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Lucía Lorenzo


Las ancianas no mueren al final

 

 


S
orpresiva y ya mustia, ah, la vejez, qué sorpresa. Balancea en la mano la jarra y cae el líquido, jugo de la vecina, sabia del árbol de la vida de la vecina, cuatro años más joven, una niña todavía. Pasa un trapo y piensa en qué decir acerca del jugo cuando llegue la hora de agradecer. Sorpresa y balanceo, caída hacia delante y hacia la derecha, a veces. Hola, llamamos de la comisión vecinal, estamos recogiendo firmas para cortar aquellos árboles que estén levantando las veredas. ¿Qué veredas? ¿Qué árboles? Las raíces están levantando algunas veredas y queríamos. Mejor sentarse y ver televisión. Cierra los ojos y duerme la siesta así, sentada frente al televisor en mute y un documental sobre los pescadores o los peces de Cantabria. Sueña con su vecina, la mujer cuatro años más joven, haciendo alharaca de su juventud llamándola Abuela. Cuando abre un ojo, saca el mute y escucha la voz densa, ronca, algo afiebrada del hombre de los documentales. Explica técnicas de pesca y es obediente cuando el camarógrafo se distrae enfocando durante demasiado tiempo a las gaviotas, accede entonces a hablar sobre gaviotas, tan hambrientas siempre, tan ávidas de presas y zigzagueantes; y cómo vuelan. Siente que los ojos se le cierran de a poco y que el sueño regresa. El sonido del agua le trae una añoranza de ríos. Se introduce con cortos pasos en la vida sin edad de las mujeres demasiado jóvenes todavía, y se sienta en el borde del río aquél, dispuesta a quedarse. Más tarde, la vida concreta de las mujeres solas, ancianas, abuelas, mustias y sorprendidas por lo tan mustio de todo, supera a la vida abstracta de las mujeres sin edad y la arrastra por la corriente del agua cristalina hasta despertarla y comprobar que se orinó encima. Hola, soy yo, ¿necesita algo, abuela? Ella llega y la acompaña al baño, revuelve antes en los cajones y saca una bombacha, medias y una pollera. Lleva todo al baño y allí se retuercen en una lucha absurda, terminando después cansadas las dos, hartas ya de desgastarse, de agotarse por sólo un cambio de bombacha. ¿Le gustó el jugo, abuela? Ella dice algo vago sobre el sabor de las frutas en otoño. Su vecina la mira y no dice nada. Muy rico, dice después y su vecina asiente agradecida, orgullosa por algo tan indefinido como nimio. Siempre mirando documentales, dice y sin preguntar manotea el control remoto y cambia de canal. Ella la mira con un poco de odio y recuerda en seguida la escena dantesca en el baño, la abigarrada lucha contra la gravedad y el tiempo. Vamos a ver algo más divertido, abuela. Y deja un talk-show. Se nota que tú sos de otra época, le dice ella, no irónica sino queriendo halagarla, retribuir en algo su esfuerzo. Pero la vecina no le contesta, está prendida al televisor, intentando oír la pelea entre el marinero jovencito y la chica, casi una niña, dos recién casados que ya se divorciaron y esgrimen sus razones ante el público. La chica le adjudica un amante en cada puerto y el marinero se limita a levantar los hombros y las cejas, mientras la señora que orquesta el show señala el vientre de la chica para dar la noticia al público de un hijo en camino. Está embarazada, dice la vecina. ¿Qué? La chica, encima, está embarazada. Seguro no es de él, agrega convencida. Ella piensa en los peces de Cantabria. Piensa en no ver documentales con ríos y sonido de agua cuando esté durmiendo la siesta, no otra vez. Mira el perfil de su vecina, ansioso y expectante frente al drama pasional de los jovencitos, convencida de que es cierto, de que todo lo que se ve en la tele es cierto, y calcula la distancia que hay entre ambas, no de edad ya, sino la distancia verdadera, la que sólo se relaciona con caracteres y formas de vida. Si a ella le hubiesen dicho diez años atrás que su más incondicional ayuda iba a llegar de una mujer así, se hubiese reído mucho tiempo, hubiese negado con la cabeza y con las manos, aún sonriente. ¿Le hago el tesito, abuela? Y allá va, sonora, cascabeleante, siempre cuatro años más joven, entrando ya a la cocina para preparar el té de la abuela, rápido porque la tanda es corta y no quiere perderse el último bloque de programa. Ella se queda mirándose los nudillos, tan salientes, tan arbolados y duros, se toca el cabello demasiado largo para su gusto y apoya después la cara en el hueco de la mano. Se queda así, pensando en el día, en todo lo que dura un día, ahora que no sirve para nada que dure. En ese momento siente el ruido de algo que cae y la cara se despega apenas de la mano y se detiene, fresca, en el aire. Se queda así, expectante, pensando en el ruido, ese sonido. La cara gira hacia el pasillo que lleva a la cocina y se detiene, fresca, en el silencio absoluto de la casa. Mira y espera a que el cerebro ordene y el cuerpo ejecute. Pero ninguna de las dos cosas sucede. Imagina a la vecina caída, golpeada, sangrante en el piso de la cocina; a la vecina temblando en el suelo, pataleando aún un poco, bajo el eco de una embolia cerebral o pulmonar. La cara vuelve al hueco de la mano y todos los pensamientos se desparraman hacia un costado, cayendo y rodando como objetos, mientras ella intenta pensar. El cerebro recompone de a poco y hace lugar para que imágenes vagas e imprecisas quepan ahora que ya terminan las propagandas. La chica se pone de pie y muestra a la cámara su vientre de dos meses de embarazo y ella comprueba que es un vientre común, el vientre de una muchacha, con o sin hijo adentro. El marinero hace un gesto adusto a la demostración, se balancea en la silla y se tira hacia atrás, levantando un poco los brazos, bajándolos, colocándolos en los posabrazos, sonriente y apenas malicioso, inexacto. Una mano sostiene la remera de la chica en alto durante un largo rato, cuando el plano se abre ella nota que la mano no era de la chica sino de la mujer que conduce el show. La chica vuelve a sentarse en su silla y la cámara atrapa un cruce de miradas entre ella y él. Una mujer grita desde las tribunas y otra arremete contra ella. Todas comienzan a pelear mientras la jovencita sonríe tímidamente. ¿De quién será el hijo? se descubre preguntándose ella. ¿De quién es el hijo? pregunta la conductora casi al mismo tiempo, mirando no hacia la pareja sino hacia la tribuna que clama, furiosa, contra la imposibilidad científica de saber ya de quién es el hijo. Mío, mío, musita la niña en la silla mientras soba su vientre y mira de reojo al presunto padre. Y ya la conductora corre olímpica hacia donde está el presunto padre y repite la pregunta, ofreciendo su micrófono para la pronta, casi automática, respuesta. Mío no, dice él y la tribuna reclama dividida, Tuyo, Tuyo, De otro, De otro. Súbitamente recuerda a su vecina y pone el mute un instante para tratar de oír algo. Nada. Saca el mute y se concentra en el final de la escena. La conductora hace parar al hombre y lo lleva hacia la tribuna, amaga entregarlo como a un paquete de comida a esas mujeres famélicas. Él da dos pasos hacia atrás y mira alrededor. Ella, la niña, mira un monitor que han colocado en el piso, se ve a sí misma y lo ve a él, de frente, prevenido y fingiendo algo, ella al verlo se ríe, babea un poco y mira hacia la tribuna, compara las dos imágenes, tan difícil de creer que sean una. Pero ahora es a ella a quien sacan de la silla y empujan, aun con sus dos meses de embarazo, obligándola a colocarse frente a la tribuna que truena, enferma. ¿De quién es el hijo?, grita la conductora. Y de la tribuna baja una, desde lo más alto rueda una que resbala, cae y se levanta, continúa hasta llegar al muchacho, golpear su mejilla. La niña lo mira y él intenta sonreírle un poco. La conductora hace un gesto a alguien para que saquen a la mujer que continúa manoteando y vociferando. Se la llevan y aún es posible escucharla gritar ¡Es tuyo, cerdo, es tuyo! El muchacho ha dejado colgada una media sonrisa en su cara y la niña lo mira somnolienta, algo cansada, ambos algo tristes, mientras la conductora se seca el sudor de la frente antes de despedirse y anunciar el tema del próximo programa. Pone el mute y gira la cabeza hacia el pasillo. Anochece un poco adentro y del otro lado del pasillo no se oye nada. Intenta pararse pero cae en seguida, pesada, sobre el sillón. No era de él, piensa en decirle a su vecina, el bebé no era de él. Razona sobre eso mientras mira la pantalla del televisor. Piensa un largo rato hasta que se duerme un poco y sueña que levita, es liviana y levita y al hacerlo se pregunta si será ella o si será otra, si es ella o si es otra, mientras una voz del otro lado de la mampara -porque hay una mampara- va dictando siempre la misma frase Es ella, Es ella, Es ella. Y la frase la confunde aún más. Pero levita y de pronto encuentra placer en levitar, siente que podría trasladarse también así, como si flotara, y que ya nadie tendría que entrar a su casa para cambiarle la bombacha o para hacerle el té. Levita y enumera razones. Agrupa razones y deja de saber razones sobre qué, deja de saber si levita todavía o es que alguien está aupándola, trasladándola mientras suda e insulta por lo bajo. Se debate en definir eso, ¿levita o la trasladan?, y elige levitar, mucho más, un largo rato, porque sí, porque le gusta, y lo prefiere.

 

 

© Lucía Lorenzo 2012


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Bio: Lucía Lorenzo (Montevideo, Uruguay, 1973). Textos suyos han sido incluidos en la antología  El descontento y la promesa; nueva/joven narrativa uruguaya (2008) y en la publicación colectiva de los Premios Paco Espínola (2007). Algunos textos suyos pueden leerse en la revista digital Narrativas o en el sitio web de Pulsamérica.com, en su espacio Palabras errantes.