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imagenGricel Ávila

Los barcos hundidos

 

 


La calle está mojada. Hace diez minutos que dejó de llover. Escucho a los perros ladrar. Sus ladridos retumban en mis oídos y me hace desear el silencio. Silencio. Ya hay silencio. Parece que los animales escuchan mis pensamientos; se han callado. Me toco la frente: está caliente. Sudo. Tengo la blusa empapada. El calor es un demonio en estos días, atiza el cuerpo, el alma y remueve recuerdos que no deseas tocar. Llovió, sí llovió, pero la lluvia no fue lo suficiente voluptuosa para exterminar al demonio de estos últimos días. La lluvia sólo provocó que vapores escondidos, en la tierra y en la memoria, se liberaran y escarmentaran con mayor ahínco a la carne humana. Tengo calor, siento que me sofoco. Me dirijo al refrigerador, saco una jarra de agua. Abro la nevera. Quiero hielo. En la madrugada volví a acordarme de Bernardo. Luego de quince años, él sigue habitando mis pensamientos. El recuerdo de nuestro tiempo juntos es como este calor: una tenaza hirviente que te sujeta y que torna arduo vivir. ¿Y cómo vivir tranquila luego de la agitación del último encuentro? Si no hubiera sido por ese viaje a Veracruz, tal vez su imagen no sería tan hiriente. ¿Para qué fui a Veracruz? A mamá nunca le pareció correcto. Mamá me dijo asustada: ¿Qué tiene en la cabeza tu marido como para pedirte que vayas a alcanzarlo hasta el Distrito Federal? ¡Sola y con los dos niños! El viaje es difícil: un día en barco hasta Veracruz y luego otros dos en camión hasta la ciudad.
       Tomo un vaso de vidrio y vacío el agua y el hielo. De un solo trago bebo el contenido. El agua helada no calma el ardor que fermenta mis sentidos. Es difícil pensar con este sudor que escurre de mi espalda; ni desnudándome podría apaciguar este agobio. Salgo al patio y me siento en una piedra, bajo la sombra del árbol de caimito. Tengo la esperanza de que sople algo de viento y me refresque. Vuelvo a tocarme la frente, cierro los ojos y otra vez está ahí, en mi mente: Bernardo. Ojalá le hubiera hecho caso a mamá. Debí negarme a la petición de mi esposo de ir a ese viaje, pero me sentí envalentonada y que podía lidiar con los niños y las impertinencias del camino. Traté de convencer a mamá de que sus preocupaciones eran excesivas. No lo logré. Ella insistió: con la naturaleza no hay juegos, si yo pudiera acompañarte… ¡ay!, ya no aguanto viajes tan largos. No tengas miedo mamá por Dios. ¿Qué no tenga qué?, me gritó. Sí mamá, no grites, los niños te van a oír y los vas a contagiar de tu miedo.
       Las copas del árbol no se mueven. Ni una pizca de aire es capaz de soplar. El calor y el bochorno se robustecen, golpean la piel y la respiración. Me levanto. Abro la llave y lleno un balde de agua; la echo en la acera y en la tierra. Se escucha un tenue silbido: es el calor saliendo de su guarida. Se ve humo, como si acabara de apagar una fogata. Así termina una discusión: con el humo de los derrotados. Yo sé que mamá vio, con tristeza, a sus esperanzas evaporarse. Deja en paz a tus malos agüeros, le dije tratando de consolarla. Mamá bajó la mirada. Te daré algo entonces, así estaré un poco tranquila. Ven. Aquí está. La vi con incredulidad: ¿Un huevo? ¿para qué? Ella arrugó el entrecejo, severa. Los huevos que ponen las gallinas el sábado de gloria no son cualquier cosa. Nunca se pudren. Reí. Ante mi reacción, sus ojos se inflaron de enojo. Se contuvo. Vi que inhaló y exhaló con gravedad. Trató de aparentar cierta calma y me explicó su creencia: los huevos están benditos, todo lo que toca el día de la gracia de nuestro Jesucristo, otorga protección. No me vengas con eso mamá, fue mi respuesta. Creo que en ese instante mostró sus habilidades de paciencia porque levantó la mano, dispuesta a cachetearme, y tal vez acordándose de que yo era una mujer casada y libre de su yugo, volvió a contenerse. Respiró más fuerte y con voz que apenas disimulaba su irritación, añadió: si no crees, allá tú, con mi fe basta, pero eso sí, obedéceme en lo que te voy a decir. Si hay tormenta cuando estén a bordo, agarras este huevo, te vas a la punta del barco y ahí lo tiras con esta oración, señor, recoge tus vientos y calma tus aguas. Repítela todas las veces que puedas. Y yo asentí.
       El aire continúa ausente y el calor es igual si estás adentro o afuera. La casa hierve y las paredes transpiran fuego. A lo lejos, las calles, la tierra, los gatos y los perros parecen de agua, como espejismos temblorosos. El calor acrecienta y las cigarras rechinan. Mi hijo, el más pequeño, sale al patio. Me pregunta si le doy permiso de bañarse con la manguera. Le digo que sí. Se saca la camisa, abre la llave, toma la manguera y disfruta del agua. De paso, juguetón como es, me tira agua, a chorros, en las piernas. Sonrío. Su alegría me refresca un poco. Corre mi hijo con la manguera y me pide sus barcos de juguete. Se los doy. Abre mucho los ojos porque se le ha ocurrido una idea: llenar el balde de agua hasta el tope. Será el mar, me dice, y luego navega sus barcos en él. Grita: hay tormenta, y simula la lluvia, tapando, con el dedo, la mitad del orificio de la manguera. El agua brota deprisa. Los barcos poco a poco se inundan. Yo no sé si aquel barco en el que viajé estuvo en peligro como los de mi hijo. Me acuerdo de que veía aterrorizada, desde la ventana del camarote, a las olas estrellarse contra la nave. Esa era la tormenta que mamá temía. El barco se bamboleaba, apenas y podía mantenerme en pie. Mamá quiero vomitar, se quejó Joaquín, mi hijo más grande. ¿Nos vamos a hundir?, cuestionó llorando el segundo, Guillermo. No, no nos vamos a hundir. Y lo abracé. Acércate Joaquín y vomita en esta bolsa. Niños, este barco es seguro y este tipo de tormentas son muy comunes. Ya verán como al ratito deja de llover. Quise aparentar tranquilidad para calmarlos y de paso, también calmarme a mí. Les canté una canción, los arrullé hasta que los dos se quedaron dormidos en mis brazos. Entonces, sin hacer ruido, lloré y mi pálida fe en Dios, ante la posibilidad de una tragedia, comenzó a colorearse. Me acordé del huevo. Lo había puesto en la maleta de Joaquín, entre sus calcetines. Con cuidado y sujetándome de los bordes de la cama, llegué al closet y saqué la maleta. La abrí y ahí estaba el huevo. Lo vi más grande y brillante.
       El sol pronto va a ocultarse; sus rayos se han vuelto conciliadores y bondadosos. El viento ha llegado: sopla una débil brisa, pero es fresca, lo suficiente para que el calor dé tregua. Mi niño tiene la piel chinita y arrugada. Me levanto y entro al baño en busca de una toalla. Ahí está una de color verde. Se la doy a mi niño. Le ordeno secarse. No quiere. Insiste en seguir jugando con sus barcos. Mi negativa es firme. Él obedece. Lo escucho alejarse. Yo me quedo viendo a los barcos hundidos en el balde. Parecen afligidos ante el fracaso de la zozobra. Puedo comprender esa aflicción. Puedo comprender la impotencia de ver una tormenta y no poder hacer nada, sólo desear, conjurar o utilizar cualquier truco espiritual que otorgue la esperanza de la salvación. Con esa misma esperanza chabacana yo aventé el huevo de la protección al mar, sorteando las dificultades del clima tempestuoso, desoyendo las amonestaciones de los marineros para que regresara a mi camarote. Lo hice. Llegué a proa y el huevo al océano. Señor, recoge tus vientos y calma tus aguas. La nave se balanceó con la mayor fuerza que hubiera sentido en toda la noche. No pude sostenerme. Resbalé, pero no llegué al piso. Alguien me sostuvo: Bernardo. Bernardo me tomó de la cintura y con paso lento, me condujo a su camarote. Así, sin decir nada. ¿Y qué se podía decir luego de la manera en que nos habíamos despedido? Verlo, era una revelación. Desde mi matrimonio con Felipe, la mínima ilusión de volver a abrazarlo había fallecido. Ya estás a salvo, fueron sus primeras palabras y me ofreció una toalla. La olí. Olía a él, a arena mojada, a su cabello obscuro y a sal con un leve humor de romero. No le contesté. Me sequé y lo abracé. Después nos contemplamos breves segundos y comenzamos a besarnos. Nuestros besos eran dolorosos porque nos mordíamos hasta hacernos sangrar. Queríamos compensar todo el tiempo de separación, amándonos con fiereza. En nuestros besos descargamos la ira por nuestra debilidad pasada. Fui joven y estúpida; no tuve la suficiente fortaleza para mantenerme unida a él. El espanto, la debilidad, la incapacidad de superar la partida de mi hermano Ezequiel… por seguir culpando a Bernardo y a su familia de su muerte. Fui tan insensata y sumisa a la orden de papá. Dios mío, Bernardo, perdóname, fui tan cobarde, excepto esa noche. Esa noche, cada mordida, cada envestida llegó hasta la raíz de nuestros cuerpos…nos tatuamos... Probablemente sabíamos que nuestros tatuajes serían nuestro único recuerdo, nuestro único paliativo contra la ausencia.
       ¡Mamá, ya estoy seco! ––grita mi hijo¾. Le ordeno ponerse unos shorts y dormirse. Se niega. Lo amenazo: no jugarás mañana con tus barcos. Calla y obedece. Minutos más tarde, escucho sus blandos suspiros. Entro a la cocina. Mi estómago cruje. Creo que es hambre. Corto un pedazo de pan. Se desliza en mi garganta. Como más, con ansiedad. Un pedazo, y otro y otro. Es igual. El estómago sigue crujiendo. Comprendo. El hambre es un pretexto. El pan no puede aliviar la distancia. La distancia entre Bernardo y yo. Tenemos otra oportunidad, me dijo con ternura mientras me acariciaba el rostro. ¿Bajarás conmigo mañana? El pan se detiene en mi garganta. Tengo dos hijos, duermen en el camarote de la izquierda. Bernardo se mordió los labios y me besó largamente. Tus hijos no cambian las cosas, te amo igual. Te pregunto lo mismo con un ligero cambio: ¿vendrán conmigo? Me rasco la cabeza y tomo agua. El pan se desatasca. No sé, no sé Bernardo; Felipe me espera y no lo puedo dejar de un momento a otro. Respiro hondo. Claro que se puede, y suplicó nuevamente: En Veracruz le envías un telegrama y le avisas que no llegarás, después regresamos juntos a Mérida; ahí arreglamos lo que haga falta, pero juntos. Lo agarré de las manos, se las besé y no le contesté, porque de nuevo había retornado la indecisión, la cobardía, los pensamientos de muerte, la muerte de mi hermano Ezequiel a manos del hermano de Bernardo, mis hijos, Felipe…
       Bernardo continuó insistiendo: cuando bajes, estaré ahí y si aún no te has decidido, estaré en el hotel Oriente por dos días más, esperándote. Me vestí y abandoné el camarote. Siento un dolor en las costillas. El pan me ha hecho daño, está muy duro. Salgo al patio y lo echó a la basura. Veo mi asiento favorito: la piedra bajo el árbol. Debo aprovechar este momento, cuando el viento ha crecido y puede disfrutarse la brisa. Me siento en la piedra. Llevo la mirada al cielo y noto que luce encapotado y sin ninguna estrella. La luna parece que está oculta en alguna nube. Comienza a llover. Ojalá que esta vez sea una lluvia de verdad: recia e inmisericorde. Deseo que destruya al bochorno de este día, al bochorno de la vergüenza, de la inseguridad… de la culpa. El barco arribó a Veracruz. La escalerilla se extendió. Tomé con fuerza las manos de Joaquín y Sebastián. Bajé. Vi a Bernardo al pie del muelle, con los brazos extendido, dispuesto a ayudarme con las maletas. Yo seguí de largo. Sé que, al ver mi frente en alto, adivinó que no debía esperarme ahí, ni en el hotel Oriente. Caminé de prisa, sin importar las quejas de los niños de que avanzaba muy rápido. Quería caminar y caminar, a ver si eso podía atenuar la ansiedad, el sentirme un barco endeble, incapaz de resistir tormentas.
       La lluvia empieza a arreciar. Justo cuando las gotas atacan sin cuartel, llega Felipe, un poco empapado. Me pide la cena. Le respondo que en un momento. No me importa mojarme. Antes de ir a la cocina, quiero mirar a los barcos hundidos en el balde y permitir, al menos, que algo triunfe entre Bernardo y yo: las lágrimas.
   
  © Gricel Ávila para TBR     
       Nota: “Los barcos hundidos” pertenece a la colección de cuentos inéditos Vuelo nupcial.
       Gricel Ávila (Mérida Yucatán, México, 25 de junio de 1983.)
       Licenciada en Literatura latinoamericana por la Universidad Autónoma de Yucatán, con Maestría en Literatura hispanoamericana por la University State of New Mexico.
       He publicado en las revistas Letralia, Jonas, Depilación en V, Eterno verano; Almiar, Cuento en tres cartas; Destiempos, Populismo y la obra redentora; Nagari, Mujer de arena, Incógnita.
       Colaboradora en la antología El universo de Laura Restrepo (Ed. Taurus, 2007) con “La mímesis trágica: acercamiento a la fragmentación social”.
       Segunda Mención Honrosa del Concurso de Poesía Atiniense (2016)


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