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juan bautista durán

 

imageLa columna de Andrea

 

 

La mañana que desperté cruzado y revuelto con las sábanas, un resol kitsch se filtraba por la ventana. Tenía los pies en una esquina y la cabeza en la otra, de pronto solo, nada más que ese resol kitsch y yo. La modorra me impedía ponerme en pie; estaba tan confuso que no recordaba siquiera cómo había llegado a casa, por qué estaba solo, dónde se había metido Andrea. Me preguntaba esto y más con la mirada perdida en el infinito cielo raso, cosa tan rara el cielo raso, siempre ahí sin que apenas sirva de nada, tan sólo para sostener la lámpara que pende. Nos observa el cielo raso cuando dormimos lo mismo que cuando roncamos, damos vueltas sobre el colchón, hacemos el amor o despertamos cruzados en medio de la cama; siempre está ahí, observándonos, y sin embargo no podemos preguntarle nada. Esa mañana le habría preguntado dónde estaba Andrea, si se había venido conmigo o por el contrario me había abandonado antes a mi suerte, esa suerte que ahora daba en llamar resol kitsch y comenzaba a iluminarme el pie izquierdo, situado en un extremo de la cama. Menos mal que las cortinas permanecían medio corridas, si no ese resol hubiera sido un solazo kitsch y me habría fulminado en el acto cual vampiro. Los amaneceres que suceden a las juergas cobran sin variar tintes de confusión.

            A medida que la mañana avanzó fui enderezando mi posición junto con las sábanas, las cuales estiré un poco, y asimismo el resol se atenuó y se detuvo en la única pila de libros del dormitorio, una pila situada delante de la cama y en la que había en torno a cuarenta libros haciendo malabares para aguantar el equilibrio. Andrea quería que los libros alcanzaran el cielo raso e hicieran las veces de columna de la casa, le hacía mucha ilusión, pero no lo conseguimos. Esa mañana decidí sacar uno y se desparramaron todos, los de arriba y los de abajo. Hay que tener mucho cuidado al sacar un libro de una pila que aspira a ser columna de una casa; suelen estar ordenados de forma aleatoria y es bien sabido que lo aleatorio, como el amor, es bastante frágil. Esa mañana el resol kitsch tomó mi amodorrada atención y la llevó al lomo de Diario de un snob, un libro de Francisco Umbral que Andrea devoraba cuando no quería hacer el amor.

            Nunca entendí por qué leía ese libro cuando se sentía indispuesta para los asuntos de cama. En verdad tampoco le inquirí demasiado; no me pareció prudente después de los primeros intentos, en que me habló de cuánto le gustaba sumergirse en una lectura bien arropada, ya en la cama, y también de la columna, que soñaba con verla unirse al cielo raso; el último libro debía mezclarse con el techo hasta camuflarse todo, y así no saber si se trataba de una columna de libros o bien de ladrillos, si se trataba de una casa de ladrillos o bien de libros. Esto me daba bastante que pensar, de repente tan alejadas nuestras mentes. Buscaba que las miradas se encontraran en un punto común, entonces ella me tendía los brazos tibios y el mohín de su boca hinchada de letras, a la que no podía menos que acercarme y besarla con ardor, como se muerden los encantos de una dulce manzana ofrecida. Pero el roce de alguna palabra apenas insinuada volvía a echarla en la cama, escapando de mis caricias a través del libro.

El resol kitsch, pues, hizo que me incorporara cual autómata hasta alcanzar la pila de libros. En ese momento supe por qué seguía llamando de este modo a una luz que no dejaba de ser un mero rayo roto: kitsch es una palabra a todas luces snob, y de súbito aderezó ese resol que me entregaba un vulgar remedo de la mañana que habría deseado. En mi fuero interno daba vueltas una misma duda —dónde estaría Andrea, dónde se habría metido—, y tuve a bien coger el libro de Umbral, dejando que la pila se derrumbara y esparciera por el suelo. Menudo gustazo me dio ver los libros desparramarse todos, salvo Diario de un snob, éste no, lo tenía yo en las manos, y me eché de nuevo en la cama. Empecé a hojear el libro a ojos del cielo raso, el único que conoce nuestros desmanes y arcanos de cama, mucho mejor incluso que los amigos, a quienes les tomamos siempre un poco el pelo. El cielo raso está ahí y lo sabe todo, por eso lo tengo tan en cuenta y desde luego siento un gran respeto hacia esa pared que me mira.

            Al rato me descubrí leyendo Diario de un snob con la misma avidez con que el artista kitsch busca lo vulgar. Tumbado en la cama pasaba página tras página intrigado, sin entender por qué a Andrea la atraía tanto ese libro, y menos aún por qué de forma especial cuando no quería hacer el amor, hasta que —zas— di con una frase clave para comprenderla. Decía Umbral que con la mujer no hay que comerciar más que en la cama, y yo miré al cielo raso, dudando, preguntándome qué habría hecho para que ella no estuviese en la mía. Algo nos oprime el pecho cuando damos con la pregunta clave, ésa que desconocíamos pese a andar sobre la pista. Depuse el libro a un lado y me sumí en una serie de pesquisas que sólo terminaron al llegar Andrea, más tarde, con el rostro serio y la alarma palpitante en la mirada. Nada más verme exclamó ‹‹¡Has tirado la pila!››, y eso fue el final, sentí cómo el cielo raso se me venía encima, con la lámpara incluida, cuyos añicos se esparcían entre los libros. Lo evidente era que Andrea se iba. Apenas vio el desparrame tomó las de Villadiego con sus bártulos a cuestas, entre los cuales figuraba el Diario de un snob. No había otro libro por aquel entonces que la llenara igual, lo cogió y me aseguró que eso había sido la gota que colmaba el vaso, que a cuenta de qué venía ese desparrame… Ah, si yo lo supiera. Se metió el libro en el bolso, hizo un par de maletas con su ropa y se marchó. Sospecho que traía en mente ese gesto desde tiempo atrás y la columna esparcida por el suelo fue el detonante idóneo, su momento; de lo contrario habría vuelto algún día para darme una mísera explicación, al menos. Ni siquiera eso. Las explicaciones se las daría a otro, ya que por lo que a mí respecta todavía aguardo cualquier noticia suya, un hola, un hasta luego o siquiera un adiós. Pero nada, justo lo único que reservó para mí, la nada y el cielo raso. Si algo no iba a moverse del dormitorio era el cielo raso, y la nada, por otra parte, era una extraña sensación que me impregnaba el cuerpo, desde las entrañas a los pies.

            Los libros permanecieron en el suelo durante varios días, mezclándose con la nada en vez del cielo raso. Es mala compañía la nada, no habla más que en soliloquios y siempre entona esa voz interior que tanto nos recuerda a nosotros, un yo interno que viene desde fuera. El cielo raso es callado y modosito, en cambio, se limita a observarnos al tiempo que hacemos algo, ya sea hablar con la maldita nada o levantar otra vez la pila de libros. Lo hice al cabo de unas semanas, en otro día de resoles kitsch, cuando reparé en que las motas de polvo habían avanzado posiciones e invadían ya las páginas impresas. Hice los libros a un lado, barrí el cuarto y de nuevo comencé a apilarlos uno encima de otro como si tratara de imitar la columna de Andrea, esa extraña cesión que me había dejado. En cuanto los tuve bien amontonados, caí en la cuenta de que con apenas otros pocos libros llegaría al cielo raso, alcanzando así la anhelada columna. Y eso que faltaba uno, nada menos que Diario de un snob.

            No sé bien qué me movía, si la idea de terminar lo que Andrea había iniciado o más bien, seguro que sería esto, desmentirla y comprobar que bajo ningún concepto los libros, al alcanzar el techo, se camuflarían con nada, que a poco que uno viese tres sobre un burro sabría darse cuenta de la diferencia. Y fue raro porque a la resacosa luz del resol tuve un déjà vu que me estremeció; me vi obligado a sentarme en la cama, a no mirar más aquello que se alzaba de forma aleatoria delante de mí y sentar pausadamente el trasero. Por un momento habría podido confundir la columna con cualquier cosa. Si hago memoria me atrevo a asegurar que lo mismo que me sentí delante de la pila de libros, me sentí delante de una farola o de un semáforo, los dos objetos similares y verosímiles que en ese momento me pasaron por la cabeza. Estaba sentado en el borde de la cama, a punto de volverme para mirar hacia el otro lado, donde antes dormía Andrea y ahora la acababa de ver otra vez, igualita a los días en que no quería hacer el amor y se arropaba bien con las sábanas, metida toda con el libro, hasta que yo me asomaba y le insistía un poco, tratando de que dejara el libro y me prestara atención; pero no lograba sacarle más que unas palabras mal pronunciadas, sus brazos tibios y el mohín de su boca hinchada de letras que no quería mis besos, sino los de los libros, entrar en ellos y diluirse dentro y tal vez irse a la cama con Francisco Umbral.

            En seguida que recobré la serenidad me puse en pie y desparramé por segunda vez la pila de libros, conciente de que menos que el libro de Umbral me hacía falta Andrea, ella misma, pese a que no iba a volver, porque se diluyó con el derrumbamiento de la columna, desapareció como esos déjà vu que de pronto nos dan y luego resulta imposible recuperarlos. Así era Andrea, así tenía que ser su columna.

 

© Juan Bautista Durán 2012


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Juan Bautista Durán (Barcelona, 1985) ha publicado relatos en diferentes medios, y es, asimismo, autor de la novela recientemente publicada por The Ramblas Project, Las tres pipas de Francisco Valdés. https://twitter.com/#!/Lastrespipas