biografía del autor

imageSalvador Galán Moreu

BERLINESAS


Son tres: la madre, el hijo y la hija. Corren. Siempre corren, no se me entienda mal; ninguno va de carreras, ¿cómo iba a competir la madre que rozará los sesenta, con el hijo que aún no ha entrado en la treintena y se encuentra en plena forma? Me refiero a que su estado es de permanente actividad, en tensión, corriendo de un vagón a otro; del Tram que sale a las afueras al S-bahn circular, y lo mismo se apean en Alexanderplatz para tomar el U-bahn en dirección Weinstrasse, o por el contrario se montan en el otro que baja hacia Brückenstrasse. El punto de partida o el destino no importa, lo que cuenta es moverse a través del transporte público sin salirse nunca de la ciudad. Eso y el reparto de las berlinesas.

Ya es bastante.

Reparten berlinesas a los modernos estudiantes o las dinámicas amas de casa; entre los (cada vez menos) viejitos que esconden turbios pasados nazis tras sus sonrisas rosadas, y las (cada vez más) altas ejecutivas que eligen el eficiente transporte público para sus importantes desplazamientos; en fin, reparten berlinesas a cualquiera que lo desee, y eso incluye también a los turistas que, despistados y hambrientos, toman el dulce con avidez y preguntan cómo se llama. Entonces la madre responde seriamente: ber-li-ne-sas.

Sabe decirlo en cuarenta y tres idiomas.

Existen los suizos, las napolitanas, las tartas de manzana o las palmeras. Todas son dignos miembros de la comunidad de la bollería, pero las berlinesas (berliners, también conocidas por krapfen) son algo especial. Esta afirmación proferida por los dos hijos a coro no alberga ningún aire de superioridad; en esta familia no se tiene nada en contra de la verde Suiza, la caótica Nápoles, los infinitos Estados Unidos (recordemos que la tarta de manzana es popular, e imperialmente conocida como american pie), o las Palmas de Gran canaria, Palma de Mallorca o Palm Springs, si es que las deliciosas palmeras procedieran de alguna de esas localidades. En ningún momento se dice que Berlín esté por encima de cualquier otro sitio, pero para ellos, nuestra familia, sus dulces son lo más importante. Nadie los llama los Kohler, ni los Klinsmans, su nombre carece de relevancia: sólo reparten berlinesas. De lunes a viernes, deambulan por metros, trenes, autobuses y tranvías repartiendo el amado bollito infatigablemente. La madre nos lo explica: debemos repartir las berlinesas a la gente que pulula por la ciudad, y no, nos aclara, ni somos una iniciativa del ayuntamiento, suspira, ni unos freaks con ganas de hacerse notar, tan sólo somos una familia alemana.

Las berlinesas adoptan forma de bolitas de masa leudada y esponjosa, madre e hija las cocinan todos los fines de semana mediante baños de aceite profundo. Es importante que al retirarlas, interviene la hija desagradando visiblemente a su madre, se escurran muy bien para que luego se puedan pasar por azúcar sin que quede pringoso, ¡ah!, también es posible hacerles una pequeña hendidura y rellenarla con confitura de fruta ¡No de cualquier sabor!, interrumpe la madre con severidad, ha de ser de frambuesa, ¡y nunca dulce de leche o crema pastelera! Ya sé que lo hacen en Argentina, parte de mi familia emigró allá tras la guerra, pero entonces dejan de ser berlinesas para convertirse en vulgares bolas de fraile, y no es lo mismo. Nunca podrá ser lo mismo, concluye casi reprochándoselo a su avergonzada hija.

La madre lleva una vieja gabardina blanca y su pelo, de un rubio apagado y triste, se halla recogido pulcramente en un moño; el hijo mide más de dos metros, viste el chándal oficial de la selección alemana de fútbol, luce calva y acarrea el saco de berlinesas; y la hija, que es espigada y atractiva, ondea su rubios rizos de sirena y deja ver (siempre que la madre no mira) el corpiño negro que viste bajo el abrigo a los hombres guapos y canosos. Son tres, y siempre corren. Saltan  de un vehículo público a otro, y así pasan sus días; si se les acaban las berlinesas vuelven a su casa (la madre prefiere no desvelar donde residen), rellenan el saco otra vez y reanudan el reparto. La madre es la jefa; ella dispone qué tren tomar, cuándo apearse, adónde dirigirse. Berlinesas, hace hincapié en el nombre, se llaman berlinesas, si alguien me pide un bollo yo, tuerce su gesto con gravedad máxima, le aclaro que reparto berlinesas, que se llaman berlinesas, que me pida berlinesas:

¡¡BER-LI-NE-SAS!!   

Ella es fuerte; el hijo parece retrasado, aunque no lo podemos asegurar, la hija resulta dispersa, soñadora. Es la madre quien se ocupa de todo. Sin ella se perderían por las numerosas líneas de transporte: nadie puede memorizar tantas direcciones, vías y paradas; tantos trayectos, combinaciones o transbordos. Ella está al mando porque es la Madre. Sin embargo, a veces sus ojos se llenan de lágrimas, lágrimas estáticas que nunca le resbalan por la cara. Su madre, la abuela, fue una de esas jóvenes que reconstruyeron Berlín tras los bombardeos del 45, las mujeres de los escombros, y la simple visión de la moderna urbe, su esplendor biotecnológico, le emociona. Este sentimiento es tan complejo, mezcla de amargura, agradecimiento y orgullo, que no tiene palabra que lo defina, aunque tal vez ella lo llamaría alemanidad. Por lo que hemos constatado, este emotiva escena suele continuar así: la madre da la espalda a sus hijos para que no la vean; ellos que ya lo saben, dejan que la disimulada alemanidad dure unos minutos, pero si pasa demasiado tiempo, es decir, si muta hacia el ensimismamiento, el hijo se le acerca, posa su mano sobre el hombro, y le dice torpe y pesadamente, Mama. Ella se revuelve enérgica (las lágrimas de repente han vuelto a su sitio de origen), rehúsa el consuelo y exclama; ¡basta ya!, ¡esta, nuestra gran nación, fue levantada por el coraje de sus mujeres!, y añade, debemos repartir las berlinesas. Entonces pulsa el botón de parada y se sitúa cerca de la puerta. El hijo coge el saco, mira a su hermana, y ambos la siguen convencidos de que esas lágrimas brillantes que se asoman pero no se derraman jamás, son exactamente las mismas que mostró el día en que el padre de ambos abandonó el nido. Los mismos equilibrios acuosos sobre los párpados tristes de aquella fatídica fecha. Ahí empieza su memoria de hermanos y el reparto de las berlinas, perdón, ay, berlinesas. Su madre nunca gasta esas lágrimas y permanecen en sus ojos como una reliquia taponadora. Es una suerte tener una madre que nunca llore, nos dice la hija en un momento en que la recién mentada se distrae, en cierta manera nos impide entristecernos.

Bajan en la primera parada y corren hasta que encuentran otro medio de trasporte y lo toman.

Reparten berlinesas: BER-LI-NE-SAS.

Para quien guste.         

 

Biografía:

Salvador Galán Moreu (Granada, 1981) licenciado en psicología, es educador social en un colegio de primaria de Madrid. Ha publicado Le zanzare (editorial universidad de Granada, accésit del premio García Lorca de narrativa, 2005) y la plaquette de poemas Doméstica (accésit del certamen de poesía Arte Joven Latina 2009). Ha participado en la antología poética trilingüe anglo-italo-española Poetiche della precarietá 3 (Editrice Zona, 2007) y en el libro colectivo Elefante Rosa (Editorial Alea Blanca, 2010). Finalista de varios certámenes derelato corto (Los molinos, 2005; Pompas de papel, 2005; 1ª edición del Diomedea, 2007; y Arte Joven Latina 2009). Poemas y un artículo suyo pueden leerse en lasafinidadeselectivas.blogspot.com o en  www.ucm.es/info/especulo/numero38/antipoes.html.