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El “Yo” entre la desfiguración y el biografismo: apuntes para repensar la relación entre la realidad y la ficción.

 

Por Ana María Iglesia

 

 

“Vivir no es visible. Tendré que crear sobre la vida”
Clarice Lispector, La pasión según G.H.

 

“Muchos libros aparecen con un retrato en la tapa. ¿Esto indica que son los que tienen autor?
Macedonio Fernández, Papeles de Recienvenido y Continuación de la nada.

 

Desde que Paul de Man definiera la autobiografía como una autodesfiguración, el género autobiográfico ha empezado a tambalearse. Los presupuestos sobre los que se sustentaba teórica y genéricamente la autobiografía han sido debilitados por nuevas aproximaciones críticas que, desde ángulos distintos, han puesto en entredicho el estatuto genérico de la autobiografía y, sobre todo, la relación que hasta entonces se presuponía entre el autor y el sujeto de la enunciación. ¿Es todavía posible hablar de autobiografía?

 

imageProponer la pregunta acerca de la vigencia de la autobiografía implica, ante todo, reabrir el debate acerca de las relaciones entre la ficción y la realidad, debate que, como exclama el narrador de Aire de Dylan –la última y reciente novela de Enrique Vila-Matas-, es del todo “insufrible”. El debate aparentemente está agotado y, sin embargo, parece reabrirse, ya no solamente en los debates críticos, sino desde la propia novelística. En El arte de la fuga, Sergio Pitol recurría a las palabras de Justo Navarro para sentenciar que “ser escritor es convertirse en un extraño, en un extranjero”. Las palabras de Navarro citadas por Pitol parecen no dejar muchas dudas acerca de la relación entre ficción y realidad; en el mundo de la ficción, la patria del autor, dirá a continuación Sergio Pitol, es el lenguaje. El escritor encuentra su patria en la escritura, sin embargo, la escritura es siempre epitáfica: como en  los Epitafios escritos por Wordsworth, la escritura no evoca sino una ausencia, la ausencia de aquel que, aun convirtiéndose en el sujeto de las palabras escritas, ya no está presente. La ausencia  que inevitablemente evoca la escritura hace posible la ficción; es precisamente el vacío y la indeterminación del lenguaje el que hace posible la construcción de ese extraño al que se refería Navarro, el que da sentido a la desfiguración del “yo”.

 

Las palabras de los escritores dan la razón a lo que, desde la teoría, afirmaba Paul de Man; para el narrador de Aire de Dylan resultaba insufrible la cuestión acerca de la relación entre ficción y realidad, de la misma manera que para Paul de Man “las discusiones genéricas” eran completamente “estériles cuando se hablaba de autobiografía”, pues los mecanismos con los que se escribe una autobiografía son los mismos con los que se escribe cualquier tipo de ficción. Si embargo, y a pesar de lo dicho, se siguen leyendo las autobiografías como un caso específico que rompe con las normas impuestas por la ficción y  todavía hoy se sigue hallando tras el pronombre “yo” el rostro y la identidad de quien lo ha escrito. El propio narrador de Aire de Dylan confiesa haber sentido “la tentación de querer averiguar si lo contado les sucedió de verdad” a los escritores, tentación de la que él, un escritor decidido a dejar de escribir, se avergüenza y por la cual se recrimina, aun siendo, sin embargo, una tentación aparentemente inherente y por tanto inevitable al propio acto de lectura. Tras la  auto-recriminación del personaje de Vila-Matas se esconde el origen del problema: no se trata de una cuestión genérica acerca de la vigencia y de la validez del estatuto autobiográfico, más bien se trata de cómo leer el sujeto “yo” y, en particular, de cómo leer las autobiografías, novelas que, aún inscribiéndose dentro de los marcos ficcionales, se presentan como relatos reales de una vivencia escrita por su mismo protagonista. Puede que, en verdad, sean excesivos los reproches que dirige a sí mismo el personaje vilamatiano, pues como decía en su libro Pozuelo Yvancos, no puede considerarse la autobiografía únicamente “en términos de la relación de ese texto con su sujeto”, es necesario tener en cuenta que “tal texto y tal sujeto están insertos en un marco pragmático”. La autobiografía apela al lector, su estructura indudablemente apelativa lleva al lector a la identificación del yo del texto con el yo del autor. La autobiografía, dirá Pozuelo Yvancos, no es nunca pragmáticamente ficcional, es inevitablemente leída como una transposición del yo del autor, transposición que induce al narrador de Aire de Dylan a querer averiguar si lo contado por Sergio Pitol en El viaje sucedió de verdad. La estructura apelativa y el carácter nunca pragmáticamente ficcional no definen únicamente la autobiografía, más allá de las acertadas palabras de Pozuelo Yvancos, estos dos rasgos pueden definir la autobiografía en tanto que ésta es un relato cuyo sujeto de la enunciación es el “yo”, pero, dejando de lado la cuestión genérica, estos dos aspectos deben ser repensados en base a la cuestión del sujeto de la enunciado “yo” y a la relación que éste establece tanto con el sujeto de la enunciación como con el autor que firma la obra. Es a partir de esta triple relación que, desde la teoría y desde la propia literatura, se reabre la cuestión acerca de las relaciones entre realidad y ficción, cuestión principal a la que se subordina la pregunta acerca de la autobiografía como género literario.

 

No se equivoca el escritor creado por Vila-Matas al preguntarse si acaso no se “había pasado años escribiendo novelas en las que trataba siempre de hacer pasar por reales mis historias de ficción”; la cuestión no reside en la tarea del escritor, sino en la del lector, en la configuración pragmática del relato que induce al lector a engaño, a una identificación en el momento de la lectura que, aún siendo desmentida por la retoricidad del lenguaje, la estructura apelativa del relato confirma. Parece imposible sustraerse de la interdependencia que, en palabras de Pozuelo Yvancos, se establece “entre el hablar del yo retrospectivo que escribe una autobiografía en el presente y de los varios yoes acerca de los que el autobiógrafo escribe”; atrapado en esta encrucijada, ¿cómo debe leer el lector una autobiografía? Inducido, como el narrador de Aire de Dylan, por el propio texto a la tentación, la pregunta ya no es acerca del estatuto genérico de la autobiografía, sino acerca de cómo el lector puede llegar a sustraerse de la impostura del “yo”.

 

La encrucijada frente a la que es irrevocablemente dirigido el lector de autobiografías parece no tener salida; las palabras de Macedonio Fernández alertando de que “todos los hechos de la novela son gratamente imposibles, fantásticos para la realidad” pasan desapercibidas frente a las apelaciones del “yo”. Las advertencias de Macedonio traen a la memoria el relato Cosas soñadas de Juan José Saer, donde Gabriela está convencida de haber encontrado un método “para terminar de una vez por todas con las teorías expresivas y biográficas de la creación literaria”. El intento de Gabriela va más allá de la definitiva renuncia a la autobiografía, Gabriela trata de terminar con todas aquellas teorías que ven en la creación literaria un reflejo biográfico del autor; no se trata solamente de no escribir “yo”, el método de Gabriela “había consistido en introducir en el texto toda clase de elementos opuestos de su persona”, de tal manera que la inevitable interrelación a la que aludía Pozuelo Yvanco terminaba por ser, o al menos así lo sostenía la autora creada por Saer, del todo inviable. Gabriela, a través de su método, quería precisamente demostrar que “la literatura no era ni objetiva ni autobiográfica”, a través de su relato, quería mostrar a Tomatis, el primer lector crítico del relato, que “gracias a la identificación de uno mismo, a través de la literatura, con lo heterogéneo del mundo, se probaba la unidad fundamental de la especie humana”. Los prejuicios biográficos a los que se enfrentaba Gabriela eran los mismos que impedían la identificación con lo heterogéneo del mundo ofrecido por la propia literatura; los prejuicios biográficos, así como la interrelación entre el “yo” y el autor en la autobiografía, impedían la identificación del lector con la ficción, pues el lector permanecía como observador externo de un relato en el que nunca llegaba a participar. Precisamente por esto, la pregunta acerca de cómo leer la autobiografía implica inexorablemente la pregunta acerca de la función del lector; si como dice Pozuelo Yvancos, la autobiografía nunca es pragmáticamente ficcional, ¿cuál es la función del lector, más allá de ser testigo de una vivencia o de una confesión? El lector permanecería ajeno, incapaz de participar, dentro del relato leído. Nada quedaría de las teorías de la recepción de Jauss o del precedente concepto de concreción de Ingarden, ningún vacío podría rellenar el lector frente a una autobiografía, si ésta es entendida como la vivencia real y sinceramente relatada por quien la ha vivido, ¿cómo completar la experiencia real de la que solamente se es testigo a posteriori? La autobiografía abre nuevos interrogantes, terminar con los prejuicios biográficos a los que se enfrentaba Gabriela no basta, la autobiografía es ajena a dichos prejuicios, sin una puesta en discusión de su género, los prejuicios biográficos en el caso del relato catalogado como autobiografía –no todos los relatos narrados por un “yo” se presentan como autobiografías- no son sino un requisito que, aun siendo rechazado desde el punto de vista retórico, permanece vigente en la estructura pragmática, en la praxis lectora.

 

En La escritura o la vida, Jorge Semprún reconocía la necesidad del “yo” “de la narración”, un “yo” que, como él mismo decía, “se haya alimentado de mi vivencia”, pero que, al mismo tiempo, “la supere”, pues el “yo” de Semprún debía ser capaz “ de insertar en ella”, en la vivencia, “lo imaginario, la ficción”. Con palabras distintas y sin la ironía propia de Macedonio, Semprún alertaba al lector que se encontraba frente a una ficción, frente a un relato que, por ser relato, había sido victima de la imaginación. No fueron pocos, puede que incluso fuera la mayoría de los lectores los que leyeron La escritura o la vida como un relato sinceramente autobiográfico, los que vieron en él la sincera narración de la experiencia de su autor quien, sin embargo, dejaba escrito en aquella misma obra:

 

“¿Cómo contar una historia poco creíble, cómo suscitar la imaginación de lo inimaginable si no es elaborando, trabajando la realidad, poniéndola en perspectiva? ¡Pues con un poco de artificio!”

El artificio era inevitable para Semprún, era inevitable crear el personaje nunca existido de Han Freiberg; para el autor, ilustrar la realidad de Buchenwald y así dar testimonio de aquella experiencia resultaba imposible de no ser a través de una ficción que, voluntaria e involuntariamente,  Semprún imponía en el relato de su obra y que, contemporáneamente, era impuesta por la propia escritura y su inequívoca retoricidad. La escritura literaria era, en palabras del propio Jorge Semprún, la única manera de hacer transmisible “la verdad esencia de la experiencia”.

 

Para Paul de Man no era posible distinguir la autobiografía de la ficción y la ficción, en especial la literaria, no podía entenderse como “una unidad determinada de significado referencial” , al no poderse encontrar tras el sujeto que dice “yo” ningún referente completo. A pesar de la contundencia con la que repropone un nuevo estatuo para la autobiografía, hasta llegar a su rechazo, Paul de Man no es ajeno a las dificultades que ésta entraña, de ahí que la defina como una “figura de la lectura o de la comprensión” y, estableciendo un diálogo indirecto con Gabriela y su intento de terminar con los prejuicios biográficos, añada que dicha figura de lectura y comprensión “tiene lugar, en algún grado, en todos los textos”. Más allá del tono combativo de cada uno de sus ensayos, las palabras de Paul de Man no distan mucho de la propuesta de Pozuelo Yvanco. El autor de De la autobiografía. Teoría y estilos, sin contradecir el análisis retórico del crítico belga, sostiene que la puesta en discusión del género autobiográfico no puede prescindir del lector, del modo en que éste lee la obra y termina siendo presa de su estructura apelativa. ¿Cómo repensar, entonces, la autobiografía? Y, sobre todo, al pensar en el intento de Gabriela, ¿es posible desterrar los prejuicios biográficos? En una ocasión, Gerard Genette confesó que la cuestión de la autobiografía y, por tanto, la relación entre la realidad y la ficción era una discusión inacabable, “quizá”, afirmaba, “debamos permanecer dentro de este torniquete”. A pesar de que las palabras de Genette puedan resultar las más idóneas frente a esta “insufrible” cuestión, repensar la autobiografía todavía es posible, sin embargo, repensar el género autobiográfico es, ante todo, repensar el “yo”, la relación triangular antes mencionada y no sólo la relación de este “yo” narrativo-ficcional con la realidad del autor. Para ello, resulta imprescindible una clara conciencia de los interrogantes, de las contradicciones y, evidentemente, de la dificultad interpretativa que genera la lectura del relato del “yo”, más allá de si dicho relato se presenta bajo la etiqueta genérica de autobiografía o de novela de ficción. No se puede, a estas alturas, prescindir del análisis tropológico de Paul de Man, de la retoricidad inherente al lenguaje y, por tanto, de su inequívoca a-referencialidad. Puede que, en la lectura, tras el sujeto que dice “yo” el lector no pueda dejar de identificar un rostro, de encontrar un referente para ese pronombre, pero, concluida la limageectura, en el momento analítico-reflexivo, ese “yo” deberá considerarse vacío, carente del referente asignado a lo largo de la lectura y deberá, por tanto, entenderse como un signo del lenguaje que vela al tiempo que (re)vela. Como indica Vicente Luis Mora en El lectoespectador, no resulta ya válida “la creencia de que una disposición genera por sí sola efectos semánticos”, es necesario poner “el lenguaje y su capacidad en cuestión”.

 

La cuestión ya no es el intento de no caer en la tentación de contestar a la apelación del “yo”, no se trata de negar la estructura apelativa del texto autobiográfico ni tampoco de rechazar la idea de que el relato que dice “yo” está condenado a ser pragmáticamente no ficcional. Ya no se trata de reprocharse tales tentaciones, más bien se trata de identificar las ataduras a las que el lector permanece casi irremediablemente atado a lo largo de la lectura para posteriormente poder liberarse de ellas. La reflexión crítica y los posibles planteamientos teóricos son posteriores a la lectura, de la misma manera que no pueden prescindir de la lectura, del momento meramente lector, no pueden no ser conscientes del engaño a la que la obra induce. El debate acerca de la autobiografía, no debe concluirse con su negación, ni tampoco detenerse en un aparente cul de sac, en aquel torniquete al que Genette aludía.  El objeto de la crítica y de la teoría literaria es seguir releyendo las obras, proponer nuevas lecturas, nuevas interpretaciones y, sobre todo, mantener hermenéuticamente abierta la  pregunta acerca de las obras y de sus mecanismos. El objetivo del último ensayo de Vicente Luis Mora es pensar nuestro tiempo, “realizar una simple y humilde fotografía de nuestro tiempo”, fotografía que realiza a través de la reflexión acerca de los actuales mecanismos creativos. Pensar los nuevos mecanismos a través de los cuales el problema acerca de la relación del “yo” con la alteridad, con la ficción y, en definitiva, con el lenguaje que lo enuncia y lo vacía de contenido, es el modo de salir del torniquete y cuestionarse, más allá de la autobiografía, las nuevas problematicas acerca de la construcción  del yo que, por ser tal, es siempre una construcción ficcional. Dichas problemáticas relacionadas, antes y ahora, con el concepto de doble, de la alteridad, con los conceptos de verdad y ficción, requieren ser repensadas, como observa Vicente Luis Mora, a partir de su rearticulización a través de “los medios electrónicos” que “han alterado la percepción con que son ahora observadas –sobre todo artísticamente- las realidades del entorno”. Lejos de caer en el hastío, la reflexión sigue abierta, El lectoespectador, así como otros textos, son ejemplo de ello.

 

 

 

 

© Ana María Iglesia 2012


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