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EMBOSCADA Segunda parte
      Juan Trejo (Accede a la primera parte de este relato, publicada en el número anterior de The Barcelona Review, pinchando aquí.)
 
 
 
 
 Hasta la aparición de las manchas, a Andrés le había gustado vender pisos y  tratar con gente, sentía que su trabajo era importante. “No puede haber nada  más importante que ayudar a formar un hogar”, se decía. Sin embargo, a pesar de  mantenerse en su puesto de trabajo, poco después del nacimiento de su segundo  hijo Andrés cayó en una especie de apatía. Ciertamente el mercado se estancó  durante un tiempo, pero cuando las cosas volvieron a ponerse en funcionamiento,  Andrés empezó a comportarse laboralmente con lo que a él le parecía un evidente  descreimiento. Por eso se preguntó en más de una ocasión qué habría sido de su  vida, y de la de su familia, si no le hubiesen ascendido seis meses antes de la  aparición de los extraterrestres, días antes de que su mujer concibiese a su  segundo hijo.
 Para cuando las manchas, tras las dos primeras semanas de inmovilidad,  empezaron a desplazarse, dejándose ver en los alrededores de ciudades o parajes  naturales, una por una, de forma individualizada, ya eran definitivamente  “manchas”, nadie se atrevía a denominarlas “naves” o “platillos volantes”.  Porque uno de los principales problemas a los que tuvieron que enfrentarse los  analistas, ya fuesen especialistas en física o química o telecomunicaciones,  era la cuestión de la corporeidad de las manchas. No había modo de asegurarla.  No había modo de fijar el grado de solidez de aquellos entes. Las ondas  electromagnéticas rebotaban contra su superficie, eran visibles al ojo humano y  también al radar, pero no había modo de establecer su masa, su volumen incluso.  La luz rebotaba en ellas, pero, a cierto nivel, parecían tener más o menos la  misma consistencia que las sombras que generaban. Las lecturas numéricas eran  inconstantes, lo que daba a entender que las manchas variaban de constitución,  más que de forma. No era tanto que creciesen o decreciesen como que no era  posible ajustarlas a cánones establecidos de medición: los cálculos,  simplemente, parecían patinar una y otra vez, en ningún caso “aferraban” el sí  de las manchas. Se dudaba incluso de su carácter tridimensional, pues su forma  informe parecía desafiar a la perspectiva y su negritud absoluta impedía  apreciar si existían o no detalles mínimos o significativos en su superficie.  Se probaron también medidas más rupestres, más básicas, para intentar  determinar la corporeidad, como el mero acercamiento físico. Pero cuando los  helicópteros o las lanchas se acercaban, las manchas se alejaban. Parecían  haber establecido un estándar fijo de cercanía-alejamiento respecto a lo humano  y lo mantenían en todo momento. Por otra parte, cuando se intentaba un  acercamiento físico por varios frentes a un mismo tiempo, las manchas se  desplazaban a otro lugar. O, para ser más exactos, parecían dar un salto  espacio temporal; aunque al no ser posible “marcar” las diferentes manchas,  resultaba imposible saber a ciencia cierta si una mancha aparecida en Hawai,  por ejemplo, era la misma que, al poco de desaparecer, se materializaba en  Marsella.
 El problema con la corporeidad de las manchas generó también otra duda básica  que, durante meses, fue motivo de debates al más alto nivel: ¿las manchas eran  “vehículos” o se trataba de los “propios extraterrestres”? ¿Las manchas eran  “máquinas” o “seres”?
 En cualquier caso, se habían avistado veintisiete manchas, pero sólo doce  campaban por la atmósfera del planeta, las otras catorce permanecieron en la  termosfera. Las que se desplazaban se manifestaban siempre del mismo modo: se  presentaban en lugares con agua, básicamente zonas costeras, sobre el mar, o en  grandes lagos, sobre agua dulce, manteniendo la misma distancia respecto a  núcleos de población y permaneciendo suspendidas en aparente estatismo a una  altura de entre cien y ciento cincuenta metros respecto a la superficie. Podía  decirse que eran del tamaño de un campo de fútbol, algo más grandes tal vez que  el simple terreno de juego pero sin llegar al tamaño del perímetro de un  estadio al completo. Se quedaban varios días en un lugar, entre tres y quince,  y luego se desplazaban a otro.
 —Los estadounidenses repiten una y otra vez “In God we trust” —dice Mario Del  Negro en televisión—, como si Dios, creador de todas las cosas del universo, no  hubiese creado también a los extraterrestres que han venido a alterar nuestro  modo de vida como humanos.
 Andrés, hasta ese momento de su vida, antes de que apareciesen las manchas,  había estado convencido de que podría hacerse a la idea de la muerte, de su  muerte, a lo largo de su propia vida. Por un lado, confiaba en disponer del  tiempo necesario, por otro, le gustaba creer que existía cierta garantía de  continuidad, no sólo de su sangre sino también de su especie. Ahora la  posibilidad de su propia muerte incluía la posibilidad de la desaparición de  sus hijos, de su esposa, de la raza humana y, tal vez, de cualquier otra cosa  conocida sobre la faz del planeta Tierra. Eso creaba un vacío absoluto difícil  de asumir.
 Los líderes mundiales, curiosamente, supieron sacarle partido a esa  posibilidad de vacío absoluto. Ante la dimensión de semejante pérdida, en la  que podía no quedar absolutamente nada, vinieron a decir que no había nada que  perder por seguir adelante. Ese fue el mensaje inicial y la idea sobre la que  fueron trabajando día a día, con discursos como el de Kofi Annan o las  declaraciones de Javier Solana y de muchos otros dignatarios y personajes  relevantes de todos los ámbitos sociales. Tal vez por eso no resultó extraño  que tras las dos primeras semanas de caos, los primeros avistamientos de las  manchas en la atmósfera cerca de varias ciudades y pueblos de Europa y África  principalmente supusieron una especie de revulsivo. Un revulsivo que le sirvió  a Occidente, como mínimo, para disponerse a recuperar la normalidad en la  medida de lo posible, para empezar a retomar el ritmo de la cotidianidad. Los  mercados bursátiles iniciaron un lento proceso de estabilización. Aquellos que  habían decidido ausentarse de sus puestos de trabajo, por miedo o por  desesperación, decidieron irlos ocupando de nuevo. Los ritmos de producción,  obviamente, iban a tardar un tiempo en igualarse, si es que lo conseguían, a  los anteriores a los avistamientos. Los niveles de consumo iban a experimentar  un lento proceso de reanimación hasta alcanzar el punto deseable para una  economía mundial saneada. Habría que hacer sacrificios. Habría que apretarse el  cinturón y aminorar las expectativas de crecimiento. Todo el mundo tendría que  tirar de la cuerda en el mismo sentido. Pero la maquinaria que mueve al mundo  civilizado había vuelto a ponerse en acción. “Poco a poco. Poco a poco”, era  ahora el lema del Fondo Monetario Internacional.
 Fue entonces, cuando las manchas llevaban ya unos dos meses manifestándose,  cuando empezaron a tratarse con seriedad las cuestiones de comunicación con los  extraterrestres. Los ministerios de Asuntos Exteriores, Investigación y  Desarrollo y Comunicación de la UE, de Estados Unidos y de Japón dedicaron  amplias partidas presupuestarias para encontrar respuestas. Si lo que se  pretendía era recuperar la normalidad en el desarrollo de la vida civilizada,  era imprescindible hacer un esfuerzo en ese sentido. Las “interferencias” que  estaba causando la presencia de las manchas dificultaba, por no decir que ponía  en jaque, algunos procesos electrónicos y electromagnéticos relevantes a ese  nivel. Porque uno de los primeros efectos en el desarrollo de las vidas humanas  del planeta Tierra provocados por la llegada de los extraterrestres fue lo que  se denominó en un principio “repercusiones técnicas colaterales”.
 Con la llegada de las manchas a la termosfera empezaron a notarse los primeros  efectos. Los rumores que antecedieron a la confirmación oficial de los  avistamientos, por lo visto, estaban basados en fuentes absolutamente  fidedignas. La primera de esas “repercusiones técnicas colaterales” fue que las  comunicaciones “secretas” entre la Estación Espacial Internacional y la central  de la NASA en Houston no fueron en absoluto secretas. Esas conversaciones, y  las correspondientes imágenes (previas a la famosa pose de Eileen Collin ante  la ventanilla señalando hacia el exterior y hablando con voz serena y  profesional), teñidas por un pánico imposible de disimular y plagadas de  chillidos y exclamaciones incomprensibles, fueron captadas por un total de  siete antenas de televisión por satélite de uso privado en todo el mundo: las  imágenes interrumpieron la proyección de películas o de eventos deportivos de  pago por visión, y aquellos que las vieron entonces no entendieron nada; de  hecho, algunos creyeron que se trataba de alguna clase de campaña publicitaria  especialmente agresiva. Esas mismas imágenes de la comandante Eileen Collin también  aparecieron volcadas en internet, mezcladas con otra clase de vídeos, en tres  páginas web pornográficas de libre acceso. De algún modo, como pudo comprobarse  muy pronto, la presencia de los visitantes alteraba de un modo completamente  aleatorio las comunicaciones humanas que requerían medios tecnológicos. Eso  obligó a la rápida actuación de las autoridades, de ahí que transcurriesen tan  sólo nueve horas entre el primer avistamiento (los gestos alterados y los  chillidos frenéticos) y la comunicación oficial de la NASA (Eileen Collin con  gesto sereno y voz modulada) y los diferentes jefes de Gobierno de todo el  planeta. El efecto, sin embargo, se agravó cuando las naves atravesaron los  límites  de la atmósfera. Su capacidad  para alterar y transgredir las comunicaciones se hizo entonces palpable hasta  niveles insospechados. Entre otras cosas, las comunicaciones  intergubernamentales o científicas, los mensajes intercambiados entre servicios  secretos o ministerios de Asuntos Exteriores, se hicieron de dominio público,  pues podían escucharse o recibirse de forma absolutamente azarosa, aleatoria e  involuntaria en aparatos de radio, en televisores, en computadoras o en  teléfonos móviles y agendas electrónicas de todo el mundo. O sea, un particular  podía recibir en su teléfono móvil un mensaje del Secretario de Defensa  estadounidense o ver en la pantalla de su televisor documentos que detallaban  alguna acción militar clandestina israelí en Gaza. Pero también se alteraron  las comunicaciones a nivel particular y anónimo.
 En la pantalla del televisor, Javier Sardá anuncia que, tras la pausa  publicitaria, van a emitir unas imágenes recibidas esa misma tarde desde  Madagascar. Ofrece, sin embargo, un anticipo. Se ve un fondo marino de escasa  profundidad. Varios hombres ataviados con trajes de hombre rana amarillos  bucean por los alrededores. Uno de ellos se acerca hasta un punto indeterminado  y estira el brazo. Al momento lo aparta como si hubiese recibido una descarga  eléctrica. Ese mismo hombre rana enseña su medidor de presión a la cámara: el  cristal de la esfera se ha agrietado. El objetivo enfoca entonces el fondo  marino y puede apreciarse, si bien de un modo un tanto tenue, una línea de  demarcación de forma ovoide, una especie de sombra que no es realmente una sombra,  del tamaño de un campo de fútbol pequeño. En el espacio que ocupa la sombra no  hay animales ni plantas, sólo piedras y arena. Y parece como si el gran  cilindro invisible que llevase desde el fondo a la superficie estuviese cargado  de electricidad estática o alguna otra clase de energía. Los peces no lo  atraviesan, lo rodean. La cámara enfoca hacia la superficie: en el exterior,  suspendido sobre esa zona, no hay mancha alguna. Javier Sardá dice:
 —Veremos el resto del video al volver de publicidad.
 Era prácticamente imposible no ceder a la tentación de relacionar la aparición  de las manchas extraterrestres y la sucesión de catástrofes naturales y  accidentes humanos que tuvieron lugar a lo largo de ese verano y parte del  otoño. De hecho, las manchas sirvieron para justificar, durante una temporada,  cualquier clase de acontecimiento o postura ideológica. Le sirvieron a George  Bush, por ejemplo, para justificar la ineficacia de su administración a la hora  de responder a la catástrofe de Nueva Orleáns, a Bin Laden y a la gente de Al  Qaeda para justificar el endurecimiento de su postura terrorista, a los  meteorólogos y geólogos del mundo para justificar el elevadísimo número de  huracanes y de paso la progresión imparable del cambio climático debido a  factores humanos. Sin embargo, más allá del clima de tensión e intranquilidad  generalizado, no hubo modo de encontrar pruebas fidedignas que relacionasen  alguno de esos fenómenos, ya fuesen naturales o humanos, con la presencia de  las manchas. Con el paso de los meses, por otra parte, se constató el nulo  carácter hostil de las mismas, de ahí que el enfoque apocalíptico refrendado  por la película de Spielberg, basada en la novela de H. G. Wells, fuese  decayendo como teoría plausible hasta dejarse de lado por completo. Como fueron  dejándose de lado, con mayor o menor celeridad, todas y cada una de las tesis  sobre vida extraterrestres que, hasta entonces, habían sido de dominio público;  como mínimo en lo relativo a los análisis que se pretendían serios.
 Y en la vida de Andrés, ¿qué cambio introdujo la presencia de las manchas?  Podría decirse que colocó en primer término de su existencia el miedo, la  ansiedad, la tensión y la angustia, pero eso no le diferenciaría en gran medida  del resto de habitantes occidentales del planeta. Tal vez sería más adecuado  decir que la presencia de las manchas extraterrestres sacó a la luz algo que ya  existía en su interior. Una vez que salieron a la luz, sin embargo, el miedo y  la ansiedad amenazaron con apoderarse de todo.
 El mundo parecía funcionar relativamente bien con esa angustia. En cierta  medida, era como si, simplemente, se hubiesen apretado un poquito más las  clavijas de la tensión. Después de todo, y a pesar de haber superado hacía bien  poco el temor al holocausto nuclear, por aquel entonces se tenía muy presente  el peligro del cambio climático, el peligro del impacto de un meteorito, de un  Gran Destructor, el peligro del terrorismo islamista radical, del que se temía  que utilizase tarde o temprano armamento atómico… Estaba muy presente, en otras  palabras, la amenaza de la extinción. Así pues, a medida que las manchas fueron  dejando de suponer una amenaza plausible para convertirse en un enigma, la  sociedad occidental fue apartándolas del primer plano de interés para, sin  dejar de tenerlas presentes, colocarlas en un lugar de atención preferente pero  no de atención total y absoluta. Las manchas pasaron de ser “Cuestión de  Estado” a convertirse en una “cuestión de interés general”. Los gobiernos  siguieron los pasos habituales: sopesaron las posibilidades de ataque-defensa,  después destinaron partidas presupuestarias para crear departamentos de  investigación y, finalmente, aceptaron la presencia de las manchas, aun y  siendo un enigma inescrutable a casi todos los niveles. A lo que dedicaron un  mayor esfuerzo a partir de ese momento fue a procurarse los medios para  intentar que las manchas no “interfiriesen” en sus actividades y decisiones  políticas. Por decirlo de otro modo, de ser un problema político-social pasaron  a ser una cuestión “cultural”; o de “integración” si se prefiere.
 Para Andrés no fue así. Él no llevó a cabo realmente el tránsito que la  sociedad parecía haber completado. Actuaba como uno más, pero en su fuero  interno no fue capaz de transformar la amenaza en costumbre aceptable. El hecho  de que las manchas no hubiesen demostrado hostilidad, de que las manchas no  hubiesen tenido sobre el planeta más repercusión que las “interferencias” o los  extraños “mensajes” con los que parecían querer comunicarse con los humanos, no  suponía síntoma alguno de tranquilidad o normalización real. Para él, las  manchas eran un recordatorio constante, no tanto por lo que eran como por lo  que podían llegar ser. ¿Quién podía asegurar que las manchas no empezarían en  algún momento a generar “mensajes” mucho más drásticos, más terribles o  alucinantes, “mensajes” que afectasen a la concepción de la realidad? Porque  eso era ahora lo que más atemorizaba a Andrés: que la realidad se transformase.  Temía entrar, debido a la medición de algún acto extraterrestre, en otra  realidad, una realidad paralela, una realidad marcada por el carácter  indescifrable e inhabitable de los “mensajes” de las manchas. Temía que la  realidad se transformase en un conjunto de fuerzas oscuras y transpersonales  que actuasen de forma ajena al tiempo. Temía cruzar el umbral de entrada a un  mundo en el que criaturas inevitablemente malignas utilizasen a los seres  humanos, no tanto a él como a los suyos (a su mujer y, sobre todo, a sus hijos)  como envoltorios para sus juegos crueles. Andrés podía mirar hacia otro lado,  podía fingir, pero su cerebro seguía funcionando por su cuenta.
 Interviene en el debate televisivo Daniel Perca Romanos, vicepresidente  ejecutivo de Vodafone España, que no ha acudido al programa, técnicamente, a  dar su opinión sobre los fenómenos de “comunicación” extraterrestres más  recientes, sino a anunciar la salida al mercado de una nueva gama de teléfonos  móviles. La característica especial que ofrecerá la compañía a partir de ahora  en sus nuevos aparatos es un servicio de “discriminación” de llamadas y  mensajes. Por lo visto, el resultado de sus últimas investigaciones sobre las  “interferencias” extraterrestres ha detectado una extraña pauta alfanumérica  inscrita en su “rebote” de las comunicaciones hacia receptores aleatorios. Por  lo visto, han podido finalmente darle algo de lógica a esa pauta y, gracias a  ello, han logrado que los mensajes “rebotados” por las manchas, las  comunicaciones no deseadas provenientes de fuentes también aleatorias, sean  derivadas automáticamente hacia una “carpeta restringida” especial, en el caso  de los mensajes, o aparezcan con una marcación concreta en lo relativo a las  llamadas telefónicas. No han logrado eliminar la posibilidad de que dichos  mensajes o llamadas lleguen a los receptores, pero sí han logrado “señalarlos”.  El señor Perca Romanos acaba su exposición con una amplia sonrisa de  satisfacción.
 Para un padre de familia como lo era Andrés, resultó sumamente difícil ver  nacer a su segundo hijo sin dejar de tener presente en ningún momento no sólo  la posibilidad del fin del mundo, sino la posibilidad de una definitiva  alteración de la realidad. Tres días después de que naciese Gabriel, una de  aquellas manchas se situó frente al pueblo de Sitges, a unos treinta y cinco  kilómetros de Barcelona. Para él la tensión fue máxima, abrumadora. Al tener al  pequeño de sus hijos por primera vez en los brazos, y a pesar de su atenta y  funcional sonrisa, se sintió totalmente inservible. Tuvo la sensación,  contrariamente a lo que cabría esperar al ver por primera vez otra muestra de  la sangre de su sangre, de estar incompleto, de ser en cierta medida un despojo  a merced de una máquina trituradora. Andrés sintió en ese momento que su cuerpo  físico, su carne desnuda, era el único parapeto para defender a sus hijos de  una amenaza, la de la irracionalidad, que no dudaría en desintegrarlo de un  modo u otro. Se sintió arrastrado, montado en un avión sumido en una tormenta  eléctrica, sin control alguno sobre el aparato, pudiendo únicamente mirar por  una pequeña ventanilla el aterrador paisaje formado por nubes oscuras, sin  visión del horizonte.
 Debido a los problemas y las interferencias que generaba la presencia de las  manchas, se creó, a los ocho meses de su llegada, un consorcio formado por la ONU  y las multinacionales de telecomunicación más importantes del mundo con el fin  de intentar establecer un canal de “diálogo” con los extraterrestres. La idea  principal consistía en suspender durante periodos temporales más bien breves la  mayor parte de las comunicaciones terrestres para poder enviar mensajes  definidos y “limpios” a los recién llegados. Eliminando el mayor número posible  de “interferencias” generadas por la propia red humana de comunicación se  pretendía dar pie a un intercambio directo: acallar el ruido de fondo y dejar  que una sola voz pudiese decir “hola”. Si las empresas de telecomunicaciones  invirtieron su dinero fue porque esperaban que, al formalizar una comunicación  bilateral, las manchas dejasen de “manifestarse” mediante “rebotes” electrónicos  aprovechando las comunicaciones entre humanos; o sea, esperaban que  desapareciesen las “interferencias”. Ese primer “hola” que debían lanzar los  humanos fue motivo de largo debate, pues resultó muy difícil ponerse de acuerdo  sobre la expresión, el gesto o la composición que podía representar a la  humanidad al completo o, en su defecto, a la mayoría más amplia. En cualquier  caso, el 3 de abril se llevó a cabo el primer intento. Las comunicaciones  terrestres permanecieron suspendidas durante quince minutos y se les enviaron a  los extraterrestres diferentes mensajes; de contenido bastante similar, cabe  decir, a la información incluida en los discos de oro que transportaban las  sondas Voyager. Tras siete horas de espera, se produjo la respuesta. O al menos  se produjo lo que se interpretó como una respuesta por parte de los  extraterrestres. Una de las manchas, que había estado durante siete días posada  sobre el lago Victoria, muy cerca de la costa de Karungu, en Kenia, se esfumó  sin más. En cuanto desapareció, sin embargo, los peces del lago, en un área de  unos quinientos metros de diámetro alrededor de donde había estado suspendida  la mancha, empezaron a saltar fuera del agua. Estuvieron saltando como locos  durante cinco horas y media. Luego dejaron de hacerlo. Los peces no murieron.  Aquella “respuesta” se entendió como un “mensaje” positivo. Con los siguientes  mensajes no hubo tanta suerte. A la emisión de melodías de Mozart, por ejemplo,  respondieron ionizando el agua de un tramo del Amazonas. A ciertas  formulaciones matemáticas respondieron calentando cinco grados la zona del mar  del Japón sobre la que había estado posada una de las manchas. A la recitación  de fragmentos de Shakespeare, generando pequeñas olas centrífugas en el Lago  Superior de Norteamérica. O sea, a lo intentos humanos de comunicación, los  extraterrestres respondían con efectos curiosos, meteorológicos, físicos,  visuales… imposibles de interpretar. Entre otras irregularidades, además, las  manchas podían componer “mensajes” diferentes a comunicaciones humanas  repetidas.
 ¿Era Andrés un amante del control? Eso sería decir demasiado. Creía haber  encontrado la estabilidad que anhelaba desde niño al casarse con Marga. Su  esposa era una mujer de familia adinerada, de sobria educación, una de esas  personas que hacen sentir que el mundo tiene sentido gracias a su eficacia  organizadora y a su estable concepción de la tradición. Por eso él se había  erigido como pararrayos familiar de la irracionalidad: tenía que ejercer de  parapeto para que Marga mantuviese el sentido del hogar y la familia. Esa fue  la pauta que se puso en funcionamiento la noche en que anunciaron los  avistamientos extraterrestres. Y, de momento, su esposa no parecía haber  experimentado los nocivos efectos de la amenaza extraterrestres. Al igual que  la gran mayoría de habitantes del planeta, se había acostumbrado a la presencia  de las manchas. No eran hostiles, sólo un poco incómodas en ciertos asuntos, lo  cual no impedía que ella siguiese desarrollando el tipo de vida al que estaba  acostumbrada. Andrés entendía la serenidad de su esposa como un logro personal,  el fruto de su supremo esfuerzo, de su obligación. Por encima de vender pisos y  ganar dinero, su obligación era esa, mantenerse como bastión defensivo, porque  le daba la impresión de que si él fallaba, todo se vendría abajo. No sólo su  familia, sino el mundo al completo. Si él no se mantenía atento, si él no se  esforzaba por hacer que el todo siguiese adelante sin alteraciones  excepcionales, el mundo al completo acabaría entendiendo que todo era absurdo y  bajaría los brazos. Tal vez no ocurriese nada destacable, pero el mero hecho de  rendirse significaría la extinción.
 A principios de agosto, tres meses después del primer intento de comunicación,  se disolvió el consorcio internacional dirigido por la ONU y se suspendió el  proyecto oficial de comunicación con los extraterrestres. Aquellos intentos  requerían una elevadísima inversión económica, generaban muchísimas más dudas  que respuestas y, por encima de todo, no acabaron con las “interferencias”. Sin  embargo, a pesar del cese de los mensajes humanos oficiales, las manchas  siguieron generando respuestas, fenómenos curiosos, “mensajes” incomprensibles.  Algunos interpretaron esa continuidad unilateral como una muestra de voluntad  por parte de los extraterrestres. De ahí que, a pesar de la retirada de capital  por parte de las multinacionales de la telecomunicación, empezasen a crearse en  todo el mundo departamentos universitarios, foros de estudio y programas de  televisión, como el de Javier Sardá en España, para analizar con detenimiento  el día a día de los estrambóticos “mensajes” enviados por las manchas.  Diferentes asociaciones, grupos religiosos, escuelas psicológicas o  congregaciones ocultistas, por otra parte, montaron congresos sobre el tema u  organizaron reuniones en los más variopintos lugares del planeta para celebrar  congresos sobre la cuestión o llevar a cabo prácticas colectivas con el  objetivo de lograr lo que no había llegado a conseguir el dinero de las  compañías de telefonía: auténtica comunicación con las manchas. Posiblemente,  la más famosa de esas concentraciones fue la de Melbourne, donde se reunieron,  ante una de las manchas, unos 25.000 supuestos telépatas.
 Habla Eduard Llúria, neurólogo y psiquiatra, director del Departamento de  Neurología del Hospital Clínic de Barcelona.
 —Llegado un punto en el que el pánico pasó a ser un factor secundario, la  llegada de nuestros visitantes no ha supuesto, como tantas veces se había  predicho, como el propio Spielberg quería dar a entender con su película, que  sólo una amenaza exterior unificaría a los humanos haciéndoles superar sus  diferencias. Esa especie de Shangrilá humanitario no existe. Sin embargo, los  visitantes sí han logrado otro efecto, extraño en un primer término, pero que  me veo a obligado a considerar beneficioso a largo plazo. Los visitantes se han  convertido en un fenómeno personal, personal de cada uno de los habitantes de  la Tierra. La experiencia de los avistamientos, ya sea en vivo o por  televisión, se ha convertido en algo íntimo, transferible y compartible sólo a  un nivel superficial. Los visitantes parecen haber sembrado algo en cada uno de  nosotros, en nuestro cerebro: la voluntad de un replanteamiento, de una  análisis profundo de quiénes somos cada uno de nosotros como individuos. De ahí  que hayan surgido problemas en las comunidades fuertemente religiosas.
 La tensión de mantenerse como escudo contra la amenaza de lo irracional  exigía, sin embargo, una contrapartida. Era imposible mantener semejante grado  de esfuerzo psíquico durante tanto tiempo, por eso se inventó Andrés aquella  especia de terapia que era ver el programa Mensajes a solas durante dos días a la semana. Fue una suerte que empezasen a emitir ese  programa, pues le ofreció un marco a Andrés, una excusa y una posibilidad para  sentir el miedo de forma más o menos delimitada. Ver aquel programa entrañaba  dejarse llevar por el terror a la posible inminencia, dejarse llevar por  fantasías de alteración de la realidad, por fantasías de destrucción masiva,  experimentar el frío confort de la catástrofe sin culpa. Ver aquel programa era  entregarse a una sensación de descontrol sin límite. Andrés se rendía, o más  bien ejecutaba una parodia de rendición, pues esa acción terapéutica estaba  sometida a una pauta temporizada, marcada por el regreso a casa de su mujer y  sus hijos.
 —Las manchas obligan a una elevada autoconciencia —prosigue Eduard Llúria—.  Eso ha generado un plus de tensión. Por eso es comprensible que un gran número  de personas hayan experimentado una desagradable decepción al no ver  destrucción por ninguna parte.
 Durante un tiempo, abundaron los psicólogos y los filósofos en los debates  televisivos centrados en la cuestión de las manchas. Parecían dispuestos a  tomar el relevo de los científicos de línea dura en lo relativo a ofrecer  respuestas a la relación humanos-extraterrestres. Es cierto que todos esos  expertos en humanismo ofrecieron algunas sugerencias de actuación y algunos  consejos bastante fiables respecto a la aceptación y la convivencia con las  manchas, pero no hallaron un punto de unificación entre ellos y las diferentes  escuelas y facciones escenificaron, llegado el momento, la misma clase de  disputas que habían manifestado siempre en otros ámbitos de estudio. La gente  no tardó en cansarse de las agrias e improductivas discusiones sobre  terminología o definición de conceptos. En un principio llamaron la atención  términos como “Gran Otro”, “sujeto barrado”, “pensamiento líquido”,  “personismo”, “visión de paralaje”…, pero acabaron dejándose de lado. Los  psicólogos lacanianos y jungianos y los filósofos más ultramodernos, al igual  que había ocurrido con los representantes mundiales de las diferentes líneas de  pensamiento religioso, regresaron al ámbito que les era más propio y sólo aparecían  ya de vez en cuando en televisión. Las audiencias, al parecer, necesitaban a  esas alturas algo más palpable. Andrés, sin embargo, en uno de esos debates con  masiva presencia de filósofos y psicólogos, había escuchado algo que,  curiosamente, le había aportado un ligero alivio a su mal (el miedo a la  alteración de la realidad), o más bien una nueva orientación para tratarlo. No  se trató de un mensaje claro y rotundo, sino más bien de una reflexión en voz  alta, como si el que la dijo pretendiese ordenar sus propios pensamientos, que  activó en él algo oculto hasta entonces. Fue escuchando a Slavoj Zizek,  participante en el programa Mensajes mediante video-conferencia desde Ljubliana.
 —¿Qué hacen aquí las manchas? ¿Tienen el mismo sentido del tiempo? ¿No serán  tiempo y espacio la absoluta subjetivización de algo sin forma y por completo  variable según el enfoque? ¿Son las manchas una materialización del pensamiento  de un extraterrestre perdido en la otra punta del universo? ¿O acaso es algo  similar a lo que ocurría en Solaris,  la novela de Stanislaw Lem, una materialización de nuestro propio pensamiento,  del subconsciente colectivo, o tal vez del pensamiento de un solo y poderoso  telépata dormido o en coma en una habitación de hospital? ¿Somos acaso la ilusión  de otro ser, un momento en el sueño de alguien dormido?
 Andrés no recordaba la respuesta de los contertulios, pero sí el rostro  concentrado y barbudo de Slavoj Zizek hablándole a la cámara sentado en lo que  parecía el despacho de su casa. ¿Qué entendió él de las palabras de Zizek,  palabras que apuntaban precisamente hacia la posibilidad de la alteración de la  realidad? ¿Qué sacó en claro de esa extraña diatriba que le ayudó a reorientar  el trato con sus miedos? Lo que él pensó tras la emisión de esa  video-conferencia fue que tal vez había que dejarse contagiar.
 Las manchas dejaron de generar expectación más allá del círculo, cada vez más  reducido, de conocedores y expertos en la materia. De hecho, el desmesurado  interés del primer año evolucionó hacia una especie de hastío informativo por  parte de la gran mayoría. Al igual que había sucedido con el agujero de la capa  de ozono o con la guerra de Irak, poco a poco la gente fue desentendiéndose.  Las manchas estaban ahí, no parecían tener intención de desaparecer, pero  tampoco hacían nada que fuese más allá de sus “mensajes” incomprensibles o sus  incómodas “interferencias”. En cierto sentido, las manchas se convirtieron en  un estorbo que había que sobrellevar con “dignidad”, tal como había dicho en su  momento Javier Solana, por eso la gente solía ya cambiar de canal o elegía ir  al baño cuando en los noticiarios aparecía alguna nueva imagen. Así pues, el  planeta siguió girando. La vida siguió más o menos igual. Porque las  repercusiones de los cambios puestos en marcha por la presencia de las manchas  fueron mucho más sutiles de lo que cabía esperar. El primero y principal de  esos cambios fue una especie de metástasis de la atención: los actos y los  pensamientos humanos, todos los actos y todos los pensamientos (a un nivel  general) parecían ahora dotados de una extraña ligereza. La gente se comportaba  del mismo modo que lo había hecho antes de la llegada de los extraterrestres,  los mecanismos humanos aparentemente funcionaban igual que siempre, pero nada  parecía ser ya demasiado grave o importante.
 A Andrés, por su parte, su estado anímico seguía obligándole a mostrarse  apático y descreído en su trabajo. Pero esa actitud, curiosamente, le llevaba  ahora a completar las operaciones con mayor éxito. Al parecer, motivaba de un  modo mucho más eficiente al personal de la empresa. Al parecer, la sensación de  carencia de futuro que les transmitía a sus jefes de ventas, una carencia de  futuro no nihilista, les empujaba a trabajar más y mejor. Sus cifras de venta  alcanzaron una cota impresionante. Los clientes quedaban encantados con él; sus  jefes también lo estaban. Andrés insistía en que el espectacular incremento en  las cifras de facturación no era cosa suya, no se debía a su mediación. Repetía  una y otra vez que el mundo era extraño y que, en ocasiones, elementos opuestos  se colocaban en línea y fluían en la misma dirección, y que ante algo así no  podíamos más que ser testigos de los acontecimientos. Pero su mujer no aceptaba  su modestia. Marga estaba convencida de que aquella mejora en la empresa se  debía única y exclusivamente al talento de su marido, que había sabido  aprovechar a la perfección sus dotes psicológicas para trazar una nueva  estrategia de venta; estrategia que, según ella, no tardaría en estudiarse en las  escuelas de economía de toda Europa. Andrés, ante afirmaciones como esa, solía  apartar la mirada y sonreír con ingenuidad.
 A las 17:50, Andrés escucha el sonido de la llave de su esposa penetrando en  la cerradura de la puerta. Agarra el mando a distancia, baja un poco el volumen  y tuerce la cabeza para apoyarla en el respaldo del sofá. Cierra los ojos y se  hace el dormido. Es una postura tensa y antinatural para pillar el sueño, pero  lo bastante creíble para engañar a un niño de cuatro años, concretamente a  Oriol, su hijo, el primero en atravesar el pasillo a toda prisa y llegar hasta  donde está su padre para despertarlo zarandeándolo.
 Se repite el ritual de costumbre: besos a los niños, beso a su mujer, se hace  cargo de abrigos y carteras, las lleva al cuarto de los niños, escucha los  comentarios de Oriol sobre su jornada en el colegio… Cuando regresa al salón,  Marga está mirando la televisión.
 —¿De qué hablan hoy?
 —Una de las manchas, la de Madagascar, se ha esfumado. Ha dejado una especie  de campo magnético en el agua.
 —Ah… —responde ella con total desinterés mientras se agacha para desabrocharse  un zapato.
 Andrés apaga el televisor. Después se dirige a la cocina para preparar café.  Al poco, Marga se reúne con él frente a la encimera.
 —¿Qué tal en el trabajo?
 Andrés se detiene a escuchar el rumor lejano de los juegos de los niños, en su  cuarto. Se toma su tiempo antes de responder. Sin alzar la vista de la cafetera  eléctrica, dice:
 —Quieren nombrarme subdirector.
 Marga se acerca y le toma el mentón para obligarle a que la mire a los ojo
 
 © Juan Trejo, 2007
 
 Bio:
 
 
  Juan  Trejo (Barcelona, 1970) es escritor y traductor.  Codirige la revista Quimera. Sus  relatos han sido publicados en la revista Lateral y en las antologías Amor global (y otras  infamias) (Laia Libros, Barcelona, 2003) y Crossing Barcelona (Luchterhand, Berlín, 2007). Su novela El fin de la Guerra Fría se encuentra en  proceso de edición. Últimamente ejerce de profesor.
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