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índex català  noviembre-deciembre 2007 no. 61

taxi rushCuentos al garete
Melanie Taylor

 

      Eran las siete de la noche y Julián se sentía cabreado.  Su día había empezado a las siete de la mañana, cuando recogiese a una profesora que iba hasta Albrook.  Olía bien pero hablaba poco.  Intentó hacerle conversación y sólo pescó monosílabos.  Puso la radio y las luces verdes y rojas de los semáforos se confundieron con el vaivén del reggae “aquí llego la caballota, la diva, la perra,  la potra”, con su desodorante ambiental de piña, con el Divino Niño colgado en el espejo retrovisor, con el ligero tinte del cristal trasero, con la picazón que sentía en su testículo derecho.  Se rascó y por el retrovisor observó las piernas de su pasajera quien miraba distraída por la ventana.  La dejó en un colegio y la vio entremezclarse en el mar de faldas de cuadros y medias blancas, mientras contaba el dinero.  A los quince minutos, un hombre ensacado que iba al Seguro de Transístmica se subía la auto.  Olía a colonia fuerte y barata y carraspeaba constantemente.  Charlaron de fútbol y de política. De fútbol estuvieron de acuerdo, de política no.  Sospechó que el hombre era arnulfista y que sus comentarios en contra de la presidenta lo molestaron.  Decidió cambiar de tema.  A fin de cuentas él no era político y ¿para qué hacer una enemistad a las ocho y veinte de la mañana? ¿Y se va hacer unos exámenes? Noohombre,  una tipa que me debe plata y se ha estado haciendo la loca ya tres quincenas. Ayer cobró y no le paso una más. Julián asintió.  Eso de prestar dinero era siempre mal negocio.  Eran un cuarto para las nueve y paró en una fonda para tomarse un café.  Apuró el líquido negro mientras una bachata que escupía la radio le hacia mover un pie sin darse cuenta.  Se subió a su auto y de nuevo la canción esa de “la diva, la perra, la potra” lo hizo olvidarse de un par de luces rojas.  Bajó súbitamente la velocidad en una calle del Cangrejo para observar a sus anchas una pelirroja de Sedal con pantalón a la cadera, tatuaje en el cóccix, nalgas paradas y tacones coquetos.  Ella se detuvo para hablar por su celular y él se detuvo a su lado tocando la bocina de manera desesperada.  Detrás se hizo una fila de conductores exasperados que también sonaban sus bocinas.  Ella lo miró de reojo, torció la boca y le dio por completo la espalda para seguir hablando.  El arrancó haciendo rugir el motor, lo que sólo le permitió escuchar la última sílaba del hijoeputa que el auto detrás suyo le dedicaba a todo pulmón.  Le dieron ganas de orinar y se detuvo cerca de un palo de mango de un terreno baldío.  Se acercó al palo y orinó con alivio. Un tipo sospechoso le pasó como que muy cerca y hasta miró hacia atrás.  Julián le gritó maricón y le sacó el dedo, sí, el del medio.  Subió al taxi y arrancó esta vez dirigiéndose a Transístmica.  Hizo varias carreras cortas a bancos y oficinas.  A las doce lo paró una pareja que se dirigía al Ancón.  Ir a culear a esta hora- pensó con hastío- con este calor, con este tranque. Seguro es queme.  El tipo le decía cosas al oído a la mujer pero esta mantenía la cara seria y se tocaba los anteojos oscuros nerviosamente.  Ey, broder, ¿tu crees que nos podrías buscar a las una? Julián exhaló y asintió con poco entusiasmo. Salió del Ancón y se estacionó en la Gran Estación.  Utilizó la hora para llamar a un posible queme desde un teléfono público ya que en su celular no tenía minutos; se comió una chicha y una empanada de carne que le dejó los dedos grasosos y la boca llena de migajas; habló con otro taxista de llantas y arrancó a la una en punto.  Recogió a la pareja que ahora yacía letárgica en el asiento trasero, ella con la cabeza hacia atrás, él con los ojos entrecerrados.  Los dejó en el Ministerio de Salud en Avenida Perú.  Pensó en su mujer, Marta, y en la noviecita, Yasubel, y en el queme, Zabdis, en sus hijos Julián Alberto y Alberto Julián, gemelos idénticos, y en su hija Zaribeth de una relación anterior.  Decidió concentrarse en Zabdis porque era lo más novedoso y repaso mentalmente su último encuentro en un motel justo como él que acababa de dejar, y deseó con todas sus fuerzas tener dinero para llamarla y buscarla después que el novio la dejase en casa.  Se sintió excitado y metió el acelerador a fondo por lo que casi ocasiona una colisión triple.  Las mentadas de madre se estrellaron contra su vidrio y el parabrisa las lanzó al viento.  Paró justo a las dos y media de la tarde, con un sol rompe-ladrillos y un calor rompe-hígados, frente al Machetazo de Calidonia.  Subió una señora de carnes flácidas y abundantes, con las piernas marcadas por venas varicosas y de cuyos brazos asomaban negros vellos vírgenes de toda rasurada.  Tenía un bigote incipiente y el pelo blanco lo llevaba corto.  Cargaba bolsas de supermercado. Julián abrió el maletero y la señora depositó la carga.  Al subirse dijo con voz de cantalante desgastada: a Villa Rica.  Julián sintió una patada en el estómago y frenó en seco. No voy pa’ lla- dijo pegándole al timón. Movía la cabeza de manera obstinada con sus pelos en punta por el gel. Esto es una sinvergüenzura, joven. Voy a llamar a la policía. Los taxis son un servicio público.  Llame a quien quiera. ¡Yo no voy! El taxi se mantuvo estático por cinco redondos minutos.  Julián movía su cabeza de puercoespín en un no rotundo y la señora gesticulaba, manoteaba, gemía y casi lloraba pero la palanca de freno seguía inamovible.  Cansada y herida, sin policía a la vista y con curiosos al alcance de la mano, bajó y quedó sumida en una nube de blanco humo entre sus paquetes.
            Eran las tres de la tarde y ahora Julián estaba de malhumor.  “Súbete al palo encebao” lo hizo sentir un poco mejor. Recogió a unas estudiantes de la Profesional que iban para la Terminal de Albrook.  Parecían botellas de soda en efervescencia pura. Sus risas, su coquetería, la manera como cantaban “súbete al palo encebao”, el contraste de sus medias blancas con sus piernas canela y la manera como sus faldas azules se subían arriba de sus rodillas, la insinuación de sus sujetadores en sus camisas blancas, el brillo labial que hacía sus sonrisas más alegres, el rimel que sus pestañas lucían al batirse.  Julián se sentía también alegre y les decía cosas atrevidas, les preguntó si tenían novio, si tenían celular, que les iba invitar a las tres para enseñarles algo.  Luego de dejarlas en la Terminal acarreó consigo la alegría como algunos niños llevan sus loncheras. Tan alegre estaba que no sintió cuando un bus de Don Bosco le besaba ligeramente su defensa trasera.  El crujir de la lata lo despertó de su momento feliz y de una bofetada lo colocó al punto del desenfreno.  Salió del auto hecho una furia,  vociferando todas las malas palabras y todas las permutaciones de dichas malas palabras.  El conductor del bus al verlo salir del taxi decidió no bajar, trancó la puerta y se dispuso a esperar a un policía.  Era un  hombre pequeño y rechoncho con pocas ganas de complicarse.  Julián pateó la puerta del bus, golpeó su propio auto al ver con detalle el daño hecho, resopló y finalmente se tiró en su asiento exhausto.  El policía, el busero, los curiosos y los testigos se fueron a las seis de la tarde.  Los vio alejarse sabiendo que nunca vería un centavo del cabrón que lo había chocado.
            Arrancó ahora con la música desafinada de la hojalata colgando y la percusión interna del puñetazo que no pudo propinar. Eran las siete de la noche.  Deseaba llegar pronto a casa para acostarse y no saber nada más.  Rogaba que Marta no le jodiera la paciencia con quejas o celos, que hubiese comida, que los mellos no estuviesen llorando o gritando, que Yasubel no... sonó el celular.  Era la susodicha. Quería verlo cuanto antes, le susurraba tentadoramente “papi, bebé, vente, vente”.  Julián ya no tenía argumentos, se sintió tan cansado que simplemente apagó el celular y lo tiró con rabia en el asiento trasero.  Toy jodido, pensó.  Era como tener todas las ganas del mundo juntas pero estar amarrado por ataduras invisibles.  Tenía que llegar a casa y acostarse inmediatamente.  Todo su cuerpo le dolía.  Se había enrumbado por la Ascanio Villaláz, ahora  oscura y poco transitada.  Un bulto se le tiró al frente. Frenó y quedó atónito.  Una mujer con el pelo rojo naranja, un traje corto púrpura y botas negras jadeaba frente a su auto.  No pensó nada, no grito nada, es más, no sintió nada.  Sólo la miraba como quien mira un póster, un avance de un filme, una foto de periódico. ¿No podía ser real, o sí?
            La mujer, quien apretujaba unos papeles en su mano derecha, fue dando tumbos hasta una de las puertas traseras y se introdujo en el auto.  Sudaba copiosamente, y su piel blanca se tornaba rojiza en sus mejillas, en la punta de la nariz, en su escote, lágrimas humedecían todo su rostro. Finalmente luego de mucho jadear soltó un “coño” desde  el fondo del alma y Julián arrancó el taxi.  Siguió hasta la Franquipani y luego tomó a la derecha a la altura del Seguro.  La mujer empezó a hablar. Es un hijo de puta, sí, uno auténtico, de pura cepa. Ay, que ahora su mujer regresó y yo, dígame, y yooooo!!!! El yo sonó como aullido de mujer-loba. A Julián se le encresparon los vellos de su espalda pero siguió manejando mudo. Que si estaban de pelea, que ya todo se había acabado...hacerme esto a mí... El “mí” sonó a grito de soprano coloratura rodando por escaleras infinitas. La mujer tiraba las hojas al viento. ¿Ve esto? Son su gran producción, sus últimos cuentos, los que le tomaron un año y seis meses escribir, un año y seis meses en que yoooo hice de empleada, secretaria, cocinera, enfermera, contadora, editora de libros, amiga, amante...aquí se le hizo un nudo en la garganta y no pudo continuar.  Sólo dejaba escapar las hojas de sus dedos.  A Julián se le salieron las lágrimas. Iban por Calle Cincuenta. Pare. La mujer se bajó frente a Elite.  Tiró dos arrugados dólares y cerró la puerta.  Julián manejó sin voltear siquiera la cabeza hasta su casa en Tocumen.  Tomó los dos dólares tirados en el asiento y una página solitaria, lo único que quedaba de aquellos cuentos al garete. Leyó. Eran las siete de la noche y Julián estaba cabreado.  Su día había empezado a las siete de la mañana... Le agarró un doloroso ataque de risa que lo obligaba a contornearse sobre el asiento. De pronto dejó de reír, arrugó el papel y lo botó en el patio del vecino.  Entró a su casa, trancó la puerta y se tumbó como un árbol caído en el sofá.  Su mente estaba completamente en blanco y pronto sus ronquidos armonizaban con el silencio de una noche fantástica.


© Melanie Taylor 2007

Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso.

Bio: Melanie Taylor (1972, Panamá). Sus cuentos han sido publicados en la revista Maga y  varias antologías tales como Soles de Papel y Tinta (Editorial Alfaguara, 2003); Flor y Nata, antología de mujeres cuentistas panameñas (Editorial Géminis, 2004); Hasta el sol de mañana (Fundación Cultural Signos, 1998) y más recientemente una antología de cuentistas panameños (Universal Books, 2005). Obtuvo mención honorífica en el Concurso Maga de  Cuento Breve (1996) y mención honorífica en el concurso de cuentos José María Sánchez del 2002 auspiciado por la Universidad Tecnológica de Panamá. Fue la ganadora en la categoría adultos del Concurso Medio Pollito del 2006 con el cuento infantil “El Acuario”. Publicó su primer libro de cuentos titulado Tiempos Acuáticos (Colección Cuadernos Marginales) en el año 2000 y en el 2006 publica su segundo libro titulado Amables Predicciones. También en el 2006 aparece en una publicación de Abrace Editores en Uruguay y en un libro llamado Poetas y Narradores del 2005 publicado por Ediciones del Instituto de Cultura Peruana en Miami, Florida. Es músico profesional y actualmente se desempeña como docente en este campo.

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