biografía del autor

imageDaniel Alarcón

Vivir entre Piratas


Traducción: Alejandro Tellería

 

1

En marzo de 2008 Rodrigo Rosales, director de las oficinas en el Perú de la editorial internacional Planeta, recibió una llamada urgente desde Madrid. Los representantes de Paulo Coelho estaban enfadados. Al parecer la última novela del brasileño, El vencedor está solo, había sido vista en las calles de Lima en una edición no autorizada. Rosales se quedó helado. Coelho es un superventas permanente en ese país (como en todo el mundo) y es seguro que cada libro que publica será pirateado casi inmediatamente después de su publicación, pero ésta no estaba programada hasta julio de ese año. Es más, ni siquiera había sido traducida al castellano.

            Aunque la piratería de libros existe en Latinoamérica y en todos los países en desarrollo, cualquier editor con experiencia internacional en la región sabe que el problema en el Perú es a la vez único y profundo. Según la International Intellectual Property Alliance, la industria editorial local pierde más dinero con la piratería que ninguna otra de Sudamérica con la excepción de Brasil, cuya economía es más de ocho veces mayor que la peruana. Un reporte encargado en 2005 por la Cámara Peruana del Libro (CPL), consorcio nacional que agrupa a editoriales, distribuidores y vendedores, llegó a conclusiones aún más alarmantes: los piratas estaban generando más empleo que los editores y vendedores formales, estimándose un impacto económico combinado de 52 millones de dólares americanos, equivalente casi al cien por ciento de las ganancias totales de la industria legal. Los piratas operan a plena luz del día: sus vendedores recorren las calles de la capital, llevando pesados lotes de libros por entre los atascos de tráfico o extendiendo una raída manta plástica azul sobre la vereda, desplegando su mercadería con el deseo de que todo transeúnte la note. Se les puede encontrar frente a institutos, escuelas y edificios de gobierno, o merodeando en los pasillos de los mercados donde la mayoría de limeños hacen compras. Un sábado, me encontré a un hombre vendiendo textos legales pirateados (copias en rústica con pinta oficial, tan bien hechas que me costó creer que fuesen falsas) que me contó que durante la semana alquilaba un puesto en la facultad de derecho de una universidad local donde –se supone– los futuros abogados peruanos aprenden sobre derechos de autor, propiedad intelectual y otros conceptos tan fantásticos como sin importancia. Los fines de semana de verano, estos vendedores trabajan en las playas al sur de Lima o se congregan en los peajes de salida de la ciudad. En la periferia de este negocio están los ladrones, bandas de hábiles roba-tiendas que se especializan en el hurto de libros mientras pululan por eventos del sector y librerías establecidas, alimentando un vibrante mercado de reventa llamado libros de bajada. Luego están los mismos piratas, fabricantes informales de libros cuyas rotativas usadas y reusadas se esconden–para no levantar sospechas– dentro de casas situadas en cualquier barrio pobre de la ciudad. La extensión de sus operaciones puede llegar a las 40.000 copias por semana y, gracias al fenomenal aparato de distribución con que cuentan, pueden vender tres veces más copias de un libro que las editoriales autorizadas para hacerlo. Tratándose de un superventas como Coelho, la cifra podría ser incluso mayor.

            No pasó mucho tiempo hasta que Rosales pudo confirmar la historia. Salió a buscar el libro inédito de Coelho, y lo encontró en la primera intersección importante por donde pasó. Había que hacer algo. Los piratas peruanos de libros son de lo más laborioso, rápido y hasta pícaro del mundo, lo cual Coelho y sus agentes saben muy bien. Al comienzo de esta década, los piratas habían casi aniquilado la industria editorial peruana, y ya se da categoría de milagro a su supervivencia y posterior reflotamiento. Se sabe que los libros de imitación impresos en Lima terminan apareciendo en Quito, La Paz, el norte de Chile y hasta Buenos Aires. Esta misma edición de Coelho, si fuese exportada, podría inutilizar la importante inversión hecha por la casa matriz de Rosales para publicar la novela en el mundo hispanoparlante. La gente de Coelho quería acciones.

            Así empezaba la última escaramuza de la intermitente batalla contra la piratería de libros en el Perú. La CPL formalizó un proceso legal, se empezó una investigación y meses después, el 23 de junio, sin haber encontrado aún las imprentas donde estaba siendo impreso el libro de Coelho, la CPL ayudó a organizar una intervención policial directamente en los puntos de venta. El lugar elegido fue el Consorcio Grau, mercado informal ubicado en una congestionada arteria del centro de Lima conocido por la mercadería de origen no confirmado que allí se comercia. La operación incautó casi 90.000 libros por un valor aproximado de un millón de soles (348.000 dólares americanos). La noticia fue cubierta por todos los medios de comunicación, aunque pocos repararon en el detalle de que los puestos de venta estaban abiertos al día siguiente, con el stock habitual. Quizá esto no era novedad. Los piratas de libros, como los traficantes de droga, tienen asumido que cierto porcentaje de sus existencias no llegará al mercado. Estas pérdidas están dentro de sus presupuestos, como parte aceptada del costo de su negocio.

            Pero había una sorpresa más. En julio, cuando Planeta finalmente publicó la versión oficial de la novela de Coelho en el Perú, Rosales decidió comparar los dos textos. Los releyó línea por línea, y descubrió que las traducciones eran en esencia la misma. Los piratas peruanos no habían encargado ninguna traducción, como Rosales había supuesto previamente. Alguien se había infiltrado en Planeta en España, robando la traducción oficial antes que estuviese completa.

            Los libros nuevos en el Perú –los nuevos y producidos legalmente– suelen venderse con un adhesivo que dice COMPRE ORIGINAL, en uno de los tibios intentos de respuesta de la industria editorial ante la amenaza pirata. Sin embargo, lo que sucede es que ser pirateado es el modo peruano de llegar al éxito de ventas. Un escritor que conozco termina todas las lecturas que hace de sus libros instando a los concurrentes a “comprar su libro antes que lo pirateen”. Cuando le pregunté por esto, me confesó que todavía no había sido pirateado como autor, pero que esperaba serlo pronto. El premiado novelista Alonso Cueto me dijo que recibe reportes espontáneos de venta del hombre que vende novelas piratas en su barrio. Al comienzo esto incomodó a Cueto, pero ya ha aprendido a tolerarlo. Menos tolerable le resulta que el mismo vendedor se sienta autorizado a darle consejos sobre potenciales temas que le harían más exitoso comercialmente.

            Los piratas llegan a sectores del mercado que los editores formales no pueden o no quieren alcanzar. Fuera de Lima, la industria pirata es la única que cuenta. Oscar Colchado Lucio, uno de los pocos escritores peruanos que vive realmente de la venta de sus libros, me contó de la vez en que se fue a la ciudad de Huancayo a hacer una lectura de un libro suyo en una escuela muy pobre. Firmó algo de trescientos libros sin ver un solo original. Simplemente, la versión legal era inexistente porque en Huancayo ni siquiera había una librería. Un novelista que prefirió no ser identificado para protegerse de consecuencias legales, se sintió decepcionado por no encontrar su novela en su propio pueblo natal. A modo de represalia, se puso en contacto con un pirata en Lima, llegó a un acuerdo con él y, poco después, su libro se vendía por todo el país. Al preguntarle al respecto, me respondió sin disculparse: “si alguien puede producir por tres dólares lo que un editor vende a veinte, ese editor podría ser un negociante muy malo”. En algunos casos los piratas han rescatado trabajos de escritores olvidados por la industria editorial formal. Un amigo me contó la historia de Luis Hernández, poeta de vanguardia casi desconocido con un culto de jóvenes seguidores en las universidades. Versiones fotocopiadas de sus libros, ya descatalogados, han circulado por años sin que ninguna editorial se haya molestado en reeditar su trabajo. Pero un vendedor del centro de Lima reconoció la necesidad, se asoció con una imprenta y salió con su propia edición no autorizada.

            Recuerdo haber salido a almorzar un día de 2007, cuando mi primera novela se estaba publicando, con Titinger, un amigo mío que también tenía un libro recién publicado en venta. Trabajábamos en la misma revista y Huberth, el dueño y nuestro jefe, nos había ofrecido salir a celebrarlo. En el camino llegamos al semáforo de una intersección que fungía de mercadillo, donde se vendía fruta, pizarras, periódicos y juguetes inflables para niños. Esta es una escena repetida en cientos, quizá miles, de esquinas en la capital del Perú, familiar para todo aquel que haya vivido o viajado por cualquier lugar de Latinoamérica o el mundo en desarrollo. Naturalmente, había también vendedores de libros y Huberth llamó a uno. El vendedor era recio y torpe, moviéndose pesadamente entre los coches llevando sus libros como si fuesen un escudo, con las carátulas por delante: libros de autoayuda mayormente (recuerdo que estaba en boga la edición peruana de ¿Quién se ha llevado mi queso?), libros sobre escándalos locales y superventas globales como El Código Da Vinci.

—¿Algo de Alarcón o Titinger? – preguntó Huberth.
—¿Quién? – el hombre frunció el ceño.
—Eso fue todo. Huberth subió la luna.
—Son un par de fracasados – dijo, volteando a mirarnos.
           
            Hasta donde sé mi primer libro de cuentos no ha sido pirateado nunca, lo cual me provoca una ligera decepción. Justo el día de nuestro almuerzo con Huberth, mi novela había salido a la venta al precio de cincuenta soles, unos dieciocho dólares. Este es casi el mismo precio al que se puede encontrar en una librería de Estados Unidos, con una diferencia importante: en el Perú esa cifra representa casi el veinte por ciento del salario semanal promedio de un trabajador. Sentí vergüenza profunda por ese precio. ¿Cómo iba yo a esperar, conscientemente, que mis amigos y familia pagaran eso por un libro? Exceptuando a las escasas clases media y alta, ¿quién tiene tantos ingresos para derrochar?
Pocas semanas después, estaba haciendo una presentación ante los reclusos de una cárcel de Lima. Había llevado una copia de mi novela para donarla a su colección, pero para mi sorpresa ya la tenían. Estaban algo avergonzados por ello, pero finalmente accedieron a mostrármela. La carátula se veía bastante cercana al original pero no el título, que había sido diseñado con rótulos rojos, tipo burbuja, incongruente e infantilmente dispuestos con una orla blanca. Estaba impreso en papel barato de oficina y el fotocopiado no había sido en absoluto meticuloso: cada cierto número de páginas algún pelo aparecía flotando sobre el texto y algunas páginas se habían reproducido torcidas, haciendo que mis oraciones resbalaran fuera de los márgenes, como inclinándose hacia la melancolía.

            Uno de los internos me explicó que había recibido mi libro desde el exterior como regalo. Se excusó diciendo que no sabía que se trataba de una copia pirata.

      Asentí, como si le creyera.

¿Me lo puedes firmar? – me pidió el bibliotecario de la prisión.
Eso hice, por supuesto, y salí de allí con la sensación de haber cumplido algo.
Si la piratería de libros tiene algún tipo de atractivo, es sólo porque imbuimos a este negocio de las mismas cualidades que proyectamos en el mismo libro. Nos concentramos en lo que está siendo manufacturado y vendido, oponiéndolo a la naturaleza ilícita fundamental del hecho. Hay muchas razones para esto. Como creación cultural el libro tiene un poder innegable, y la idea de un país pobre y subdesarrollado con una industria editorial poderosa es, de alguna manera, romántica: el pirata como empresario cultural, robinhoodiano, robando a las elitistas editoriales multinacionales para poner los libros al alcance del pueblo. El mito es seductor, y se repite a menudo: la piratería de libros en el Perú, cuenta la historia, responde al ansia de conocimiento de un país violentamente dividido, a través de toda su historia, en una clase alta e instruida y las masas pobres e iletradas. El analfabetismo en la población decreció notoriamente en el siglo pasado –del 60% en 1940 al 7.1% de 2007– y junto a este progreso vino un deseo por los libros y lo que representan. Aún así, millones de peruanos en zonas rurales son monolingües en idiomas nativos, y se mantienen política y económicamente marginados como resultado de ello. En un país dividido por las razas, etnias y lenguas, la adquisición de fluidez y dominio en el castellano ha sido con frecuencia apreciada como un paso importante en el avance social y económico.

            A pesar de esto, los libros originales siguen siendo artículos suntuarios y prohibitivamente caros, fuera del alcance de la mayoría de la población. Existen inmensas regiones del país sin una sola librería formal. Iquitos, la ciudad más grande de la Amazonía peruana y que cuenta con casi 400.000 habitantes, tiene ahora sólo dos y en 2007 no tenía ni una. Trujillo, la tercera ciudad más grande del país, sólo tiene una. Las bibliotecas escolares, cuando existen, constan habitualmente de algunas docenas de libros con escaso valor literario o histórico. Con frecuencia, las únicas colecciones de valor se encuentran en universidades privadas donde no se permite –ni a catedráticos ni a alumnado– revisar a profundidad los estantes, concediendo a duras penas préstamos de veinticuatro horas como máximo que, a duras penas, bastan para fotocopiar (léase piratear) el libro antes de devolverlo. Y esta calamitosa situación no se limita a las áreas marginales o las provincias. Se estima que la venta del ochenta y cinco a noventa por ciento de todos los libros se realiza en Lima Metropolitana pero, para una ciudad de casi nueve millones de habitantes, hay muy pocas librerías formales y la mayoría se concentra en distritos de clase media alta como San Isidro y Miraflores. Lima Norte, por ejemplo, que comprende ocho distritos de la capital y concentra a la mitad de la clase media de la ciudad, no tiene ni una. El más solvente de estos distritos, Los Olivos, cuenta con una biblioteca municipal de sólo 1.500 libros, la mayoría producto de donaciones que incluyen, cómo no, las respectivas copias pirateadas. En mayor escala, la Biblioteca Nacional del Perú padece de similar abandono. Por más de treinta años su presupuesto de adquisiciones se mantuvo inalterable –cero– y apoyado por donaciones para incrementar su colección.

            En este contexto, ¿puede causar sorpresa que se piratee la literatura? Se puede lamentar su informalidad, se le puede llamar robo y nos podemos quejar de todas las pérdidas en que incurre la industria editorial pero, para quien ama la lectura, la lógica elemental es difícil de superar: si una persona vende libros, alguna otra los debe estar comprando. Y si alguien los está comprando, alguien los está leyendo. Entonces, ¿no es una buena noticia que alguien lea, en un país tan pobre como el Perú?

 

2

            En julio, unas semanas antes del inicio de la anual Feria del Libro de Lima, me reuní con Germán Coronado, director de una de las últimas editoriales independientes que aún funcionan en el país, Peisa. Era un día raro en la ciudad: una pesada llovizna caía desde el cielo liso y de color gris lechoso, tan gruesa que hasta se le hubiera podido llamar lluvia. La precipitación había cogido desprevenidos a los limeños. El tráfico en la ciudad se convirtió de meramente caótico a francamente aterrador. Los vehículos patinaban indiscriminadamente por calles y avenidas, espantando a todo peatón.
           
            Coronado es de los que más lucharon para proteger los derechos de autor en el Perú, y ha pagado un gran precio por sus esfuerzos. Fundada en 1968, Peisa publicó alguna vez a Mario Vargas Llosa y a Alfredo Bryce Echenique en el Perú –dos de los novelistas más respetados y comerciales de nuestro país– y, por sólo los derechos, Coronado debería ser un hombre adinerado. No lo es. El día que lo conocí lucía enclenque y cansado, sin afeitar, con la palidez de quien no se ha expuesto a la luz del día en semanas. Su despacho, en un noveno piso de un edificio sin elegancias en San Isidro, era reducido y angosto. Por las ventanas se alcanzaba a ver las colinas de la ciudad, pero esa tarde tenía las persianas bajadas. Tuve la sensación de que no las había subido en meses.
           
            Su teoría era simple: en el Perú la piratería siempre había existido pero en pequeña escala, atendiendo principalmente las necesidades de los universitarios. Recordaba salir a comprar libros de segunda mano en la Plaza Francia en sus épocas de estudiante de San Marcos, una prestigiosa universidad pública en Lima y la más antigua institución de educación superior de las Américas. Luego vinieron los ochenta, los años del desorden generalizado. A duras penas, la nación sobrevivió las plagas de la época: la guerra civil, que segó setenta mil vidas antes de acabar, y un colapso económico de extraordinarias dimensiones. Para 1990, la hiperinflación había alcanzado una tasa anual de siete mil seiscientos cuarenta y nueve por ciento, y la clase media había sido casi aniquilada. Miles de peruanos emigraron en busca de un futuro mejor en los Estados Unidos, Europa o países vecinos más prósperos como Chile o Argentina. Incluso en este duro contexto Peisa logró mantenerse a flote, pero las cosas sólo iban a empeorar. Según Coronado, el primer signo de fatalidad apareció en 1988, en los años finales del desastroso primer período presidencial de Alan García. Éste dijo en una entrevista que, dada la crisis económica, no tenía sentido que los padres de familia comprasen textos escolares originales para sus hijos con lo cual, en otras palabras, avalaba la piratería.

            Luego Vargas Llosa, el autor estrella del sello, entró a la política lanzando su candidatura a la presidencia en 1990 y recibiendo la mayoría de votos en primera vuelta, para perder la segunda y final contra Alberto Fujimori. Como lo refiere Coronado, Vargas Llosa mantuvo un perfil bajo tras la derrota hasta abril de 1992 en que, al disolver Fujimori el congreso y hacer modificar la Constitución del estado, salió de su mutismo. Cuenta a favor del escritor que señalara directamente a Fujimori como dictador y amenaza pública, en momentos en que muchos otros observadores mantenían posiciones ambivalentes al respecto. En su columna semanal en el diario español El País, calificó el golpe de Fujimori de ataque a la democracia y convocó a un embargo mundial hacia el Perú. Los medios aliados por el poder (o comprados por él, según se vea) contraatacaron ferozmente, empezando una despiadada y coordinada campaña de desprestigio contra el novelista más destacado del Perú. Se le atacó y ridiculizó hasta declarársele enemigo de estado. Para los aliados de Fujimori, era muy sencillo: si Vargas Llosa quería un embargo al Perú, el Perú debería embargarle todo a él.
Para Coronado, esto marcó el inicio de un cambio drástico. En los años que siguieron, la piratería literaria se volvió proyecto nacional. El Perú salía de su guerra interna y Fujimori abría la economía a la importación, al tiempo que se abrían nuevas imprentas y, de la noche a la mañana, el país entero se vio inundado de periódicos llenos de contenido prácticamente dictado por el gobierno, vendidos al irrisorio precio de cincuenta céntimos de sol. Y, como editor del crítico de Fujimori más enérgico y prestigioso internacionalmente, el mismo Coronado se convirtió en objetivo de esta caza. Su cuñado, gerente financiero de Peisa, fue secuestrado y el caso nunca fue resuelto; él me describió la dramática experiencia como “tres meses de infierno”, y sospecha que fue una represalia por publicar libros incómodos al régimen. Mientras tanto, su negocio principal se encontraba bajo asedio económico. Los piratas estaban por todas partes, reproduciéndose a velocidad vírica por la ciudad. Coronado estima sus pérdidas de esa época en 600.000 dólares por año. “De un negocio próspero, nos transformamos velozmente en uno en crisis, abrumado por las deudas”. Peisa inició más de 250 procesos judiciales en aquellos años contra falsificadores de libros. Contrataron detectives privados, enviaron listas detalladas con nombres, alias, descripciones, domicilios y localización posible de los piratas, sus imprentas y puntos habituales de venta. Mientras hablábamos, Coronado iba apilando carpetas en su escritorio con cartas, quejas, listas y acusaciones.

—¿Y en qué quedó tanto esfuerzo? – le pregunté.
—No hay ni una sola persona en prisión por piratería de libros en el Perú. Ni una –me respondió.
           
            El corrupto régimen de Fujimori fue desenmascarado finalmente, pero los piratas ya habían asentado sus reales en el país. Para 2001, la industria editorial peruana caía en picado. La producción de libros había descendido 28% en sólo cuatro años y la industria había despedido al 40% de sus trabajadores. Esto se debió en gran parte a la competencia pirata. En las calles de Lima se encontraba falsificaciones de La fiesta del chivo de Vargas Llosa el mismo día de su lanzamiento, alcanzando a coexistir siete ediciones distintas no autorizadas. ¿Cómo podía competir una editorial formal?

            Repuse con los argumentos habituales en defensa de la piratería, principalmente la pobreza acechante y el costo relativamente alto de los libros.
Para Coronado, esta defensa dejaba de lado un hecho muy importante: los vendedores de a pie tienden a congregarse en las mismas zonas de clase media y alta de la ciudad donde están las librerías. Sus clientes tienen dinero. Coronado hacía poco para ocultar su disgusto. “Es un problema cultural. La misma gente que nunca compraría whisky adulterado compra un libro pirateado. No hay respeto por la producción intelectual en este país.”

            Después de caer Fujimori algunas casas editoriales intentaron desesperadamente conciliar voluntades, quizá seducidos por la candorosa idea de que los piratas eran comerciantes pobres y buenos que deseaban acercar la cultura a las multitudes. O quizá sentían que no había otra opción. Se generó un movimiento en la CPL para organizar a los miles de vendedores informales, hombres y mujeres trabajadores de la vía pública, dándoles versiones autorizadas a precios bajos. Coronado ve con desdén esta idea y a los “sabios e iluminados” editores que la promueven creyendo en lo que él llama sarcásticamente “el esplendor de la piratería”.

            Vargas Llosa –a través de su nueva editorial– fue invitado a ir a Amazonas, el más grande mercado informal de libros de Latinoamérica, a dar una charla. Fue un banquete para los medios de comunicación, que se vio como el retorno del exiliado. La editorial bajó el precio del libro para el evento. Los vendedores informales brindaron a la salud de nuestro galardonado escritor. Posaron para las fotos con su famoso huésped y, una vez apagadas las cámaras, siguieron vendiendo ediciones pirateadas como siempre.

—No se puede confiar en esa gente – concluyó Coronado.
Le dije que me quedaría en Lima a ver qué pasaba con mi nuevo libro. Yo estaba publicando una colección de cuentos ese mes para coincidir con la Feria del Libro, y me pregunté en voz alta si los piratas lo sacarían a la venta antes de que volviese a Estados Unidos a mediados de agosto.

—¿Que si te van a piratear? Dalo por hecho – acotó, moviendo la cabeza con el mismo sarcasmo de antes.
           
            El mercado de libros conocido comúnmente como Amazonas está a pocas calles al este de la avenida Abancay, una de las arterias principales para ingresar al casco antiguo de Lima. Está en un terreno sobre la ribera baja del Rímac, un río fangoso y contaminado que divide la capital en norte y sur. Una pared hacia la ribera está decorada por un mural donde aparecen pintadas verdes montañas, cielos de brillo azul celeste y palmeras, formando una escena verde y apacible que contrasta diametralmente con la visión real de la zona: un polvoriento y monótono conjunto de tugurios tras una pequeña colina oculta por la densa niebla limeña.
En Amazonas, uno encuentra más de 200 puestos de venta de libros usados, antiguos y pirateados cuyos propietarios se conocen entre ellos por más de veinte años. Formaron un proyecto cooperativo en los años ochenta, cuando treinta o cuarenta de ellos se empezaron a congregar en la vereda central de una avenida principal llamada Grau. Vendían libros de segunda mano, eran inofensivos y no necesariamente prósperos. En aquellos tiempos, el centro de Lima se encontraba tomado por el comercio informal, resultado vergonzoso del desconcierto social y la degradación económica del momento. Las imponentes edificaciones antiguas de la Lima colonial, en mejores épocas motivo de orgullo ciudadano, habían sido asumidas por hordas de comerciantes y convertidas en densos laberintos que albergaban todo mercado negro posible. Se hacía negocio a vista y paciencia de todos, en plena vía pública. En algunas zonas, seis carriles de circulación terminaban reducidos a uno de ida y otro de vuelta, dado que el comercio informal había invadido cuatro para sí. Estos vendedores itinerantes son conocidos como ambulantes, y ya eran parte permanente del paisaje urbano. Cuando se les reubicó fuera de las arterias principales, se descubrió que muchos puestos de venta habían estado por tanto tiempo en sus emplazamientos que hubo también que retirar las placas y seguros metálicos con que se anclaban a la misma acera o calzada. En el caso de los vendedores de Grau, el plan urbano de largo plazo para restaurar el ornato de la ciudad incluía una expansión de la avenida (que once años después seguía en obras) hasta que finalmente, en 1988, el entonces alcalde Alberto Andrade convenció a los vendedores de mudarse a un lote baldío a lo largo de la calle, o jirón, Amazonas. A ellos se unieron otros ciento sesenta vendedores más provenientes de otras zonas del centro, formando lo que es hoy la Cámara Popular de Libreros que, lejos de toda coincidencia casual, también usa para identificarse las siglas CPL como la Cámara Peruana del Libro, su rival oficial.

            Cualquier libro o revista está a la venta en Amazonas, siempre que el comprador esté dispuesto a caminar por sus pasillos y a buscar en las descompuestas rumas de volúmenes que se extienden sobre mesas improvisadas o anaqueles metálicos recubiertos de moho y óxido. Hay muchos originales, pero no cuesta nada toparse con copias ilegales. Si no encuentra lo que quiere, el comprador puede pedir “la edición peruana” o una “versión más económica”, y la mayoría de vendedores entenderá la indirecta. Al lado de los libros, algunos vendedores ofrecen también monografías escolares, monstruosidades recubiertas de plástico coloreado representando el ciclo del agua, el efecto invernadero o el sistema nervioso.  Mientras el interesado busca una edición legible de, digamos, Los miserables de Víctor Hugo, podrá ver a una mujer joven tras el mostrador ocupada con una lámina de Machu Picchu y una expresión de concentración inmensa en el rostro, pegando una llama sintética sobre un paisaje verde de montañas pintado con aerosol.  Las monografías se venden a veinte soles, menos de siete dólares americanos, precio que incluye una lección del tema para que el alumno esté preparado para presentarlo ante la clase. Se le podría llamar copia, pero todos los estudiantes con quienes hablé reportaron que habían sido enviados por sus propios profesores.

            Las monografías escolares son un producto lucrativo pero relativamente nuevo –y controvertido– en Amazonas. Por más de una década, Amazonas ha sido sinónimo de libros, y a algunos vendedores les preocupaba debilitar su marca con ellos. Para asegurarse, los libros aún son la mayor mercadería en venta allí: de segunda mano, originales robados, falsificaciones y rarezas de cualquier tipo que surja desde la cultura de la piratería. Por ejemplo, una versión no autorizada de Crimen y castigo de Dostoievski, con carátula mostrando el dibujo de un revólver echando humo por el tambor u otra, reducida a cien páginas, de una novela mucho más larga de Bryce Echenique, con los capítulos tasajeados arbitrariamente para abaratar costos de impresión. El mismo Bryce me dijo que una vez había visto una versión pirateada de La palabra del mudo, famosa colección de cuentos del escritor peruano Julio Ramón Ribeyro que hoy está descatalogada por disputas con los herederos del autor. Los piratas le habían hecho una alteración crucial para aumentar las ventas: en lugar del de Ribeyro, imprimieron el nombre de Mario Vargas Llosa en la cubierta.

            Una mañana quedé con un hombre al que llamaré Jacinto en un lánguido y gris bar frente al mercado de Amazonas. Nos sirvieron café, aguado pero humeante, antes de siquiera pedirlo; estaba claro que Jacinto era conocido en el lugar. Tiene cuarenta y muchos años, y sus facciones anchas y cuadradas van decoradas por su cabello entrecano, algo erizado. No quería exhibirse conmigo en Amazonas, porque los otros vendedores eran por naturaleza muy suspicaces y era mejor que no fuese muy amistoso con extraños. Aunque no tiene que ser obvio, algunos vendedores de Amazonas ya son gente de mucho dinero. Pueden manejar tres o cuatro puestos allí, unos cuantos más por todo el centro de Lima y, en alguna parte de los interminables distritos de la periferia, una imprenta. A menudo son operaciones familiares y suele haber un pariente en provincias para vender los libros en ferias locales. Ganan miles de dólares al mes y celosamente protegen sus inversiones de extraños y entrometidos.
Cuando Jacinto era niño, sólo los ricos tenían libros. Aunque a su padre le gustaba mucho leer, la familia nunca tuvo más que un puñado de libros viejos. Vivían en la provincia, en un pueblo de la selva a 500 millas de Lima llamado Pucallpa, y comprar un libro nuevo les hubiera significado ahorrar por un año o más. No había piratería en ese tiempo. Los libros se importaban del extranjero o se imprimían en Lima, lo cual –viviendo en la selva– daba exactamente lo mismo. Jacinto había heredado el amor de su padre por la lectura, y fue lo suficientemente buen alumno para alcanzar a estudiar sociología en la Universidad Nacional Federico Villarreal de Lima. Eran los ochenta, y se vio atrapado por la política radical de entonces. No me dio mucho detalle, pero no hacía falta porque es una historia más o menos común para un hombre de su edad en el Perú. Decidió dejar el Perú por un tiempo –deduje que tuvo que hacerlo– y entrar ilegalmente en los Estados Unidos para pasar unos años despachando gasolina en el Bronx y pintando casas en Nueva Jersey. Volvió al Perú a comienzos de los noventa pero, después del golpe de Fujimori de 1992, no vio otra opción que irse otra vez. Pasó un tiempo en Los Ángeles, lugar sobre el que tenía notoriamente poco que contar. Hizo amigos mexicanos y se movía en autobús. No lo pasó muy bien por allí. En el 2000 volvió para quedarse en el Perú y reemplazó a su tío en el puesto que él tenía en Amazonas.
Trabajar con libros era su sueño, me contó Jacinto. Tenía hermosos recuerdos de los días en que compraba libros de segunda mano, antes de Amazonas, cuando el negocio estaba en la berma central de la avenida Grau, y ahora él era quien los vendía. Después de todo lo que había pasado, se consideraba afortunado. Ser lector lo hacía bicho raro entre sus colegas de Amazonas. Para la mayoría el trabajo no era más que una manera de hacer dinero, mientras que él sí encontraba significado en los libros. Homero, Magellan y Marx le habían cambiado la vida con sus textos. Había sólo unos cuantos vendedores que de verdad sabían sobre lo que vendían. Jacinto pudo contarlos con los dedos. El resto eran personas pobres y a duras penas educadas, que habían venido huyendo de la violencia en las provincias. Podrían vender libros o lo que fuese. Los libros no tenían un valor especial para ellos, por lo que la piratería se les hacía directamente natural.
           
            Jacinto dijo no haber participado nunca en piratería. Un exceso de cortesía me impidió presionarlo sobre esto, o tal vez su afirmación fue tan clamorosamente falsa que no me hizo falta. Por propia admisión, había trabajado bien, ganado un nivel decente de vida e incluso comprado una casa propia y un automóvil. Las cosas habían cambiado desde la época de Grau, cuando se vendían polvorientos libros viejos y se luchaba para subsistir. Estaba de acuerdo con la tesis de Coronado: los años de Fujimori habían sido la época de oro, todos lo sabían, pero aún había negocio. Jacinto ahora atendía a clientela de alto nivel: les vendía libros a críticos, académicos e intelectuales conocidos, ya clientes suyos, y disfrutaba de las ocasiones que a veces tenía para tertuliar en tan educados círculos. Pero su mundo era sórdido y tenía serpientes alrededor. Me contó de cuando le robaron en las calles de Amazonas y tuvo que pagar pequeños rescates para que jóvenes ladronzuelos le devolviesen su mercadería. Siempre le ponían cara de desilusión cuando veían que los paquetes que le robaban resultaban estar llenos de libros. Estaban drogados todo el tiempo y ni siquiera sabían leer. Aún si les explicaba que con los libros se podía hacer dinero, nunca le iban a creer.

—¿Y los piratas? – pregunté. Si alguien había entendido esta verdad básica, eran los falsificadores.
—¿Has visto películas de gangsters? ¿Has visto Carlito’s Way? – asintió.
—Claro que sí.
—Eso es lo que los piratas han entendido.

            Le pedí que me lo explicara.
           
            El pueblo de Jacinto, Pucallpa, es el lugar donde creció la primera generación de narcotraficantes notorios y exitosos del Perú. Decía haber conocido a algunos de ellos, y haberlos visto crecer junto a sus negocios. Había aprendido unas cuantas cosas que le servían en su línea de trabajo, sobre todo que las empresas ilícitas no prosperan sin la ayuda de las autoridades. Así había pasado con los futuros traficantes de droga, aquellos de la misma generación de Jacinto que hicieron fortuna en el boom ochentero de la coca.
Según Jacinto, los piratas primero controlaron Amazonas, y luego todo Lima, porque llevaban sus negocios con los mismos códigos inflexibles que aplica cualquier organización criminal. Protegían sus territorios y competían deslealmente entre ellos, para sacar sus productos lo antes posible y al precio más bajo. Pagaban a policías para que se hiciesen de la vista gorda, y sobornaban a jueces. En los días posteriores a un operativo, los oficiales de policía aparecían por Amazonas, vendiendo por lo bajo los lotes de libros incautados. Jacinto lo había visto con sus propios ojos. Los libros son maravillosos. Los libros son hermosos. Era un privilegio ir a trabajar a diario y sentirse rodeado por la palabra impresa. Tenía algunos tomos de valor inestimable, que nunca iba a vender por lo mucho que significaban para él. Pero quería que me quedara claro algo: en el submundo de los vendedores de libros, el negocio era lo primero. Si una imprenta ilegal era cerrada, dos ocupaban su lugar. Y mientras se pudiera hacer dinero, los piratas no iban a desaparecer.

 

            3

            Si paso mucho tiempo en Lima, termino agobiado por la sensación de que toda la vida de la ciudad gira alrededor de los libros. Tiene que ver, supongo, con el mundo en que estoy metido y las amistades que he hecho, pero esta sensación desconcertante es más pronunciada a finales de julio, durante las semanas de la Feria del Libro, cuando escritores de toda Latinoamérica convergen en la capital peruana. Se ven a viejos amigos, se va a decenas de charlas, y cuando todo se vuelve insoportable uno se oculta en su departamento y espera que todo acabe. Es un período encantador, maravilloso, no en poco debido a lo democrático de la feria de Lima. La entrada está a precios populares; dos soles los fines de semana, setenta centavos de dólar, y de lunes a viernes la mitad. Por ello la mayoría de eventos, sin importar quién habla o qué tan oscuro es el tema, tienden a llenarse. La feria de este año se llevó a cabo en la explanada de la nueva Biblioteca Nacional, en el Museo de la Nación –o, mejor dicho, bajo un agujerado toldo gigantesco en el estacionamiento de vehículos del museo– y, a pesar de su precaria estructura, tuvo un gran éxito. Quino, el querido caricaturista argentino, era la estrella de la noche inaugural, y más de 10.000 personas se agolparon para oírle hablar. Después firmó libros por dos horas y media, y pudo haber seguido más si el público, desbordado de emoción, no hubiese derribado una pared de tanto entusiasmo. En las noches del fin de semana la feria estaba radiante, las ventas marchando sobre ruedas y la llovizna, extraña y pesada, seguía cayendo. Iba encharcándose arriba, goteando ocasionalmente por entre el toldo empapado y cayendo sobre el personal, que buscaba adivinar por dónde iría a caer el agua de lluvia la siguiente vez.

            A nadie parecía importar aquellas intermitentes cascadas, que se agregaban a la atmósfera general. La Feria de Lima no es lugar para sesudas discusiones académicas. El público llega a usar las rondas de preguntas para recitar poemas que han escrito ellos mismos (a menudo premiados con aplausos) y, como muchos no pueden costearse los libros, es común ver a los escritores firmar en las agendas de sus posibles lectores o posando para fotos con niños. Gente que no sabe tu nombre ni el de ninguno de tus libros te felicita al pasar, y ningún asistente se sentirá corto de pedirte tu dirección de correo electrónico o tu teléfono móvil. En la feria de un año anterior yo estaba en los servicios, de pie frente al urinal, cuando un escolar me tocó en el hombro para preguntarme si podía leer su novela.

            Como la Feria se realiza durante las largas vacaciones por las fiestas de independencia del Perú, cuando la mayoría de limeños acomodados salen a vacacionar fuera de la ciudad, la concurrencia está formada por estudiantes o limeños de clase trabajadora y sus familias. Muchos de estos visitantes pueden permitirse la compra de uno o dos libros al año como máximo, y los compran en la Feria. Este año asistieron 270.000 personas durante dos semanas, un incremento del 15% respecto al año anterior, y las ventas alcanzaron los 2.5 millones de dólares, 20% más que durante la feria de 2008. En realidad, la cifra de ventas casi se ha cuadruplicado desde 2003 y el año pasado, en un intento de sacar de su predio a la industria editorial y enfrentar a los piratas en su propio terreno, la CPL (la verdadera) inauguró una Feria del Libro sólo para Lima Norte. También fue un éxito. En abril, fui a escuchar una conferencia de Alfredo Bryce Echenique ante un auditorio abarrotado de asistentes. Cientos de personas hacían cola por horas para hacer autografiar sus libros, aunque algunos tuvieron que dejar sus lugares la cuando se anunció que el señor Bryce sólo firmaría libros originales. Cuando se sumaron las facturas finales, las ventas de la Feria de Lima Norte 2009 resultaron siendo el doble de las del año anterior.

            Este es el tipo de crecimiento que los piratas experimentaban una década atrás, cuando la industria editorial peruana estaba al borde del colapso. ¿Qué hay tras esta notable reversión? En líneas generales, los editores formales se han beneficiado de algunos años de tranquilidad económica en el país, cuando la situación empezó a mejorar tras la caída de Fujimori. Para 2007, el cuarto año de crecimiento consecutivo, la economía se expandía a una galopante velocidad anual de 8.2% y el Perú era considerado uno de los mercados más dinámicos de Latinoamérica. Aún ahora, en el calamitoso contexto económico mundial, el Perú aparece bastante bien posicionado para capear el temporal. En un país acostumbrado a las crisis, me consta personalmente que la noticia de la crisis internacional fue recibida con un encogimiento de hombros colectivo. Por supuesto, muchos en el negocio editorial no confían en su propio éxito reciente. ¿Qué pasará cuando la situación, inevitablemente, vuelva a cambiar? La preocupación está asegurada. Después de todo, cualquiera –incluso los vendedores de libros– puede hacer dinero cuando la economía se expande al 8% al año, pero ¿qué pasa cuando falta liquidez? ¿No regresará la gente a los libros pirateados? Y nótese que los piratas tampoco han sufrido nada. Incluso han crecido junto a la industria legítima, 15% en los últimos cinco años, de acuerdo a la CPL.

            Las ferias de libros se han vuelto más importantes para la industria, formal e informal, en la misma medida. Por supuesto que hay escritores que se quedan en la puerta de ingreso ofreciendo sus panfletos a los viandantes. Mayor protagonismo podrían tener los ladrones de libros, los cuales comparten horario de trabajo con la feria. Sus bandas precisan del tumulto y lo usan como camuflaje. Llegan en grupos, se apostan cerca de un puesto de venta buscando un libro muy caro, y esperan hasta que una persona lo mueva de su lugar habitual. Viene otra y lo desliza hacia una bolsa abierta mientras un tercer cómplice, muy probablemente una mujer con la falda muy corta, distrae a vendedores y vigilantes. Los libros terminan vendiéndose en Amazonas o en Quilca, otra calle del centro de Lima famosa por vender libros piratas y robados.

            Fue un vendedor de libros llamado Ángel quien me contó el modo de actuar de los ladrones. Estaba totalmente fascinado por la devoción que tenían al arte de robar libros. La cadena de librerías para la que trabajaba, Íbero, se enteró de la existencia de estas mafias en 2007 después de sufrir un robo en sus almacenes. Me pareció un crimen bastante extraño – ¿asaltar un almacén de libros?– pero, como lo explicaba Ángel, tenía mucho sentido. Íbero tiene la representación exclusiva de Larousse, un diccionario de bolsillo popular entre los universitarios de la ciudad. Cada edición puede vender entre dos y tres mil ejemplares por año. Es el tipo de libro del que la gente se precia de tener. Los piratas lo saben y una noche desapareció la mitad del stock del almacén de Íbero. No hubo huellas del atraco ni se forzó una sola cerradura. Fue un robo hecho desde el interior. En cuestión de días, los diccionarios estaban en Quilca por la mitad de su precio. Como Íbero no tenía forma de saber quién los había traicionado, despidieron a todo el personal del almacén y, desde entonces, se toman la molestia de etiquetar todos sus libros. Ángel, como vendedor principal, incluso imprimió un dossier con fotografías de los más notables ladrones de libros, que distribuía a su personal al comienzo de la feria. A pesar de estos esfuerzos, Íbero pierde casi diez por ciento de sus ventas por año a manos principalmente, según sospecha Ángel, de ladrones altamente especializados.
Pero la feria es importante por un motivo más simple. Los piratas, como su contraparte de la industria editorial formal, saben lo difícil que es predecir qué libro venderá. Aunque no gastan en editores, diseñadores, mucho menos en escritores, y aunque no pagan beneficios a sus trabajadores ni impuestos al fisco, los piratas también tienen que anticiparse al mercado y hacer inversiones de riesgo en libros que a veces no venden. Por ello, la Feria es un buen barómetro de lo que está en boca de todos y, por lo tanto, es negocio. ¿Qué eventos tienen más asistencia? ¿De qué libros se está hablando? Todo es parte del informal análisis de mercado que los piratas usan para decidir qué libro será pirateado después. Leen las páginas culturales de los periódicos locales, los cuales llenan sus páginas con notas sobre libros y entrevistas a los autores antes, durante y después de la feria. Prestan atención a la voz de la opinión pública. Desde la feria, las conversaciones se esparcen por el resto de la ciudad. ¿Qué es lo que la gente está pidiendo en Quilca? ¿Y en Amazonas? ¿Qué libros se están vendiendo en los semáforos? Y los rumores recorren toda la cadena, desde las esquinas, pasando por el distribuidor, hasta el productor. Si uno comparece para unas cuantas entrevistas, o llena un auditorio en la Feria del Libro, ya está; podrán pasar unos días –hasta una semana– pero las probabilidades de ver el libro propio en las esquinas, muy poco después, se hacen altísimas.
Había pasado un mes desde el operativo policial al mercadillo del Consorcio Grau, y todo había vuelto a la normalidad como si nada hubiese pasado. El juicio se había quedado estancado y ni un solo pirata o vendedor había sido puesto en prisión. Una mañana me pasé por allí, para ver con mis propios ojos la cara misma de la impunidad. A diferencia de Amazonas, aquí todo era pirateado y no había libros de segunda mano. En el tiempo que me quedé allí, casi una hora, seguía llegando mercadería: cajas de libros infantiles, novelas de vampiros, versiones abreviadas del superventas mexicano de libros de autoayuda Carlos Cuauhtémoc Sánchez, y, cómo no, El vencedor está solo de Coelho. La justificación más oída de boca de los compradores de piratería, “los que escriben esto ganan tanto que ni se enteran”, era seguramente cierta sobre algunos autores. Es decir, ¿estará Stephenie Meyer preocupada por sus ventas en el Perú?

            Pero también vi novelas escritas por amigos míos, libros por los que sé que casi perdieron la razón tratando de terminarlos, a la venta por menos de tres dólares. Vi mi primera novela y la saqué del estante, sólo para ver qué pasaba. La misma carátula que había visto en la cárcel con las mismas letras rojas, tipo burbuja; la misma incongruente e infantil orla blanca. No tenía intención de comprarla y, cuando la regresé a su sitio sin pensar en el asunto, poniéndola aparentemente en el lugar equivocado, la joven vendedora refunfuñó: “¡ese no es su sitio!”

            Seguí adentrándome en las galerías y, al ver mi libro otra vez, pregunté al vendedor si tenía algo nuevo del mismo autor.

            El vendedor era apenas un niño. Quitó la vista del crucigrama que estaba haciendo para preguntarme a qué libro me refería.

—Uno de cuentos – le dije.
Me miró raro, y giró el periódico que tenía para mostrármelo. Había una foto mía en la página de atrás.
—¿Tú no eres Alarcón?

            Encogí los hombros.
           
            El chico asintió sin que pareciera importarle si yo lo era o no, como si viera habitualmente que los escritores iban a comprarle sus propios trabajos en pirata. Tal vez lo hacen.

—La próxima semana ven a ver – dijo.

            En la tarde anterior me había reunido con Raúl Villavicencio, abogado de CPL, para que me contase los entretelones del operativo en el Consorcio Grau. Me había advertido que no preguntara nada sobre el tema mientras estuviese allí, porque mis preguntas se podían tomar a mal. Seguí su consejo.
           
            Villavicencio es alto y delgado, con la postura rígida de un hombre joven grabado sobre piedra. Llevaba puesto un chaleco de rombos y hablaba con voz mesurada y tranquila. Para realmente combatir la piratería en el Perú, me dijo, la CPL tendría que organizar un operativo como el de junio cada par de semanas. Como mínimo cada mes. Hay que darles a los piratas donde más les duele, en el bolsillo. Pueden reponer sus almacenes una, dos y tres veces, pero si su mercadería se decomisa constantemente sentirían finalmente la pegada.
—Si es así, ¿por qué no hay más operativos? – pregunté.

            No era tan simple. El de junio fue un operativo que tuvo meses de planificación en la CPL. La queja se interpuso en marzo pero la policía no había hecho nada al respecto. Los investigadores contratados por la CPL no habían logrado localizar la imprenta del nuevo libro de Coelho y, aunque esperaban que la policía ayudara, esto nunca sucedió. La CPL decidió cargar entonces contra las galerías del Consorcio Grau, pero la policía volvió a responder sin rapidez hasta que el juez se impacientó y les ordenó que investigaran.

—¿Quieres verla? ¿La investigación? – me preguntó Villavicencio.

            Era un memorando de poco más de una página, que decía (en un lenguaje ligeramente más formal): “sí, hay piratería en Grau.” Este documento llevaba adjunto un mapa de la zona que podía haber sido hecho por un niño de nueve años: un cuadrado que representaba una manzana con la palabra “Galerías” con los nombres de las calles adyacentes en mayúsculas a cada lado. Esa era toda la investigación policial.

            En una ciudad como Lima, con tantísima preocupación por la seguridad –desde pandillas de principiantes, pasando por bandas de secuestradores, hasta cárteles de droga con temibles conexiones internacionales– convencer a un oficial de policía de que debe molestarse en capturar a alguien que vende libros sin autorización no es fácil. Una redada de vendedores ambulantes podría terminar atrapando a 10.000 sospechosos y llenando una cárcel, pero ¿qué se lograría con ello? ¿Y, a propósito, dónde van a meter las autoridades a tantísimo presunto criminal, cuando las prisiones en el Perú ya están desbordadas en su capacidad? Para la policía y el sistema judicial, el asunto no es prioritario ni puede serlo en el futuro. Así de simple. La CPL logró realizar el operativo por una razón muy simple, que resulta siendo la misma razón por la que no puede realizarlo cada mes: pagó por él.

            ¿Cuánto cuesta organizar un operativo nocturno en un mercadillo ilegal en el centro de Lima? Villavicencio me mostró el presupuesto, donde todo estaba contemplado al detalle: doce dólares en rotuladores (“para poner etiqueta a los paquetes de los libros que se incauten”, explicó); cien en candados (“en cada puesto que revisábamos, teníamos que romper la cerradura anterior y reemplazarla”); cinco en casetes de vídeo (“grabamos todo el operativo, por motivos legales”). La lista seguía. La CPL dejó de lado el mapa que había aportado la policía, y encargó uno propio; pagaron por cinta aislante, carpetas, pintura en aerosol, fotocopias y hasta por los chalecos que llevaron los policías durante esa noche. Tuvieron que contratar cerrajeros, comprar las bolsas donde se transportaría el material incautado, alquilar su transporte y pagar a los operarios que harían su carga y descarga. Mientras tanto, el punto más caro –el que más me saltó a la vista– fue de 1.500 soles (casi quinientos dólares), el veinte por ciento del costo de la operación. Estaba bajo el título de honorarios policiales.

            Le pregunté sobre esto a Villavicencio. Me sonrió, incómodo. Aunque quise inducirle a hacerlo, se negó a llamarlo soborno.
—Incentivos – dijo.

            Llámese como se llame, este punto es el reconocimiento de una dura verdad de la cultura local: nada se mueve sin dinero, y es materialmente imposible para un organismo como la CPL acabar con la piratería por sí sola, o aún con la ayuda de la policía, si tiene que pagarla todo el tiempo. Hay entidades de gobierno hechas para proteger la propiedad intelectual. Pasan y pasan los años sin que ellos hagan su trabajo. Si se les tiene que pagar para acabar con los libros impresos ilegalmente, por la misma lógica otra persona –los piratas, por ejemplo– les puede pagar para que no se acabe con ellos.
           
            Pregunté dónde estaban los libros.

—En un almacén del centro de Lima. Todavía los están contando.
—¿Y qué pasará con ellos?

            El destino de los libros, me explicó Villavicencio, estaba todavía en disputa: la CPL los quería destruir. El juez quería donarlos a Promolibro, un programa del gobierno con presupuestos míseros que promueve la lectura en áreas de la ciudad de escasos recursos. Dado que, desde cualquier punto de vista, la mayor parte del territorio del país podría describirse como de escasos recursos, el juez arguyó que no era ético destruir los libros, aún siendo pirateados. Para la CPL, era impensable que una entidad del gobierno pudiera hacer uso oficial de libros producidos al margen de la ley. Era el equivalente a condonar la piratería. Habían llegado a un impasse.

            Mientras tanto, los libros descansaban en un depósito. Más de un mes después del operativo, la cuenta oficial de la incautación aún no se había publicado. Villavicencio veía el peligro de esta demora. Cuanto más demorase en hacerse pública esta cuenta, más demoraban los libros en destruirse y más probable se hacía el peor de los casos.

—¿Y cuál es el peor de los casos? – pregunté.
—La mitad de lo decomisado volverá al mercado. Te lo puedo apostar – respondió.

 

4

He visto a limeños mordiendo una moneda con las muelas. Les he visto arrugar, rascar, oler y poner contra la luz un billete de papel. Todos estos son métodos idiosincráticos de distinguir el dinero verdadero del falso, y podrían existir otros más. ¿Y cuando nos damos cuenta de que nos han tomado el pelo? La mayoría de nosotros frunce el ceño, siente un latigazo de rabia y termina mezclando el billete con el dinero de verdad para colárselo a alguien más. En las provincias más remotas del Perú, donde la presencia del estado es débil, nadie sabe a ciencia cierta cómo es la moneda real. O quizá a nadie le importa. Me han dado monedas que parecían chapas de botella oxidadas y machacadas bajo un buen par de pisotones y nunca he tenido mucho problema en deshacerme de ellas. Vivimos inmersos en un mundo de falsificaciones y, lo que es peor, hemos llegado a aceptarlo. Esta es la esencia de lo que se conoce como cultura bamba. Todo limeño conoce Azángaro, aquella estrecha calle justo detrás del Palacio de Justicia que huele profundamente a tinta, donde se puede conseguir un diploma de Harvard, una licencia de funcionamiento comercial, una visa europea o un documento nacional de identidad en cuestión de minutos. ¿Cómo llegar? Hay que tomar uno de los 210.000 taxis de Lima, 70% de los cuales operan sin ninguna documentación legal. O subir a un transporte público falso, operando rutas perfectamente establecidas en vehículos pintados con la intención de verse exactamente igual que sus pares debidamente autorizados. Y en el camino, téngase cuidado de evitar locaciones de obra verdaderas o falsas. En mayo estaba dando unas clases en Lima Norte, y cada sábado tenía que pasar por la misma calle en obras donde dos hombres con casco de seguridad y chaleco naranja, blandiendo mazos y depósitos plásticos, detenían el tráfico para pedir dinero. Eran falsos trabajadores municipales, reuniendo fondos para reparar un pavimento que, muy probablemente, ellos mismos habían destruido. El conductor de mi taxi ni se inmutaba. En el cono sur de Lima, me aseguraba, él se encontraba con lo mismo pero sin nadie que trabajase, y si no les entregabas una moneda simplemente te rompían las lunas.

            Cuando era joven, viviendo en Estados Unidos, los periódicos viajes familiares de vuelta a Perú solían incluir una maleta repleta de Reeboks y Levi’s para mis primos. En una economía cerrada, devastada por la guerra, lo real era codiciado y raro. Eran los primeros días de la piratería peruana, cuando uno se podía cruzar con un par de zapatillas MIKE o un reloj CAISO. Los falsificadores jugaban con los logotipos pero siempre se les podía detectar; después de todo, estaban copiando productos de consumo que, con casi total seguridad, nunca habían visto.

            Hoy la situación es muy diferente. Los falsificadores son de los profesionales más talentosos del Perú y su impacto económico es tangible. Con cada año que pasa, la tecnología mejora y las copias se acercan más al original; tanto, que es básicamente imposible diferenciar una de otra. En plena era del PDF ya no hace falta fotocopiar un libro, aunque producir un libro legible al que no se le rompa el lomo la primera vez que se quiere abrir una página requiere de algo de experiencia, habilidad y, lo más importante, maquinaria costosa; un pirata que entrevisté calculaba que su taller, que reimprimía textos académicos en rústica de editoriales como McGraw-Hill y Prentice Hall, tenía por lo menos 30.000 dólares entre maquinaria y equipo. Se quejaba de que sus nuevos colegas en piratería, poco comprometidos con la calidad, le estaban forzando a recortar gastos.

            En otros campos, el costo de ingreso no es tan elevado: cualquiera con una CPU de 200 dólares puede empezar a piratear programas informáticos o música digital en cuestión de minutos. En estos sectores, el efecto de la falsificación ha sido catastrófico. La cadena multinacional de alquiler de vídeos Blockbuster llegó al Perú en 1995 y, durante un tiempo, mantuvo próspero su negocio. Sin embargo, en 2005 vio una caída de sus beneficios del orden del 50%, y para finales del año siguiente la empresa ya había abandonado el país. Un día encontré a un pequeño, drogado, con la nariz destilando y los ojos totalmente enrojecidos, que me dijo que estaba ahorrando para alquilar un puesto y vender DVDs pirateados. Con suerte, decía, tendría un capital luego de algunos meses. Estas son las pequeñas y concretas ilusiones que los más necesitados de nosotros pueden albergar. Era medianoche y estábamos en una calle desolada bajo la mortecina luz de un poste. Había desperdicios por todas partes y los edificios estaban en tan mal estado que uno no sabía si se iban a caer de una vez, o nunca habían sido terminados de construir. Las prostitutas patrullaban las calles. Ladrones. Este niño iba a dormir allí, soñando con sus DVDs de piratería.

            Es difícil cuantificar el impacto cultural acumulado de toda esta deshonestidad racionalizada, y tampoco está claro cómo hemos llegado hasta este punto. Para mantenerse seguro, el régimen de Fujimori se construyó sobre la base de una corrupción abrumadora: uno tras otro, periodistas, jueces, editores, empresarios, ministros y políticos de oposición fueron captados en vídeo aceptando sobornos. Fue un verdadero desfile de traficantes de poder captados estirando las manos: personajes conocidos por su soberbia y prepotencia rellenándose los bolsillos de billetes, vociferando que no tenían lugar dónde llevarse tantísimo dinero. Tal vez, como reclama Coronado, no es una coincidencia que la piratería explotase en esos años, pero no sería justo culpar de todo a Fujimori. La administración actual es, ciertamente, tan depravada y ambiciosa como cualquiera que le precedió. En diciembre de 2008, el gabinete completo del presidente Alan García renunció después de un escándalo de corrupción que incluía sobornos y la venta de licencias de explotación de gas natural en la Amazonía a empresas multinacionales. Nada muy sorprendente. García viene siendo acusado de lo mismo desde su catastrófico primer período en 1985, y el hecho de que la nación le diera a un hombre como éste una segunda oportunidad en la presidencia habla a las claras de los estándares que tiene la ética en el Perú. En Lima se llama a esto criollada. Esquivar las leyes y salirse con la suya son habilidades motivo de admiración, y la zona gris entre el bien y el mal, entre el comportamiento aceptable y el inaceptable, es amplísima y muy transitada. Para bien o para mal, este alegre código del cinismo se ha convertido en nuestra cultura popular.
Una tarde, tras unas copas, discutía sobre esto con un amigo llamado Sergio. Es escritor y editor, y me contó que nunca había sobornado a un oficial de policía. “Es que no creo en eso. Sé que no es nada de lo que me deba sentir orgulloso”, dijo, “pero en este país…”
Lo felicité sinceramente. Yo, por ejemplo, no puedo decir lo mismo.

            Pero algo había pasado. Unas semanas antes, me contó, Sergio fue detenido mientras conducía en Miraflores. El agente de policía quería un soborno y lo expresó claramente. Fue vulgar e insistente. Sergio le dijo a la cara: “No pago coima, jefe.”

            ¿Cómo reaccionó el agente?

            Sergio se rió. El agente dijo: “ya, tranquilo, no te enojes.”  ¡El acto agresivo era negarse a pagar un soborno! Y siguió: “a ver, ¿cómo podemos arreglar?”

            Se habían cambiado los papeles: el guión habitual supone al civil haciendo al agente de policía alguna variante de la misma pregunta.

            Sergio bebió un sorbo de vino haciendo un gesto de incredulidad. “Voy a corregir lo que he dicho –aclaró–… nunca he sobornado a un policía… con dinero.”

Mi amigo se vio en un aprieto. Tenía principios, pero la conversación estaba durando demasiado.

—¿Qué hiciste? – pregunté.
—Le di un libro. Tenía uno en la maletera. No creyó que era mío hasta que le mostré la foto del autor. Se quedó impresionado. Incluso se lo firmé. Y se lo llevó sólo después de que le convencí que no era pirateado – me dijo, avergonzado.

            Se oscureció el ambiente. Seguimos conversando, terminamos esa botella de vino y luego otra, tratando de decidir si la anécdota era deprimente o esperanzadora.
La edición peruana legal de mi nuevo libro de cuentos se publicó a finales de julio, con su etiqueta COMPRE ORIGINAL en la esquina superior derecha. Hice unas cuantas entrevistas, hice otras tantas presentaciones; la agitación de la feria subía y bajaba.  De repente, ya era agosto y todavía no se me había pirateado. Empecé a ponerme nervioso. Hay mucho de vanidad en esta preocupación, es verdad, pero gran parte del negocio editorial es vanidad y el mío no podía ser muy distinto. Tampoco lo podía evitar. Poco después, en la mañana del catorce de agosto, mi último día en Lima, mi editor me llama con la buena noticia. Había visto el libro en venta en San Isidro, en la esquina de la avenida Aramburú con la Vía Expresa. Yo estaba en el centro de Lima cuando me llamó, en Amazonas exactamente. Había decidido hacerle una visita final rápida antes de irme, esperando poder hablar con algunos comerciantes más, quizá hasta encontrar mi nuevo libro, pero no había tenido suerte. El tono de voz de mi editor era de felicitación. Me sentí honradamente aliviado. Pasé las pocas horas siguientes en el centro y cada vez que me topaba con un librero –cinco o seis entre media mañana y la hora de almuerzo– me detuve a preguntar.

            Nadie lo tenía.

            Pero todos podían conseguirlo.

            Para mañana, prometían.

            La tarde ya estaba avanzada cuando volví a San Isidro. La Vía Expresa es una autopista a desnivel de ocho carriles que conecta los distritos del sur de Lima con el centro histórico; a nivel de calle, arriba, dos carriles a cada lado alimentan su flujo vehicular. Los atascos son cosa común en sus estrechas salidas y entradas por lo que, naturalmente, el área está repleta de ambulantes. Unos ochocientos metros antes de llegar a Aramburú, el tráfico ya estaba detenido. Miramos a todos lados, nos detuvimos, volvimos a avanzar y nos volvimos a detener hasta que la espera fue demasiada. Decidí caminar.

            No es una zona peatonal. Para ser más precisos, los únicos que no están en un vehículo tienen algo que vender: DVDs, pilas, ventiladores, peines, cepillos, aviones a escala, macetas con plantas, esponjas. Avanzaba por el lateral de la calzada, rozando la barrera con la mano, viendo a los ambulantes filtrándose por entre el tráfico. El aire era acerbo y denso. Cada pocos metros veía una mochila atada a la barrera, dispuesta sobre el césped de la elevación al lado de la calzada. Era el inventario extra que estos vendedores podían necesitar durante el día, bolsas llenas de fruta, CDs y hasta libros, todo invisible desde la calle, oculto a la vista a menos que se conduzca muy lentamente en la autopista de abajo. Seguí andando. A cien metros de la intersección vi el primer libro pirata. Le pregunté. Meneó la cabeza. Nada.

            Pero en Aramburú había otro. Yo lo sabía. Sabía también que probablemente tenían un pacto de caballeros por el que no se quitarían los clientes entre sí, cuando uno se ocupa de la salida dirección norte y otro cubre Aramburú dirección oeste. Quizá hasta trabajaban para el mismo distribuidor. Le vi a lo lejos y reconocí la contraportada blanca de mi libro. Esperé a que el policía de tránsito diera paso y, mientras tanto, observaba al vendedor repasando la cola de automóviles en espera. Los libros colgaban de un cable de acero en cuatro filas de tres, con las carátulas a la vista. Tenía dos de aquellos cables, uno en cada brazo, y una mochila, atada a un poste donde podía verla. Tan pronto como pude, crucé la calle y le hice un gesto, señalando mi libro con el dedo.

—¿Cuánto? – grité.

      Parecía sorprendido. Lo más probable era que no vendiese a mucha gente de a pie.

—Doce soles – respondió.
—Diez.
—No te pases. Es nuevo. Acaba de salir hoy.
—Ya sé que es nuevo. Yo lo escribí – le dije.

      Me miró como se mira a un loco. Nos quedamos en la estrecha berma central mientras el tráfico de la tarde, borroso, pasaba a nuestro lado. Bajó sus libros, apoyando la estructura de cable y libros sobre su pierna. Saqué mi billetera y le mostré mi DNI. Lo cogió, inspeccionando mi nombre y la foto, mirando atrás y adelante, al DNI, al libro, a mí.

—¿Cómo te llamas? –pregunté.
—Jonathon – me dijo.
—Jonathon, me deberías dar mi libro gratis.

      Sonreía de nervios. Noté que la sola idea lo ponía muy ansioso. Era bajito, moreno y chiquillo. El cabello negro le caía sobre los ojos, y sus pantalones de mezclilla le quedaban grandes. Apoyaba todo su peso primero en una pierna y después en la otra.

—¿Sabes cuánto tiempo me tomó escribir ese libro?
—No – repuso.
—Tres años.
—No respondió.
—¿Cuántos has vendido?

      Me devolvió una mirada confusa, como tratando de adivinar qué respuesta me gustaría escuchar de él. “La gente pregunta –me dijo finalmente– pero no compra.”
Me estiró el libro y me dejó cogerlo. La imagen de portada, por la que mi editor y yo habíamos discutido durante días, era la misma, pero tenía algo raro en ella, un tinte verdoso. El tamaño del papel era diferente y hacía al libro más corto, menos ancho, más delgado. Más insustancial. Me sentó mal.

—Me estás robando – le solté.
      Era más una queja que una acusación.

      Para mi sorpresa, Jonathon asintió. “Ya sé.” Su voz era casi inaudible con el barullo de la calle. “Pero soy un niño.”

      De algún modo, fue una admisión devastadora. Me sentí pésimo. Y por lo que pude ver, Jonathon se sentía igual. Se le derrumbaron los hombros. Sus libros se apoyaban contra su pierna.

      Saqué un billete de diez.

      Sonrió.

      Por supuesto que, estando en el Perú, lo primero que hizo fue revisarlo contra la luz.

Biografía:

BIO: Daniel Alarcón es Editor Asociado de la revista peruana Etiqueta Negra, e Investigador Visitante del Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de California Berkeley. Es autor de dos libros, Guerra a luz de las velas (finalista Premio PEN/Hemingway 2006), y Radio Ciudad Perdida, una novela publicada en más de una docena de países. Ha ganado varios honores, incluyendo un Premio Whiting (2004), becas Guggenheim y Lannan (2007), y un Premio Nacional de Revistas (2008).