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índex català   Junio-Julio 2007 no. 59

Mi copa, las tres de Darío, lastres veces de Pedro y la obsesión por el número tres deNikola Tesla

Carmen BoullosaMi Copa etc

 

Mi copa viene a cuento porque se la birló de casa una visita, alguien que vino a cenar. Era Salviati, un regalo muy especial que recibimos de Marisa, irreemplazable porque han descontinuado el modelo, preciosísima.
            Las tres de Rubén Darío, el gran poeta -y gran borracho- son las veces que declinó una copa durante su última estancia aquí, en Nueva York, en el invierno de 1914 y la primavera del 15.
            Las de Pedro son las que renegó del Salvador, ya las conocemos pero vale la pena revisitarlas a la luz del recién descubierto Evangelio de Judas. Siguiendo la lógica de este manuscrito, Pedro no sería un cobarde sino un hombre leal que aparenta traicionar para comprobar que el Maestro no se equivoca nunca, da fe de la infalibilidad de su Palabra. Le tocó en suerte pasar a la historia como un collón de quinta, bailar con la fea, como a Judas.
            Nikola Tesla, padre de la electricidad y de la radio, se obsesionó con el número tres. Repetía tres veces las rutinas de sus caminatas, escribía tres veces su nombre en una carta, requería en la mesa tres servilletas dobladas, tres copas y tres vasos, etcétresra. Tesla es casi desconocido, no tiene la reputación que se merece, sombra inversa de Judas.
            Eso, en cuanto al título, baste como explicación y pasemos a lo que sigue.
Una tarde, me bajé del subway dos estaciones antes que la habitual para ir a cortarme el pelo con Sheril, que en realidad se llama Toya. Es colombiana, lleva la mitad de su vida en Nueva York, habla un inglés impecable y tiene manos de ángel. Es la única peluquera que no ve con horror el largo y aspecto de mi cabello y esto no per se sino porque sabe que mi hija María es la novia del-hijo-del-árabe en la telenovela que se llamó “Los Plateados”. Está convencida de que somos como de la familia, cree que se lo ganó porque ella sí vio todos los capítulos completos, excepto el último que cayó en la fecha en que consiguió para su mamá un boleto a Colombia de tarifa irresistible. Siente que conoce a María mejor que yo. Además, por lo del último capítulo, porque su mamá enfureció cuando supo que Toya le había comprado el boleto para el día del último episodio de “Los Plateados” y porque su enojo desencadenó una tensión aún irresoluta y enervada entre ellas. Sheril-Toya está convencida de que nos une una complicidad inquebrantable que tiene que ver con la relación madre-hija. Yo, la madre de la hermosa actriz de aspecto virginal que es forzada en el capítulo treinta y pico por el galán Humberto Zurita y abandonada por el novio un momentito antes de ser despachada por los productores rumbo a Europa, y ella, mi peluquera, que arrebató a su mamá (y a sí misma, porque la acompañó al aeropuerto, “cómo dejarla irse sola”) del último y ansiado episodio de “Los Plateados”. 
            Por esto, por el final que ni ella ni yo vimos, es que le pone el corazón a sus tijeras. La adoro tal vez tanto como ella a mi hija en su versión novia-del-árabe interpretado por un actor mexicano, el hijo del dueño del estanquillo, lo que aquí en Nueva York llaman deli y en otros lados "tienda pequeña", que no se parece nada a ningún comercio de Atlantic Avenue. La familia de mujeres con burkha (pasé por una a Islamic Fashion para que sirviera de modelo al vestuarista -aunque nunca entendieron bien a bien cómo se encasqueta el velo, las actrices mexicanas los usaron estilo Virgen de Pastorela-) lleva a la pantalla un ingrediente de la vida de los mexicanos inmigrantes en Nueva York, y -un tiro para dos pájaros- hace sentir al espectador nostalgia por un México antiguo. “Los Plateados” juega a ser Sheril y Toya, los productores suman ésta a la anterior telenovela donde también actuó María (el alma herida), las vicisitudes de una familia dividida por la frontera. De las dos telenovelas no vi sino fragmentos donde buscaba yo a mi hija, tratando de encontrar en el personaje no ya a la actriz (por supuesto que no al personaje y menos la trama en que estaba envuelta) sino a mi vástaga, a quien extraño perramente. No era mucho el alivio a mi ansia materna verla siempre llorando.
            Estaba yo con Sheril en el salón de belleza, frente a la hilera de cuatro espejos y de espaldas a los otros cuatro, contándolos una y otra vez hasta llegar a ocho, un pálido equivalente al tres que obsesionó a Tesla, quien también fue despojado por un ser honorable y de algo de mayor valor que una copa Salviati, Thomas Alva Edison le había prometido el equivalente a un millón de borlacos si resolvía los problemas de los motores que fabricaría en serie, Tesla lo consiguió y Edison se negó a pagarle un clavo arguyendo que, como era serbio, no había entendido el humor norteamericano en su ofrecimiento. No sólo eso, a la larga Edison también le robó la autoría de sus hallazgos. No sólo eso, le negó un alza de sueldo cuando pidió 23 en lugar de los 18 semanales. No sólo eso, a Tesla le dio un enfado tan podrido que renunció. No sólo eso, Edison fue cada día más rico, Tesla cada día más pobre, un inventor medio pirado, sin reconocimiento, que por ende o sin ende se convirtió en un maníaco obsesivo con particular fijación en el número tres.
            Aquel día en el salón de belleza, dejé de pensar en Tesla y Edison y pretendí ya no contar los espejos ni recordar mi copa. No me era fácil, Vicky fue quien me recomendó el lugar para cortarme el cabello (vive sólo a unas cuadras del salón, está a un paso de la uni de Columbia) y fue precisamente en casa de Vicky donde yo había re-encontrado a la caco a quien conozco porque es mexicana, y fue esa vez en casa de Vicky donde la invitamos, a ella y a su esposo, un célebre historiador -como el mío-, a cenar a casa. También a Vicky, que no podía porque bla-y-blá.
            ¿Por qué se robó mi copa? Estoy segura de que no lo sabe su marido, debe esconder su botín. Si acaso le cuenta a su cónyuge que roba, si el renombrado sabe que Ella, la Vil, la Judas de los de antes, me robó mi copa y si él se lo celebra, es por imitar a Humberto Zurita, el galán sin par de la televisión mexicana, un caballero en la vida real pero que actúa papeles de barbaján, como cuando forzó a la personaja que interpretaba María en el capítulo treinta y tantos, con el agravante de que estaba casado -en la telenovela- con su mismísima hermana (mi hija era hipotética cuñada) y de que era un marido de quinta, en su maldad no hay fin porque el personaje es precisamente Malo y encima de esto un impostor, los Plateados banditos que dan nombre a la serie son los legítimos dueños de la fortuna que él usufructúa, el usurpador, como Edison de los inventos de Nikola Tesla. Zurita va de boca en boca hecho un Judas, un maldito, pero es en el fondo un caballero.
            Estaba, entonces, con el cabello bajo las tijeras de Toya-Sheril y suspirando por mi copa perdida, cuando vi entrar a Vicky.
            -Estaba pensando en ti, Carmen, pero no te va a gustar el motivo.
            Lo dijo en español. Vicky es de familia italiana, sabe algo de mi lengua pero era la primera vez que me dirigía la palabra en castellano.
            - Un el motivo … una amiga tuya, mejor dicho nuestra.
            Suspiró hondo y continuó explicando que no quería comentarme nada, pero como había topado conmigo, qué coincidencia, ante la fuerza del destino (en italiano) cómo negarse a decirme lo que le quemaba la lengua.
            -En realidad es una tontería, pero el cenicero era de mi mamá y … una joya… y la he tenido conmigo tantos años… de Florencia…
            Su peinadora llegó por ella, “hola, hola”, y se fue a que le lavaran el cabello, sólo a cinco pasos de donde estábamos pero ya fuera de la vista de los ocho espejos, ocho, como mis copas cuando fueron ocho.
            Conque el motivo y no los del lobo a los que les escribió Darío, El varón que tiene corazón de lis, alma de querube, lengua celestial. Ni duda de qué el motivo quería hablarme Vicky. Le pregunté a Sheril-Toya “¿sabe usted quién es Rubén Darío?”.
            -Pero claro. ¡El poeta! Margarita está linda la mar y malaquitas y elefantes y cosas, lo aprendimos de memoria en la escuela.
            -¿Usted sabe que vivió aquí? Vino cuatro veces, en su cuarta vez pasó medio año en Nueva York. Y en ésa, aunque era un borracho sin remedio, sabemos que tres veces declinó una copa…
            -¡Carmen! -dijo Vicky desde su asiento -¡dilo en inglés!, quiero oír, ¿de qué hablan?
            -De Rubén Darío, Vicky, el poeta. Estuvo aquí unas veces…
            Vicky me estaba regalando la perfecta oportunidad para ahorrarle el enfado y entrar de lleno al tema de los motivos de la loba ladrona. Expliqué rápidamente las obvias de Darío, (poeta niño, nicaragüense, genial, amadísimo, dipsómano) y conté que en su último viaje a Nueva York rechazó tres veces una copa y le dije que me acordaba de esto porque "yo había estado pensando en ti, Vicky, por otro el motivo: una copa que alguien sustrajo de mi casa y que se escapó en la bolsa de una visita que muy probablemente es la misma que cargó con tu cenicero y que no es amiga mía (quiero dejarlo bien claro), sino conocida, amiga de amigos en México".
            Oí a Vicky reírse.
            -¿Y Rubén Darío vivió aquí entonces?- dijo en inglés la Toya algo Sheril que no podía seguir la fábula de la loba ladronzuela y que no quería verse cortada de la plática.
            -Sí, aquí vivió, en la ciudad, la llamó "La capital del cheque", no muy imaginativo.
            -¿También es el poeta de Ahí viene el cortejo, ahí suenan los claros clarines?
            Dijo el verso en español.
            -Sí -no tuve corazón para decirle a la joven Toya y aún más joven Sheril que le fallaba la memoria, citaba mal el Cortejo triunfal.
            -¿Y qué vamos a hacer de la copa y el cenicero?- preguntó Vicky.
            -Demasiado tarde, me parece, yo no sabía de esta costumbre o de su el motivo… Ojalá hubieras estado aquí y vendo a casa, contigo hubiéramos sumado nueve, no hubiera podido usar las copas, sólo tenía ocho copas, ¡ay!, ya nomás me quedan siete (rematé en español, aludiendo a la imbécil canción de los perritos, Yo tenía diez perritos/ yo tenía diez perritos/ uno se cayó en la nieve/ ya nomás me quedan nueve).
            -¿Y las copas?- preguntó Sheril, para volver a las de Darío-, ¿a quién no se las aceptó? 
            -La historia es un poco larga. Rubén Darío estaba fatal de salud. Según el recuento de Bermúdez, que fue quien lo trajo a Nueva York, Darío estaba viviendo en Barcelona porque había dejado Madrid con la intención de separarse de Francisca, en palabras del poeta: “mi vida, por culpa mía, de ella, de la suerte, era un infierno”. Justo cuando el poeta se empezaba a recuperar, así fuera relativamente (“A mí se me han declarado ya Panchos Villas intestinos y riñones; pero he mejorado mucho de los nervios, esto es del ánimo”), Francisca se apersonó en Barcelona a pergeñarlo, se instaló en la casita que ocupaba Darío y volvió a lo mismo, a mantenerlo alcoholizado a punta de whiskys acompañada de sus dos cómplices, el secretario del poeta y un amiguete (Julio Sedeno, el mexicano que moriría en París, ejecutado por espionaje).
            -¿Qué vamos a hacer, Carmen? ¡Quiero mi cenicero de vuelta en mi mesa! ¡Era de mi mamá!
            Habían terminado ya de lavarle el pelo y caminaba hacia su asiento, a mis espaldas. Ya lo dije, cada espejo tenía impresa una imagen diferente, como aquellas un día ocho copas.
            Sheril había terminado de cortarme el pelo y comenzó a secármelo, el ruido rompió la conversación. Lancé miradas a Vicky por el espejo, me respondió muerta de la risa, pero gesticulaba preguntando insistente "¿qué vamos a hacer?" y yo me contestaba a mí misma: "nada, qué más. Callarnos la boca. Apechugar, como hizo Nikola Tesla con Edison, y por motivos más gordos. Nada qué hacer, el mundo está lleno de pillos. Los que pierden pueden consolarse con sus manías, como las tres servilletas de Tesla, doblada cada una tres veces."
            Me dispuse a contarme a mí misma la historia de las tres copas que Darío no quiso tomarse en Nueva York, a la manera de mis tres servilletas consolatorias. La primera es muy comprensible. Bermúdez lo encontró en la miseria conyugal en Barcelona y se le ocurrió traerlo a Nueva York creyendo que ganarían pilas de billetes. No era mala idea en teoría, siempre corrieron ríos de oro a los costados de Darío y él siempre se hizo el que no entendía nada, para luego quejarse amargamente de que todos lo robaban. El plan de Bermúdez consistía en que él daría discursos por la Paz del Mundo, Darío leería poemas y el dueto cobraría cantidades gordísimas. Irían con el bolsillo lleno a la mesa, de la mesa a las francachelas, de las francachelas a las putas, de las putas a las arengas por la paz del mundo, de las arengas a las carteras llenas, de las carteras a las mesas, de las mesas a las francachelas, etcétera, del ser actor Zurita a Zurita el personaje, de aquí para allá muy orondos.
            Como ni Bermúdez ni Darío tenían ni un quinto, el emprendedor pidió al poeta que escribiera a su amigo el Conde de Comillas, dueño de la compañía de transatlánticos, pidiéndole dos boletos de primera para viajar a Nueva York. El Conde aceptó. Llegaron al muelle el 14 de diciembre, un día antes del viaje. Bermúdez convenció a los guardias del barco de que los dejaran pasar la noche a bordo, les explicó quién era Darío, les dijo que estaba mal de salud. Darío durmió en su camarote con Francisca y con su hijo Rubencito, sería su última noche juntos. Debe de haber sido una noche de mierda que bien valdría un cuento, o no, quién querrá visitar esa tristeza opaca, así la imagino yo, tal vez le hace falta un evangelio para pasar por Revelación Iluminada, donde Francisca es Luz y Darío el Cáliz del Futuro del Hombre, etcétera, o etcétresra si incluimos a su hijo Rubencito. 
            En el barco planearon mucho, Bermúdez tenía mares de ideas de dónde podrían sablear o sacar provecho, no le cabía duda de que sería muy fácil echar mano del prestigio de Darío y de que de inmediato iban a cobrar fortunas… y a gastárselas. Suena fácil, sobre todo lo segundo. Apenas tocan Nueva York, Rubén Darío anuncia a todos sus contactos por telegrama que acaba de llegar. Uno de éstos, y uno en quien tiene plena confianza, es el Ministro de la Embajada de Costa Rica, Roberto Brenes-Mesén. Ya veía Bermúdez los hoteles cinco estrellas en Washington, los banquetes en la Casa Blanca y las Embajadas, y el río Dólares correr contante y sonante cargado de pepitas de oro… ¡y todo en nombre de la Paz Universal y de la poesía!
            Brenes-Mesén leyó el telegrama como una espontánea manifestación de amistad, no lo sombrero boca arriba, y contestó con otro telegrama de contenido muy diferente al que desearan recibir Darío y Bermúdez: “SERÁ PARA MÍ UN GRAN HONOR VISITARLO EN NUEVA YORK COMA LLEGO EN TRES DÍAS POR LA TARDE PUNTO POR COMPROMISOS PREVIAMENTE ADQUIRIDOS COMA SÓLO ESTARÉ UNA NOCHE COMA PERO NO QUIERO DEJE EL PAÍS SIN VERLO”. ¡Ah, qué pelma! Qué ocurrencias, ¿a qué venía? Lo habían buscado para que les ofreciera una invitación a leer, muchos dólares, el lujo de un hotel de diez estrellas, recepciones, periodistas, multitudes aplaudiéndolos.
            Apenas cumplirse los tres días, Bermúdez y Darío dejan su hotel desde el medio día y no vuelven a poner pie en él para evitar al pesado tico, decididos a negarlo como pedros. De noche, al teatro Vitagraph, en Broadway y la 44 -que trae al poeta inolvidables recuerdos: en su segundo viaje a la ciudad visitó en Times Square una casa de mala nota, las chicas lo trataron a cuerpo de rey, mucha champaña, y cuando llegó la hora de pagar, la cuenta fue una sorpresa que sumaba 300 dólares que Rubén Darío no tenía; dos noches durmió ahí hasta que sus amigos (Fiallo el poeta y Bolaños su compatriota) juntaron el dinero necesario para sacarlo de la casa vuelta de “empeño”-.
            Brenes-Mesén se registra en el lujos Astor, intenta contactar a Darío, ya sabemos que sin suerte. "Qué extraño", piensa, "le avisé que estaría aquí sólo por una noche, algo le habrá ocurrido al poeta" pero como no es hombre de bilis sino de buenos momentos, decidido a sacar el mayor provecho de su viaje, se encamina a un teatro famoso por sus hermosas chicas.
            Cuál no sería su sorpresa, escribió años después, al encontrar sentado a su lado a Rubén Darío. En sus propias palabras: "Salimos del teatro y caminamos un rato sobre Broadway, donde tendríamos libertad para charlar. Concertamos que nos reuniríamos al día siguiente para comer juntos en el Angelo, un restorán famoso por su cocina española. Les invité una copa de vino pero Darío la rechazó".
            El motivo del rechazo de esta copa es evidente. Darío no tiene ninguna gana de departir con el ministro costarricense sino de recibir de él un cañonazo de algunos cientos de dólares. Dice “no” porque es a él a quien le está diciendo “no no y no”. La copa se la tomará después con su amigo Bermúdez mientras maldicen al tico.
            El segundo rechazo, la segunda copa que se negó a tomar Darío, fue en un club muy distinguido, el más en boga en la ciudad, el University. Frank Crane, el filósofo popular e influyente en la sociedad neoyorkina -pero despreciable para los intelectuales-, invitó al poeta, quería introducirlo a lo más selecto del mundo editorial. La cita era a las 6 de la tarde. Como de costumbre, Darío y su cortejo aparecieron una hora tarde, cuando Crane ya se despedía, hablaría en una cena de beneficencia. Sacándose sólo un guante y dejándose el izquierdo enfundado, lleva a Darío y sus amigos a lo que restaba de su grupo y se despidió cortésmente diciendo que lo que bebieran correría a su cuenta. ¿Sabía a qué se estaba exponiendo? ¿Lo cortés no quita lo valiente?
            Apenas salió, alguno de la pandilla de Darío voceó: "¡pidamos champaña!", pero el poeta, ofendidísimo por el trato y el guante puesto y lo poco interesante de la partida que restaba para departir, no quiso beber nada. Algunos han intentado explicar la intención de la negativa de Darío diciendo que era de caballeros -otros que porque ese día estaba en opiáceas y no le apetecía el alcohol- en realidad fue por berrinchudo, ya para entonces, y para sus pulgas, Nueva York no le daba bola. Sí, había salido un artículo en el Times y lo habían invitado a un par de cenas, y ya. No habían tardado mucho en darse cuenta de que su gira triunfal no lo sería, comenzó y terminó con una lectura en Columbia organizada por Huntington.
            Pero antes de frenar en seco, vino la tercera copa. Ocurrió en la cena rimbombantísima que organizó en su honor la Author´s League en casa de la aristocrática Ms. Woodruf. Trescientas personas se congregaron para saludar al poeta, entre ellos Thomas Alva Edison, que sería lo que fuera pero era en efecto un genio, el creador de una gran empresa. También habían invitado a Nikola Tesla, quien daba vueltas en hatos de tres a la manzana. El maníaco obsesivo no podía convencerse a entrar, creía imprescindible encontrar un grupo de tres personas a punto de cruzar la puerta en el preciso momento en que él terminaba de dar una vuelta número tres. Y cada que terminaba su trilogía le tocaban grupos de cuatro, de dos, de cinco, una persona a solas, pero nada de tres... Ya casi había perdido la fe de que esto pasara cuando corrió con suerte, Rubén Darío, Bermúdez y el secretario de ambos arribaron a la puerta y se les unió. Reconocido de inmediato por la gente de la casa, Tesla fue conducido a su lugar especial donde tres servilletas dobladas cada una tres veces habían sido especialmente dispuestas para tranquilizarlo. Cuando había ya tocado las servilletas y chequeado sus dobleces, alzó la vista y encontró sentado al otro lado de la mesa, exacto frente a su lugar… ¡a Thomas Alva Edison! En un arranque de ira, Nikola Tesla se levantó apresuradamente, golpea con el hombro la orilla de una charola que va llevando un mesero, la vuelca, caen copas, no exacto cuántas pero no tres, como le hubiera gustado a Nikola, ni ocho, como me habría gustado a mí tenerlas, sin duda más de doce. Manoteando y gritoneando improperios contra Edison, dejó la casa de Ms. Woodruf. Esto ensombreció infinito el ánimo de Rubén Darío que conocía la fotografía de Mark Twain en el estudio de Tesla y que simpatizaba con las áreas digámosle menos científicas de su cerebro y dinamitó, diríamos, uno de los más siniestros delirium tremens que padeció jamás en su vida y que por suerte tuvo un aspecto de mera catatonia. 
            El poeta colapsó en su asiento y no fue sino hasta que Robert Shores leyó en voz alta una poesía de su autoría (muy latosa, según Henríquez Ureña) dedicada a Darío, que el demonio de su alucinación despertara y que muy a lo Tesla echara chispas. No armó un escándalo porque lo controló su otra mitad, Bermúdez. Esa fue la última vez que Darío rechazó una copa en Nueva York.
            Pocos días después, cayó sobre Darío el freno total ya anticipado. No se movía nada, la ciudad lo ignoraba, excepto por míseras migas que dejaban caer en su plato de vez en vez. Lo escribió el Evening Post: “la América del Norte y del Sur no se miran una a la otra”, y cita como case in point el de Darío, que se encuentra en la ciudad sin que nadie le haga caso. Bermúdez lo abandonó. Dicen las malas lenguas que porque Bermúdez se robó una plata que le había sacado a Archer Huntington. Otros cuentan que porque Bermúdez se enfadó con Darío porque cuando él le pidió que le mendigara a Huntington 5 mil dólares, Rubén le escribió pidiéndole sólo quinientos, y por último otros dicen que Huntington le ofreció 5 mil al poeta y que Rubén Darío sólo quiso aceptar 500. A saber. Ya para entonces habían perdido toda esperanza de que el río de oro se les acercase. Darío quedó sin promotor, abandonado, en mala salud, contrajo pulmonía.
            Sheli-Toya terminó de secarme el cabello. Para entonces peinaban a Vicky bajo la ruidosa secadora, el reloj corría, se acercaba mi hora de clase, me despedí de ella sin poder hablar ya más ni de mi copa ni de su cenicero que me temo no podremos nunca más recuperar, y salí a la calle.
            Cuando llegué en la noche a casa, encontré un mensaje en mi contestadora: Carmen, I´ve been … he estado llamando a tu portátil y no contestas -recórcholis, había olvidado prenderlo después de clase-, quería preguntarte si puedo encontrar alguna buena traducción del poeta de los perritos. ¿Y me repites su nombre? ¿Ramón Radío?
            Y aquí me citó correctamente: “yo tenía diez perritos, yo tenía diez perritos, uno se cayó en la nieve / ya nomás me quedan nueve”.

           
          
       © Carmen Boullosa 2007
    
Bio:

Camen Boullosa Carmen Boullosa
: (México, 1954) Como escritora ha hecho casi de todo (poesía, ensayo, novela, teatro) y a estas alturas podría decirse que su obra, traducida a diversas lenguas, se sitúa entre las más relevantes de las letras hispánicas. Ha publicado las novelas Mejor desaparece (1987), Antes (1989, por la que obtuvo el Premio Xavier Villaurrutia), Son vacas, somos puercos (1991), El médico de los piratas (1992), Llanto (1992), La milagrosa (1993), Duerme (1994), Cielos de la tierra (1997), Treinta años (1999), Prosa rota (2000), Leaving Tabasco (2001) y De un salto descabalga la reina (2002). Obras teatrales: Trece señoritas (1983), XE Bululú (1984, coautora), Cocinar hombres (1985), Los totoles (1985), Mi versión de los hechos (1987), Aura y las once mil vírgenes (1987) y Propusieron a María (1987). Poesía: El hilo olvida (1978), La memoria vacía (1978), Ingobernable (1979), La voz y método completo de recreo sin acompañamiento (1983), La salvaja (1989), Todos los amores: Antología de poesía amorosa (1997) y La bebida (2002).  

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