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La chica que pintaba corazones

 

Ella heredó de su madre el arte de pintar corazones. Cuando nació, los médicos dijeron a sus padres que había nacido con un gran hueco en el sitio donde el resto de las personas tienen su corazón. “No vivirá mucho tiempo”, habían dicho.
       En un gesto amoroso, su madre tomó un pincel y, con algo de pintura vieja, le dibujó un corazoncito en su pecho. “Vivirás”, le dijo. Y vivió.
       El tiempo pasó y la bebé crecía sana y sonriente como cualquier otra, con la única diferencia de que conforme iba aumentando su tamaño, el viejo pincel tenía que ser utilizado para ajustar su corazoncito al tamaño de su cuerpo. Pasaron meses, incluso años, y la práctica se hizo tan constante que madre e hija se hicieron expertas. Una para pintar, y otra para ser pintada.
       En una ocasión, cuando la niña empezaba a tomar conciencia de que era un poco distinta, su madre le dijo que todas las personas son diferentes y que tienen un corazón único. Que la apariencia que tiene es de acuerdo a la personalidad del dueño, y que algunos lo podían tener liso y blando, mientras otros tenían un corazón con esquinas tan filosas que lastimaban a los demás cuando se acercaban demasiado.
       Una mañana, ella notó que las manos de su madre temblaban mientras repintaba el corazón en su pecho. Vio con atención y descubrió que estaban llenas de arrugas y que le costaban tomar el viejo pincel. Las manos estaban cansadas, y partirían pronto. Ella sabía que pronto tendría que empezar a pintarse sola.
       El día que su madre murió notó que se hizo una grieta en su pecho. Anduvo así un tiempo, con el corazón un poco roto y con la tristeza reflejada en su rostro. La grieta que se había formado pasó pronto a ser dos, luego tres, cuatro, y después de unos meses estaba su corazón totalmente agrietado y gris. Al parecer, el tiempo, la tristeza y la pérdida pueden hacer destrozos en un corazón desatendido.
       Para corregirse, fastidiada de vivir en depresión, tomó el viejo pincel con una mano nerviosa e intentó repararse a sí misma. Qué difícil fue para ella intentar pintarse a sí misma en esa primera ocasión. Se le escurrió la pintura, se mancharon sus dedos, y los bordes redondeados que su madre le hacía se notaban un tanto cuadrados.
       Con el tiempo mejoró, y los vecinos la veían caminando por la calle con un corazón igual al que le dibujaba su madre. Y con una sonrisa en su rostro, de nuevo. La chica del corazón de pintura había aprendido a pintar corazones. Intrigados, algunos conocidos empezaron a acercarse a ella para que, de ser posible, les pintara un corazón nuevo en sus pechos.
       Había dos opciones. Pintarse un corazón igual al que tenían, para seguir siendo de la misma manera que eran, pero con una suerte de rejuvenecimiento; o pintarse un corazón totalmente distinto, y cambiar drásticamente. Extrañamente, la gente no quería seguir siendo la misma.
       Con los escasos que querían conservar su personalidad, la chica que pintaba corazones se sentaba a tomar el té, o café, en algún sitio del pueblo y charlaban durante varias horas. Así, ella podía darse cuenta de cómo eran, qué les gustaba, y qué querían de la vida. Sabiendo eso, podía pintarles un corazón que se adecuara a su manera de ser.
       En cambio, los que querían cambiar por completo le daban una descripción de cómo querían ser ahora para que ella pintara algo parecido. “No puedo pintar la perfección”, decía ella, y se molestaba un poco porque se daba cuenta de que la gran mayoría de las personas esperaban que con un corazón nuevo lograrían ser todo lo que en su vida no podían.
       Pensando en que a su madre no le gustaría que su hija se dedicara a pintar falsas identidades, se dedicó a la tarea de dibujar exclusivamente corazones en el pecho de quienes quisieran seguir siendo ellos mismos, pero que estuvieran atravesando un mal momento. Así, empezó a pintar el pecho de personas con el corazón destrozado por el desamor, alguna tragedia familiar, una pérdida, o esa sensación de vacío que llega sola sin saber uno mismo por qué.
       Solía decir que el pecho de las personas es como un lienzo en blanco que palpita, y precisamente eso era lo que más le llamaba la atención. Cuando pintó su primer corazón, le sorprendió la fuerza con la que los latidos hacían eco en el pecho. Se sentía el calor y la vida saliendo de esos palpitares.
       La verdad es que eso le dolía. Ver la fuerza, el calor y la vida ajenas le hacía recordar que ella era fría y, la mayoría de las veces, un poco triste.
       Más que pintar corazones, lo que le emocionaba de esa actividad era sentir el palpitar de un pecho extraño. A veces, si sentía confianza, las pedía un abrazo antes de empezar nada más para sentir algo en su pecho. También les hacía preguntas: “¿Duele cuando late?, ¿se detiene cuando duermes?, ¿se cansa?, ¿qué se siente cuándo se rompe?” Las respuestas que recibía eran propias de alguien destrozado emocionalmente, y le decían lo afortunada que era por no tener que sufrir por nada. Pero ella ya sufría.
       No encontraba consuelo en las palabras que intentaban mejorarla, y menos aun cuando veía cómo el rostro de quien tenía cerca brillaba de gusto cuando veían en el espejo su nuevo corazón pintado, o cuando veía a la gente caminar tomados de la mano. A veces, incluso, cuando se sentía muy triste, se llenaba de coraje y rabia hacia su madre por haberle pintado un corazón capaz de sentir angustia, pero muy poca alegría.
       Cada vez tenía que retocarse su corazón con más frecuencia. Pasó de repintarse cada varios meses a tener que tomar el viejo pincel cada semana. La poca felicidad que sentía al retocarse le duraba menos, y el corazón que tenía en su pecho estaba cada vez más desfigurado. La mano triste que pintaba un corazón triste, estaba pintando también un rostro marchito.
       En medio de la agitación de su oficio de pintora de corazones, sumada a su cada vez más constante tristeza, no se dio cuenta que su padre sufría de los mismos síntomas que ella. Se veía apagado y sin ánimo. La chica del corazón dibujado solía pensar en ella misma continuamente y nunca se detuvo a ver que a lado suyo estaba su padre quien también estaba solo.
       Un día, él la llamó para pedirle que le pintara un corazón nuevo. El asombro le golpeó a ella en su pecho vacío. ¿Un corazón para papá? Sería su mejor trabajo, sin duda. Lo conocía muy bien, sabía qué le gustaba, qué quería, conocía sus gustos, sus miedos, su forma de sonreír… pintar un corazón para su padre es algo que no le había pasado por su mente, pero que la llenaba de alegría.
       Cuando se sentó frente al pecho desnudo de aquél hombre triste, con su viejo pincel a la mano, su corazón inerte brilló de la emoción como si pueda latir. Acercó sus pinturas y, cuando estaba por empezar, su padre le pidió que le pintara un corazón igual al de su madre, que tanto extrañaba.
       Los nervios la inundaron y la habitación se llenó de reclamos bajos pero angustiosos. Ella no sabía pintar el corazón de su madre. No conocía sus sueños, sus anhelos, sus miedos, sus batallas, su llanto en privado o su forma de reír en la oscuridad. No podría hacerlo aunque lo intentara.
       Ante los nervios de su hija, ese hombre triste que parecía llorar perpetuamente, tomó las manos pintoras entre las suyas, y, viéndola fijamente a los ojos, le dijo:
       “Hija, el corazón que tienes pintado en tu pecho es de tu madre”.
       Justo entonces, ese corazón inerte y deseoso de sensaciones propias, empezó a latir.

 

© Anselmo Guarneros para TBR


Anselmo GuarnerousAnselmo Guarneros. Estados Unidos, 1991. Ha publicado cuentos y poemas en sitios como HoyTamaulipas, Monolito, Letralia, Cultura Colectiva y Círculo de Poesía. En 2015 fue becario de poesía del Programa Interfaz Literatura Los Signos en Rotación ISSSTE Cultura en Monterrey, N.L.


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