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índex català  noviembre-deciembre 2007 no. 61

cineUn responso por el cine Colón
Jeremías Gamboa

 

    Felipe Castrejón nunca me pudo vender una sola nota para la revista en la que ambos trabajamos hace ya varios años, un quincenario raquítico con muy malos reportajes que cerrábamos a duras penas durante las madrugadas de un verano pegajoso allá por los años noventa en Lima. Desde que llegó a la redacción con un cuaderno deshilvanado en el que se apretaban más de treinta ideas para crónicas, cada cual más inverosímil que la otra —recuerdo una sobre payasos jubilados y otra acerca de las penurias de los papanoeles bajo el sol calcinante de Lima en diciembre— y me leyó todas de un modo agitado, nervioso, como si en ello se le fuera la vida, no pude evitar cogerle una forma de cariño. Bastaba ver su desaliño, el desorden que lo rodeaba y escucharlo luego hablar de periodismo con el entusiasmo de un adolescente para no dar un centavo por él. Sin embargo, a Castrejón se le veía un tipo con ganas y se notaba a leguas que necesitaba el trabajo como ninguno de nosotros; escribir sobre lo que fuera, cobrar lo que hubiera. Le dije entonces que escogiera dos de esos temas, los mejores, y que los ofreciera en la reunión que teníamos cada dos martes con otros redactores y colaboradores. Dos buenos temas bastaban.
            Digo que Castrejón nunca me vendió una nota y me doy cuenta de que miento. Ningún tema de ninguna nota suya me convenció, pero la verdad es que le acepté varios, de mala gana, porque casi nunca tenía buenas ideas o alternativas con las cuales revertir las suyas, y siempre me arrepentía a los pocos minutos de haberle dicho que sí. Todas las propuestas que me ofrecía como reportajes insólitos resultaban siempre sobre el papel variaciones del mismo relato esperpéntico acerca de una única ciudad poblada exclusivamente por locos feroces y proyectos absurdos. Sus textos nunca estaban mal escritos, pero eso hacía precisamente difícil editarles el lado chocante, a ratos involuntariamente miserable, que siempre tenían. No podría afirmar que las fotos que acompañaban sus crónicas, y que él mismo tomaba, fuesen malas, pero a la larga resultaba difícil ubicar entre ellas alguna publicable. Entre la entrevista al aburrido congresista y el reportaje a las nuevas actrices de una teleserie, la nota gourmet y el estreno de cine, la crónica urbana de Castrejón siempre terminaba reducida a un par de páginas, sino a una sola.
            Aquella noche estábamos cerrando la edición de la quincena de febrero y, para variar, la nota de Castrejón había pasado de tres páginas a dos, y finalmente a tener sólo cuatro columnas: a último minuto había llegado una publicidad de medicamentos para hongos y la verdad es que no podía haber caído en mejor ubicación. En un momento sospeché que el artículo de Castrejón de esa semana terminaría en menos de una página; quizá con suerte desaparecería. Castrejón se había ido a un pueblo del sur de Lima a pasar todo un fin de semana y había regresado con un relato y unas fotos que, según me dijo, iban a ser la “historia” de esa edición. Cuando miraba las planchas de contacto no imaginaba de dónde podrían proceder todos esos retratos de hombres impresentables que, paradójicamente, modelaban en una pasarela, respondían las preguntas de un maestro de ceremonias, se hacían acompañar por modelos o posaban para las fotos portando cetro y corona. Mientras apenas podía entender lo que veía, Castrejón me decía que se trataba de los finalistas de un concurso de feos en el pueblo de Imperial, en Cañete. No sólo eso: se había producido una polémica durísima en torno al ganador. Para la mayoría de vecinos a “Cabeza de otro monstruo” le habían robado el primer puesto para dárselo a “Consolador de bruja”. La mujer de “Cabeza” estaba indignada con el fallo y había convocado con éxito a un grupo de ciudadanos que intentaba hacer llegar la noticia de ese fraude a los medios. “Ñoño muerto”, “Sopa de guano”, “Chicharrón de caimán” y otros finalistas del certamen la apoyaban. Entonces fue que contactaron a Castrejón.
            No voy a negar que la historia me pareció a su modo divertida y una vez más, quizá por aburrimiento, para romper un poco la monotonía de mi trabajo, o acaso por ganas inconscientes de ser despedido, le dije que le daba tres páginas aunque sabía que no tendría más de dos. Castrejón había llegado muy temprano a la redacción, como siempre, y había permanecido todo el día batallando con el teclado como un narrador poseído en las últimas páginas de una novela total. A mitad de la tarde le tuve que decir que la nota había sido reducida a dos páginas y más tarde que había sido transformada a cuatro columnas. Cada vez que le decía esto, Castrejón regresaba apesadumbrado a su sitio, atronaba contra las teclas de la computadora furiosamente y luego se sumía en angustiosos bloqueos frente al monitor. Lo veía desde la esquina en que me tocaba repasar fotos, corregir páginas ya diagramadas o despedir a los sucesivos colaboradores que miraban sin emoción sus pruebas de imprenta. Cuando ya estábamos quedándonos solos él y yo, además del diseñador, Castrejón me entregó su texto con el nerviosismo de todas las veces. Cambié un par de adjetivos, corregí su dequeísmo y envié la nota a la bandeja de diseño después de divertirme a mi pesar con ella. Castrejón, mal que bien, tenía chispa cuando escribía. Eso sí, me hizo sufrir en la tarea de encontrar alguna foto, si bien no bonita, al menos representativa del concurso y el “supuesto fraude”. Era imposible no cotejar los retratos de ·“Cabeza” y “Consolador”.
            Fue después, mientras ambos nos quedamos sentados el uno frente al otro y esperábamos que el diagramador encajara el texto y las fotos de su nota, que le pregunté si no quería dar una vuelta y tomar aire, quizás una copa. No era la primera vez que hacíamos algo parecido: solía salir con Castrejón en los intermedios de los cierres de edición. No sé muy bien explicar ahora por qué. A veces pienso que quizá era porque me hacía reír con sus ideas jaladas de los pelos, la manera hiperbólica en que me contaba pasajes de su vida, las preguntas tan serias que me hacía sobre lo que él llamaba “mi trabajo con la palabra”; quizá Castrejón me daba seguridad, quizá su torpeza me afirmaba de modo complaciente de cara a lo que yo ya sospechaba era mi propia mediocridad, lo poco que en verdad había hecho por mí y por mi vida.
            —Acepto la invitación —me dijo esa noche mientras ordenaba los apuntes y las planchas de contactos de su artículo—. Pero que sea un pisco sour.
            Me gustaba caminar por el centro de Lima de madrugada y mucho más en verano, cuando no hay neblina y las luces de neón le dan un aspecto uniforme a toda la ciudad. Aquella vez Castrejón y yo recorrimos casi todo el jirón Camaná y disfrutamos mucho del aire fresco de la noche fumando cigarrillos y caminando a nuestro ritmo por un sendero libre de ambulantes. No recuerdo de qué hablamos; sólo que al llegar a la Colmena me preguntó dónde nos tomaríamos el pisco.
            —¿Dónde más? —le dije entonces, con satisfacción anticipada ante el rostro que se iluminaría de pronto—. En el hotel Bolívar.
            Subimos por la avenida y llegamos a la plaza San Martín. El hotel no era lo que había sido hace algunas décadas, sin duda, pero aun mantenía cierto aire que a mí me hacía pensar en estrellas de cine mexicano o en actores de Hollywood. Le estaba dando nombres de huéspedes ilustres a Castrejón y veíamos la carroza republicana en el salón circular que sigue a la entrada cuando me di cuenta de que había cambiado sorpresivamente de ánimo. Durante el tiempo en que nos instalamos en una de las terrazas que daban a la Colmena y yo le pedí al mozo dos pisco sours de la casa, en que esperamos a que nos traigan las copas y brindamos, Castrejón no dijo gran cosa. Le pregunté si le pasaba algo y me respondió que nada. Decidí quedarme callado mientras paladeaba el trago y miraba largamente la plaza San Martín. De un momento a otro él rompió el silencio.
            —¿Por qué no me dejas hacer una nota sobre el cine Colón? —me dijo. Al voltear la vista hacia él me encontré con sus ojos clavados en mí.
            Me quedé perplejo.
            —Vamos, anímate, puedo escribir una historia increíble sobre el teatro.
Me tomé de un sorbo lo que quedaba de pisco sour en mi copa y le pedí al mozo otra. Meses antes había consentido publicar un artículo suyo sobre un adolescente que había realizado una “obra de animación hardcore” con una cámara de aficionado: el texto daba cuenta de cómo el imberbe había restregando compulsivamente las muñecas barbies y los muñecos kent de su hermana en los espacios de su casa y cómo había convencido a sus compañeras de colegio a hacer las voces de los personajes femeninos. La estupidez por poco me cuesta el puesto. Esta vez Castrejón no pasaría. Le dije inmediatamente que no veía por dónde se podía escribir algo sobre un viejo teatro republicano que durante los años veinte había sido un espacio de variedades a la que iban los socios del Club Nacional y que en el último tiempo se había convertido en una sórdida letrina de cine pornográfico a la que sólo acudían tipos arrechos y sin plata para comprarse un VHS. Eso le dije.
Castrejón bajó la mirada y acto seguido se produjo un largo silencio. Por un momento creí que había cortado por lo sano pero tras un rato volvió al ataque.
—Hablas así porque no has estado dentro nunca —me dijo de pronto, con un tono resentido y amargo—, nunca has visto el teatro por dentro, y menos con las luces encendidas.
Un poco alterado por el simple hecho de que me porfiara le dije que gracias al cielo nunca había estado dentro de ese sitio. Castrejón esquivó de una manera tan abrupta mi mirada que pensé que quizá estaba siendo muy tajante e inmediatamente intenté calmar los ánimos y hacerlo entrar en razón. Le concedí algunas razones. Mientras veía el teatro en la esquina de la plaza, los paredones que entre sus columnas los policías habían levantado la madrugada anterior, le dije que sin duda el tema era actual: había leído esa mañana que la municipalidad había cerrado el local no sólo porque se exhibían películas para adultos —lo que no tenía nada delictivo— sino que además se había descubierto que en mezanine se ejercía la prostitución clandestina en condiciones insalubres. Entendía que el teatro había sido parte de una época importante de nuestra historia, que era bonito por fuera, que era un elemento central del centro histórico de Lima, Patrimonio Cultural de la Humanidad y todo eso, entendía bien que había que luchar por el rescate de nuestra riqueza monumental, pero escribir una historia sobre cómo un bien de esas características había caído en la peor miseria con el paso del tiempo no me parecía muy adecuado para nuestra revista; bastante había tenido con la crónica del concurso de polos mojados en lo que había sido en su momento el Palais Concert. No quería volver a repetir la experiencia.
Castrejón hizo una mueca de fastidio y meneó la cabeza. En ese momento supe trágicamente que no hablaría de otra cosa que no fuera el cine, o el teatro, por el resto de la noche, o al menos hasta que yo terminara de aceptarle la nota.
—No contaría esa historia —me dijo—. Tengo otra mil veces mejor.
 Entonces me vi a mí mismo diciéndole que se pusiera en mi situación, que pensara en el público de la revista. Castrejón me dijo que precisamente pensaba en ellos cuando decía que tenía entre manos la mejor de las crónicas.
—Estoy seguro de que si la escuchas, me la publicas —me dijo, seguro de sí mismo.
—Está bien —le dije, aceptando el reto, sabiendo de antemano que nada me haría cambiar de opinión—, cuéntamela.
            Lo que vino después de eso fueron algunas ruedas más de pisco sour, la voz de Castrejón cada vez más exasperada con el paso de su narración, mis contorsiones por ciertos ataques de risa que en un momento amenazaron doblarme en dos y después unas ganas terribles de llorar, aunque no sé muy bien si en determinado momento era por la intensidad de las carcajadas o por algo de pena también. Lo que escuché esa noche fue la más insólita de todas las historias que Castrejón me relatara durante el tiempo que lo conocí. Ni siquiera hoy sé a ciencia cierta si fue verdadera o esa noche él me vio cara de imbécil y me hizo tragar otro de sus cuentos sólo para venderme un artículo y cobrar cien tristes soles. Prefiero creer que sí ocurrió porque así pasa con las buenas historias. Y esta lo fue. Aun ahora cuando la recuerdo no puedo evitar reírme a solas, a veces escandalosamente, y después sumirme en un prolongado silencio.
            Castrejón empezó diciéndome en voz muy baja que había sido —todos sabíamos esas cosas, ¿no?, me susurró— un adolescente algo solitario y muy “encendido”. Había estudiado en una gran unidad escolar sólo de hombres. Eso, sumado a que era algo tímido, poco dado a las fiestas, a la conversa en la esquina del barrio o a la vida en familia —tú sabes, me dijo, la típica salida con una prima, con una amiga de una prima—, lo había condenado a no tener casi contacto alguno con chicas durante su adolescencia. Lo único que le quedó para acercarse al sexo opuesto fue mirar calatas en los periódicos de los kioscos cercanos a su casa y luego comprar revistas usadas en la plaza San Martín o en un hangar de Camaná cada vez que podía tirarse la pera junto a sus compañeros de colegio. Fue una de esas tardes que vio por primera vez una sala de cine porno, y aunque intentó entrar lo pararon en la puerta por su cara de mocoso y por su uniforme escolar color plomo rata. Debió esperar a acabar el colegio para ingresar por primera vez al cine y ver lo mismo que miraba una y otra vez en las revistas —Pandemonio, Orgía, Mamantes— pero esta vez en movimiento y con sonido. Fue como descubrir una nueva religión. Con el paso del tiempo y de los años —mientras estudiaba periodismo en un instituto, hacía sus primeros cachuelos en publicaciones que nunca nombraba—, Castrejón recorrió casi todas las salas de cine triple equis que había en Lima. Primero una de la avenida México, el Súper Hall, no lejos de su casa, después otra en la avenida Manco Cápac. El paso siguiente fue ir al Centro. Fatigó las salas de la avenida Colmena y del jirón de la Unión y después de un tiempo se aburrió de ellas. Erró por los cines Tacna, Sussy, Tauro y muchos otros como un nómada hasta que en una esquina de la plaza San Martín, detrás de la columnata de un viejo edificio, encontró los avisos porno del cine Colón. Entonces halló “su lugar”.
            —Desde entonces no fui a ningún otro sitio —me dijo Castrejón dándole luego un sorbo a su pisco sour—. En el Colón me quede para siempre, te juro.
             Le pregunté entonces qué podría tener el Colón que no tuvieran otros cines, aparte de su historia, su pasado o como quiera llamársele a eso. Castrejón me miró con cara de absoluta sorpresa. Me hizo sentir como si fuera un perfecto ignorante.
            Lo primero era el tamaño del cine, me dijo. Lo otro era la frecuencia de la proyección de películas. Uno iba a la sala porno no a que lo reconocieran mientras hacía la cola, ¿no?; generalmente uno iba a mirar con la mayor discreción posible una película, retener las imágenes en la cabeza y después castigarse en casa como buenamente podía. Al menos eso hacía él siempre. Él conocía muchas salas de cine muy pequeñas y problemáticas: los asientos escaseaban, los espectadores se sentaba muy cerca unos de otros y a veces, si no tenías suerte, te tocaba algún travesti mañoso o un viejo verde que de pronto te ponía la mano en la rodilla, o, si te sentabas más atrás, una parejita misia sin plata para el telo que tiraba en tus narices. Por ultimo, me dijo irrefutablemente, no era cómodo estar armado y tener a alguien muy cerca de ti; menos aun la posibilidad de que esa persona también pudiera estar al palo.
            —El Colón, en cambio, era enorme —me decía, prendiendo un pucho— y además programaba películas seguidas, una tras de otra. Pagabas un boleto y veías hasta tres al hilo. Ya si eras muy enfermo podías repetir, y ver los mejores títulos dos, tres veces.
            La cosa, pues, era a todas luces ventajosa —concluía Castrejón—, y eso hacía del Colón un cine especial. No era necesario hacer cola y poner cara de idiota o mirar al piso como si fueses choro presentado a la prensa, del mismo modo que no era necesario esperar el cambio de cinta para entrar, tampoco mirar listín alguno ni nada parecido. Uno llegaba solapa por la Plaza San Martín a la hora que fuera, se compraba unos fallos en la esquina del cine y como que hacía la pantalla de meterse por el jirón Quilca se colaba entre las columnas, pagaba en caja con tranquilidad y entraba al cine como si nada.
            —Había un tío que vendía chocolates y otros dulces en un mostrador grande —añadía—; si la pela ya había empezado y tú eras un maniático que no puede ver nada a medias te podías quedar sentado en una sala que tenía varios muebles, quizás leyendo o haciendo cualquier otra cosa.
            Le pregunté si él lo hacía y Castrejón me dijo que no. Él cruzaba la sala hasta la tela roja del teatro, la corría y se paraba a un costado de la entrada por varios segundos. A su lado, otros permanecían en sus sitios a la espera de que todo empezara a aclararse y resultara posible reconocer un buen sitio alejado de los demás. Era perfecto no verle la cara a nadie y que nadie distinguiera la tuya. Después de un par de minutos, cuando ya uno dejaba de mirar únicamente a la mujer en cuatro patas que gemía en la pantalla gigante y advertía además los perfiles de las altas paredes, las butacas, la luz que corría por el largo corredor entre los asientos, lo normal era reconocer el claro en la platea y después desprenderse del grupo, caminar por el corredor y sentarse en un asiento crujiente, a salvo de la mirada de todos los demás.
            —En esas butacas vi las mejores películas de mi vida —me dijo, como invitándome a preguntarle por ellas. Me encontraba bastante lejos de interesarme por lo que él había visto allí durante todas esas tardes, así que me quedé callado. Él hizo lo propio, sin ánimo de cambiar de actitud. Me di cuenta de que tarde o temprano tendría que hablar.
            —Mira, hermano —le dije, finalmente, intentando ser razonable tras un rato de vacilación—, tal como lo cuentas me parece particular la historia del teatro Colón, y ciertamente entre los amantes de ese tipo de cine debe de haber sido una suerte de recinto, de templo sagrado, comprendo todo eso, en verdad, pero para serte franco publicar ese artículo que planteas en una revista como la nuestra es muy complicado; a lo mejor podría ser el reportaje estelar de una revista distinta, una revista periodística porno, si es que eso existe, o algo similar. Si no existe, tú podrías inventarlo, y pasar a la historia, ¿no crees?
            Me estaba riendo y él hacia lo mismo mientras miraba la mesa y luego la esquina en donde se podía advertir el teatro tapiado. De pronto mudó el rostro y me miró directo a los ojos.
            —No te he contado la historia todavía —me dijo—; lo que te he dado es apenas el marco de lo que me pasó una tarde en una de las funciones del teatro Colón. Algo perdurable. Al menos quienes estuvimos ahí no lo olvidaremos nunca.
            Dijo eso y luego agregó que tenía que ir al baño. Tuve que aguantar de mala gana algunos minutos mientras me preguntaba qué diablos podía haber pasado en una sala de cine porno una tarde cualquiera. Cuando Castrejón regresó a la mesa se encontró dos copas de pisco sour más y mi pregunta a boca de jarro: ¿qué diablos podía haber pasado?
            —Una revolución —me dijo, entonces—, una verdadera revolución. Y derrocamos a Batman.
            Aquello era tan absurdo y a la vez fue dicho con tal convencimiento que pensé que Castrejón me estaba jugando una broma y me reí por la locura de su apuesta narrativa: Una revolución. Y contra Batman. En un vetusto cine del centro de Lima. Castrejón podría llegar a ser un buen actor, sin duda; varias veces lo había visto tomarle el pelo a alguien una vez que se ganaba su confianza y casi siempre a través de los engaños más disparatados. Sin embargo esto era demasiado. En un momento llegué a pensar que la timidez inicial con la que lo conocí era una proyección más de su faceta histriónica. Le hice varios gestos para que dejara la broma y empezáramos a hablar de otra cosa, había estado bueno, pero en un momento, cuando me percaté de que su mirada seria no cambiaba durante varios segundos a pesar de mis risas cómplices, me temí que, a pesar de todo, esta vez no estuviese bromeando.
            —Discúlpame —le dije, poniéndome también serio de pronto—. Es que me cuesta creerlo.
—Te dije que había sido extraordinario —retomó su narración—. Así como tú, yo tampoco hubiera imaginado algo así al entrar esa tarde al cine Colón.
Fue meterse entre las columnas, pagar, cruzar la sala, correr la tela roja, colocarse a un lado de la puerta, esperar, reconocer las formas del teatro, el claro pertinente en la platea y luego sentarse. Nunca Castrejón se fijaba en la película sino hasta algunos segundos después de haberse acomodado en su asiento, de modo que cuando esa vez vio una escena en la cual, en un ambiente de corte francesa, dos mujeres le introducían un juguete de plástico a un hombre por el culo tomó aquello como uno de esos pasajes lamentables, que nunca faltaban, producto del “riesgo” que tomaban ciertos directores. Con mucha calma prendió un pucho —el cine lo permitía y con él a veces alejaba algunos olores ingratos de la sala— y se dedicó a observar con calma las formas del inmenso teatro que se podían advertir a la luz del écran.
            —No me imaginaba que la maldita escena duraría más de quince minutos.
            El travesti llegaba como podía con gemidos sobreactuados y en cierto momento, como sucede en los cines así y las escenas no caminan, Castrejón escuchó algunos silbidos y al cabo de un rato rechifló él también. En verdad sabía que eso no modificaba nada, pero a veces esas muestras de desaprobación de una escena o toma le resultaban gratificantes, le daban valor a su participación “activa” en el hecho cinematográfico. Al menos con esas palabras me lo dijo esa noche. Después de un rato la escena terminó, dio pie a una aburrida orgía versallesca en la que mujeres bonitas pero excesivamente flacas apenas podían moverse presas de los corsés y de las pelucas que llevaban. Castrejón terminó su pucho y prendió otro y sintió cierto alivio cuando acabó la película. Había pensado que el momento tardío en que llegó al cine había influido en la percepción de ese pasaje final; a veces las escenas últimas de una cinta lo calentaban a uno menos porque las circunstancias que rodeaban la acción, el tabú que se transgredía con el polvo que se miraba, se perdían al no haber visto el principio. Al menos eso pasaba con los filmes con argumento, que eran los que él prefería y los que se proyectaban en el cine Colón.
            —Las cintas de video de ahora en que las “actrices” se calatean sin motivo, de buenas a primeras, y hablan con el director sobre la misma grabación que hacen en ese momento serán todo lo metaficcionales que quieras pero no calientan un carajo —me dijo, en un aparte, como suspendiendo su relato—. Las de aquellos años, filmadas en cine, ésas sí que eran películas.
            Los créditos desaparecieron y la sala se oscureció. Muchos de los hombres que ya estaban sentados hacía horas en las butacas y habían visto las tres películas de la tarde o simplemente se habían embotado de tantas contorsiones y descubrían que ya nada pasaba, aprovechaban ese momento para levantarse de sus asientos, caminar hacia la tela roja, quizáa ir al baño y luego salir a caminar por Lima. Otros, pegados a la pared, al ver muchos claros disponibles, ganaban sus asientos, prendían cigarrillos y esperaban la película siguiente. Castrejón se había quedado entre ellos.
            Fue entonces que las letras anunciaron el film —así lo recordó él— Las aventuras secretas de Batman y Robin y Castrejón se imaginó de golpe una película hilarante y acaso prometedora. Estaba acostumbrado a ese tipo de apropiaciones cinematográficas. La época dorada del cine triple equis no había escatimado en recursos e inventiva. Él había visto superproducciones basadas en las vidas de Gengis Khan, Calígula o Luis XVIII, muchas veces los guiones resultaban tener tramas detectivescas o de espías que, desde un cierto punto de vista, podrían resultar interesantes. Algunas veces rendían homenajes a películas pasadas, del cine oficial o del mismo género. Se sonrió y se imaginó a la actriz que interpretaría a Gatúbela. Con esa ilusión le dio una pitada ávida a su cigarro.
            Pero nada de lo que esperaba ocurrió. Lo primero que lo desalentó fue la fotografía. A diferencia de algunos directores que disponían la luz de un modo insinuante, cálido, o por lo menos generoso, esta película hacía gala de una iluminación expresionista totalmente caprichosa, un sinsentido de luces y sombras que partía a los personajes en pedacitos. Al principio Castrejón no lo notó: la primera escena era exterior, y si bien era antojadiza y lamentable, podría augurar todavía una película desopilante. Delante de una cámara que lo seguía por la espalda, un tipo disfrazado de Batman, montado sobre un triciclo, recorría las calles de Roma mirando tetas y potos.
            La gente empezó a reírse en la platea y él también. Cuando Batman reconoció a una mujer arrojada en un jardín, víctima de lo que quizás habría sido una violación, y se la llevó a un espacio interior, fue que algunos espectadores empezaron a notar que estaban frente a una reverenda porquería. El reparto, por ejemplo, era infame.
            —Para empezar el actor tenía la chula del tamaño de un niño o de un asiático micropene, ¿me explico? —decía Castrejón un poco exaltado, achispado sin duda por el pisco—. Se supone que el actor principal tiene que ser aventajado.
            Batman no sólo tenía un colgajo ridículo y artificialmente rosado sino que además nunca la metía; sólo miraba a varias mujeres que, sin ton ni son, refugiadas no se sabía por qué razones en la baticueva, se lamían unas a otras vestidas con unos espeluznantes trajes plastificados. Delante de ellas, o a veces escondido tras un mueble, el hombre murciélago se hacía pajas delante de la cámara y movía torpemente la lengua como fingiendo estar excitado. Las bromas entre los espectadores no se hicieron esperar. Alguno, desde el fondo de la sala, se animó a gritar “Batman, tas hasta el culo” y el resto de la platea se rió. Castrejón, algo más serio, se decía que una película tan mala era imposible: las mujeres parecían desnutridas, como salidas de un campo de concentración, estaban torpemente maquilladas y a tal punto Batman se restregaba contra los muebles que sospechó que eso no era más que una cortina, un preámbulo para darle más valor a la futura verdadera acción.
            —Estaba casi seguro de que de un momento a otro aparecería el verdadero Batman o un Guasón realmente guasón, es decir, con una guasaza —se reía Castrejón, y me hacía reír mucho a mí también, ya cómodamente instalado en esa butaca de cine—, pero nada. Una mierda, en serio.
            De pronto en el écran apareció Robin. Estaba igualmente desprovisto de atributos de modo que hasta cierto punto era comprensible que siguiera la conducta de su líder. Ambos superhéroes veían a las mujeres bailando y de pronto, como para refrendar todas las sospechas que han recaído sobre ellos durante muchos años, el chico maravilla empezó a correrle la paja a Batman y este, al final, en la escena quizá más lamentable de toda la historia del cine porno —eso decía Castrejón—, fingió orgasmos desgarradores mientras soltaba un ramalazo de pichi sobre el piso del plató. Ese fue el tope de lo que cualquier público podía aguantar. Fue entonces que empezó a gestarse la rebelión para derrocar a Batman.
            —Al principio no noté muy bien el cambio de actitud en la platea —me decía, ya dueño de la situación, Castrejón: yo estaba inmóvil, mirándolo—. Cuando el tipo se puso a orinar algunas personas rechiflaron como protesta y otras empezaron a decir frases cortas, expresiones como “ya pues, oye” o “mi plata”, las típicas cosas que se dicen en los cines cuando la función es una desgracia. Pero cuando la escena siguiente resultó casi un calco de la anterior, sólo que Batman se restregaba contra los zapatos de una chica y Robin se iba de bruces sobre una muñeca de plástico, entonces sí que todos perdimos el control.
            El silencio fue rasgado primero por un silbido, luego dos, después un rechifle, una frase de indignación corta seguida por muchas otras parecidas, un carpetazo a una butaca, gritos más erizados aquí y allá y de pronto todo el cine, o todo el viejo teatro republicano, se convirtió en una verdadera tribuna de hombres que más parecían espectar un partido de fútbol o el último round de una pelea de box. Los gritos llegaron de sitios más alejados, parecían expandir la sala del recinto, y en medio de ese fragor Castrejón, además de intuir el verdadero tamaño del Colón, el esplendor de sus mejores años, sintió que tenía que hacer algo y se puso a gritar también. Sólo un par de segundos más tarde escuchó la voz que —él asegura salió del fondo de mezanine— atronó en el lugar como la descarga eléctrica o el grito de guerra que antecede a la hecatombe.
            —¡Desaparezcan al murciélago de mierda, hijos de puta!
            Como si hubieran identificado al enemigo los hombres empezaron a pararse de sus asientos y a lanzar a voz en cuello una sarta de improperios contra el actor, la película, los administradores del teatro, los dueños y, por supuesto, contra las madres de éstos. Entre las voces crispadas, iracundas, que reventaban en la oscuridad, la de Castrejón se desató. Como nunca en su vida soltó palabrotas que jamás había pensado gritar con esa energía y como nunca se sintió libre y a la vez parte de una lucha colectiva, gremial.
            —De pronto todos estábamos parados delante de nuestros asientos y sólo unos segundos después un hombre se salió de las butacas, subió las escaleras del escenario y se puso a golpear el écran, a batir la tela y luego otros más se subieron también sobre sus asientos. En mezaninne todos estaban apostados sobre la baranda, y algunos habían trepado hacia la cabina de proyección. De repente, en medio de la locura que reinaba en todos los rincones del lugar la película paró.
            Fueron segundos de total oscuridad en los que Castrejón no pudo ver ni las palmas de sus manos a centímetros de sus ojos. Sólo recordaba que cuando el superhéroe desapareció, la pantalla se apagó y el espacio en que estaba quedó en tinieblas, una salva de gritos triunfales, de vítores y aplausos atronadores explotó bajo la bóveda y remeció los cimientos del edificio. Bajo ese estruendo, Castrejón pensó en una gran hazaña, en un ejército de guerreros que marchan a la batalla final en medio de una noche cerrada.
            —Y en eso fue que ellos encendieron las luces —me dijo, finalmente, tratando de recuperar la compostura—; allí fue que vi el teatro tal como era por primera y única vez en mi vida.
            Sucedió como un golpe que los sacó de una ceguera para sumergirlos en otra. Si se quiere una ceguera de luz. Primero se llevaron las manos a los ojos, como viseras, y después, cuando se miraron unos a otros en el teatro completamente desnudo —Castrejón descubriría después varios reflectores tras unos vitrales empotrados en las esquinas del techo—, todos se sonrieron, se saludaron con las cejas, con las manos, como si se conocieran de años o como si fueran socios de algún club o miembros de una hermandad secreta. Atrapado en un estado ingrávido, Castrejón me dijo haber presenciado una indeleble imagen surreal: un teatro de estructuras espléndidas mostraba ante él unas alfombras llenas de lamparones, colillas de cigarrillos y manchas de esperma; paredes ennegrecidas, descascaradas, cortinas percudidas y finalmente butacas tragadas por polillas: muchas de ellas rotas, otras quebradas. Recorriéndolas con la vista, Castrejón reconoció aburridos empleados de oficinas del centro con ternos percudidos y legajos en las manos, estudiantes universitarios con cuadernos y libros de ciencias, señores de edad con periódicos bajo el brazo y crucigramas a medio llenar, escolares con ropa de colegio a los que ahora sí dejaban pasar y que le hicieron recordarse a sí mismo. Mirando una y otras vez a esas personas, saludándolas con la vista, se preguntó si no habían descubierto el teatro del mismo modo que él y en el mismo tiempo, o si, aun mejor, no habían sido ellos quienes habían estado siempre en la sala las mismas veces que él. No es extraño que entre esas personas que no tenían mejor manera de pasar la tarde un día de semana cualquiera él no se sintiera solo.
            Me dijo todo eso y yo no hice otra cosa que mirar el cine y sentir un torpe cariño por él, cierta pena por que lo cerraran sin que yo lo hubiera conocido.
            Castrejón estaba en medio de esa visión imborrable cuando un hombre a unas tres butacas de su sitio le pidió un cigarrillo. Era un negro alto, de unos cincuenta años, llevaba una chompa tejida a mano quizás por su mujer. Castrejón le dijo que claro, se acercó a él, le prendió el pucho, y se animó a comentarle lo mala que había estado la película.
            —Ni un solo buen polvo, sobrino —le dijo el hombre, levantando el cigarro como señal de agradecimiento—. No hay derecho.
            En ese momento su rostro desapareció, también la sonrisa que empezaba a esbozar con unos dientes blanquísimos, y de la total oscuridad que duró apenas uno o dos parpadeos surgió el ruido del proyector corriendo las cintas, la luz en el escenario, los créditos de una nueva película sobre el écran y una metralla casi incontenible de aplausos. Habían triunfado, ¿me daba cuenta? Castrejón también aplaudió, se volvió a sentar en su butaca, encendió un cigarro y con una satisfacción secreta reconoció el nombre del director, de la actriz principal y se entregó mansamente a lo que él llamo “la magia del cine”.
            —Fue una jornada épica la de ese día —me dijo después, una vez que acabó con su pucho; luego lo restregó contra el cenicero y se puso a mirar nostálgicamente la avenida Colmena.
            —Ya lo creo —fue lo que alcancé a decir.
            Después de un largo rato en que le formulé una serie de preguntas sobre ese día y él expandió su narración con más detalles sobre los gritos de la gente, las expresiones de júbilo y el aspecto del teatro con todas las luces prendidas y luego de que volviera a contar una y diez veces más ciertos pasajes con otros aderezos que me hicieron reír durante mucho rato, recordé de pronto que era quincena y que estábamos en pleno cierre de edición, que el diagramador debía de estar esperándonos furioso en la oficina y nosotros aun no habíamos corregido pruebas y encima Castrejón no me había pasado los textos para las leyendas de sus fotos. Pedí la cuenta y salimos; a pesar de la prisa que llevábamos no pude evitar pedirle acercarnos un poco al teatro y echarle un vistazo. Frente a mí, las columnas se veían absurdas al lado de esos paredones levantados a la mala, de esos ladrillos entre cuyas junturas parecía chorrear un cemento aun fresco. Entendí por qué Castrejón se había entristecido tanto cuando llegamos a la Plaza San Martín camino al hotel Bolívar. Lo vi aproximarse al cine y, empinándose por sobre el nuevo muro, aguaitar dentro de él. Aun se podían ver en el interior, entre las sombras, un cartel descolorido y lo que había sido la boletería como si fueran parte de una película de terror o un cuadro de Polanco. Imaginé a Castrejón y a sus compañeros entrando y saliendo de entre las columnas del cine y de un momento a otro me puse a caminar hacia el jirón de la Unión. Una vez que él me alcanzó más adelante le pregunté qué pasó después de que cambiaran de película aquella tarde.
            —Nada —me respondió, emparejando su paso al mío—. No pasó nada.
            La cinta siguió su curso y él pudo ver cuerpos de mujeres espléndidas, posiciones notables y maniobras gimnásticas, uno, dos, tres polvos plenos. En algún momento volteó y notó que el hombre que le había pedido un cigarrillo se había ido. Luego lo hicieron otros, desde otros sitios, y durante la película llegaron algunos nuevos, a llenar los claros dejados por los anteriores. Cuando ese filme acabó y empezó otro, un grupo grande de espectadores abandonó la sala y otro de nuevas personas se instaló en los asientos. Castrejón recibió de un modo incómodo la presencia de esa gente extraña en la sala, de modo que apenas descubrió que ya había visto la película antes se paró rápidamente de su asiento, caminó cabizbajo por el pasadizo intentando que nadie —un posible conocido, acaso un familiar— lo reconociera y después de correr la cortina roja, cruzar el foyer y acercarse a la columnata y dar un salto desde ella, se puso a caminar en la noche como si viniera del jirón Quilca, como una persona a la que se le ha pasado la hora mirando libros y comprando bagatelas en el centro.
            Ahora ambos caminábamos rumbo a la revista y el viento fresco de la madrugada nos había dado un nuevo aire, había disipado algo los efectos del licor. Castrejón me dijo sin que le preguntara nada que tendría listas sus leyendas en un segundo y que, además, de puro colaborador, me ayudaría a revisar pruebas. Ciertamente no era un editor, agregó, pero podía detectar un error de tipeo, alguna redundancia, ciertos detalles. Le agradecí la generosidad y la verdad es que no me sorprendí cuando me dijo si ahora ya estaba interesado, si creía que el cine Colón o el teatro Colón no merecían un responso, una necrológica, un homenaje o eso que se escribe para las cosas que ya murieron y no existen más. Lo miré andar a mi lado y la verdad es que tuve deseos de abrazarlo, de invitarle una cerveza en el chifa de mala muerte que estaba al lado de La República, de seguir conversando con él toda la noche. Sin embargo sólo sonreí mientras esquivaba un charco de agua sucia entre los baches del jirón Camaná. Ambos caminábamos a prudente distancia.

 

© Jeremías Gamboa 2007

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Jeremías GamboaJeremías Gamboa (Lima, 1975). Estudió Ciencias de la Comunicación en la Universidad de Lima e hizo una maestría en Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Colorado en Boulder, Estados Unidos. Ha ejercido el periodismo y la crítica de arte en revistas como El Dominical y Somos, del diario El Comercio, Quehacer y Lienzo. Este año publicó Punto de fuga, su primer libro de cuentos.

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tbr noviembre-deciembre 2007 no. 61

f i c c i ó n

Joaquín Fortanet: Petersburgo
Jeremías Gamboa: Un responso por el cine Colón
Melanie Taylor: Cuentos al garete

n o t a   d e  a c t u a l i d a d

En voz bien alta
Una antología de las poetas de los 50 y los 70


p o e s í a

Renée Vivien, una pasión

r e s e ñ a s

El día de los inocentes Josip Novakovich
La desaparición Joaquín Fortanet
Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero Álvaro Mutis

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