ÍndiceNavegación

índex català  septiembre - octubre 2007 no. 60

imagen

EMBOSCADA
Segunda parte

Juan Trejo


 (Accede a la primera parte de este relato, publicada en el número anterior de The Barcelona Review, pinchando aquí.)
       
       
       
       
 Hasta la aparición de las manchas, a Andrés le había gustado vender pisos y tratar con gente, sentía que su trabajo era importante. “No puede haber nada más importante que ayudar a formar un hogar”, se decía. Sin embargo, a pesar de mantenerse en su puesto de trabajo, poco después del nacimiento de su segundo hijo Andrés cayó en una especie de apatía. Ciertamente el mercado se estancó durante un tiempo, pero cuando las cosas volvieron a ponerse en funcionamiento, Andrés empezó a comportarse laboralmente con lo que a él le parecía un evidente descreimiento. Por eso se preguntó en más de una ocasión qué habría sido de su vida, y de la de su familia, si no le hubiesen ascendido seis meses antes de la aparición de los extraterrestres, días antes de que su mujer concibiese a su segundo hijo.
       Para cuando las manchas, tras las dos primeras semanas de inmovilidad, empezaron a desplazarse, dejándose ver en los alrededores de ciudades o parajes naturales, una por una, de forma individualizada, ya eran definitivamente “manchas”, nadie se atrevía a denominarlas “naves” o “platillos volantes”. Porque uno de los principales problemas a los que tuvieron que enfrentarse los analistas, ya fuesen especialistas en física o química o telecomunicaciones, era la cuestión de la corporeidad de las manchas. No había modo de asegurarla. No había modo de fijar el grado de solidez de aquellos entes. Las ondas electromagnéticas rebotaban contra su superficie, eran visibles al ojo humano y también al radar, pero no había modo de establecer su masa, su volumen incluso. La luz rebotaba en ellas, pero, a cierto nivel, parecían tener más o menos la misma consistencia que las sombras que generaban. Las lecturas numéricas eran inconstantes, lo que daba a entender que las manchas variaban de constitución, más que de forma. No era tanto que creciesen o decreciesen como que no era posible ajustarlas a cánones establecidos de medición: los cálculos, simplemente, parecían patinar una y otra vez, en ningún caso “aferraban” el sí de las manchas. Se dudaba incluso de su carácter tridimensional, pues su forma informe parecía desafiar a la perspectiva y su negritud absoluta impedía apreciar si existían o no detalles mínimos o significativos en su superficie. Se probaron también medidas más rupestres, más básicas, para intentar determinar la corporeidad, como el mero acercamiento físico. Pero cuando los helicópteros o las lanchas se acercaban, las manchas se alejaban. Parecían haber establecido un estándar fijo de cercanía-alejamiento respecto a lo humano y lo mantenían en todo momento. Por otra parte, cuando se intentaba un acercamiento físico por varios frentes a un mismo tiempo, las manchas se desplazaban a otro lugar. O, para ser más exactos, parecían dar un salto espacio temporal; aunque al no ser posible “marcar” las diferentes manchas, resultaba imposible saber a ciencia cierta si una mancha aparecida en Hawai, por ejemplo, era la misma que, al poco de desaparecer, se materializaba en Marsella.
       El problema con la corporeidad de las manchas generó también otra duda básica que, durante meses, fue motivo de debates al más alto nivel: ¿las manchas eran “vehículos” o se trataba de los “propios extraterrestres”? ¿Las manchas eran “máquinas” o “seres”?
       En cualquier caso, se habían avistado veintisiete manchas, pero sólo doce campaban por la atmósfera del planeta, las otras catorce permanecieron en la termosfera. Las que se desplazaban se manifestaban siempre del mismo modo: se presentaban en lugares con agua, básicamente zonas costeras, sobre el mar, o en grandes lagos, sobre agua dulce, manteniendo la misma distancia respecto a núcleos de población y permaneciendo suspendidas en aparente estatismo a una altura de entre cien y ciento cincuenta metros respecto a la superficie. Podía decirse que eran del tamaño de un campo de fútbol, algo más grandes tal vez que el simple terreno de juego pero sin llegar al tamaño del perímetro de un estadio al completo. Se quedaban varios días en un lugar, entre tres y quince, y luego se desplazaban a otro.
       —Los estadounidenses repiten una y otra vez “In God we trust” —dice Mario Del Negro en televisión—, como si Dios, creador de todas las cosas del universo, no hubiese creado también a los extraterrestres que han venido a alterar nuestro modo de vida como humanos.
       Andrés, hasta ese momento de su vida, antes de que apareciesen las manchas, había estado convencido de que podría hacerse a la idea de la muerte, de su muerte, a lo largo de su propia vida. Por un lado, confiaba en disponer del tiempo necesario, por otro, le gustaba creer que existía cierta garantía de continuidad, no sólo de su sangre sino también de su especie. Ahora la posibilidad de su propia muerte incluía la posibilidad de la desaparición de sus hijos, de su esposa, de la raza humana y, tal vez, de cualquier otra cosa conocida sobre la faz del planeta Tierra. Eso creaba un vacío absoluto difícil de asumir.
       Los líderes mundiales, curiosamente, supieron sacarle partido a esa posibilidad de vacío absoluto. Ante la dimensión de semejante pérdida, en la que podía no quedar absolutamente nada, vinieron a decir que no había nada que perder por seguir adelante. Ese fue el mensaje inicial y la idea sobre la que fueron trabajando día a día, con discursos como el de Kofi Annan o las declaraciones de Javier Solana y de muchos otros dignatarios y personajes relevantes de todos los ámbitos sociales. Tal vez por eso no resultó extraño que tras las dos primeras semanas de caos, los primeros avistamientos de las manchas en la atmósfera cerca de varias ciudades y pueblos de Europa y África principalmente supusieron una especie de revulsivo. Un revulsivo que le sirvió a Occidente, como mínimo, para disponerse a recuperar la normalidad en la medida de lo posible, para empezar a retomar el ritmo de la cotidianidad. Los mercados bursátiles iniciaron un lento proceso de estabilización. Aquellos que habían decidido ausentarse de sus puestos de trabajo, por miedo o por desesperación, decidieron irlos ocupando de nuevo. Los ritmos de producción, obviamente, iban a tardar un tiempo en igualarse, si es que lo conseguían, a los anteriores a los avistamientos. Los niveles de consumo iban a experimentar un lento proceso de reanimación hasta alcanzar el punto deseable para una economía mundial saneada. Habría que hacer sacrificios. Habría que apretarse el cinturón y aminorar las expectativas de crecimiento. Todo el mundo tendría que tirar de la cuerda en el mismo sentido. Pero la maquinaria que mueve al mundo civilizado había vuelto a ponerse en acción. “Poco a poco. Poco a poco”, era ahora el lema del Fondo Monetario Internacional.
       Fue entonces, cuando las manchas llevaban ya unos dos meses manifestándose, cuando empezaron a tratarse con seriedad las cuestiones de comunicación con los extraterrestres. Los ministerios de Asuntos Exteriores, Investigación y Desarrollo y Comunicación de la UE, de Estados Unidos y de Japón dedicaron amplias partidas presupuestarias para encontrar respuestas. Si lo que se pretendía era recuperar la normalidad en el desarrollo de la vida civilizada, era imprescindible hacer un esfuerzo en ese sentido. Las “interferencias” que estaba causando la presencia de las manchas dificultaba, por no decir que ponía en jaque, algunos procesos electrónicos y electromagnéticos relevantes a ese nivel. Porque uno de los primeros efectos en el desarrollo de las vidas humanas del planeta Tierra provocados por la llegada de los extraterrestres fue lo que se denominó en un principio “repercusiones técnicas colaterales”.
       Con la llegada de las manchas a la termosfera empezaron a notarse los primeros efectos. Los rumores que antecedieron a la confirmación oficial de los avistamientos, por lo visto, estaban basados en fuentes absolutamente fidedignas. La primera de esas “repercusiones técnicas colaterales” fue que las comunicaciones “secretas” entre la Estación Espacial Internacional y la central de la NASA en Houston no fueron en absoluto secretas. Esas conversaciones, y las correspondientes imágenes (previas a la famosa pose de Eileen Collin ante la ventanilla señalando hacia el exterior y hablando con voz serena y profesional), teñidas por un pánico imposible de disimular y plagadas de chillidos y exclamaciones incomprensibles, fueron captadas por un total de siete antenas de televisión por satélite de uso privado en todo el mundo: las imágenes interrumpieron la proyección de películas o de eventos deportivos de pago por visión, y aquellos que las vieron entonces no entendieron nada; de hecho, algunos creyeron que se trataba de alguna clase de campaña publicitaria especialmente agresiva. Esas mismas imágenes de la comandante Eileen Collin también aparecieron volcadas en internet, mezcladas con otra clase de vídeos, en tres páginas web pornográficas de libre acceso. De algún modo, como pudo comprobarse muy pronto, la presencia de los visitantes alteraba de un modo completamente aleatorio las comunicaciones humanas que requerían medios tecnológicos. Eso obligó a la rápida actuación de las autoridades, de ahí que transcurriesen tan sólo nueve horas entre el primer avistamiento (los gestos alterados y los chillidos frenéticos) y la comunicación oficial de la NASA (Eileen Collin con gesto sereno y voz modulada) y los diferentes jefes de Gobierno de todo el planeta. El efecto, sin embargo, se agravó cuando las naves atravesaron los límites  de la atmósfera. Su capacidad para alterar y transgredir las comunicaciones se hizo entonces palpable hasta niveles insospechados. Entre otras cosas, las comunicaciones intergubernamentales o científicas, los mensajes intercambiados entre servicios secretos o ministerios de Asuntos Exteriores, se hicieron de dominio público, pues podían escucharse o recibirse de forma absolutamente azarosa, aleatoria e involuntaria en aparatos de radio, en televisores, en computadoras o en teléfonos móviles y agendas electrónicas de todo el mundo. O sea, un particular podía recibir en su teléfono móvil un mensaje del Secretario de Defensa estadounidense o ver en la pantalla de su televisor documentos que detallaban alguna acción militar clandestina israelí en Gaza. Pero también se alteraron las comunicaciones a nivel particular y anónimo.
       En la pantalla del televisor, Javier Sardá anuncia que, tras la pausa publicitaria, van a emitir unas imágenes recibidas esa misma tarde desde Madagascar. Ofrece, sin embargo, un anticipo. Se ve un fondo marino de escasa profundidad. Varios hombres ataviados con trajes de hombre rana amarillos bucean por los alrededores. Uno de ellos se acerca hasta un punto indeterminado y estira el brazo. Al momento lo aparta como si hubiese recibido una descarga eléctrica. Ese mismo hombre rana enseña su medidor de presión a la cámara: el cristal de la esfera se ha agrietado. El objetivo enfoca entonces el fondo marino y puede apreciarse, si bien de un modo un tanto tenue, una línea de demarcación de forma ovoide, una especie de sombra que no es realmente una sombra, del tamaño de un campo de fútbol pequeño. En el espacio que ocupa la sombra no hay animales ni plantas, sólo piedras y arena. Y parece como si el gran cilindro invisible que llevase desde el fondo a la superficie estuviese cargado de electricidad estática o alguna otra clase de energía. Los peces no lo atraviesan, lo rodean. La cámara enfoca hacia la superficie: en el exterior, suspendido sobre esa zona, no hay mancha alguna. Javier Sardá dice:
       —Veremos el resto del video al volver de publicidad.
       Era prácticamente imposible no ceder a la tentación de relacionar la aparición de las manchas extraterrestres y la sucesión de catástrofes naturales y accidentes humanos que tuvieron lugar a lo largo de ese verano y parte del otoño. De hecho, las manchas sirvieron para justificar, durante una temporada, cualquier clase de acontecimiento o postura ideológica. Le sirvieron a George Bush, por ejemplo, para justificar la ineficacia de su administración a la hora de responder a la catástrofe de Nueva Orleáns, a Bin Laden y a la gente de Al Qaeda para justificar el endurecimiento de su postura terrorista, a los meteorólogos y geólogos del mundo para justificar el elevadísimo número de huracanes y de paso la progresión imparable del cambio climático debido a factores humanos. Sin embargo, más allá del clima de tensión e intranquilidad generalizado, no hubo modo de encontrar pruebas fidedignas que relacionasen alguno de esos fenómenos, ya fuesen naturales o humanos, con la presencia de las manchas. Con el paso de los meses, por otra parte, se constató el nulo carácter hostil de las mismas, de ahí que el enfoque apocalíptico refrendado por la película de Spielberg, basada en la novela de H. G. Wells, fuese decayendo como teoría plausible hasta dejarse de lado por completo. Como fueron dejándose de lado, con mayor o menor celeridad, todas y cada una de las tesis sobre vida extraterrestres que, hasta entonces, habían sido de dominio público; como mínimo en lo relativo a los análisis que se pretendían serios.
       Y en la vida de Andrés, ¿qué cambio introdujo la presencia de las manchas? Podría decirse que colocó en primer término de su existencia el miedo, la ansiedad, la tensión y la angustia, pero eso no le diferenciaría en gran medida del resto de habitantes occidentales del planeta. Tal vez sería más adecuado decir que la presencia de las manchas extraterrestres sacó a la luz algo que ya existía en su interior. Una vez que salieron a la luz, sin embargo, el miedo y la ansiedad amenazaron con apoderarse de todo.
       El mundo parecía funcionar relativamente bien con esa angustia. En cierta medida, era como si, simplemente, se hubiesen apretado un poquito más las clavijas de la tensión. Después de todo, y a pesar de haber superado hacía bien poco el temor al holocausto nuclear, por aquel entonces se tenía muy presente el peligro del cambio climático, el peligro del impacto de un meteorito, de un Gran Destructor, el peligro del terrorismo islamista radical, del que se temía que utilizase tarde o temprano armamento atómico… Estaba muy presente, en otras palabras, la amenaza de la extinción. Así pues, a medida que las manchas fueron dejando de suponer una amenaza plausible para convertirse en un enigma, la sociedad occidental fue apartándolas del primer plano de interés para, sin dejar de tenerlas presentes, colocarlas en un lugar de atención preferente pero no de atención total y absoluta. Las manchas pasaron de ser “Cuestión de Estado” a convertirse en una “cuestión de interés general”. Los gobiernos siguieron los pasos habituales: sopesaron las posibilidades de ataque-defensa, después destinaron partidas presupuestarias para crear departamentos de investigación y, finalmente, aceptaron la presencia de las manchas, aun y siendo un enigma inescrutable a casi todos los niveles. A lo que dedicaron un mayor esfuerzo a partir de ese momento fue a procurarse los medios para intentar que las manchas no “interfiriesen” en sus actividades y decisiones políticas. Por decirlo de otro modo, de ser un problema político-social pasaron a ser una cuestión “cultural”; o de “integración” si se prefiere.
       Para Andrés no fue así. Él no llevó a cabo realmente el tránsito que la sociedad parecía haber completado. Actuaba como uno más, pero en su fuero interno no fue capaz de transformar la amenaza en costumbre aceptable. El hecho de que las manchas no hubiesen demostrado hostilidad, de que las manchas no hubiesen tenido sobre el planeta más repercusión que las “interferencias” o los extraños “mensajes” con los que parecían querer comunicarse con los humanos, no suponía síntoma alguno de tranquilidad o normalización real. Para él, las manchas eran un recordatorio constante, no tanto por lo que eran como por lo que podían llegar ser. ¿Quién podía asegurar que las manchas no empezarían en algún momento a generar “mensajes” mucho más drásticos, más terribles o alucinantes, “mensajes” que afectasen a la concepción de la realidad? Porque eso era ahora lo que más atemorizaba a Andrés: que la realidad se transformase. Temía entrar, debido a la medición de algún acto extraterrestre, en otra realidad, una realidad paralela, una realidad marcada por el carácter indescifrable e inhabitable de los “mensajes” de las manchas. Temía que la realidad se transformase en un conjunto de fuerzas oscuras y transpersonales que actuasen de forma ajena al tiempo. Temía cruzar el umbral de entrada a un mundo en el que criaturas inevitablemente malignas utilizasen a los seres humanos, no tanto a él como a los suyos (a su mujer y, sobre todo, a sus hijos) como envoltorios para sus juegos crueles. Andrés podía mirar hacia otro lado, podía fingir, pero su cerebro seguía funcionando por su cuenta.
       Interviene en el debate televisivo Daniel Perca Romanos, vicepresidente ejecutivo de Vodafone España, que no ha acudido al programa, técnicamente, a dar su opinión sobre los fenómenos de “comunicación” extraterrestres más recientes, sino a anunciar la salida al mercado de una nueva gama de teléfonos móviles. La característica especial que ofrecerá la compañía a partir de ahora en sus nuevos aparatos es un servicio de “discriminación” de llamadas y mensajes. Por lo visto, el resultado de sus últimas investigaciones sobre las “interferencias” extraterrestres ha detectado una extraña pauta alfanumérica inscrita en su “rebote” de las comunicaciones hacia receptores aleatorios. Por lo visto, han podido finalmente darle algo de lógica a esa pauta y, gracias a ello, han logrado que los mensajes “rebotados” por las manchas, las comunicaciones no deseadas provenientes de fuentes también aleatorias, sean derivadas automáticamente hacia una “carpeta restringida” especial, en el caso de los mensajes, o aparezcan con una marcación concreta en lo relativo a las llamadas telefónicas. No han logrado eliminar la posibilidad de que dichos mensajes o llamadas lleguen a los receptores, pero sí han logrado “señalarlos”. El señor Perca Romanos acaba su exposición con una amplia sonrisa de satisfacción.
       Para un padre de familia como lo era Andrés, resultó sumamente difícil ver nacer a su segundo hijo sin dejar de tener presente en ningún momento no sólo la posibilidad del fin del mundo, sino la posibilidad de una definitiva alteración de la realidad. Tres días después de que naciese Gabriel, una de aquellas manchas se situó frente al pueblo de Sitges, a unos treinta y cinco kilómetros de Barcelona. Para él la tensión fue máxima, abrumadora. Al tener al pequeño de sus hijos por primera vez en los brazos, y a pesar de su atenta y funcional sonrisa, se sintió totalmente inservible. Tuvo la sensación, contrariamente a lo que cabría esperar al ver por primera vez otra muestra de la sangre de su sangre, de estar incompleto, de ser en cierta medida un despojo a merced de una máquina trituradora. Andrés sintió en ese momento que su cuerpo físico, su carne desnuda, era el único parapeto para defender a sus hijos de una amenaza, la de la irracionalidad, que no dudaría en desintegrarlo de un modo u otro. Se sintió arrastrado, montado en un avión sumido en una tormenta eléctrica, sin control alguno sobre el aparato, pudiendo únicamente mirar por una pequeña ventanilla el aterrador paisaje formado por nubes oscuras, sin visión del horizonte.
       Debido a los problemas y las interferencias que generaba la presencia de las manchas, se creó, a los ocho meses de su llegada, un consorcio formado por la ONU y las multinacionales de telecomunicación más importantes del mundo con el fin de intentar establecer un canal de “diálogo” con los extraterrestres. La idea principal consistía en suspender durante periodos temporales más bien breves la mayor parte de las comunicaciones terrestres para poder enviar mensajes definidos y “limpios” a los recién llegados. Eliminando el mayor número posible de “interferencias” generadas por la propia red humana de comunicación se pretendía dar pie a un intercambio directo: acallar el ruido de fondo y dejar que una sola voz pudiese decir “hola”. Si las empresas de telecomunicaciones invirtieron su dinero fue porque esperaban que, al formalizar una comunicación bilateral, las manchas dejasen de “manifestarse” mediante “rebotes” electrónicos aprovechando las comunicaciones entre humanos; o sea, esperaban que desapareciesen las “interferencias”. Ese primer “hola” que debían lanzar los humanos fue motivo de largo debate, pues resultó muy difícil ponerse de acuerdo sobre la expresión, el gesto o la composición que podía representar a la humanidad al completo o, en su defecto, a la mayoría más amplia. En cualquier caso, el 3 de abril se llevó a cabo el primer intento. Las comunicaciones terrestres permanecieron suspendidas durante quince minutos y se les enviaron a los extraterrestres diferentes mensajes; de contenido bastante similar, cabe decir, a la información incluida en los discos de oro que transportaban las sondas Voyager. Tras siete horas de espera, se produjo la respuesta. O al menos se produjo lo que se interpretó como una respuesta por parte de los extraterrestres. Una de las manchas, que había estado durante siete días posada sobre el lago Victoria, muy cerca de la costa de Karungu, en Kenia, se esfumó sin más. En cuanto desapareció, sin embargo, los peces del lago, en un área de unos quinientos metros de diámetro alrededor de donde había estado suspendida la mancha, empezaron a saltar fuera del agua. Estuvieron saltando como locos durante cinco horas y media. Luego dejaron de hacerlo. Los peces no murieron. Aquella “respuesta” se entendió como un “mensaje” positivo. Con los siguientes mensajes no hubo tanta suerte. A la emisión de melodías de Mozart, por ejemplo, respondieron ionizando el agua de un tramo del Amazonas. A ciertas formulaciones matemáticas respondieron calentando cinco grados la zona del mar del Japón sobre la que había estado posada una de las manchas. A la recitación de fragmentos de Shakespeare, generando pequeñas olas centrífugas en el Lago Superior de Norteamérica. O sea, a lo intentos humanos de comunicación, los extraterrestres respondían con efectos curiosos, meteorológicos, físicos, visuales… imposibles de interpretar. Entre otras irregularidades, además, las manchas podían componer “mensajes” diferentes a comunicaciones humanas repetidas.
       ¿Era Andrés un amante del control? Eso sería decir demasiado. Creía haber encontrado la estabilidad que anhelaba desde niño al casarse con Marga. Su esposa era una mujer de familia adinerada, de sobria educación, una de esas personas que hacen sentir que el mundo tiene sentido gracias a su eficacia organizadora y a su estable concepción de la tradición. Por eso él se había erigido como pararrayos familiar de la irracionalidad: tenía que ejercer de parapeto para que Marga mantuviese el sentido del hogar y la familia. Esa fue la pauta que se puso en funcionamiento la noche en que anunciaron los avistamientos extraterrestres. Y, de momento, su esposa no parecía haber experimentado los nocivos efectos de la amenaza extraterrestres. Al igual que la gran mayoría de habitantes del planeta, se había acostumbrado a la presencia de las manchas. No eran hostiles, sólo un poco incómodas en ciertos asuntos, lo cual no impedía que ella siguiese desarrollando el tipo de vida al que estaba acostumbrada. Andrés entendía la serenidad de su esposa como un logro personal, el fruto de su supremo esfuerzo, de su obligación. Por encima de vender pisos y ganar dinero, su obligación era esa, mantenerse como bastión defensivo, porque le daba la impresión de que si él fallaba, todo se vendría abajo. No sólo su familia, sino el mundo al completo. Si él no se mantenía atento, si él no se esforzaba por hacer que el todo siguiese adelante sin alteraciones excepcionales, el mundo al completo acabaría entendiendo que todo era absurdo y bajaría los brazos. Tal vez no ocurriese nada destacable, pero el mero hecho de rendirse significaría la extinción.
       A principios de agosto, tres meses después del primer intento de comunicación, se disolvió el consorcio internacional dirigido por la ONU y se suspendió el proyecto oficial de comunicación con los extraterrestres. Aquellos intentos requerían una elevadísima inversión económica, generaban muchísimas más dudas que respuestas y, por encima de todo, no acabaron con las “interferencias”. Sin embargo, a pesar del cese de los mensajes humanos oficiales, las manchas siguieron generando respuestas, fenómenos curiosos, “mensajes” incomprensibles. Algunos interpretaron esa continuidad unilateral como una muestra de voluntad por parte de los extraterrestres. De ahí que, a pesar de la retirada de capital por parte de las multinacionales de la telecomunicación, empezasen a crearse en todo el mundo departamentos universitarios, foros de estudio y programas de televisión, como el de Javier Sardá en España, para analizar con detenimiento el día a día de los estrambóticos “mensajes” enviados por las manchas. Diferentes asociaciones, grupos religiosos, escuelas psicológicas o congregaciones ocultistas, por otra parte, montaron congresos sobre el tema u organizaron reuniones en los más variopintos lugares del planeta para celebrar congresos sobre la cuestión o llevar a cabo prácticas colectivas con el objetivo de lograr lo que no había llegado a conseguir el dinero de las compañías de telefonía: auténtica comunicación con las manchas. Posiblemente, la más famosa de esas concentraciones fue la de Melbourne, donde se reunieron, ante una de las manchas, unos 25.000 supuestos telépatas.
       Habla Eduard Llúria, neurólogo y psiquiatra, director del Departamento de Neurología del Hospital Clínic de Barcelona.
       —Llegado un punto en el que el pánico pasó a ser un factor secundario, la llegada de nuestros visitantes no ha supuesto, como tantas veces se había predicho, como el propio Spielberg quería dar a entender con su película, que sólo una amenaza exterior unificaría a los humanos haciéndoles superar sus diferencias. Esa especie de Shangrilá humanitario no existe. Sin embargo, los visitantes sí han logrado otro efecto, extraño en un primer término, pero que me veo a obligado a considerar beneficioso a largo plazo. Los visitantes se han convertido en un fenómeno personal, personal de cada uno de los habitantes de la Tierra. La experiencia de los avistamientos, ya sea en vivo o por televisión, se ha convertido en algo íntimo, transferible y compartible sólo a un nivel superficial. Los visitantes parecen haber sembrado algo en cada uno de nosotros, en nuestro cerebro: la voluntad de un replanteamiento, de una análisis profundo de quiénes somos cada uno de nosotros como individuos. De ahí que hayan surgido problemas en las comunidades fuertemente religiosas.
       La tensión de mantenerse como escudo contra la amenaza de lo irracional exigía, sin embargo, una contrapartida. Era imposible mantener semejante grado de esfuerzo psíquico durante tanto tiempo, por eso se inventó Andrés aquella especia de terapia que era ver el programa Mensajes a solas durante dos días a la semana. Fue una suerte que empezasen a emitir ese programa, pues le ofreció un marco a Andrés, una excusa y una posibilidad para sentir el miedo de forma más o menos delimitada. Ver aquel programa entrañaba dejarse llevar por el terror a la posible inminencia, dejarse llevar por fantasías de alteración de la realidad, por fantasías de destrucción masiva, experimentar el frío confort de la catástrofe sin culpa. Ver aquel programa era entregarse a una sensación de descontrol sin límite. Andrés se rendía, o más bien ejecutaba una parodia de rendición, pues esa acción terapéutica estaba sometida a una pauta temporizada, marcada por el regreso a casa de su mujer y sus hijos.
       —Las manchas obligan a una elevada autoconciencia —prosigue Eduard Llúria—. Eso ha generado un plus de tensión. Por eso es comprensible que un gran número de personas hayan experimentado una desagradable decepción al no ver destrucción por ninguna parte.
       Durante un tiempo, abundaron los psicólogos y los filósofos en los debates televisivos centrados en la cuestión de las manchas. Parecían dispuestos a tomar el relevo de los científicos de línea dura en lo relativo a ofrecer respuestas a la relación humanos-extraterrestres. Es cierto que todos esos expertos en humanismo ofrecieron algunas sugerencias de actuación y algunos consejos bastante fiables respecto a la aceptación y la convivencia con las manchas, pero no hallaron un punto de unificación entre ellos y las diferentes escuelas y facciones escenificaron, llegado el momento, la misma clase de disputas que habían manifestado siempre en otros ámbitos de estudio. La gente no tardó en cansarse de las agrias e improductivas discusiones sobre terminología o definición de conceptos. En un principio llamaron la atención términos como “Gran Otro”, “sujeto barrado”, “pensamiento líquido”, “personismo”, “visión de paralaje”…, pero acabaron dejándose de lado. Los psicólogos lacanianos y jungianos y los filósofos más ultramodernos, al igual que había ocurrido con los representantes mundiales de las diferentes líneas de pensamiento religioso, regresaron al ámbito que les era más propio y sólo aparecían ya de vez en cuando en televisión. Las audiencias, al parecer, necesitaban a esas alturas algo más palpable. Andrés, sin embargo, en uno de esos debates con masiva presencia de filósofos y psicólogos, había escuchado algo que, curiosamente, le había aportado un ligero alivio a su mal (el miedo a la alteración de la realidad), o más bien una nueva orientación para tratarlo. No se trató de un mensaje claro y rotundo, sino más bien de una reflexión en voz alta, como si el que la dijo pretendiese ordenar sus propios pensamientos, que activó en él algo oculto hasta entonces. Fue escuchando a Slavoj Zizek, participante en el programa Mensajes mediante video-conferencia desde Ljubliana. 
       —¿Qué hacen aquí las manchas? ¿Tienen el mismo sentido del tiempo? ¿No serán tiempo y espacio la absoluta subjetivización de algo sin forma y por completo variable según el enfoque? ¿Son las manchas una materialización del pensamiento de un extraterrestre perdido en la otra punta del universo? ¿O acaso es algo similar a lo que ocurría en Solaris, la novela de Stanislaw Lem, una materialización de nuestro propio pensamiento, del subconsciente colectivo, o tal vez del pensamiento de un solo y poderoso telépata dormido o en coma en una habitación de hospital? ¿Somos acaso la ilusión de otro ser, un momento en el sueño de alguien dormido?
       Andrés no recordaba la respuesta de los contertulios, pero sí el rostro concentrado y barbudo de Slavoj Zizek hablándole a la cámara sentado en lo que parecía el despacho de su casa. ¿Qué entendió él de las palabras de Zizek, palabras que apuntaban precisamente hacia la posibilidad de la alteración de la realidad? ¿Qué sacó en claro de esa extraña diatriba que le ayudó a reorientar el trato con sus miedos? Lo que él pensó tras la emisión de esa video-conferencia fue que tal vez había que dejarse contagiar.
       Las manchas dejaron de generar expectación más allá del círculo, cada vez más reducido, de conocedores y expertos en la materia. De hecho, el desmesurado interés del primer año evolucionó hacia una especie de hastío informativo por parte de la gran mayoría. Al igual que había sucedido con el agujero de la capa de ozono o con la guerra de Irak, poco a poco la gente fue desentendiéndose. Las manchas estaban ahí, no parecían tener intención de desaparecer, pero tampoco hacían nada que fuese más allá de sus “mensajes” incomprensibles o sus incómodas “interferencias”. En cierto sentido, las manchas se convirtieron en un estorbo que había que sobrellevar con “dignidad”, tal como había dicho en su momento Javier Solana, por eso la gente solía ya cambiar de canal o elegía ir al baño cuando en los noticiarios aparecía alguna nueva imagen. Así pues, el planeta siguió girando. La vida siguió más o menos igual. Porque las repercusiones de los cambios puestos en marcha por la presencia de las manchas fueron mucho más sutiles de lo que cabía esperar. El primero y principal de esos cambios fue una especie de metástasis de la atención: los actos y los pensamientos humanos, todos los actos y todos los pensamientos (a un nivel general) parecían ahora dotados de una extraña ligereza. La gente se comportaba del mismo modo que lo había hecho antes de la llegada de los extraterrestres, los mecanismos humanos aparentemente funcionaban igual que siempre, pero nada parecía ser ya demasiado grave o importante.
       A Andrés, por su parte, su estado anímico seguía obligándole a mostrarse apático y descreído en su trabajo. Pero esa actitud, curiosamente, le llevaba ahora a completar las operaciones con mayor éxito. Al parecer, motivaba de un modo mucho más eficiente al personal de la empresa. Al parecer, la sensación de carencia de futuro que les transmitía a sus jefes de ventas, una carencia de futuro no nihilista, les empujaba a trabajar más y mejor. Sus cifras de venta alcanzaron una cota impresionante. Los clientes quedaban encantados con él; sus jefes también lo estaban. Andrés insistía en que el espectacular incremento en las cifras de facturación no era cosa suya, no se debía a su mediación. Repetía una y otra vez que el mundo era extraño y que, en ocasiones, elementos opuestos se colocaban en línea y fluían en la misma dirección, y que ante algo así no podíamos más que ser testigos de los acontecimientos. Pero su mujer no aceptaba su modestia. Marga estaba convencida de que aquella mejora en la empresa se debía única y exclusivamente al talento de su marido, que había sabido aprovechar a la perfección sus dotes psicológicas para trazar una nueva estrategia de venta; estrategia que, según ella, no tardaría en estudiarse en las escuelas de economía de toda Europa. Andrés, ante afirmaciones como esa, solía apartar la mirada y sonreír con ingenuidad.
       A las 17:50, Andrés escucha el sonido de la llave de su esposa penetrando en la cerradura de la puerta. Agarra el mando a distancia, baja un poco el volumen y tuerce la cabeza para apoyarla en el respaldo del sofá. Cierra los ojos y se hace el dormido. Es una postura tensa y antinatural para pillar el sueño, pero lo bastante creíble para engañar a un niño de cuatro años, concretamente a Oriol, su hijo, el primero en atravesar el pasillo a toda prisa y llegar hasta donde está su padre para despertarlo zarandeándolo.
       Se repite el ritual de costumbre: besos a los niños, beso a su mujer, se hace cargo de abrigos y carteras, las lleva al cuarto de los niños, escucha los comentarios de Oriol sobre su jornada en el colegio… Cuando regresa al salón, Marga está mirando la televisión.
       —¿De qué hablan hoy?
       —Una de las manchas, la de Madagascar, se ha esfumado. Ha dejado una especie de campo magnético en el agua.
       —Ah… —responde ella con total desinterés mientras se agacha para desabrocharse un zapato.
       Andrés apaga el televisor. Después se dirige a la cocina para preparar café. Al poco, Marga se reúne con él frente a la encimera.
       —¿Qué tal en el trabajo?
       Andrés se detiene a escuchar el rumor lejano de los juegos de los niños, en su cuarto. Se toma su tiempo antes de responder. Sin alzar la vista de la cafetera eléctrica, dice:
       —Quieren nombrarme subdirector.
       Marga se acerca y le toma el mentón para obligarle a que la mire a los ojo

       
 © Juan Trejo, 2007
       
Bio:

foto TrejoJuan Trejo (Barcelona, 1970) es escritor y traductor. Codirige la revista Quimera. Sus relatos han sido publicados en la revista Lateral y en las antologías Amor global (y otras infamias) (Laia Libros, Barcelona, 2003) y Crossing Barcelona (Luchterhand, Berlín, 2007). Su novela El fin de la Guerra Fría se encuentra en proceso de edición. Últimamente ejerce de profesor. 

Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso.

navegación:

índex català      

tbr septiembre - octubre 2007 no. 60

Editorial: Paradojas del destino

f i c c i ó n

Mathias Énard: Manual del perfecto terrorista
Juan Trejo: Emboscada (II parte)
Juan Mattio: La persistencia de la noche

e n s a y o

Jesús Nieves Montero: “Bolañitos, borgecitos y otros párvulos literarios”

p o e s í a

Concha García: Ya nada es rito y otros poemas

r e s e ñ a s

Ningún dios a la vista Altaf Tyrewala
El velázquez de París Carmen Boullosa
Una gota de ámbar Emilio Gavilanes

Casa de luciérnagas. Antología de poetas hispanoamericanas de hoy Mario Campaña

s e c c i o n e s   f i j a s

Reseñas
Breves críticas
(en inglés)
Ediciones anteriores
Página del editor
Envío de textos
Audio

Enlaces

www.barcelonareview.com  índice | inglés | catalán | francés | audio | e-m@il