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índex català   Junio-Julio 2007 no. 59

tv eye. I see you on my TV setEMBOSCADA

Juan Trejo
      

Primera parte

Como todos los días laborables desde hace ya algo más de ocho meses, da comienzo a las 16:30 el programa Mensajes, en la Primera de Televisión Española. Tras el logo de la cadena pública, un fundido en negro que se transforma en la vastedad del espacio exterior y, acto seguido, empieza a sonar la melodía de cabecera, el tema “An Ending (Ascent)” de Brian Eno. Después la pantalla se llena de una lenta sucesión de imágenes, un tanto pixeladas y pasadas por un filtro dorado, relacionadas con los avistamientos: la comandante Eileen Collin señalando hacia una de las ventanillas de observación de la Estación Espacial Internacional, las imágenes registradas por las cámaras exteriores del Discovery, el rostro de George W. Bush, el rostro de José Luis Rodríguez Zapatero, la enorme sombra apaisada sobre un grupo de barcas frente a la costa de Mikonos, la concentración de Melbourne, los peces del lago Victoria… Poco después, a medida que la música se va apagando, un plano a medio cuerpo del director y presentador del programa, Javier Sardá, con los rótulos en letras doradas justo por debajo de la cintura. El público está a su espalda, formado un semicírculo, muy cerca de él. Sardá, canoso y con barba, va vestido con ropa informal, de calle, como si el conocido presentador acabase de salir de entre el público, o como si fuese un espectador más.

Andrés está sentado en el sofá del salón de su casa, frente al televisor encendido dispuesto a ver el programa. Hoy miércoles, como suele hacer ya por costumbre dos veces por semana, ha salido de la oficina una hora antes de lo previsto. Después de apagar el ordenador de su despacho, ordenar los papeles de su cartera y despedirse de su secretaria, ha dado una vuelta por la gran sala donde se exponen las maquetas de los pisos en venta, le ha echado un último vistazo a las dos nuevas, apreciando un par de errores —uno en el baño del piso de la calle Mallorca y otro en la terraza del piso de la calle Diputació— e indicándoselos en el acto a uno de los jefes de ventas, después ha bajado en el ascensor hasta el aparcamiento subterráneo y ha montado en su coche, un Honda Accord de color negro, aparcado en una de las plazas destinadas a los cargos superiores de la empresa inmobiliaria en la que trabaja, ha recorrido las calles del Eixample a un ritmo bastante aceptable dada la hora, desde Rambla Cataluña esquina Roselló hasta Passeig Sant Joan con Provença, ha estacionado en una de las dos plazas de aparcamiento de las que disponen en el parking subterráneo de su propio edificio —la otra está ahora vacía, pues Marga, la mujer de Andrés, ha ido a buscar al mayor de sus hijos al colegio con el otro coche—, ha subido en el ascensor hasta la séptima planta, ha entrado en su piso y apenas le ha dado tiempo de quitarse los zapatos, tirarlos de cualquier manera en su dormitorio, y aflojarse un poco la corbata antes de acomodarse en el enorme sofá blanco en forma de L frente a la reluciente pantalla del televisor. No se ha quitado siquiera la americana; hasta tal punto la tiene asociada a su anatomía. Una vez sentado, con los pies estirados sobre la alfombra de tonos anaranjados, aprieta el botón de encendido en el mando a distancia y exactamente dieciséis segundos después empieza a sonar la sintonía de cabecera del programa Mensajes. Una inocua sonrisa se esboza en el rostro de Andrés al comprobar, una vez más, su buen ojo para calcular de forma intuitiva la relación espacio-tiempo.
       El tratamiento de la imagen y los contenidos en el programa Mensajes es aparentemente plano, sin subtexto, sin dobles sentidos, sin efectos de sonido para enfatizar o juegos de palabras irónicos. Los movimientos de cámara apenas son visibles, todo funciona a base de plano y contraplano, más algún que otro repaso a la formación en semicírculo del público con Javier Sardá en el centro, como si estuviese integrado entre ellos, como si fuese otro espectador más. A excepción de este último detalle, así como por la presencia de tonos dorados a diestro y siniestro, el ambiente en un principio recuerda levemente al que se generaba en el debate del mítico programa La Clave. En cualquier caso, tratando los temas que tratan, con los vídeos y las imágenes que insertan sin descanso cada día, imágenes nuevas, absolutamente frescas y siempre desconcertantes, poca falta hace darle ritmo al programa a base de extraños encuadres de los invitados o frenéticos movimientos de la cámara-grúa. Los comentarios, las muecas y los gestos de los invitados, testigos de los fenómenos inauditos que aparecen en pantalla, serían ya suficiente estímulo para mantener a cualquiera espectador pegado al televisor.

El toque sutil o subliminal, lo único que puede leerse a partir de un trasfondo significativo, lo aportan dos detalles periféricos en el discurrir del programa. Por una parte, la melodía de cabecera. Su singularidad radica en que el tema “An Ending (Ascent)” forma parte de un álbum de 1983 titulado Apollo, Atmospheres & Soundtracks, un disco que Brian Eno compuso por encargo de la NASA para ponerle música a la película que debía resumir la inabarcable cantidad de material filmado durante todas las misiones Apollo. Pero sobre todo es un acierto por el tono que crea, por ese toque profundamente misterioso y a un tiempo esperanzado que destilan los primeros cincuenta o sesenta segundos del tema, una fluidez melódica que le aporta a la visión de la enormidad del espacio un matiz humano. Todo un acierto. El otro detalle periférico es el propio Javier Sardá. Su pasado le precede. A pesar de las canas y la barba, es imposible no rememorar su anterior programa al verlo aparecer en pantalla tras las notas de Brian Eno y las imágenes de Eileen Collin o George W. Bush. Por eso cuando habla con gesto serio, cuando presenta a sus colaboradores o les escucha concentrado, sin siquiera torcer la boca, a pesar de las extrañísimas disquisiciones que en ocasiones tienen lugar en el plató, el espectador no puede dejar de plantearse cómo debe de encarar todo lo que ha venido sucediendo desde hace año y medio. ¿Debería, a pesar del desconcierto, sonreír? ¿Tras los temores y la inquietud se ocultará acaso una gran broma de dimensiones cósmicas? O bien, si incluso Sardá se pone serio, ¿no tendremos que echarnos definitivamente a temblar? ¿Qué sabe él que nosotros no sepamos? Después de todo, quién mejor que alguien que dirigió durante ocho temporadas Crónicas marcianas para presentar un programa sobre comunicación extraterrestre.

Andrés sale antes de lo previsto de la oficina dos veces por semana precisamente para poder llegar a casa y ver al menos una hora del programa Mensajes a solas antes de que llegue Marga con los niños. El mayor de sus hijos, Oriol, acaba de cumplir cuatro años y estudia en Aula, un colegio con un selecto programa educativo ubicado en la otra punta de la ciudad, por encima del monasterio de Pedralbes. El menor de sus hijos, Gabriel, tiene ahora quince meses, todavía no va a la guardería, y su madre lo lleva y lo trae consigo cuando, por las tardes, va a buscar a su hermano en coche. Marga y Gabriel salen de casa a las 16:10 y suelen regresar pasadas las 17:45. Andrés decidió hace ya unos meses que dos veces a la semana, por lo general los lunes y los miércoles, esa hora de soledad se convertiría en su momento especial. Se trata de una especie de terapia.
       Porque Andrés no se sienta en el sofá blanco, descalzo y con las piernas estiradas, para relajarse, destensar los músculos, dejar la mente en blanco y olvidarse de sus problemas. Todo lo contrario. Andrés se coloca frente al televisor para convocar sus miedos y dejarse arrastrar por ellos durante un rato. La hora que pasa a solas antes de que lleguen su mujer y sus hijos le sirve para dar rienda suelta a un terror pánico que siempre está ahí, presente en su vida como un rumor sordo y amenazante, pero que él mantiene bajo control, encerrado en una cavidad hermética de su psique, amordazado. Viendo el programa Mensajes abre la compuerta de esa cavidad y deja que el miedo se manifieste como un torrente. Es como un rugido veloz que en breve se convierte en el estruendo de un derrumbe, de una explosión. Pero de una explosión controlada. Ese ejercicio catártico no llega a convertirse en un ataque de ansiedad en toda regla, con sus síntomas asociados —ahogo, fuerte presión en el pecho, taquicardia, mareo, desubicación espacial— porque, transcurrida esa hora, su mujer y sus hijos entran por la puerta y Andrés recupera de forma automática, como mediante un sensor infalible, su férrea integridad y su capacidad de autocontrol. Su mujer y sus hijos aparecen y, en cuestión de segundos, la puerta de esa cavidad hermética queda sellada, encerrando de nuevo a la bestia, y Andrés vuelve a ser el padre de familia atento y funcional al que los tiene acostumbrados. En cuanto oye la puerta, cierra los ojos a toda prisa y recuesta la cabeza en el respaldo del sofá haciéndose el dormido en una postura tensa y antinatural pero capaz de convencer a un niño de cuatro años, Oriol, que es el primero en llegar hasta donde él se encuentra para despertarlo zarandeándolo.

Los cuatro invitados del programa Mensajes de hoy, sentados alrededor de la famosa mesa negra de forma ovoide, son el astronauta Pedro Duque, siempre con ese gesto de preocupación que moldea los enjutos rasgos de su cara; Daniel Perca Romanos, vicepresidente ejecutivo de Vodafone España; el mexicano Mario Del Negro, profesor de literatura comparada de la universidad de Alcalá de Henares y autor del libro Leer entre líneas. Una nueva idea de la comunicación; y el neurólogo y psiquiatra Eduard Llúria, director del Departamento de Neurología del Hospital Clínic de Barcelona.

Marga, la mujer de Andrés, estaba embarazada de seis meses cuando se comunicó el primer avistamiento. Esa noche, la del domingo 31 de julio de hace casi dos años, se sintió mareada y decidió irse a dormir pronto. El segundo embarazo estaba siendo mucho más pesado y desagradable que el primero, los mareos y los vómitos no habían cesado al traspasar la barrera del tercer mes y, a pesar de no ser ya tan frecuentes ni tan intensos, no  habían dejado de producirse con una incomodísima periodicidad. Marga se fue a dormir después de meter en la cama a Oriol, por aquel entonces de dos años y medio, tras leerle un fragmento del cuento El gigante egoísta. Andrés se quedó solo viendo la tele, como hacía muchas noches. Le gustaba ser el último en meterse en la cama. Eso le ofrecía la oportunidad de dar un repaso a la casa, comprobar que todo estaba en orden, apagar las luces e irse a dormir con una confortable sensación de deber cumplido.

Estaba viendo un capítulo repetido de la serie Aquí no hay quien viva, en Antena 3, cuando a las 23:45 interrumpieron la emisión con un Especial Informativo. Al cabo de unos segundos apareció Matías Prats, en magas de camisa y con gesto circunspecto, saludó a los telespectadores y, sin demasiados preámbulos, dijo: “Se ha detectado la presencia de objetos no identificados a escasos kilómetros de la atmósfera terrestre”.

Prosiguió diciendo que las informaciones hasta el momento no eran concluyentes respecto a la naturaleza de dichos objetos. Aseguró varias veces, sin embargo, que no se trataba de meteoritos en disposición de impactar contra la Tierra. Añadió que, según datos proporcionados por la NASA, los objetos estaban detenidos y mantenían un eje de rotación fijo respecto a nuestro planeta, que aparentemente tenían forma ovoide, que se habían contabilizado un total de siete —añadiendo un inquietante “de momento”—, que no se sabía con certeza de dónde habían surgido y que se desconocía su composición. Concluyó diciendo que los objetos no identificados no habían mostrado signo de hostilidad alguno. Acto seguido, y después de aclarar que todavía no se disponía de imágenes, informó de que estaba a punto de dar comienzo un comunicado del presidente de Estados Unidos, George W. Bush, desde la misma sede de la NASA, en Houston, para ofrecer datos más preciosos sobre lo que, ya desde ese instante, se denominó el “avistamiento”. Tras una larguísima y tensa pausa publicitaria de 15,37 minutos, volvió a sonar la estruendosa sintonía del Especial Informativo y se vio a Matías Prats dando paso al corresponsal de su cadena en Washington.

A esas alturas del año, el 31 de julio, no se habían manifestado aún los huracanes Katrina o Wilma, no se habían estrellado todos los aviones que iban a estrellarse durante el verano y a principios del otoño de ese año. Nueva Orleáns, por lo tanto, no se había inundado, ni habían muerto en masa los peregrinos iraquíes, ni se había producido el terremoto de Pakistán, ni las inundaciones de Guatemala. Pero el huracán Emily ya hacía de las suyas, porque había recuperado fuerza en su periplo oceánico y había arrasado la costa caribeña de México en un primer aviso. En China, los tifones se habían cebado con algunas provincias del interior, alterando incluso la gira asiática del Real Madrid Club de Fútbol. En la India, las lluvias más fuertes del último decenio habían anegado por completo la ciudad de Bombay. En Londres crecía la paranoia tras los atentados del 7 de julio, haciendo que pareciese razonable que la policía disparase a matar basándose únicamente en conjeturas. No dejaban de cancelarse viajes turísticos a Egipto tras los más de noventa muertos en el atentado de Sharm el Sheik. Lance Armstrong había logrado algo impensable hasta hacía bien poco, ganar su séptimo Tour de Francia consecutivo; aunque al poco iban a volver a salir a la luz las sospechas de dopaje que se tenían respecto a su primera victoria en 1999. Acababa de conmemorarse el sesenta aniversario del lanzamiento de la bomba atómica, Little Boy, sobre Hiroshima. La lanzadera espacial Discovery había despegado por fin desde Cabo Cañaveral, después de varios retrasos por motivos técnicos, para llevar a cabo su misión en la Estación Espacial Internacional. A pesar del desprendimiento, nuevamente, de un pedazo de espuma aislante de los tanques de oxígeno líquido, la historia les tenía reservados a la comandante Eileen Collin y a sus compañeros un papel totalmente diferente al de la tripulación del Columbia. Y luego estaba la película de Steven Spielberg: La guerra de los mundos. Pese a su aparatosa campaña de promoción, la cinta no había generado más que tibios comentarios, aunque había vuelto a despertar el interés por los extraterrestres y todavía aguantaba con un gran número de copias en las carteleras de medio mundo a la espera de que la desplazasen los auténticos peliculones del verano. Como es lógico, más de uno relacionó directamente la película, basada en la novela de H. G. Wells, y lo ocurrido a partir del 31 de julio. Pero fue sólo en un principio.

George W. Bush utilizó, para hablar del “avistamiento”, el mismo tono de voz que había empleado para hablarle a sus compatriotas, y al mundo, de lo ocurrido el 11-S o para anunciarles que Saddam Hussein disponía de armamento nuclear. No parecía en absoluto conmovido. Ubicado en una aséptica sala, con un gigantesco logotipo de la NASA y una bandera estadounidense a su espalda, leyó el correspondiente comunicado en el teleprompter con su clásico gesto entre severo y atontado. Su discurso fue más bien vago y teñido de un ambiguo oscurantismo para tratarse, en teoría, de un llamamiento a la calma y a la unidad de los seres humanos “en este momento de confusión”. No fue capaz, por lo tanto, de darle al acontecimiento la dimensión que merecía, a pesar de aportar un dato significativo: desveló que la primera persona en “avistar” físicamente los objetos había sido la comandante Eileen Collin desde la Estación Espacial Internacional. Por fortuna, Bush fue breve y en seguida le cedió la palabra a un técnico especializado en astrofísica, Dick Morrison, al que le costó disimular su excitación. Se sirvió de una serie de gráficos para indicar la posición de los objetos no identificados —él ya habló de quince— que, por lo visto, se habían detenido en la parte superior de la termosfera, a unos trescientos kilómetros de la superficie terrestre, por encima de las órbitas de los satélites. Puntualizó algunos de los datos que ya había anticipado Matías Prats para los telespectadores españoles y después anunció una inminente conexión en directo con la Estación Espacial Internacional.

Con el lanzamiento del Discovery ese mes de julio se pretendía reemprender la construcción de la famosa estación orbital, paralizada desde hacía más tiempo de lo previsto debido a los problemas con los transbordadores estadounidenses, su principal vía de abastecimiento, y a que las naves rusas que los sustituyeron eran demasiado pequeñas; por eso, entre otras cosas, el número de inquilinos de la ISS se había visto reducido de cuatro a dos. Entre los equipos que el Discovery llevó a la Estación Espacial Internacional figuraban un giroscopio, una plataforma externa de almacenamiento y un módulo llamado “Raffaello”, proporcionado por la agencia espacial italiana. Durante la misión, los siete tripulantes del transbordador también tenían que poner a prueba las modificaciones de seguridad que se habían realizado en la nave. Entre estas se incluían el funcionamiento de las cámaras de televisión en el exterior de la misma, destinadas a verificar posibles daños o la pérdida de las losetas aislantes en el momento del despegue.

Esas mismas cámaras sirvieron para que los habitantes del planeta vieran por primera vez aquellas manchas ovoides de color negro suspendidas en la vaciedad de un cosmos también negro a trescientos kilómetros de altura respecto a la superficie terrestre. Pero antes tuvieron que ver a la comandante Eileen Collin, con un gesto mucho menos sombrío que el de los centenares de presentadores de las diferentes cadenas de televisión de todo el mundo, saludar al presidente de su país y al astrofísico Dick Morrison con cordialidad y después señalar con la mano hacia una de las ventanillas de observación de la Estación Espacial Internacional desde la que, en teoría, podían verse los objetos no identificados en la lejanía; la imagen de la cámara de vídeo de a bordo no tenía una resolución demasiado alta. La comandante Collin no dejó de hablar tratando de darle a su experiencia del “avistamiento” un aire distante, científico y objetivo, pero la verdadera noticia eran las imágenes que empezaron a registrar las pequeñas cámaras exteriores del Discovery, enfocadas ya hacia los objetos de indefinido contorno.

Eran manchas oscuras en un fondo oscuro, no se apreciaba con nitidez su perímetro, de hecho apenas resultaban llamativas, pues carecían de cualquier aspecto que las singularizase más allá del estatus de mancha. Sin embargo, todo aquel que las vio en la pantalla de su televisor en ese primer momento, la madrugada del 31 de julio, no pudo dejar de sentir una tremenda turbación, una turbación íntima, compleja, física y total. De algún modo, a pesar de la falta de información y del carácter un tanto inconcreto de aquellos objetos, podía percibirse con absoluta certeza que, fueran lo que fuesen, no eran obra de seres humanos ni tampoco fruto de la casualidad.

Es comprensible que la gente sufriese algún grado de conmoción, de conmoción fisiológica incluso. Lo que estaba sucediendo ahí arriba, a unos trescientos kilómetros de la superficie de la Tierra, la presencia de esas manchas oscuras, alteraba el orden de las cosas. Esas manchas oscuras obligaban a cambiar los parámetros para pensar en la vida y en el cosmos, a cambiarlos de golpe, en cuestión de segundos. Es comprensible que el pánico se dejase notar en las vísceras, que reaccionaban al cambio mental como si de un cambio físico se tratase, una alteración en el aire o un temblor de tierra o la llegada violenta de ondas galácticas no atenuadas por la fricción de la atmósfera.
       Así lo sintió Andrés, sentado en el sofá del salón de su casa. Con la espalda recta, inclinado hacia delante, con el mando a distancia fuertemente apretado en su mano derecha y la barriga revuelta.

Dudó si despertar o no a su mujer. No lo hizo. Él no lo sabía en ese momento, pero esa decisión iba a trazar una pauta en su comportamiento a partir de ese momento: el afán por convertirse en algo así como un pararrayos informativo respecto a su familia. Marga se despertó a las seis, por cuenta propia, acuciada por la presión sobre su vejiga, y descubrió a su marido sentado en el sofá del salón, pegado a la pantalla.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó con voz pastosa.
       Andrés, todavía inconsciente de dicha pauta, quiso contestar con sinceridad. Intentó condensar en una sola frase el mayor contenido posible de información. Quiso hablarle del avistamiento, de lo que acababan de declarar los políticos (entre ellos el presidente José Luis Rodríguez Zapatero, que había celebrado una atribulada rueda de prensa a las tres de la madrugada desde la Moncloa) y, a un tiempo, tranquilizarla con los descartes efectuados por los expertos de la NASA. La frase no llegó a salir de su boca. No había contado con la tensión, los nervios, el pánico. Tenía la lengua paralizada.
       —¿Estás viendo algo de deportes? —insistió Marga.
       No llevaba puestas las gafas. Estaba medio dormida. Andrés negó como pudo con la cabeza. No le comunicó la noticia y su mujer pudo volver a la cama tranquilamente.
       Las manchas negras permanecieron en la parte superior de la termosfera durante dos semanas. Eran ya un total de veintisiete. Estaban todas juntas, en formación irregular y cambiante, como si pretendiesen entre todas formar una mancha mayor pero sin llegar a tocarse o fundirse. Nadie fue capaz en ese tiempo de explicar cómo habían llegado hasta allí, de dónde habían salido, cómo era posible que aun moviéndose nadie hubiese sido realmente testigo de esos movimientos ni hubiese quedado constancia registrada de los mismos, a pesar de las cámaras y los telescopios y los radares y las maquinas electrónicas de medición. Tampoco nadie supo decir por que habían ido aumentando en número desde el primer avistamiento o por qué se habían detenido justo a esa distancia de la Tierra; entre otras muchas dudas sin resolver.

Esas dos primeras semanas fueron realmente tensas para los habitantes del planeta. No se produjeron en un primer momento reacciones de carácter positivo ni tampoco ninguna manifestación de corte posibilista. Nada de fantasías de tolerancia intergaláctica en la India, nada de happenings de bienvenida en plan años sesenta en California, nada de sectas excéntricas del sur de Francia salidas de la clandestinidad o el anonimato para reivindicar siquiera una parte de la buena nueva, nada de colgados en televisión (al menos en primera instancia) asegurando haber visto o sufrido ya cosas semejantes, abducciones, exámenes médicos… Tal vez se debió a la forma y al color de las manchas, que muy poco, o nada, tenían que ver con lo conocido o fantaseado hasta ese momento sobre manifestaciones extraterrestres. De hecho, aquellas manchas negras sobre fondo oscuro parecían apuntar hacia pesadillas más que hacia sueños o fantasías. Pesadillas también oscuras e informes. Tal vez se debió al renovado interés por los extraterrestres generado por la película de Steven Spielberg, La guerra de los mundos; interés de tono apocalíptico muy de acorde a los tiempos que corrían.

El mundo desarrollado, en cualquier caso, el mundo rico, Occidente, estuvo al borde del colapso social y financiero. Durante esos días se impuso la sensación de que se había llegado al fin de los tiempos. Por eso tras la sorpresa y la parálisis iniciales dio comienzo una fulgurante carrera hacia el caos. Los mercados de valores de todo el mundo, como no podía ser de otro modo, se dejaron llevar en un primer momento por el nihilismo y la desesperación y pusieron en marcha un proceso de venta masiva. Cayeron en picado las adquisiciones y el volumen de inversión. Aumentó exponencialmente el absentismo laboral y se produjeron brotes de violencia y saqueos descontrolados en algunas ciudades. Grandes grupos de población tensaron hasta el paroxismo el nivel de oferta y demanda de productos de consumo haciendo un acopio salvaje de todo aquello que podían almacenar en sus casas en previsión de una larga temporada de escasez o de retorno a sistemas de trueque, intercambio o mercado negro. También se desatendieron los sistemas de servicios públicos: sanidad, transportes… De ahí que varios gobiernos decretasen el estado de excepción y que también prácticamente todos los gobiernos se decidiesen a congelar los precios de venta. Se iniciaron inexplicables procesos de migración hacia zonas desérticas o escasamente urbanizadas, creando de ese modo asentamientos más o menos espontáneos inevitablemente anárquicos y desabastecidos. Los medios de comunicación hicieron todo lo posible por transmitir mensajes de calma durante esos días, y los políticos de todos los países aparcaron temporalmente sus agendas para centrarse en exclusividad en el reto más importante con el que había tenido que enfrentarse la humanidad desde el inicio de la historia. Fue en esos días cuando empezó a hacerse un hueco la frase con la que Kofi Annan, Secretario General de las Naciones Unidas, había iniciado su famoso discurso del 10 de agosto: “Un nuevo desafío. Un nuevo principio”; un concepto simple pero efectivo en momentos de incertidumbre.

Justo en ese momento, interviene en el programa Mensajes el profesor de literatura comparada de la universidad de Alcalá de Henares Mario Del Negro:
       —Siempre se ha dado por supuesto que los extraterrestres debían de conocer lo que para nosotros, los humanos, es “el lenguaje universal”, o sea las matemáticas. Se ha dado por supuesto que para el viaje espacial eran necesarias las matemáticas, que sin ellas no era posible entender el orden cósmico ni la traslación. Sin embargo, perfectamente la concepción del tiempo y el espacio de los extraterrestres puede no estar “limitada” a esas simples directrices. ¿Por qué no pensar mejor en algo parecido a la especia melange de la que hablaba Frank Herbert en sus novelas, la droga que permitía a unos curiosos seres trasladar mentalmente de un planeta a otro las naves espaciales humanas? Bien mirado, es un auténtico desperdicio de espacio y de tiempo, sobre todo desde el punto de vista humano, que exista todo ese universo ilimitado y que nosotros, debido a nuestras limitaciones relacionadas con la comprensión de la física, no podamos más que mirarlo desde la distancia, sin poder participar de él recorriéndolo…
       En la pantalla aparece entonces el rostro impertérrito de Pedro Duque, heredero natural de la ilustración y de la medida humana del universo. El astronauta mira a su contertulio con una evidente mezcla de desprecio y hastío. Sin duda ha escuchado esa clase de argumentaciones más de una docena de veces. Sin duda sabe, como gran parte de la audiencia, incluido Andrés, que el señor Del Negro empezará en breve a hablar de su teoría de las “dos verdades”, de la apariencia y de la lógica de los sueños.
       —Lo que está poniendo en cuestión esta visita extraterrestre —prosigue el profesor universitario— es nuestra concepción del mundo y de la realidad…
       En términos generales, sin embargo, la gran mayoría de los habitantes del planeta, aun viéndose acuciados por el miedo a lo desconocido y la incertidumbre ante el futuro inmediato, no se dejaron llevar por la histeria generalizada. Podría decirse que esa amplia mayoría de seres humanos optaron por mantenerse a la espera de acontecimientos, pues se tenía la clara impresión de que las manchas no iban a quedarse donde estaban para siempre. De momento, no se habían manifestado directamente, no habían hecho nada que pudiese considerarse un acto voluntario por su parte más allá de haber llegado hasta las inmediaciones de la Tierra; consideración aparte merecían las “interferencias” que causaban en los sistemas de comunicación. Su presencia, sin embargo, lo cambiaba todo: la percepción del mundo, de la vida, de la humanidad. Aunque las manchas desapareciesen de un día para otro tal como habían llegado, nada volvería a ser igual. Y no se trataba de una cuestión de percepción ni tampoco del efecto de una campaña informativa. No fue necesario que ningún experto condensase la esencia de lo que estaba ocurriendo para que la gente del planeta se viese afectada en lo más profundo de sus creencias. Así pues, entre esa amplia franja de población empezó a imponerse, a pesar de la inevitable parálisis de los primeros días, una suerte de pragmatismo de corte existencial. En cierto sentido era como si todas esas personas conviniesen en decir: esto es lo que hay, si no desaparecemos, tendremos que ver qué podemos hacer con la nueva situación. Fue en ese marco ideológico, poco después de que las manchas empezasen a trasladarse, donde caló con tanta fuerza la frase del Representante de Política Exterior y Seguridad Común de la Unión Europea, Javier Solana, quien refiriéndose a la disyuntiva entre la permanencia y la posible extinción ante la que se encontraba la especie humana, calificó ese momento histórico como “La hora de la dignidad”; otro enunciado simple pero potente.

Andrés fue uno de esos habitantes que optaron por esperar acontecimientos. Aunque no fue ajeno a esa primera sensación de fin de los tiempos que se impuso en el mundo poco después del primer avistamiento de las manchas, aunque él también sintió como si el suelo temblase bajo sus pies dispuesto a partirse en dos para dejarle caer a una sima oscura y sin fondo, aunque él también sintió el escalofrío de tener presente la propia desaparición, no se dejó llevar por el impulso de salir corriendo. Tuvo miedo, un miedo exclusivo, nuevo, pero intentó mantener la calma. Decidió aferrarse a ese pragmatismo global que parecía haberse impuesto de manera tácita entre los integrantes de la clase media. Pero esa postura vital, si bien era creíble de cara al exterior, no le aportó en ningún momento la calma que debería haberle aportado optar por el sentido común. Siguió acudiendo a su lugar de trabajo, a cumplir con sus obligaciones como Delegado de Sección de la inmobiliaria Grupassa, pero el miedo estaba ahí, latente como una especie de virus dormido dispuesto a despertar y expandirse.

Continuación del relato en TBR 60

© Juan Trejo 2007

Juan Trejo (Barcelona, 1970) es escritor y traductor. Codirige la revista Quimera. Sus relatos han sido publicados en la revista Lateral y en las antologías Amor global (y otras infamias) (Laia Libros, Barcelona, 2003) y Crossing Barcelona (Luchterhand, Berlín, 2007). Su novela El fin de la Guerra Fría se encuentra en proceso de edición. Últimamente ejerce de profesor.

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