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índex català  noviembre-deciembre 2007 no. 61

Extracto de La desaparición, consulte la reseña en este número.

imagePetersburgo
Joaquín Fortanet

 

Más allá de Petersburgo no hay nada
Andrei Biely

 

 

www.petersburgo.org: aparece en la pantalla el mapa de Petersburgo a una resolución de 720 por 456. En el mapa aparece la zona del centro de Petersburgo. La avenida Nevski cruza las islas de casas partiéndolas en un juego simétrico de calles engarzadas a edificios.

www.petersburgo.org/foto1.jpg”: así se crean los links que conectan los edificios con bloques de texto, imágenes y sonidos. Un link es simplemente una conexión de temas, un renglón seguido de otro distinto. Cuando con el puntero del ratón rozas un edificio como el Teatro Mariínski, éste se ilumina de un color fosforescente y parpadea. Con un click entras en otra zona distinta. El mapa pasa al fondo de la pantalla, casi desapareciendo, casi transparente. Entras, entonces, en otra ciudad. Abres una puerta hasta ahora hermética, y detrás hay una historia que lleva a otra. Es como navegar entre imágenes: un loco corriendo, un hipnotizador moribundo, un baile perfecto,  una sala con mil bombillas, un padre con cáncer junto a una cucaracha: uno puede transitar por las mil ciudades que se esconden tras el imperial nombre de Petersburgo con tan sólo mantener la mirada fija, muy fija, sobre la pantalla. Hasta la hipnosis.

www.petersburgo.org/hipnotizador: En los últimos decenios, el interés por los hipnotizadores ha decrecido mucho en Europa. Antes era distinto. La apoteosis de los hipnotizadores tuvo lugar en los años veinte. Interrumpida por la segunda guerra, se volvió a encumbrar en los cincuenta. Incluso tuvo una innegable repercusión en movimientos de vanguardia, como el surrealismo y el psicoanálisis. Pero el interés decreció y , poco a poco, la gente dejó de prestar atención a la hipnosis. Los hipnotizadores se refugiaron en los circos.

Con su decadencia y la entrada masiva de malabaristas de buen ver y de acróbatas de mallas ajustadas, los hipnotizadores se transformaron en algo parecido a los viejos artistas del hambre, relegados a mera reliquia de algún circo nostálgico. Es por eso que cuando le surgió la oferta, no pudo rechazarla, y algo de su viejo orgullo resucitó en su cara moribunda y durante algunos días se le pudo ver por el circo incluso sonriente. El Teatro Maríinski dejó intranquilo al hipnotizador. Como buen edificio del barroco ruso, su arquitectura  comunicaba algo furioso. Los bastidores eran rojos y opulentos. El camerino, pequeño y austero:  espejo, armario sin puertas, dos sillas, maquillaje, carteles de antiguos espectáculos, botella de vodka con un vaso limpio a sus pies y cenicero ribeteado de dorado. Se encendió un cigarrillo para tranquilizarse. También hizo uso del vodka. Repasó las actuaciones que mejor resultado le habían dado. Siempre supo qué número representar. La hipnosis sexual era la que más enfebrecía al público. Eso era lo que el hipnotizador buscaba. La fiebre del espectador. De todos los espectadores. La fascinación masiva al comprobar que un tipo delgado, de túnica amarillenta y ojos de sapo penetrantes podía llegar a dominar, tan sólo con la cadencia de su voz, a cualquiera. Y aquí había un miedo atávico, decía el hipnotizador al contar sus viejas historias, un miedo ancestral que la hipnosis despertaba. Se le antojaba que era como la fascinación de la víctima frente al asesino. Y algo de eso había: un potlach primitivo y brutal. El número sexual atraía más a la gente. Porque se trataba de algo más básico y primitivo. Porque lograba que, mediante la sugestión, se descubriese el estrato más profundo de una burguesía que –en aquellos tiempos dorados– pagaba lo que fuese por sentir. Pero de eso hacía mucho tiempo. Y había estado demasiados años relegado a números infames, demasiado cortos, en los que por seguridad (pues la hipnosis requiere un estado de ánimo, una dilatación del tiempo y un silencio absoluto que no se suele dar en los circos) el supuesto hipnotizado era un actor que sabía perfectamente cómo comportarse. A pesar de ello, su nombre todavía era grande. Prueba de ello ha sido la llamada petersburguesa, ciudad en la que el arte de la hipnosis todavía se aprecia. Los motivos exactos no los comprende. Pero no puede ahora el hipnotizador preguntarse por causas, concentrado como está en espiarse la  mirada que le devuelve el espejo de maquillaje. Tiene los ojos hundidos. Los glóbulos salientes como dos burbujas hinchadas. La cara marcada por la delgadez. Afuera, se comienzan a oír voces en ruso. La ciudad apenas la ha visto. Por culpa de un retraso del viejo bimotor  de la Aeroflot, ha llegado al aeropuerto de Pulkovo tarde y ha tenido que coger un taxi y cruzar Petersburgo a un ritmo frenético. Ha parado en la puerta del Mariínski y ahora está en el camerino que le han señalado con prisa, un poco molestos por su tardanza. Otro trago de vodka para templar el frío que por primera vez cala en los huesos. Deja el espejo y mira la botella de vodka. Hace demasiado tiempo que no hipnotiza a nadie. Dentro de unos momentos va a obligar a una mujer a quitarse las medias frente a ochocientas personas tan sólo para provocar la fascinación masiva. Se mira de nuevo en el espejo. Está viejo. La piel caída, flácida. El cabello blanco. Se pone la túnica amarillenta: un fetiche. Piensa en una frase que leyó: cuando uno está viejo, los miedos le buscan las vueltas. Y siente que, por primera vez, tiene miedo de salir a escena. Ahora, cuando podría volver a encumbrarse como el artista que siempre fue, cuando podría decirse en voz alta, solo y en la oscuridad, ‘estoy aquí de nuevo’, precisamente ahora, siente un pánico total que relaciona con la fachada del Teatro. Piedras agarradas entre sí, pensadas para formar un edificio en cuyo vientre casi mil personas quedan inmovilizadas ante un arte ancestral que ya no se enseña, que ya casi no existe, que ya no importa. Está pálido y asustado. Llaman a la puerta. Dos minutos. No conoce el interior del teatro. No ha visto ni siquiera, como solía, las caras de sus víctimas. Se levanta. Le tiemblan las piernas pero todavía anda y todavía siente la arrogancia de los viejos tiempos y se encuentra con los hombres del teatro que le llevan hasta los bastidores. Respira hondo, cierra los ojos, recuerda en relámpago el delicado arte de la hipnosis y abre la puerta como un desconocido que encuentra una ciudad completamente extraña.

www.petersburgo.org/desconocida: El desconocido abre la puerta y encuentra una ciudad completamente extraña. Viene de la Avenida Nevski corriendo entre un remolino de caras pálidas y abrigos con bufanda. Ha robado el busto de Dostoievsky y se lo ha metido en el maletín. Cierto que al principio había pensado que era demasiado grande, pero ahora está aquí dentro (lo toca, acaricia la piel de cuero negro del maletín gigantesco). Solamente espera que nadie lo haya seguido. Su aspecto no llama la atención. Capote negro, cara tabacosa, bigote cincelado a lo Trotski, un poco demodé en conjunto, pero cumple el objetivo de pasar inadvertido. Se sienta en el sofá del comedor. La entrada da a un comedor mínimo y claustrofóbico. No es lo que esperaba. Le habían dado la llave número trece del hotel K... El desconocido nunca había pisado un hotel ruso, menos todavía Peterburgués, por eso nada más entrar se siente en una ciudad extraña: las costuras de las fundas de los sofás, los ovillos de lana que hacen filigranas en los manteles, los brocados, el hedor a humedad agarrado a las paredes. Se abre la puerta de golpe. El desconocido se levanta y mira a la desconocida que ha entrado. Rubia, pecosa, deliciosa, fuerte.
–¿Lo tienes?
– Sí.
–Tira el maletín en el sofá, con cuidado.
El desconocido tira el maletín. La desconocida abre el maletín y aparece la relojería palpitante de una bomba artesanal.
–Perfecto
El desconocido mira la bomba con los ojos creciendo hasta que le lloran.
–¿Dónde está el busto?
–¿El qué? –y la desconocida sospecha de la actitud del desconocido y mira fijamente su bigote trotskista. Saca la Parabellum 9mm. Y le apunta en el pecho.
–¿Qué hace usted?
–¿Quién es usted?
–Quedamos en no decirnos nombres. Por Dios, baje la pistola.
–No me fío de usted. Por qué ha dicho eso.
–¿El qué?
–Dónde está el busto. ¿Lleva micrófonos? ¡No baje las manos!

El desconocido levanta las manos mientras la desconocida le cachea. No comprende, dice, si al menos no estuviese en una ciudad desconocida. Pero es que él había robado el busto de Dostoievsky y lo había traído hasta aquí, hasta el hotel K, habitación 111. La desconocida comprueba la bomba y se tranquiliza. Mira al desconocido y siente que no es peligroso, que quizá haya sido todo un plan de la organización para que, sin saberlo, traiga la bomba hasta aquí. Baja la pistola.
–Debes volver a Barcelona, en el sobre que está sobre la cama tienes tu dinero– dice la desconocida mientras se quita el abrigo y comienza a desanudarse las medias. La desconocida se convierte en una pierna semidesnuda alzada sobre un sofá. El desconocido mira obsesivamente la pierna. Le da por pensar que la pierna se está desperezando a medida que se libera de las medias, y una fuerza ajena le hace avanzar la mano.  El desconocido pone la mano izquierda en el muslo descubierto de la desconocida. Ella no se inmuta y continúa el ritual de la media sin apartar la vista del maletín. Finalmente los desconocidos caen sobre la cama entrelazados.
A la mañana siguiente la desconocida rompe un espejo con el maletín vacío. Tras el ataque de histeria, se sienta sola y reposada en la cama. Y llora a pausas regulares sabiendo ahora que está perdida, que no puede pedir ayuda a ningún amigo que viva en San Petersburgo.

www.petersburgo.org/condena:
–Ése amigo tuyo que vive en San Petersburgo no existe –dijo el padre montando en cólera mientras la aorta se le desbordaba como el cauce de un río–. No tienes ningún amigo en San Petersburgo. Siempre has sido un farsante, ¿cómo podrías tener realmente un amigo allá? Eso es imposible.
–Haz un esfuerzo por recordar –dijo mientras se armaba de paciencia y miraba a su padre moribundo–, nos visitó hace unos tres años. Todavía recuerdo que le caíste bien. Si lo piensas un poco, podrás recordarlo. Él nos contaba las historias más increíbles sobre la revolución rusa. Había visto cómo en Kiev un sacerdote ortodoxo sacó un cuchillo y se hizo una cruz en la mano, y luego con la mano ensangrentada habló a la multitud. Tú mismo me has contado la historia varias veces.
–¡Farsante! –el padre se desgañitaba añorando la fuerza física de otros tiempos, para aplastarle la cabeza a su hijo–. Siempre has sido un farsante, y ahora, desde que conociste a esa mujer, zorra vulgar y estúpida, solamente quieres sacarme el dinero con la excusa de ese amigo  imaginario, ¡farsante!, ¡cucaracha!
–No entiendo como puedo soportarle –dijo la tarde antes de discutir con su padre– está senil, siempre lo estuvo. Es un déspota. No soporta a Loise, no acepta que me enamore de una mujer viuda con un hijo. Nos hace la vida imposible. Escúchame. El otro día me llamó cucaracha. ¡Cucaracha! Y todo porque mi amigo de San Petersburgo, ¿te acuerdas de él?, creo que nunca lo viste, pero espera, te he hablado de él, fue él quien me contó esa historia de la pobre revolucionaria rusa que fue traicionada por alguien de dentro, pues él me pidió dinero que necesitaba urgentemente por algún apuro en los negocios (sabes que por allí, ahora, las cosas no marchan muy bien), y yo se lo tengo que pedir a mi padre. De todos modos, le quedan unos días de vida y yo voy a disponer del dinero, pero el tirano no querrá darme un céntimo.
Se quedó bebiendo y se tranquilizó. Volvió a casa. Comenzó la discusión con su padre. El padre decía que le querían sacar todo su dinero, que siempre había sido una ladilla, un insecto, un parásito. El hijo explotó. Demasiado tiempo bajo su imperio. Se quedó allí plantado, mirándole a los ojos, con verdadera furia. El padre enmudeció. Pero sólo el tiempo necesario para tomar aliento e incorporarse.
–Qué haces ahí plantado como un papagayo.
–Vengo a contarte toda la verdad sobre mi amigo de Petersburgo.
–¡Ah!, bastardo, por fin confiesas.
El hijo se sentó a su lado y pensó, equivocadamente, que iría moldeando, poco a poco, la historia de cómo conoció a su amigo de San Petersburgo.

www.peterburgo.org/amigo: Si dijera que conocí a mi amigo de Petersburgo una tarde en la Facultad, si dijera que, poco después, jugando a bolos, me dijo que le encantaban Pushkin, Gogol y Biely, si dijera que después de eso comenzamos a salir por las noches agarrándonos a los bares, y que allí borrachos y tambaleantes de vez en cuando nos entendíamos a través de algunas casualidades que nos habían ocurrido, si dijera todo esto estaría aceptando que la historia de uno es una línea recta y absurda. Y es que mi amigo se convirtió en peterburgués mucho después. Dice Kafka que, cuando estuvo en Trieste un catorce de febrero, se dio cuenta de que en esa ciudad había un ángel de bronce que acababa con la vida de los viajeros procedentes del norte; y entonces Kafka quiso marcharse con todas sus fuerzas. Esto puede explicar mejor que nada porqué mi amigo de Petersburgo se marchó a Petersburgo justo cuando mejor le iban las cosas, aquí, en Barcelona.
Mi amigo, que entonces todavía no era petersburgués, salió de casa –cuenta él– completamente despeinado y con esa cara de demente que hace que las mujeres de las que él se enamora cambien de acera asustadas. Ese buen día se dio cuenta, como Kafka en Trieste, de que en esta ciudad del sur de Europa había algo capaz de acabar con la vida de los viajeros del norte. Y supo entonces, mientras pedía el periódico en un kiosco y una alegría inquietante le poseía al leer el nombre de la última Mis Universo –Oxana Fedorova– , supo entonces que era un viajero del norte y que estaba en peligro.
Resolvió marcharse a Petersburgo y así me lo hizo saber. Su padre tenía un Skoda blanco y decadente. Y con él y todo el dinero ahorrado en su trabajo como guía turístico, puso dirección a Petersburgo. Lo que ocurrió después solamente lo pude saber de manera diferida. Llegó a Rusia al cabo de dos semanas de viaje apocalíptico, en el cual tuvo, según cuenta, dos experiencias de muerte. La primera, en una cuneta, justo cruzando Portbou, a un kilómetro de Conlliure. La segunda, ocurrió en una taberna de Praga llamada Sport. Allí encontró a un hombre delgado y amedrentado, con las orejas ridículas y la ropa de abrigo gastada. Parecía un funcionario, y a algo le recordó, pues se acercó y comenzó a hablar con él en perfecto catalán. El hombre grisáceo levantó un maletín y sonrió.

Entonces le rodearon un grupo de hombres también de tono grisáceo. Todos afeitados pulcramente, con la ropa demasiado estrecha y gastada. Con gestos y un inglés pésimo le hicieron entender que lo invitaban a beber en un reservado, que los extranjeros les complacían. El reservado era una habitación pequeña, unos cinco metros cuadrados, dos sofás, una mesa, varias sillas. Encima de la mesa algunas jarras de cerveza y varios vasos. Nunca ha soportado bien la bebida, y al cabo de un par de horas, completamente borracho, mi amigo caminaba por las calles de Praga –estrechas hasta permitir tan sólo el paso de dos personas– : algunas calles morían en edificios lúgubres y enormes, otras en riachuelos de asfalto que se perdían por avenidas más anchas.
Miraba a los hombres en todo momento, veía como lo seguían, como musitaban palabras en checo; y finalmente, presa de un ataque de pánico, salió corriendo en dirección a su Skoda. Sintió el aliento del ángel de bronce en su nuca y se largó lo más rápido posible a Petersburgo. Allí llegó con los nervios a punto de partirse. A un par de kilómetros de la entrada a la ciudad el coche dejó de funcionar. Y entró a pie a Petersburgo, sintiendo que una luz helada se le colaba entre las costillas con la misma soltura con la que se abre una ventana. Las dos experiencias de muerte sufridas durante el viaje le habían dejado tocado, y el clima de Petersburgo no ayudaba. Fría como un tubo de hielo verde, hermosa como un farolillo encendiéndose en mitad de la noche en un barrio miserable, ejecutada sobre un lecho de fango y cadáveres, la ciudad de Petersburgo recuerda una escena de Bertolucci: al final de un fantasmagórico edificio de mármol hay una mesa rectangular elevada: sobre la mesa un ministro viola a una prostituta que se deja hacer casi riendo: y mientras tanto, alguien mira escondido tras una cortina.

www.petersburgo.org/amigo: A lo largo de la Nevski fue, mi amigo, cruzando los puentes de los ríos Fontanca y Morca, y del canal de Griboedor, para desembocar en la inmensa plaza del palacio junto al Ermitage. Desde allí podía ver el río Neva, que esperaba verde y profundo.  Pero el Neva estaba congelado y parecía una autopista de vodka helado. Con esta primera frustración a cuestas, con el frío calándole los huesos más escondidos, mi amigo petersburgués se fue hacia la avenida Nevski, sin duda esperando encontrar una rusa hermosa, a la que poder seguir hasta su casa. Pero la Nevski estaba prácticamente vacía. Solamente un fuerte viento glaciar rociaba a los pocos transeúntes que se atrevían en pleno febrero  a pasear. Por los mil puentes con los que la Nevski Prospect llega al Neva mi amigo andaba observando el hielo, sin nada concreto que hacer. Su estado debía ser patético: dos semanas de viaje, histerismo, ansiedad, una ciudad extraña, el pelo alborotado, esa cara que traen los viajeros perdidos y casi congelados. No puedo saber qué conexiones neuronales le despertaron la visión de los mil puentes como redes de araña de la Nevski, el Neva helado como un presagio de parálisis, la poca gente que caminaba enfundada en sus abrigos gruesos, los bigotes a lo Stalin, las caras enrojecidas y abultadas por la temperatura. Quizás mi amigo no estuviese tan perdido como aquí parece. Quizás encontrara una pensión agradable y paseara por la ciudad para habituarse. Pero los hechos que después ocurrieron, aquella nariz que me envió por correo en un paquete oscuro que me hizo dar un grito a lo Kim Novak y el resto de cosas de las que me enteré después, todo eso hace indicar que los primeros signos de locura se manifestaron, ya claramente, nada más entrar a la ciudad.
A partir de aquí sóo puedo ceñirme a los hechos. He sabido por los periódicos on-line petersburgueses (el pravda.ru y el ruskijournal.ru) que los días 15, 16 y 17 de febrero se encadenaron una serie de actos absurdos protagonizados por mi amigo. El primero fue el estupro de una joven anoréxica frente al busto de Dostoievski, sin que nadie (en plena avenida Nevski) hiciera nada. Tras esto, y confirmada la nacionalidad española del violador por algunos gritos y expresiones castizas, siguió el hurto de nada menos que ciento siete abrigos a lo largo de todo el barrio que rodea el Neva. Los abrigos fueron encontrados tirados sobre el hielo del río, inservibles.
Por último, el día 17, mi amigo fue acusado de intento de homicidio. Aunque esto no es exacto y nunca fue juzgado, lo cierto es que rebanó la nariz de un panadero. Y me la envió por correo urgente con una nota. En la nota, tan sólo decía: ‘He encontrado la nariz. Tengo los capotes. He conocido Rusia bíblicamente. Sólo me queda una cosa: desaparecer’. Finalmente, desapareció. Pero no de la manera que yo esperaba. Su locura es la única explicación que alcanzo para dar sentido a lo que me contó por teléfono unos días después, el 24 de febrero. Aquel día, el móvil sonó de madrugada. Escuché su voz y me lo contó. Me contó cómo había conseguido, mediante una serie de ritos e iniciaciones, entrar en la comunidad de las sombras. Que había pasado la prueba. Que había conseguido hacerse invitar a una fiesta de disfraces tecno-dance en la sala Gktiabrsky que organizaba la UNESCO en conmemoración a los 300 años de Petersburgo. Allí cientos de personas bailaban. Una tranquila música tecno lo inundaba todo. De las paredes colgaban pantallas con imágenes evanescentes. Las arañas de cristal reflejaban los neones frenéticos. Era una estampa perfecta. El tecno hacía girar los cuerpos disfrazados de animales, demonios, vegetales, armas, ángeles, paisajes. Parecía una máquina perfecta que funcionaba eléctricamente. En ese momento, mi amigo petersburgués iba disfrazado de sombra. Había allí una decena de sombras que, justo cuando el DJ cambiaba radicalmente el ritmo de la música y el sintetizador empezaba a martillear los oídos, comenzaron un baile particular. Se acercaron a los cuerpos del resto de asistentes, primero poco a poco, después violentamente. Una sombra desgarró la garganta de una dama con una navaja. Todas se unieron. Los petersburgueses morían despedazados. Las sombras desgarraban  los cuerpos mutilados. Y todo era un baile sangrante, me dijo por teléfono, un baile perfecto y sangrante. Por fin podré desaparecer, me dijo, y si no das crédito a lo que cuento (necesito un testigo y te he escogido a ti), mira los próximos días en el correo. Me explicó lo de la nariz, que después pude ver con mis propios ojos, y, finalmente, me dijo –mientras la voz se le iba adelgazando como un hilo de cobre– que yo siempre tendría un amigo en esa ciudad fantasma que es San Petersburgo.

www.petersburgo.org/condena:
–Mi amigo desaparecido en San Petersburgo no es un fantasma –le dijo a su padre moribundo–. Por algo te he hablado tanto de él. Incluso tengo su dirección. Pensaba enviarle una carta anunciándole mi compromiso.

–Cucaracha. Casarte con esa furcia. Sucio desagradecido. Me avergüenzo de haber concebido un desastre como tú. Epipteloide. Gusano. Tu amigo de Petersburgo es nadie. ¿Acaso crees que esas cartas que te llegan de Rusia te las manda tu amigo? ¡ja!
–¿Y qué crees tú? ¿Todavía estás en tu sano juicio? –gritó histérico–.  ¿Crees que me las envío yo, viejo moribundo? No eres más que un muerto que habla, estás muerto y quieres que todo lo esté. Eres miserable.
–¡Ja!, por fin, por fin me has insultado. Han hecho falta cuarenta años para que me levantases la voz. Ahora podemos hablar de hombre a hombre. Siéntate, desgraciado. Te voy a explicar algo. Te lo mereces por insultarme. Esto será como mi testamento. Escucha. Un amigo se construye como una ciudad. Letra a letra. Sin demasiado cuidado, dejando que la cosa surja. Así construí yo a tu amigo. Yo soy quien te escribe las cartas. Yo soy tu amigo de Petersburgo, el que nunca ha existido.
–Estás ya delirando padre. Tranquilízate y duerme. Estarás mejor.
–No me estás escuchando, imbécil. Lo que te estoy diciendo es que escribí todas esas cartas. Incluso las que tienes guardadas, en las que tu amigo alaba tus poemas y tu sensibilidad, incluso las que hablan de lo déspota que soy contigo, y de lo que deberías hacer para enfrentarte a mí, para decirme que no quieres seguir con el negocio. ¿Te das cuenta imbécil?
Se lo quedó mirando sin saber qué hacer. Seguramente, su padre había leído todas esas cartas. No tenía dudas. Quiso destrozarlo a golpes.
–Así que me miras con rabia. Bien. ¿Quieres pegarme? Bien. Hazlo. Enséñame que podrás pegar a esa furcia cuando se meta en la cama con cualquier otro que no tenga tu nariz de ganso. Hazlo y demuéstrame quién eres. Destroza a tu padre moribundo. ¡Venga!
–Déjalo estar, padre. Ya no puedes hacerme daño. Por muy mal que te lo tomes, mi amigo ha estado, está y siempre estará en Petersburgo. Y es, en estos momentos, más real que tú. Ya no eres más que un viejo con las entrañas podridas por el cáncer.
Hubo una pausa de unos minutos. El padre giró la cabeza hasta la ventana. Desde allí se podían ver los balcones de los edificios y un trozo de calle. Había poca gente. Un viejo extremadamente delgado. Un hombre fumando, con un maletín. Una mujer que parecía desconsolada. Un padre hablando con su hijo.
–Lo que todavía no comprendes, porque ¿verdad que no lo comprendes?, es porqué he escrito todas esas cartas para tí. Sé que no lo vas a preguntar, no puedes aceptarlo. No puedes aceptar que tu amigo no existe, que tu mujer es una zorra, que no eres nada más que mi sombra. Una sombra sin hijos, esperando entrar en la oficina, sales, tu mujer no está en casa, esperas la carta de tu amigo, tu amigo ha muerto, dentro de poco, epipteloide, dentro de poco. Paró de hablar. Respiraba ahogándose. Se puso rojo y tosió. Parecía agotado. Se tumbó de nuevo sobre la almohada. Y continuó hablando.
–Mira –y en sus palabras había una calma aterradora–, cuando yo muera no habrá más cartas. Nunca sabrás nada más de tu amigo. No habrá más historia.
Esto fue lo último que dijo. Tosió desesperado, comenzaron los estertores, y murió allí mismo. El hijo miró el cadáver. La condena. Deseó desaparecer.

www.peterburgo.org/desconocida: La desconocida se escurre aterrada entre las calles como si quisiera desaparecer tras cada esquina.  El error que ha cometido no se lo perdonará la mafia peterburguesa. Y lo peor es que no hay rincón de Petersburgo que no esté, en mayor o menor medida, controlado. La desconocida no conoce demasiado bien los engranajes ni los métodos de la mafia. Lo justo como para no ser peligrosa y tener miedo. Así que va de esquina a esquina, silenciosa,  buscando las zonas menos iluminadas. Mueve rápido los pies pero sin llamar la atención. Gafas oscuras en plena noche y la bufanda cubriéndole los labios.
Esta ciudad es un mal lugar para perderse entre la multitud. La avenida Nevski sería un buen plan, quizás. Pero llegar hasta ella supone atravesar zonas peligrosas. Cruzar la Sennaya, coger la línea azul del metro de la estación Gorvoskaya hasta la Nevsky Prospect, y una vez allí caminar temiendo que ese desconocido de bigote saque una parabellum justo cuando te rebasa. Si algo había aprendido en todos estos años era a asumir los errores. Tendría que llevar esto hasta el final y no arrepentirse. Además, era tan hermoso aquel desconocido. Pero basta. Ahora tiene que cruzar una zona peligrosa. El Moskovsko. Desde allí llegará al Palacio de Invierno y esperará frente a su fachada. Todavía tiene contactos. Y quizás la puedan sacar de Rusia. El batir de alas del camión de la basura la asusta. Salta a un lado y saca su parabellum apuntando a ciegas. Los basureros, colgados del camión, se esconden y gritan y salen corriendo. La desconocida maldice en voz alta. Ha firmado su sentencia de muerte. Sigue por Petrosgraskaya hasta el palacio de Invierno, que ve a lo lejos, levantándose entre las calles como un gigante enjoyado, abombando el cielo. Llega a la puerta principal y con un cigarro disimula la espera. Cinco minutos. Su contacto no ha fallado. Llega con sombrero y gafas oscuras. Sin decir nada, los dos desconocidos caminan muy juntos y entran en un bar turístico todavía abierto.
–No tengo tiempo. Vamos al grano. La has jodido. Solamente tienes una posibilidad. Dentro de media hora sale un tren hacia París-Austerlitz. Toma. Es un billete de coche cama. Aquí tienes un pasaporte y el permiso de salida. Es peligroso. Si te encuentran en el tren, estás muerta. Pero debes intentarlo. Aquí también lo estás. Vete. Tienes el tiempo justo.
La desconocida mira los papeles como si fueran un álbum de fotos familiares. Dirige una sonrisa forzada al desconocido y fija la mirada en una pareja de ingleses: el hombre apoya la cabeza en el hombro de ella.

La desconocida aprieta el paso hasta la estación Vitevski. Son un par de manzanas. Quedan veinticinco minutos para la salida del tren. Al dejar los rublos sobre la mesa se ha dado cuenta de que le tiemblan las manos.
Ahora el tiempo acecha. Anda casi corriendo, cruzando las manzanas rapidísmo, tanto que parece que todas son la misma, y todos los barrios el mismo, y que todos ellos forman una ciudad que se repite, un círculo sólido del que no se puede salir: en el que todo lo que pasa, ya ha ocurrido. Como un silogismo. Mira constantemente hacia detrás, presintiendo en cada extraño el bulto mortal bajo el abrigo, la expresión de dureza y de barba afilada que traen todos los que se dedican a hacer desaparecer. No estaría tan mal desaparecer, perderse en lo continuo. Y se para en mitad de un paso de cebra hasta que un claxon suena como un tiro entre los ojos y el corazón pasa a bombear a doscientas pulsaciones y la sangre se le apelotona en las sienes, y después corre. Corre hasta que el aliento se le escapa y se agarra las rodillas con las manos, abriendo la boca al máximo. Diez minutos. La estación no se ve, y un niño diría que se ha evaporado en el frío. Echa a andar hacia donde debería estar la estación. Confunde las calles y todas le parecen la misma línea recta y absurda hacia ninguna parte. Ya no se escuchan pasos detrás, ni el tictaquear del reloj, ni siquiera el aliento en la nuca que le había atormentado desde esta mañana. Solamente camina, camina en reverencial silencio perdiéndose en una ciudad que es una calle eterna, sin cruces ni aceras ni tráfico ni luces ni ruido. Ni siquiera los solemnes edificios que deberían poblar los lados de la Zagorodny Prospect existen. Solamente el simulacro de asfalto que la desconocida recorre rompiéndose un tacón, casi cayendo al suelo, exhausta. Hasta que con un grito fílmico se para en mitad de la calle. Mira el cielo combado. Y rompe a llorar largamente sabiendo que ya está muerta incluso antes de que el Dodge negro y alargado aminore la velocidad y la cosa a tiros.

www.petersburgo.org/hipnotizador: Queridos petersburgueses –dice el hipnotizador mientras es ametrallado por las ochocientas miradas del teatro Mariínski– sin duda el arte de la hipnosis ha quedado hoy en manos de licenciados en economía, de trapecistas del márketing y de publicistas televisivos. Quiero hablarles, no de todos esos espectáculos imbéciles y europeos. Pero antes de comenzar la hipnosis, quiero hablarles de ese arte noble que se ha enseñado de maestros a discípulos durante siglos –avanza un paso y la túnica amarilla le baila con el aire–, quiero hablarles de ese arte ancestral que logrará que dejen de mirarme con esos ojos telescópicos. Soy viejo y estoy cansado, como podrán ustedes comprobar, pero todavía puedo llevarles a regiones nunca vistas, regiones que romperán las cadenas de sus trajes, sus tarjetas de crédito, sus funcionariados. Puede que rechacen lo que van a ver, que busquen explicaciones, que se marchen dejándome con la palabra en la boca. Aún así, lo que seguirá siendo cierto es que soy el último hipnotizador, y éste será, probablemente, mi último espectáculo. Van a presenciar algo único: la despedida de un arte en desaparición. El momento en que se desintegra algo que se ha transmitido durante años de la manera más noble, casi en silencio. Hace un momento estaba ente bastidores, antes en el camerino, antes en el asiento trasero de un taxi recorriendo como un relámpago las calles de esta ciudad, arañando las fachadas de los edificios, sus colores llameantes y las caras de la gente. Todo se mezclaba en la ventanilla del taxi, y parecía una masa de líneas rápidas e hipnotizantes. Ahora entiendo por qué aquí, en esta ciudad, la hipnosis todavía existe. Y, por esto mismo, en el camerino, cuando escuchaba el ruso de los empleados del teatro, me he dado cuenta de que tengo poco que ofrecerles. Quizás muy poco: otros han hecho ya mi trabajo. Tenía preparado un número sencillo, efectivo: se trataba de hacer que una joven petersburguesa se quitara las medias delante de todos ustedes. Pero como hoy se despide un arte ancestral en este escenario, y en esta ciudad ya lo saben todo acerca de la sugestión, he decidido celebrar un funeral. Un funeral hermoso, alegre, como decíamos en el circo, a lo grande. Se dice que, hace siglos, los más grandes maestros hipnotizadores podían hipnotizar a un gran número de personas a la vez. Hoy que muere este arte, quiero repetir la proeza. Sudaba, se movían los ojos a lo largo de las filas pobladas de bultos vestidos y sonrojados, gestos arrogantes, manos entrelazadas, miradas curiosas. Voy a llevar a cabo algo así como una hipnosis general. Y, créanme, si en algún lugar se puede hacer, es en éste. Nada más han entrado en el teatro y me han visto, la ciudad de afuera se ha desvanecido. Al escuchar mi voz, han dejado de prestar atención a la historia que su acompañante les susurraba. Por eso es el momento más adecuado para intentar llevar a cabo la hipnosis. No será una hipnosis convencional, como quizás ustedes suponen. No dejarán de ser conscientes en ningún momento, no habrá magia, ni siquiera les ordenaré acciones absurdas. Al contrario, lo único que me queda por hacer es volverlos conscientes de sus propias entrañas, de qué hay bajo el suelo que pisan. Sé que parezco un viejo horriblemente cansado. Tan cansado que podría morir aquí mismo. Tengo ochenta años. Demasiados años para haber seguido el ritmo del circo, al que me había acostumbrado con resignación. Así que, cuando acabe la hipnosis, caeré en redondo. Pero antes quisiera preparar un poco más el terreno. Hacerles ver qué clase de ciudad habitan. Y que clase de ciudad han construido. Miren directamente a mis ojos, observen la cadencia de las manos, oigan el ritmo de mi voz, una voz casi silenciosa, imaginen una fachada como la de la Iglesia de la Sangre Derramada, que ustedes tantas veces han visto, recorran en silencio las arquivoltas, los cimborrios, las agujas de hierro que sobresalen como espadas clavadas, sus colores histéricos, piensen en las líneas rectas de sus calles vistas desde el vértigo de las alturas como si todas fuesen una repetición de la misma, visualicen las entrañas de esas calles, los cadáveres estratificados, esa luz que se parece a la de este teatro y que hace que todo parezca un universo falso. Fijen todo esto en su mente.
Y, cuando acabe la hipnosis, y se pregunten si el viejo que acaba de desaparecer en el escenario fue el culpable de esa obsesión que les atormenta, no se molesten.
No se molesten en buscar respuesta alguna.
Yo no me molesto en despedirme.

www.petersburgo.org: El puntero del ratón camina hacia el comando Delete: are you sure: yes. Brilla la pantalla. Un ruido sordo y mecánico comienza como si nunca fuese a cesar. Unos escasos minutos y mil imágenes se borran de la memoria. Así de sencillo. Todo se acaba. Emanación, locos, viejos, padres, identidades, Kafka, eterno retorno, muertes, frío, simetría, verdes, rojos, Biely, calles, condena, Vitevski, formas, teatros, bares, lógica difusa, narices, pistolas, Gogol, el metro, el aeropuerto, el público, iglesias, conexiones, fantasmagorías, links, Dostoievski, palabras entrecruzándose, textos, poemas escondiéndose, sofismas, jinetes de bronce con túnica amarilla, fetiches, Trieste, Neva, agnosis, Nevski, Oxana, síntesis, Praga, Zagorodny,  Moskovsko, desconocidos, el ruido de un móvil, un baile, ausencia, la Unesco, Gorvoskaya, desfundamentación, un Dodge flotando, corbatas, bigotes, correos, periódicos, constelación, hipnosis, potlach, cadáveres, hielo:  San Petersburgo.

 

© Joaquín Fortanet 2007

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Joaquín Fortanet Joaquín Fortanet (Castellón), 1978 es autor de la novela La desaparición (Dilema, Madrid, 2007), de la que éste relato forma parte de un modo extraño. Ha colaborado en revistas como Lateral, El Crítico, Code, Astrolabio y Sorry I’m a Lady. Ha estudiado Filosofía y ha impartido clases en la Escuela de Letras de Barcelona.

 

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tbr noviembre-deciembre 2007 no. 61

f i c c i ó n

Joaquín Fortanet: Petersburgo
Jeremías Gamboa: Un responso por el cine Colón
Melanie Taylor: Cuentos al garete

n o t a   d e  a c t u a l i d a d

En voz bien alta
Una antología de las poetas de los 50 y los 70


p o e s í a

Renée Vivien, una pasión

r e s e ñ a s

El día de los inocentes Josip Novakovich
La desaparición Joaquín Fortanet
Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero Álvaro Mutis

s e c c i o n e s   f i j a s

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