado de Antonio Machado y Miguel Delibes como gran cantor de Castilla).

                Quizá la parte más débil de la antología sea la que cubre su labor como poeta religioso. Como ocurre con tantos otros autores, se puede hacer una lectura laica de su poesía religiosa, pero aportan poco estos versos. El mayor logro del conjunto, a mi juicio, es su falta de solemnidad. Uno de los poemas de este ciclo termina pidiendo vivir como un perro “tendido a los pies de su amo / y ese amo seas tú / vulgar también / andando sobre el agua”. No hay rastro alguno de floritura en estos versos: pide un dios vulgar y humilde. Sin embargo, así como Ernesto Cardenal, en su poema Telescopio en la noche oscura, partiendo de san Juan de la Cruz, revoluciona el lenguaje místico y replantea en un lenguaje contemporáneo, con imágenes contemporáneas, la pasión y la intensidad de la unión mística, Francisco Pino no re-crea ningún lenguaje, ninguna tradición. No hay ruptura. Son los poemas religiosos de un hombre religioso. Nada más.
                Por otra parte, en el aspecto formal, al asumir el verso libre, la hoja en blanco, para Francisco Pino, “se convierte en una extensión animada, en perpetua comunicación con el ritmo del poema”, como dice Octavio Paz sobre otro autor. Nada tiene que ver su verso libre con el versículo whitmaniano: percibimos el ritmo de sus versos tanto por el oído como por la vista. Es un verso móvil, danzante. El lenguaje pasa a ser más natural al deshacerse de la rima y el recuento de sílabas, y, como si fuese más ligero, cede a los espacios en blanco que hay entre verso y verso, o entre palabra y palabra, parte del significado global del poema; ese espacio en blanco es parte de un poema más libre y, adquiriendo significado, se convierte en una pausa que vemos en el ritmo del poema.

    Como he dicho al principio, Francisco Pino escribió al margen de casi todo. Por eso, la aparición de esta antología es un paso importante a la hora de redescubrir a este poeta irregular, grande en ocasiones, en otras algo simple y repetitivo, pero sin duda necesario para comprender la evolución de la poesía del Siglo XX en España, pues la mitad, o cerca de la mitad de su obra poética es experimental, como he dicho antes, y está a la espera de ser recopilada en otra antología que siga los criterios justos de Calamidad hermosa. Mario Amadas

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    portadaEl Tercer Reich
    Roberto Bolaño
    Anagrama, Barcelona, 2010

    Decir que Roberto Bolaño es uno de los escritores más importantes de finales del Siglo XX-inicios del XXI resulta a estas alturas una obviedad. Es precisamente por su unánimemente reconocida maestría, por su trayectoria prácticamente intachable, que el rescate de una novela completa e inédita ha constituido sin duda uno de los acontecimientos editoriales más destacados de la primera mitad de 2010.
    Pasados unos meses, es buen momento para evaluar los méritos de El Tercer Reich y situarla en su justo lugar. Empezando por hacerlo a nivel cronológico: el texto data de 1989, es decir, es anterior incluso a la aparición de libros como Monsieur Pain (originalmente publicado como La senda de los elefantes) o La pista de hielo. Quizá sea con esta con una de las novelas que haya de comparar El Tercer Reich, empezando por la localización en un pueblo de la costa catalana, motivo recurrente en Bolaño, residente en Blanes y aficionado a incluir elementos autobiográficos insertos en la ficción. Como en ese caso (y el de la mayor parte de su producción), Bolaño juega con los recursos de la novela de misterio, aunque en este caso de forma más abstracta, más a nivel de atmosfera que de trama. La narración sigue, usando un molde formal clásico –el del diario-, las andanzas de Udo Berger, joven campeón de wargames (una de las grandes aficiones/obsesiones de Bolaño, que nutre de referencias la obra, sustituyendo en este caso a las habituales de carácter literario) que veranea junto a su novia Ingeborg en la Cosa Brava, donde conocen a una pléyade de personajes misteriosos y casi siniestros. Bolaño, como ya hemos dicho, trabaja especialmente la atmosfera, que devendrá el elemento central del libro, instalando una sensación de misterio constante, de tensión creciente, con muy pocos elementos; sólo la descripción, la alusión, hacen aumentar una crecente incomodidad que contiene la fuerte amenaza de una violencia larvada, provocando que el relato tome progresivamente carices pesadillescos. La localización en un pueblo de veraneo que se va sumiendo en la temporada baja sirve perfectamente a los propósitos del autor, que en otras ocasiones (como en los impecables relatos Últimos atardeceres en la Tierra, de Putas asesinas, o Playa, aparecido por primera vez en el volumen misceláneo Entre paréntesis y resituado después en el inconcluso El secreto del  mal, por poner sólo dos ejemplos especialmente ilustrativos) ya ha usado similares enclaves con el mismo propósito y felices resultados.

                Uno de los personajes claves del libro es el Quemado, con el que Udo se enfrentará en un vibrante duelo a uno de sus juegos preferidos, precisamente el que da título al libro. En el tramo final del texto, la tensión va creciendo, y el enfrentamiento deriva en obsesión; la temporalidad real se ve sustituida por una alternativa, la propia del juego –lo podemos ver por las fechas de las entradas del diario-, que invade y permea todas las esferas de la realidad, que sólo adquirirá sentido dentro de los límites de un tablero en el que se vuelcan los conflictos y frustraciones reales de sus protagonistas: una vez fuera de él, el protagonista parece vagar sin rumbo ni horizonte, como vemos por los comentarios cada vez más breves y desorientados del epílogo alemán del libro, en que Udo vuelve a una vida que para él ya no significa nada. El recurso sirve finalmente a Bolaño para realizar una reflexión sobre el nazismo y el sentido de la historia, aunque menos desarrollada que las que hallamos en La literatura nazi en América y su spin-off, la excelente novela corta Estrella distante.

                Quizá el aspecto más trabajado de la novela, su constante insistencia en la atmosfera en detrimento de la trama, sea a la vez uno de sus problemas; aunque, como bien afirma Ignacio Echevarría al respecto de Bolaño, “es toda su narrativa la que parece regida por una poética de la inconclusión” (se trata de un autor que no suele proporcionar finales cerrados ni soluciones fáciles y redondas), en este caso no puedo ahorrarme cierta sensación de coitus interruptus, de promesa no enteramente cumplida. El clima perfectamente desarrollado, la progresiva enajenación de la atmosfera bélica transmitida a una realidad alienante, resulta más que atrayente, y la lectura se sigue con interés creciente hasta el final; tanto, que quizá se espera algo más.

                Estructuralmente, la novela sorprende por su tradicionalidad: probablemente sea la más lineal de las del autor. Se arguye este como uno de los motivos por los que Bolaño la rechazó en su momento, empeñado en investigar disposiciones más novedosas; ya La pista de hielo, aún y su sensación de obra primeriza, trabajaba con la polifonía y las posibilidades de ambigüedad que da el punto de vista. En El Tercer Reich hay incluso algunos –contados, todo hay que decirlo- momentos en que la prosa del chileno flaquea, incurriendo incluso en algún extraño exceso sentimental, pero aún y así, ya vemos una voz narrativa singular, formada, y tremendamente prometedora. No hay duda de que se trata de una obra que merece ser publicada (probablemente más que El secreto del mal, de interés notable aunqueen estado demasiado larvario, y que, de todos modos, no daba muestras de convertirse en una de las obras mayores de su autor), y que si bien no está al nivel del mejor Bolaño (algo más que comprensible por su temprana redacción) resulta interesante para todos aquellos interesados en la literatura, y no sólo para completistas y fans acríticos. Marc García

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    portadaProvidence
    Juan Francisco Ferré
    Anagrama, Barcelona, 2009

    Después de dos novelas que pasaron bastante desapercibidas (La vuelta al mundo e I love you, Sade), el malacitano Juan Francisco Ferré empezó a ganarse una merecida notoriedad por su arriesgada y notable apuesta en La fiesta del asno: abordar un tema tan delicado como el del  conflicto vasco desde el prisma de la experimentación formal, la fragmentariedad discursiva y la sátira despiadada y políticamente incorrecta. Providence, su nueva y esperada novela, que quedó finalista del Premio Herralde, eleva la apuesta, por dimensiones y objetivos, si bien también adopta una estructura narrativa más convencional, aunque en ella se mezclan voces, géneros, estilos y textos provenientes de diversos ámbitos y lenguajes.

                Providence es una novela intrigante y atrayente desde su inicio, en el que ya percibimos los primeros indicios del uso constante de la referencialidad que veremos a lo largo del libro, con alusiones a la estética del videojuego y el cine. Las primeras páginas nos muestran a un Ferré que domina completamente sus recursos estilísticos; el lenguaje fluye a la perfección, con un tono de una cierta solemnidad y potencia reflexiva que, de todos modos, no se aleja en ningún momento de una narración revestida de un clima de intriga e inquietud permanente, y que puede recordar en ocasiones a Javier Marías (aunque se aleje de él por su ironía y sus horizontes temáticos, completamente distintos). A lo largo de la primera parte, intuimos pactos fáusticos, vemos al autor coquetear con los códigos del noir, introducir fragmentos propios del ensayo y del informe y cerrar con un cliffhanger que constituye un primer punto de inflexión clave: la escena del control de seguridad en el aeropuerto, tan inesperada como perturbadora, y que empieza a hacernos recelar de la fiabilidad del narrador , y de la veracidad de lo que nos rodea, duda que permanecerá a lo largo del texto hasta explosionar definitivamente en su(s) final(es), constituyéndose en la verdadera idea motriz de la obra: la de la inexistencia de lo que denominamos realidad. Ferré lleva a cabo esta operación de suspensión de la credulidad de una manera similar a como lo hace Bret Easton Ellis en American Psycho: relatando episodios que aparentemente no encajan en el mundo intratextual pero que aparecen como oasis aislados en los que nadie parece reparar; cuando Patrick Bateman, en medio de una situación social, empieza a soltar exabruptos homicidas, nadie reacciona, y las conversaciones prosiguen; en Providence, nunca se vuelve a mencionar el macabro episodio que Álex Franco protagoniza en el aeropuerto, cosa improbable por su capacidad traumática.

                Es Providence también una novela omniabarcadora, que funciona como un sistema de textos de lo más diverso: desde variaciones en torno a la novela americana de campus, casi un subgénero dentro de su literatura nacional, hasta fragmentos propios de la pornografía (la segunda parte usa como fundamento estructural la repetición constante de experiencias sexuales, que acaba derivando en una ensoñación pertinente con la frágil idea de realidad de la novela), entradas de diario, e-mails, informes, guiones, relatos, biografías apócrifas,  sueños,…, incluidos en un género también híbrido, que mezcla el misterio con el terror, la novela gótica,  abundantes incursiones en la conspiranoia de raíz pynchoniana (las misteriosas sociedades de extraños propósitos recuerdan a La subasta del lote 49, sin ir más lejos) y tiene parada final en la ciencia ficción: Ballard, el Houellebecq apocalíptico y futurista de La posibilidad de una isla y muy especialmente el David Cronenberg de Existenz, aludido de forma explícita en una de las diversas variaciones tipográficas en torno a la palabra Providence que encontramos en el texto, y con el que comparte tema: un videojuego que sustituye a la realidad, haciendo casi imposible determinar a qué lado de la línea nos encontramos. Ferré ostenta el mérito de incluir todo este material en un conjunto unitario y equilibrado, olvidando, eso sí, la pretensión decimonónica de atar todos los cabos; muchos de ellos quedan sueltos, y por voluntad propia: no puede ser de otra manera en una novela que se quiere premeditadamente ambigua, abierta (incluyendo diversos finales posibles), ambiciosa, contemporánea.

                La novela está saturada de referencias, a todos los niveles: desde los intertextos (títulos de capítulos,…) hasta el argumento y los diálogos, hallamos decenas de menciones cinematográficas, literarias, musicales,… A estas alturas, la intertextualidad como operación literaria no sólo característica, sino prácticamente ineludible, de la posmodernidad, es algo de sobras conocido, y que no suele resultar innovador. A grandes rasgos, hay diversos usos de esta estrategia; desde los escritores que la emplean para sazonar el texto de “guiños para enterados” –dándoselas ellos de eso mismo, y revistiendo su obra de una falsa intelectualidad-, hasta los que parecen vivir recluidos en un mundo regido por un número limitado de dioses del panteón (especialmente literario) a los que invocan sin descanso, pasando por los que lo emplean de forma simplemente natural. El uso que Ferré da a la referencialidad es diferente, novedoso y plenamente consecuente (casi inevitable, de hecho) para con sus propósitos temáticos: en un marco donde lo supuestamente real es finalmente fagocitado por la virtualidad, donde la realidad no es más que un constructo artificial –ese es, al menos, uno de los finales posibles-, es lógico que lo que veamos todo el rato sea una simple acumulación de referentes, un pastiche a partir de ficciones e invenciones, mayormente americanas: el imaginario ES la verdadera realidad, y los Estados Unidos, su productora principal, que exporta, contaminando, al mundo entero. En la contraportada, se define a la novela de Ferré como “un viaje cinematográfico al fin de la noche americana”. Más allá de las escenas catastrofistas que hallamos en el libro, escritas en clave de espectáculo y celebración de la conspiranoia, y de su final apocalíptico, hallamos ahí una nueva referencia –doble, además-, a tono con la apuesta de la novela. No importa tanto la mención a Céline como la que se hace a Truffaut: el director francés puso por título La noche americana a una de sus grandes películas, un sentido homenaje al mundo del cine, usando el nombre de una técnica que durante muchos años se utilizó para fingir que era de noche, ya que no se disponía de material fotográfico suficientemente sensible como para rodar con tan poca luz. Según esa acepción de “noche americana”, el fin, pues, no es sólo el de un modo de vida, sino el de un fingimiento; la revelación final del mayor artificio. Es esta una apuesta potente para una novela brillante, un firme paso adelante en la carrera de Juan Francisco Ferré, que lo ratifica como una de las voces a seguir más atentamente de la nueva narrativa hispánica. Marc García

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    Terror anal

    portadaLos pichiciegos
    Rodolfo Fogwill
    Periférica, Barcelona. 2010.

     

    “-¡Mirá si vienen los británicos y te meten el dedo en el culo, Turco!”(37).
    Esta frase, susurrada de un soldado argentino a otro, condensa el juicio sobre  la guerra de Malvinas (1982) que subyace en la primera novela de Rodolfo Enrique Fogwill.
    O, simplemente, Fogwill.

                Los pichiciegos (2010), escrita en dos días y medio (y, se dice, con cinco gramos de cocaína) circuló en borrador unos meses antes de que terminara el conflicto bélico austral. Su primera edición (Sudamericana, 1983) daba cuenta de la compleja relación entre la ficción y la realidad, subvirtiendo la versión oficial de los hechos, fraguada por la Junta Militar que gobernaba en Argentina durante esos años.
               
                La máquina narrativa de Fogwill (como Hegel, Nietzsche, y los grandes autores clásicos, el célebre escritor argentino no tiene problema en exhibir su egolatría,  exigiendo a las editoriales que su marca de autor, su nombre,  se condense exclusivamente en su apellido) avanza con un riguroso estilo directo, violento, punzante, administrando un desesperante aplazamiento. Éste consiste en la postergación de una muerte inevitable y la descripción detallada de las estrategias de supervivencia montadas por un fluctuante grupo de unos treinta  soldados del ejército argentino que desertan y sobreviven penosamente al frío y el hambre,  durante el breve conflicto armado con Inglaterra.
               
                El nombre de la novela se debe al mote con el que se autodesigna el grupo de reclutas: “los pichis”. “Pichi” proviene del nombre de un animal, el pichiciego, una especie de armadillo que  cava (como los soldados) su madriguera bajo la tierra.
    “Había que ser inglés o como inglés para meterse allí a morir de frío, habiendo la Argentina tan linda siempre con sol. De las últimas tres semanas ése era el primer día con sol”(87). Frases contundentes como ésta, se suceden en los diálogos de “La Pichicera”, como autodenominan los personajes a su escondite. De tal manera, como en el celebradísimo documental de animación Vals con Bashir (2007), la novela de Fogwill trasciende el género bélico y su presunta documentalidad intrínseca para analizar, en los códigos viriles del servicio militar,  la insensatez de la guerra y el absurdo enfrentamiento con la gran potencia militar europea. Y así es como, con el progreso del relato, la gesta épica se desmorona y emerge lo más penosamente humano, el miedo: 

    “Despertarse con miedo y pensar que después vas a tener más miedo, es miedo doble. Uno carga su miedo y espera que venga el otro, el del momento, para darse el gusto de sentir el alivio cuado ese miedo chico - a un bombardeo, a una patrulla – pase, porque esos siempre pasan, y el otro miedo no, nunca pasa, se queda” (127)

                El miedo es lo único que crece entre los personajes, además del tráfico de café, cigarrillos y comida, alimentando diferentes rumores. Algunos, desatinadamente esperanzadores, como la presunta llegada de la ayuda por parte de los rusos, y otros, inquietantes, como las torturas impuestas a los presos por los gurkhas, los mercenarios asiáticos reclutados  por el ejército británico:
    “Eran negros, oscuros, petisos y anchos, y no miraban a la cara. La mayoría de los pichis habían encontrado escots y wels, que eran las otras clases de británicos, pero gurjas, no.
                    - Che, scots, wels, gurjas...¿no hay ingleses?
                    - Todos son ingleses, los ingleses son así: escots, gurjas, wels. ¡Y todos se garchan a los presos!
                     - De que te garchen no estoy seguro -dijo Viterbo-.Pero de que te dejan cagar de frío, ¡eso sí!
    Tiempo después, García y el Ingeniero, de vuelta del campamento inglés, dijeron haber hablado con presos que contaban cómo los británicos les pasaban picanas eléctricas portátiles para sacarles datos que ni ellos sabían”. (93-94)

                De esta manera, el miedo deviene terror anal en la voz de los personajes, materializado en los rumores de experiencias cotidianas, próximas a la homosexualidad o la zoofilia. Rumores que crecen exponencialmente, aumentando la incertidumbre en el submundo  de la “Pichicera”. Lugar donde donde se manifiesta un promiscuo universo subterráneo, signado por una rígida estructura que enfrenta a dos bandos: los “vivos” (los que sobreviven) y los “boludos”.
    Y ninguno se identifica con una nacionalidad específica. 
               
                En conclusión, los “pichis”, en su mayoría, jóvenes provincianos de clase media-baja,  sobreviven a duras penas, como esos animalitos subterráneos que, ante el ataque externo, se aferran con las uñas a las paredes de su cueva, dejando el culito afuera.  Y así es como se origina una anécdota, fiel a la escatología popular, y la gran metáfora contenida en Los pichiciegos : el cazador tiene que meterle el dedo en el orificio anal para sacarlo de la cueva. Ana Llurba

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    La recuperación del pasado

    portadaMuescas del tiempo oscuro y Teatro de operaciones
    Antonio Martínez Sarrión
    Madrid, Bartleby Editores, lectura de Julieta Valero, 2010

    Martínez Sarrión (Albacete 1939) publica su primer libro  Teatro de operaciones en 1967. En él encontramos una España sórdida, triste, casposa, sin horizontes en la que la infancia del autor transcurrió y en la que hizo su aprendizaje sentimental  de la mano del cine, los tebeos, o la chica que conoció en una boda  «y  estuve enamorado casi un mes». Este primer libro del autor lo volvemos a tener entre las manos hoy junto con una veintena de poemas escritos en los años sesenta que se agrupan bajo el título de Muescas del tiempo oscuro gracias a la Editorial Bartleby que en su colección Lecturas 21 rescata textos fundamentales de la poesía de décadas anteriores y nos los ofrece junto con la lectura que hacen de los mismos creadores jóvenes. En el caso que nos ocupa es Julieta Valero la que hace un profunda lectura y un análisis de los textos de Martínez Sarrión.

    Este autor apareció como  senior junto con Manuel Vázquez Montralbán, que ocupaba la misma categoría, en la famosa antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles que en su momento fue algo así como un hito fundacional  de una nueva manera de poetizar que dejaba atrás, y superaba, la etapa de la poesía social y realista para  ir hacia una poesía formalmente más moderna y compleja en la que el culturalismo y la presencia de elementos nuevos como el cine, la música pop y el cómic  además de frases en otros idiomas, el inglés sobre todo, incorporadas a los poemas los teñían de un halo de novedad indudable.

    La poesía de Martínez Sarrión no supone una ruptura total y absoluta con el realismo anterior pero si hay en ella una nueva manera de enfocar esa España de posguerra en la que el autor nació y creció, por un lado tenemos en él el testimonio de un momento histórico, estampas de la vida cotidiana de aquellos años, y por otro la presencia de elementos técnicos como la ausencia de puntuación o de mayúsculas  que dan fe de una nueva manera de enfocar el hecho poético.

    Para Julieta Valero los rasgos definitorios de la poesía de Antonio Martínez Sarrión son la exigencia y el empeño en la preservación del lenguaje para a través de éste ofrecer a los lectores otra visión de la realidad.

    Es interesante poder volver a leer estos poemas que marcaron una época y lo que es más interesante es que vuelvan a estar al alcance de los lectores de hoy. M. Cinta Montagut

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    portadaEl sueño, la huida, el porvenir…

    El mal de Q.
    Antonio Tello
    Editorial Candaya, Barcelona, 2009

    Antonio Tello, escritor argentino residente en  Barcelona, recoge en su nuevo libro los cuentos escritos entre 1968 y 2009 con el título El mal de Q., uno de los relatos que ingresa en esta compilación y significativo de su última etapa: Q. teme a la libertad; es, según el autor, “un pariente lejano de Don Quijote y Gregorio Samsa que sublima la aniquilación del individuo como ser social”. El mal de Q. está dividido en tres partes temporales. La primera, conformada por los cuentos escritos entre 1968 y 1970, con el título El despertar de la palabra; la segunda con aquellos que se escriben entre 1971 y 1975, con el título El desierto y la leyenda; y, finalmente, La memoria en el exilio, que compila los producidos entre 1980 y 2009. Y si bien esta división corresponde a una tasación temporal, el lector pronto adivinará que las “leyes” que rigen la temporalidad de los relatos parten de otra medición, de una conciencia diferente al “estatuto de la física”. Eso los hace especiales, extraños, intemporales, integrantes de una particularidad literaria que nos sitúa ante un escritor imprescindible para nuestra época y necesario para entender nuestro pasado.

    El sueño, la huida, el porvenir, la muerte, el destierro y el exilio -Tello fue amenazado de muerte y tuvo que abandonar Argentina en 1975-, la conciencia, la identidad o la imaginación son raíz en estos cuentos. El aspecto social, en los primeros; la disolución del individuo de la sociedad, ser expulsado y enfrentado a la derrota, en los últimos. La exploración de la palabra, búsqueda del conocimiento, es, sin duda, uno de los motivos principales para Antonio Tello. En el desarrollo del cuento, durante las diferentes etapas, el autor remueve en esa búsqueda y, si bien, en un principio podemos apreciar una indagación más evidente, mediante una experimentación más visible de las formas y el contenido en estos cuentos, posteriormente prescinde de recursos efectistas y continúa esa búsqueda (podríamos decir innata al poeta, al escritor) con una prosa más contenida pero no exenta de esa explosión, ya interna pero trabajada con economía de medios y una inteligencia que hace de estos relatos un lugar singular, inherente a Tello, con un universo ficcional propio; construye su torre, que es torre de Babel, tras el hallazgo de su “matemática interna” de la prosa: alumbramiento de la verdad.
    Así, la condición humana –la palabra es Paraíso y expulsión del hombre- se conjuga desde un calidoscopio particular para Antonio Tello en El mal de Q. En suma, una recopilación necesaria no sólo para avanzar en la comprensión del exilio, sino para hurgar en el proceso literario y creativo de esos años y atisbar el presente, nuestro futuro. Iván Humanes