biografía del autor

imageUlises Gonzáles

El destino (Épica)

       

  ¿Cómo había llegado, arrastrando una maleta de color proteíco, unas sandalias andaluzas de arenas calientes incrustadas y unas camisetas mal lavadas y roídas por la carie que dejan los detergentes baratos? No lo sabía, Marcelo. Nunca sabría siquiera por qué sus ojos apurados de aventura apuntaron a la sala de embarque donde un cartel luminoso anunciaba: Río de Janeiro.  Allí se anunciaba todo. En esa mañana en el terminal rodoviario de Foz de Iguazú, con el alma aún húmeda por una excursión afiebrada a la Garganta del Diablo, Marcelo apuró los billetes que escondía en una alforjita anudada contra el estómago y debajo de los pantaloncitos –tretas viejas de su madre acostumbrada a los viajes de asaltos en las carreteras de su País de Hartos–y compró el pasaje para Río, cuyo nombre impreso con caracteres computarizados, sostuvo entre sus dedos ansiosos contra la luz que florecía atravesando los techos de cristal del terminal.

      Por allí se fue, y anduvo con pillos y con prostitutas y con una argentina de pechos encendidos cuya falda se levantó en la medianoche del Carnaval en una efusión de aire del subterráneo que salía por unas rejillas de la vereda que los llevaba al Copacabana, a ver a las mulatas levitando desde el subsuelo y escuchar los ensayos  de las escuelas que competirían en el desfile anual. Y caminó preguntándole a la arena por qué las desgracias acaecían cuando él estaba ausente, al enterarse de la muerte de su abuelo, apoyado por las ineficaces manos de los médicos de la clínica San Borja.

      ¿Qué pudo hacer Marcelo? Había llamado para anunciarles que caminaba entre las pirinolas del tráfico carioca hacia su primer encuentro con el Océano Atlántico, y la empleada llorosa y asustada le comunicaba que la familia había partido en carrera de emergencia hacia las faldas del cerro del pueblo, para enterrar al abuelo antes que le diera encuentro la podredumbre del tiempo.

      Un abuelo que se llamaba como él, que compartía su nombre al igual que la nariz con que fundó su estirpe de Marcelos, de hijos nobles y políticos, de emigrantes que se fueron dejándolo sólo con la chacra y con su esposa, que murió saludando a las figuras de la televisión y reclamando que le dieran su peineta de carey. Y cabizbajo al lado de las olas de Río, le reclamaron el sexo las diosas que posaban semidesnudas al sol vertical brasileño y remojó su alma hirviente en la frialdad de la orilla para seguir rumbo hacia las otras playas, para volver a su hotel a enredarse con la argentina que lo hizo su amante y su hijo, prometiendo visitarla en Buenos Aires, en cercanías, en ese pueblo de polvos elegantes donde se sometía a la caridad de su arte, a la comprensión de sus estudiantes de primaria y a las manos de su siquiatra.

       

Dejó Río porque le dijeron que lo iban a asfixiar los precios y los turistas del Carnaval y empacó con rumbo a Ubatuba. Y allí estaba, frente a las manos de sus contrincantes amigos que le enseñaron a gritar:

      “¡Truco!” y el vocabulario principal para sobrevivir a la indiferencia brasileña a los idiomas de occidente y a las maneras de sus mujeres que nunca sabían mirar sin dejar de sonreír. Como Fabiana.

      Allá estaba. En esa mesa rodeada de polillas que revoloteaban las luces de su juego de naipes, esa chiquilla que cantaba con voz de pájaro y susurraba como los grillos con sus amigas mientras lo miraba. Claro que te vamos a acompañar a la playa, mañana, vamos a ir a la de los tablistas y te vamos a enseñar a nadar. Yo sé nadar, Fabiana. Y los grillos otra vez, y los amigos brasileros que se enteran que su cara no sabe mentir y tratan de enseñarle.

      Aprende. Ya sabe jugar al truco y empieza a jugar a la vida con ventaja, a enredarse con cierta dignidad en esas máscaras que el amor exige como disciplina. Fabiana y sus amigas se pierden en el bus repleto de gente y lo ignoran al llegar tan lejos como hasta las rocas donde el río desemboca entre las matas del toñuz y se confunde con el mar. Y les dice Marcelo que en el País de Hartos no existen las palmeras al borde del océano, ni los ríos que fluyen como manantiales para mezclarse de sal, ni la vista verde alimentada de lluvia donde se calma el ardor de los pies si se corre descalzo sobre la arena caliente.

      Fabiana quiere que se tomen una foto juntos sobre unos acantilados y sus pecas se multiplican en esa sonrisa de truco con que abraza a Marcelo por la cintura y lo deja flotar al lado del cauce del río, soñar que lo quiere, que el mar es del tono de las esmeraldas y que en las playas brasileñas se aspira el olor a libertad. Allí se besan.

      ¿Cómo había llegado tan lejos? Jamás sospechaba Marcelo que lo vientos soplaban más fuerte al final del siglo XX, que los huracanes que le quemaban las entrañas de aventura se lo llevarían otra vez, a él y a miles de otros habitantes, a lugares donde el idioma es como el de los grillos, amistosos e inexplicables.

      El destino le enseñó a jugar al truco, a saludar al sol caminando por la orilla, a enredarse en aventuras de autobús y apreciar el sabor de la sal penetrando por un ático  antiguo en la mañana de la ceniza. Aprendió a mirar con precipicio y con altura, a comparar en silencio, a burlarse de sí mismo y de su pequeñez que se movía de uno a otro lado como si las distancias no significaran nada. A creer en su sexo, en su ritmo, en su dios.

(Épica)

En el sexto día del séptimo mes del séptimo año del siglo veintiuno, el hombre descubrió que no estaba solo. Miró alrededor suyo, limpió el polvo de uno que otro libro de su biblioteca, revisó su colección de DVDs, escogió un disco y -mientras empezaba a sonar el primero de los surcos- se fue al baño y meó.

      Fue una meada generosa, prolongada, épica. Mientras la orina pasaba de su aletargado cuerpo, hacía un arco fabuloso y terminaba asentada en el fondo de la bacinica de mármol, el hombre se percató de que estaba empezando una nueva etapa en su vida. La luz penetraba lubricantemente en la habitación de baño e iluminaba uno que otro rezago de las beatíficas tardes de su verano feliz: toallas mojadas, ropas de baño cubiertas de arena y camisetas que no había tenido tiempo de llevar hasta el cesto de la ropa sucia.

      Sobre la bacinica de mármol, una foto de una ola le anunció en aquél minuto en que el hombre consagraba toda su energía a la descarga de la pichi dorada, que los dioses guiarían sus pasos. Vagamente vio el perfil de Júpiter entre la luz del sol y oyó el retumbar del mar que anunciaba que en esta empresa estaban juntos. Para que el hombre (algo diletante, propenso a la divagación y al relajo) se convenciera completamente de sus designios, se abrió la puerta del dormitorio de baño y apareció Venus, apenas cubierta con una tanga carmesí y los pezones iluminados con polvo dorado.

      Entre camisetas sucias, el hombre recibió de Venus el mensaje de su condición sobrehumana. Se lo susurró al oído y se lo repitió mientras se lavaban mutuamente. Los dioses aprobaron satisfechos cuando al día siguiente el hombre y Venus se subieron a la camioneta y partieron en busca de su destino. Cielo, tierra y mar estaban con ellos.

      

Biografía:

Ulises Gonzáles (Lima, 1972) vive en Nueva York donde enseña en Lehman College y ha terminado una maestría en literatura inglesa. Está editando su novela País de hartos y un libro de poemas. Ha publicado en la revista Hueso Húmero y el diario El Comercio de Lima.