biografía del autor

María de los Ángeles Esteves

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   No. No la conocía de antes. Ése fue el primero y el último día.

      Yo estaba con Diego y los otros. Íbamos por ahí, en los trenes, buscando algo que comer, como siempre. O guita. O alguna changa, qué se yo, cualquier cosa. Algo que afanar. La calle es así, ¿sabe? Todo está mal. Una mierda. No hay trabajo ni plata. La calle es eso: un tacho de basura gigante lleno de mierda como nosotros. ¿Y qué? Ya ni nos importa. Ser como basura, digo. Somos así, nacimos así, comiendo lo que nos tiran los demás.

      Pero esa piba no sabía eso, creo. Creo que ella no sabía lo que era sentirse peor que basura, o ser tratada como basura y comer basura. Se vestía bien, con zapatos pitucos, de moda, como nuevitos. Y la mochila, tan fácil, ahí, hamacándose en su espalda. Tic, toc, tic toc… como una señal de Dios.

      Éramos cuatro en el tren: Diego, Pablo, Facundo y yo. Para nosotros era un día más, haciendo lo de siempre. Hace como cinco años que estamos juntos haciendo lo mismo. Yo empecé a los nueve, y a los diez ya me había subido a todos los trenes de Buenos Aires, y me sabía de memoria todas las estaciones de nuestro ramal. Mire, se las digo. En el Mitre, de Retiro a José León Suárez vienen: Tres de Febrero; después, la nueva esa, Carranza; Colegiales, Belgrano R, que está buena para afanar porque hay una guita bárbara ahí. Después se separa el ramal que va para Mitre, pero el que va para Suárez sigue con Drago, Urquiza, Pueyrredón, Miguelete, San Martín, San Andrés, Malaver, ¿ve como me las sé? Se las puedo decir todas hasta el final. Y las maestras que decían que yo era un burro, que no aprendía nada en la escuela, ¿se acuerda? Usté, creo que usté no me decía cosas así. ¿Pero ve, ve como aprendo?

      También en la calle uno aprende con quién meterse y con quién no. Si me habrán cagado a palos a mí. ¡Mil veces! Con las viejas, es como un juego. Y más, cuando tienen esas carteritas con manijas largas y finitas, como la que tiene usté. Pero algunas viejas chotas - ¡uy! se me escapó- digo, algunas señoras se ponen difíciles. Se pegan a sus carteras como con Poxi Rán, y las tenemos que tirar al piso para sacárselas.

      ¿Ve? No tengo remedio. Pero le cuento esto para que sepa, porque usté es buena, y hay mucha gente mala, como yo, ahí afuera. Así que tenga cuidado cuando salga, no se confíe de nadie. Es una selva.

      Pero ella tenía una mochila, que a veces es fácil, y otras veces puede ser un problema. Depende cómo se agarra. La vimos venir. “Esa, esa”, nos codeamos.
La elegimos porque era flaca y chiquita. Una minina... Si parecía que se iba a romper, así, como de papel, tan blanca. Y estaba viniendo para nuestro lado, caminando por el andén cerca de las ventanas del tren. Estábamos en el último vagón, con los brazos colgando afuera de la ventanilla. Tenía ropa buena, de esas que se ven en las vidrieras de los shoppings del centro, así que nos imaginábamos que tenía plata. Y qué quiere que le diga, necesitábamos esa plata. Todo el mundo necesita plata, ¿no? Para vivir, para morfar. Y le teníamos que pagar a los patrones, si no, nos reventaban.

      “¡Ahí viene!”, dijo Diego. “Carlos, vos agarrá la mochila. Yo la atajo de adelante.”

      Diego siempre es el que da las órdenes. Yo le hago caso. Facundo y Pablo nos cubrían para que nadie nos saliera desde adentro del vagón.

      Ahí venía. Parecía que se estaba riendo. A lo mejor tuvo un buen día. O por ahí pensó que yo le estaba sonriendo, no sé. A veces hago eso, sabe, le sonrío a la gente sin darme cuenta. Caminaba como si los pies, así solitos, estuvieran bailando cumbia. Los zapatos le brillaban. Los ojos también.
El tren arrancó. Ésa era la señal. Habíamos dicho, para cuando el tren arranque va a estar justo en frente de nuestra ventanilla, y ahí le agarramos la mochila.

      Todo pasó en un segundo, pero como en cámara lenta. Agarré la mochila, y ella sintió el tirón. Se dio vuelta, y el pelo negro se le vino encima. Le tapó la mitad de la cara. Pero, yo vi que me miró. Y ahí me di cuenta, qué linda que es... Pero ya no se estaba riendo. Ahora estaba asustada. No entendería nada, la pobre. Abrió la boca, como que quería hablar, decir algo. Pero el tren, las ruedas, tanto ruido. Se cayó. La mochila no la dejaba ir y el tren la seguía arrastrando. Las piernas se le quedaron en el agujero entre el andén y el tren, que la chupaba como una aspiradora. Fue horrible... No pude hacer nada. No pude salvarla. No pude agarrarle el brazo y sacarla del agujero. Me quedé ahí, mirando como un idiota, mirando cómo se caía abajo de las ruedas. Y el tren, que seguía y seguía andando. No paró hasta que ya era muy tarde.

      Alguien gritó. A lo mejor mucha gente gritó. Diego gritó: “¡Salgan de acá! ¡Corran, boludos! ¡Tenemos que salir del tren!”

      Pero los pasajeros se empezaron a parar para ver qué pasaba, y se nos cruzaban en el medio. Tratamos de abrirnos paso con los codos, pero uno gritó: “¡Paren a esos pendejos! ¡La mataron!” Y otro me agarró del brazo, y me pegó, y después de ahí, ya sabe.... Todavía tengo el chichón, acá, en la cabeza. ¿Lo ve?
Esa noche, la primera acá adentro, fue la peor. Los cuatro acá tirados cagándonos de frío, doloridos por los golpes, echándonos la culpa. "¡Fuiste vos, pelotudo!" me decía Diego . "¡Fue tu culpa!" Ellos dicen que fue todo culpa mía, y a lo mejor tienen razón, no sé. Siempre me dicen que soy un tarado. Pero, ¿qué saben ellos, no? ¿Qué se creen, que son mejores que yo? Ni siquiera saben leer.

      Yo soy el único que sabe leer. Bué, más o menos, pero puedo leer algo, gracias a usté, señorita, ¿se acuerda cómo me enseñaba a leer? Ellos ni siquiera pueden leer su nombre. Y cuando el cana nos trajo el diario esa mañana y nos mostró la noticia de Marta, y vi las fotos... Marta de chiquita con su mamá, Marta en la primera comunión, Marta en su cumple de quince... Y vi sus ojos de nuevo, ahí mirándome desde el papel... Me temblaron las manos, ¿sabe? No me pude aguantar. Yo sé que después me iban a cargar y me iban a decir maricón y todo eso, pero no me pude aguantar. Y me puse a llorar, ahí, enfrente del cana, como un idiota. 

Biografía:

María de los Ángeles EstevesMaría de los Ángeles Esteves: Buenos Aires, 1970. Graduada en el Conservatorio de París y en el Royal Conservatory of The Hague. Hizo un Master of Fine Arts en Escritura Creativa en la Universidad de California, Riverside, del que se graduó en 2006. Ha publicado relatos y poemas en diversas revistas, como Crate, Naranjas y Nopales, Umbrales, y ha figurado en la antología Poemas al paso. En la actualidad escribe una novela de título “Las desterradas”.