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Carla Victoria Valencia Negrete

El Bugambilia  

 

Llovió tanto que no queda ni una nube. Las pequeñas luces sostenidas en la oscuridad son una continuación dispersa de los focos densos y descoloridos. Del otro lado de las ventanas, cuartos diminutos. Uno de ellos alberga la fiesta de cumpleaños de Mara Negrín, quien le dijo a su madre quiero un vestido hecho de flores. Sin dudarlo, la mujer cortó la seda blanca de su velo de novia para coser en él, uno a uno, decenas de pétalos rojos. Aun así, cuando salió para saludar, Mara no paraba de llorar.
       En la foto, posa sobre una silla de plástico a su medida y toca con suavidad uno a uno de los pétalos con una mano mientras la otra reposa sobre su rodilla. Su boca contiene los reclamos. Su madre, padre, abuela y una multitud cargan bebés y sonrisas. Fue la primera vez que Minún vio una rana brincar. Me sé la historia de memoria, la he oído mil veces. No sé qué había hecho enojar a Mara, como ahora no sé dónde está.
       Oli me preguntó si mi mamá había pasado la noche en la cárcel. Parecía una de sus intrigas y apreté los puños. Se asustó y agregó que su papá lo había leído en el periódico. Los comentarios se desataron, un enjambre volteó a verme como quien descubre un polizón. Mi rostro se incendió pero la respuesta enfrió y alargó el minuto: No sé. Pero, ¿por qué no sé? ¿Por qué nunca sé dónde duerme? A ver, a pensar en el camino. Si el periódico es el de ayer, la arrestaron antes. ¿Tiene teléfono? ¿Dónde guarda su ropa? ¿Siquiera vive conmigo? Algo suena. ¿Ya llegó?
       —¿Cómo estás? El papá de Oli leyó en el periódico que estabas en la cárcel.
       Trae ropa nueva. Está contenta, ¿qué es esto?
       —¿En el periódico? ¿En cuál?
       —No les pregunté.
       La pared está cubierta de algo que parece un océano.
       —Pregúntales en cuál.
       —No les voy a preguntar. ¿Estás bien?
       Se mueve como una red de brillantina eléctrica.
       —Nos iban a despedir y nos organicé. Mira, identifican al líder y se acaba; pero en lugar de arrestarme, ¡me contrataron!
       —¡Guau! ¿Te dieron trabajo?
       —No cualquier trabajo ¡La subdelegación!
       —¿Subdelegación?
       —“Agua y Futuro”. Quieren que yo identifique a los líderes que no conocen.
       —Okey... ¿y qué es esto?
       —Es la última generación de pantallas. Ve cómo funciona y me dices. Ya me tengo que ir. Te dejo para que pagues el comedor y Mimí va a pasar a dejarte despensa.
       El pasillo huele a cloro, a ver si no me vomito. Limpiaron las puertas. Mejor, me da mucho asco la textura del plástico grasoso. El piso está más blanco. Con las epidemias, no me extrañaría que la misma persona que diseña los hospitales hiciera las escuelas. Hoy nos vacunan. Bastaría con que desconectaran la ventilación de un piso y otro. Tose alguien y nos enfermamos todos. La última vez que Mara cerró la ventana en la noche, me dio una tos que me duró meses.
       Cuando el gas nada dentro de la pantalla, transpira calor. Desde que le acerqué la cama, puedo verla desde abajo. Es un líquido denso. Gira al tocar los puntos metálicos como luciérnagas. Creo que se mandan mensajes entre los nodos. Neferi dice que el ocio es la madre de todos los vicios. Esta nueva semana ha sido tranquila. Si llegara a ser un mes, creo que podría ser feliz. Encontré cómo hacer que la pantalla genere paisajes. El control es un cubo azul del tamaño de una nuez; por eso Mara no supo cómo prenderla. Neferi me enseñó a usarlo para proyectar un teclado sobre la mesa. Me inscribió a otra clase sin preguntarme. Pensó que me habían dado el cubo para eso. Ahora tengo instrucción directa todas las tardes, pero me van a dar de comer.
       ¿Qué hace Mara con la puerta abierta? ¿Por qué están las camas de cabeza?
       —Se llevaron todo. Un vecino vio unos drogadictos salir con las cosas.
       —¿Qué? ¿Qué vecino? Hay que hablarle a la policía.
       —No. Yo te voy a decir qué vamos a hacer. Tú te vas a quedar aquí y yo voy a ir a declarar.
       —¿Y si regresan?
       —Pues vete a casa de tu abuela.
       —¡No! Está lejísimos y no voy a llegar a la escuela. Además, la última vez casi me matan y ya te dijo mi abuela que no me puedes dejar ahí.
       —Pues, has lo que quieras. Yo ya me tengo que ir.
       —¿Puedo comprar otro candado?
       —Sí.
       En su cartera hay un fajo.
       —Me habías dicho que no tenías dinero.
       —Pues me acaban de pagar pero tengo muchas deudas. Ya me voy.
       Se me olvidó decirle que yo tengo el cubo.
       Ya no siento la nariz. Ojalá Mimí no hubiera insistido en traerme. No tengo chamarra para este frío. Nunca había estado afuera a esta hora. Hay tanta gente a medianoche como a las ocho de la mañana. ¿Quién lo hubiera pensado? Me estoy congelando. Esta avenida es un canal de rascacielos y aire. Aquí en el camellón, la corriente rompe contra el pecho. Me voy a enfermar otra vez. Cerca de la pared, debe haber menos viento.
       —¿Podemos caminar por la acera? Está más iluminado.
       —Si prefieres, pero ya vamos a llegar.
        Había visto estas puertas. Están cerradas durante el día. Con la luz, las paredes son un rompecabezas de mugre y pedazos de papel. Bajo las luces de neón, no se nota. Desde lejos, la glorieta parece un risco agujerado por cuevas con títulos amarillos, rojos, verdes: El perrito triste, Santo decoro, El Bugambilia... Hay niños acurrucados tras las columnas. Camina, camina.
       No tiene sentido que Mara haya empeñado su pulsera favorita justo antes; ni que le hayan pagado su salario en efectivo. La única explicación es que ella misma se llevó todo. Todavía no le digo que me quedé con el cubo, aun cuando esa es la verdad. Si no lo devuelvo, también es robar. Me había pedido mis cadenas y le había dicho que no. Quizás necesitaba la ropa, como yo necesito el cubo.
       —Ya llegamos.
       —Mara, no me van a dejar entrar.
       —Ya te dije que me digas mamá. Te voy a mandar al reformatorio o te voy a romper el hocico.
       Nunca me has podido romper el hocico. Me pregunto qué haría Mimí. Nada. ¿No debería estar mejor ahora que tiene trabajo? ¿Le habrá pasado algo? Se siente el choque de las olas de calor.
       —Dicen que puedes entrar si no tomas nada. Le voy a decir al mesero que te traiga piñas coladas.
       —¡Vamos!, nos están esperando.
       Las paredes están cubiertas de pantallas. Los torbellinos cambian de color cada minuto, como metrónomos de luz, triángulos, cuerpos, ¿cuerpos? Sí, siluetas. ¿Plantas? No, flores de tela, plumas de flamingos gigantes y la humedad del sudor. Es como si toda la gente de la acera estuviera en este cuarto. Huele a Dani y a humo, tabaco de manzana. Son cigarros eléctricos. La música está muy alta: «I love a lot about her; but still, I don’t love her».  
       —¡Aletha! ¡Aquí! ¡Siéntate aquí!
       —Sí, Mimí, gracias.
       —¡Llegamos justo a tiempo! ¡Es un clásico!
       Neferi me dijo que un adulto no puede querer ser mi amigo. Todo se apagó. Hay un escenario. Bajo un círculo de luz, una figura de traje negro baila descalza. En su último movimiento se detiene erguido y jala los brazos hacia los costados. Se quita y dobla con calma su saco. Lo deposita con cuidado como si lo ofreciera al público. Finge sostener la luz con la mano, mientras, con la otra, se desviste y recita: me llaman la Agrado.
       Sólo le queda puesta la corbata. Se apaga el reflector. Estallan aplausos. Se encienden un sinfín de esmeraldas en el techo y una melodía. La mesera carga una bandeja de frutas con sombrillitas. ¡Agh!, mi bebida sabe a alcohol. Mara los ve estallar en risas del otro lado de la mesa. ¿Qué les dirá? El mismo actor en un vestido rojo, largo y patines, invita a bailar con ademanes de azafata que da indicaciones.
       Mimí jala a Mara, quien la mira a los ojos sin parpadear. La levanta de la silla y la empuja entre la muchedumbre en línea recta. No había notado que el único hombre en la sala es el flamenco. ¿Por qué no me había dado cuenta? ¿Qué me pasa? Las parejas de mujeres de cabello corto y relamido, chongos, peinetas, caireles que caen sobre sus hombros y caderas, dan vueltas en un mismo manto que se extiende desde los remolinos tornasol de las paredes, como un bosque de libélulas.
       El choque del sudor en el suéter con el viento de la calle me mandó al hospital. He pasado las últimas semanas de la escuela en la enfermería. Neferi dice que se acabó. Va a avisarle a mi papá. Por ley, debería, supongo. Las reuniones de Mara empiezan a las cinco de la tarde y acaban al amanecer. El lunes y el miércoles, mandó a su asistente a limpiar la calle de gatos callejeros. No entiendo y no puedo hacer nada. Se me llenó la boca de pústulas y a cada rato se me cierra la garganta. Necesito dormir, recuperarme y estudiar. Otra vez, la puerta abierta.
       —¿Y ahora?
       Estuvo llorando.
       —Mataron a mi candidato.
       —¿A quién?
       —Hoy en la mañana le dieron un balazo a mi candidato. Perdí todo.
       Sentada sobre la cama, en pijama blanca, con una mano sobre la rodilla y la mirada firme, es casi la misma niña de la foto.
       —Fui a que me leyeran las cartas. Me dijeron que todo esto es porque me hicieron una brujería y que tú te vas a morir muy joven. Me dieron esta poción para protegerte.
       Huele a hierbas.
       —No me voy a morir y tampoco me voy a tomar nada.
       —Si no me crees, ven conmigo para que hables con la vidente.
       —No voy a ir a ninguna parte.
       —Pues haz lo que quieras. Déjame en paz que yo me voy a ir a funeral.
       El moño le quedó tan apretado que estira la cara. No sé de dónde sacó el pañuelo. El vestido de luto es de mi abuela. Arde su espíritu. El atardecer en la ventana parece abrir las puertas del infierno, pero no la acompaña Virgilio. 

 

© Carla Victoria Valencia Negrete para TBR


Carla Victoria Valencia Negrete. Maestra en Ciencias Fisicomatemáticas por el Instituto Politécnico Nacional (IPN), México. Candidata al Doctorado en Ciencias Fisicomatemáticas (IPN). Entre sus publicaciones se encuentra "Vexo" (Revista La Colmena, núm. 101, 2019), "Peinar el agua" (Revista El Comité 1973, núm. 33, 2018) y "Ninnannún" (Filopalabra, 2017).  
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