biografía del autor

imageMargit Kaffka

Entierro

 

Traducción de
María Elena Szilágyi Chebi

 

Alrededor de la casa, se extendía a lo lejos el campo primaveral negro, mojado, friolento y torpe, desabrigado como la inopia de un rostro lloroso descubierto; se escuchaba el siseo de la gleba funesta al absorber el líquido sucio de la nieve y otras humedades putrefactas. En la pila de tablas de la maderería vecina un gato, joven y agarrotado, color gris, avanzaba en silencio con encantadora, lánguida y lúgubre melancolía; con inseguridad y sin rumbo —con las costillas hundidas, supinas—, recorrió el listón del extremo superior con ojos vidriosos, redondos como ventanas que reflectaban a lo lejos. Más allá del depósito se hallaba un cementerio, a la derecha se veían techos de casas y calles mojadas.
            —Porque hoy todo luce como si a través de un vidrio negro...
            La mujer dijo eso y no lo terminó. Estaba sentada junto a la ventana al lado de una máquina de coser, sus manos blancas y pequeñas yacían con palidez y resignación en la ensoñadora blancura del lienzo. Sus ojos ahora habían perdido brillo como si le hubiesen puesto delante una telaraña fina. Solo veía afuera el patio y los corrales, el dibujo confuso de los sarmientos y de las madreselvas sin hojas en la pared grisácea de la barraca y a lo lejos el jardín cencido por plantas secas del año anterior. En ese momento reinaba una quietud fatal bajo el cielo negruzco del anochecer.
            Un hombre se levantó en el rincón opuesto de la habitación y se dirigió hacia la puerta de vidrio. “Ah —replicó con desdén, deteniéndose un instante—, ¡para eso no hay remedio! Esa nostalgia... Es la nostalgia de la luz.”
            Llevaban así ya bastante tiempo sentados juntos, prácticamente mudos, afligidos, sin poder canalizar en una o dos palabras lo ocurrido ese día u otras cosas sin importancia, la tensión que latía en sus corazones, ni la amargura infundada, ni la mofa nerviosa que se coagulaba cada vez más.
            La señora lo siguió con la mirada hacia el umbral, poco menos abatida que ahora sale y todo permanece igual; ese silencio abrumador, esa insatisfacción sin nombre, sin resolver, sin hablar... Bajó la cabeza con un movimiento leve, pero caviló en secreto sobre alguna solución; de repente le vino a la mente algo muy desagradable, aplastante, casi aterrador sobre el día de hoy, algo que estaba por acontecer aún.
            Ese animal, ¡pobre animalito, tan tierno!...
            Intentó sonreír, un sentimiento sin razón e infantil, se trata de un perrito enfermo, un animal tonto, diminuto, al cual le da lo mismo, ni siquiera se percata de que vive ni siente el sufrimiento. Ahora descansa en la paja húmeda de la cucha, respira levantando suavemente el cuerpecito tibio, afelpado de pelo negro, tranquilo, de ojos cerrados y con el alma de animal despreocupado... ¡Como un niño pequeño!
            —¿A Palkó lo has mandado a pasear? se oía desde el soportal cerrado y volvió a aparecer la cara del hombre en la puerta. Era un rostro rubio hirsuto, porfiado, de duras intenciones.
            —Lo llevaron a lo de su tía. Ahí se queda hasta la noche.
            Nuevamente se quedó sola en ese silencio y algo confundida por la idea reciente. ¡Como un niño!... Era el perrito de Palkó, se lo habían traído el año anterior justo cuando el  pequeñuelo había cumplido los tres años y ese cachorrito era diminuto del todo, indefenso y era conmovedor verle lloriquear tembloroso por la mamá. Cómo lo mimaron entonces con trapos tibios y lo cuidaron en un rincón debajo de la cocina, hasta que tomó confianza, se volvió comilón y juguetón, e hizo reír dando asombrosas vueltas de carnero. A través de él le enseñaron a Palkó, hombrecillo insensible, el cariño y la compasión. “ No se debe agarrar así, ¡eso le duele! ¡Mira, a ti también te duele si te hacen así!... ¡Sólo acariciarle el pelito suave, suave, pero no al revés, y evitar los ojitos, así!... Y aprendió y se hizo más humano en esa amistad perruna; durante un año crecieron juntos, ¡y cómo se querían! Por las mañanas al despertarse, sentado en la cama en su pijama blanco llamaba sorprendido al perro. Chicho entonces daba un brinco al acolchado, se le sentaba enfrente con el hocico negro inclinado de lado a lado, moviendo las orejas; sí, atisbaba los trozos de bizcochos mojados en el café con temperamento contenido, digno de buena educación. Palkó luego a veces le daba todo pero lentamente, con trozos cada vez más pequeños, disfrutando del privilegio del compartir. ¡Cuántas veces los vio así en los crepúsculos del invierno! ¡Dios mío! Tal vez era el único recuerdo alegre de esa vida tan difícil, agobiante de invierno. ¡En algún tiempo brilló como luz! “Ahora está con el doctor porque lo lastimó un perro grande y malo, pero lo van a curar.”  —Eso le dijeron hoy al pequeño aunque mañana nuevamente lo buscará y llorará. “Entonces le diré que se fue al cielo con el abuelo” —acertó a decir hoy la niñera.
            Primavera lánguida, nublada, suelo desmoronado, olor descompuesto que emanaba de abajo de la nieve y aquí esta casa de piedra gris; las paredes ahumadas, la penumbra ciega de las ventanas profundas y afuera los corrales vacíos, árboles pelados de ramas negras, predio desocupado, depósito, cementerio, silencio grave, calmo. “¡Como si a través de un vidrio negro...!” ¡Y esa es la vida ahora y siempre, y nunca más habrá resplandor! ¡Esto sí es  nostalgia!
            Ese animalito huérfano, infeliz, dolorido, tal vez llore ahora abandonado a la intemperie en el frío húmedo. Ya no le ponen sobrenombres cariñosos, lo encierran y lo evitan con temor egoísta y no piensan en él. Las personas tienen vergüenza del sentimentalismo. Pues solo es un cachorro zarrapastroso, traen otro en su lugar.
            Afuera en el soportal hizo algo de ruido el hombre con el cual hoy estuvo sentada durante horas muda, acongojada por la amargura impotente acumulada una vez más por la acusación y defensa que no rompía en palabras, no desencadenaba en crudas ni amargas discusiones; a pesar de que ambos adivinaban la acusación del otro y conocían las objeciones y la explicación. “Tuve que venir aquí, mi vida ahora es así; el silencio triste, el paisaje negro; y ... ¡tú! ¿Qué me has dado a cambio?” “¿Yo te obligué? ¡Tú también lo quisiste! ¡Yo mantengo lo que prometí y trabajo, y tú ya tienes un hijo!”
            Laberinto eterno, esfuerzos en vano —los días un suplicio, años de forcejeo, incluso a veces un fúnebre dolor, horrible silencio y la vergonzosa escasez al descubierto que reina en el atardecer cuando se va la nieve y todo queda dolorosamente desvestido por la primavera.
            Ahí detrás de las maderas acorchadas, en la paja embarrada gime en barruntos de la muerte un pobre perrito, una pequeñez inocente, un poco del calor de la vida, algo de apego aquí. ¿Acaso por eso sufre hasta las lágrimas en estos momentos o solo quiere encontrar una excusa para el friolento, insatisfecho y gran dolor? El niño, el pequeño niño en llantos luego buscará también a su compañero de juegos. Habrá que ir con él, acariciarlo, llamarle al menos con cariño. O para poder pasar por el soportal y decirle algo al hombre por el cual está llena de amargos resentimientos. Decirle que reaccione, para que pueda continuar: disolver en palabras su ponderosa, abrumadora e impotente tristeza.
            Salió y vio al hombre que toqueteaba algo en el revólver frente a la puerta abierta del armario. —“Oh, ¿ya tan pronto? —preguntó de repente asustada, las piernas le temblaban y se asió en la puerta.
            —Es inútil, ¡hay que quitarle la vida, pobre! —murmuró el hombre todavía de espaldas, inclinado sobre el arma. —Efectivamente hay encierro de perros y no se sabe si el que lo mordió se hallaba enfermo o no. Y también para Palkó es peligroso. Ahora ya tampoco podría jugar con él igual... Pero tú... ¡eh, pero qué nervios tienes! ¡Quién te ha visto así de pálida!... ¡Vamos ya, mujer!
            Quería tomarle la mano repentinamente, olvidándose de todo en una asombrosa compasión algo desdeñosa; pero la mujer retiró las manos, se las llevó a la cara tapándose los ojos, para no oír palabras tranquilas, detalladas, razonables. El hombre permaneció inmóvil a su lado durante un rato, reflexionó si primero la tranquilizaba o no; mas eso le pareció como incómodo. “¡Vaya!” —dijo vagamente al final y salió súbitamente.
            ¡Lo mata, ahora lo mata! —el  horror hizo estremecer los nervios de la mujer otra vez. Se dirige a su cucha, lo toma del collar y lo arrastra hacia afuera. Ahora le apunta; no le acierta, el cuerpo ensangrentado contorsiona y le dispara de nuevo, a bocajarro... Pero no, ¡aún no se ha escuchado el disparo! Afuera se propaga un sofocante abejeo uniforme, rumoroso y se llena todo de sordo retumbo; campanadas, vigilia de alguna fiesta. ¡Pero el disparo aún así lo tiene que oír luego!... Esperó, permaneciendo así, cubriéndose la cara con las manos, tal vez por un largo rato. Pero ya sentía cómo la sangre le fluía con más regularidad, ya se apaciguaba inmóvil, en el silencio y poco a poco, extrañamente surgía la idea dirigida a un nuevo sendero: “Tiene que hacer esto, pero cómo puede hacerlo!
Qué duro, fuerte; pero ves ¡el mundo siente necesidad de ello! La mujer aún así tullida, ¡débil, un ser desmembrado, incapaz de obrar, una nadie! Ella sería incapaz, posiblemente eso la volvería loca. Ves, ¡no sería capaz de vivir ya, abandonada en soledad, sin él, en el acerbo, entre cosas necesarias, en el mundo salvaje, asesino! Pero ves, regresa... ¡regresó! ¿Tal vez no tenga que hacerlo después de todo?”
            El hombre simplemente entró y con una ternura repentina le sonrió al rostro interrogador de la mujer que lo miraba. Guardó el arma primero con cuidado, prudentemente la colocó en su sitio y cerró el armario. “¿Entonces?” —le preguntó enseguida casi apaciblemente, y se le acercó.
            —¿Qué ocurre con él? ¿No hay que matarlo?... ¿Cuándo lo harás?
            —¡Ay tonta! ¡Pues ya descansa en paz, pobrecito!
            —Ya lo has...
            —¡Pero vamos! ¿Por quién me tomas? ¿Por inepto? No sintió nada. Lo puedes creer. Lo hice salir con un terrón de azúcar y me siguió a saltos hacia el jardín. Entre los árboles, en la estacada le ladeé la cabecita con cuidado. En medio segundo acabó, la bala le dio en el cerebro y no sufrió siquiera. La pala ya la tenía preparada, ahora el suelo ya está blando, mullido ¡mira qué embarradas me quedaron las botas! Todavía estaba caliente el cuerpo cuando lo enterré y también lo cubrí con hojas secas. Sabes que lo acompañaron a la tumba campanadas como homenaje. Ya verás cómo se va a alegrar Palkó del nuevo Chicho que volverá a ser pequeño y mimoso. ¡Bueno! Ves cómo ya sonríes, mujercita.
            No sonrió pero le dio la mano con suavidad, impotente. En ese momento sintió que la mano del hombre también temblaba. Después de todo, esto lo alteró un poco. Tal vez fue difícil para él también, puesto que quería al animal, puede ser que se haya horrorizado pero sacó fuerzas porque sabía que esto lo tenía que hacer él, en su lugar no lo haría otro; o sea él es el que se encarga de la providencia humana en esta casa solitaria y es preciso que sea duro, incompasivo, pero a la vez autosuficiente, responsable, firme. “¡Yo mantengo lo que prometí!“ ¡Y en contra de eso todo es en vano!
            El crepúsculo ya se concrecionaba y las ventanas rectangulares de vidrio enmarcaban el paisaje, el luto negro del campo primaveral fríamente desabrigado, la gleba húmeda y líneas llanas difundían desfallecientes la irresoluta perspectiva hacia el horizonte nebuloso. La tarde, ya está aquí la tarde que promete la luz de la lámpara que absorbe y calienta. Ya todo es en vano, tal vez el dolor sea cada vez menor, ¡aún le sigue la resignación y la conciliación! Ves, el perrito enfermo ya no gañe más de sufrimiento, descansa tranquilo, ¡y todo fue tan rápido, tan fácil! ¡Qué sencilla es la muerte!... Y la vida.
            Enseguida regresa a casa Palkó con la niñera.
            Dejó que le tomara la mano, le abrazara la cintura. ¡Ya todo es en vano! 


Biografía:

Margit Kaffka  1880-1918 escritora y poetisa húngara. Su padre murió joven, la familia vivió en circunstancias pobres. Estudió becada en el convento formador de profesores de las Hermanas de la Caridad de Szatmár y luego otro año en Miskolc. Continuó sus estudios en Budapest y en 1902 obtuvo su diploma de maestra de escuela civil, en la escuela para señoritas Erzsébet. Regresó a Miskolc y allí enseñó literatura y economía; Aquí se publicaron sus primeros textos, poemas, relatos y en esa época se convirtió en una colaboradora permanente de la revista literaria Nyugat. A comienzos de la Primera Guerra Mundial abandonó su carrera de profesora y vivió únicamente para la literatura. En 1912 se publicó su primera y más importante novela, Colores y años (Színek és évek) que relata la sociedad de los nobles empobrecidos sin valores y del destino de las mujeres que vivieron en el cambio de siglo. Su segunda novela publicada en 1917 Hormiguero (Hangyaboly) evoca los años pasados en el convento y fue también muy exitosa. Tras la Primera Guerra Mundial cayó víctima junto con su hijo pequeño de la epidemia de la gripe española.