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índex català      julio - agosto 2006   n° 54
Visitas nocturnas
Josip Novakovich
Traducción de Daniel Najmías
Véase la versión original en inglés


Fuertes golpes en la puerta. Me levanté de la cama como pude y fui a abrir. Yo vivía en el Bosque Nacional de Wayne, en Ohio, no muy lejos de una carretera poco transitada, con el vecino más cercano a casi un kilómetro. Debería haber seguido la regla de no abrir la puerta o tener a mano una pistola. Pero ir a abrir era un riesgo que solía asumir; hasta entonces no había tenido mayores consecuencias, salvo un montón de conversaciones aburridas con los mormones, que pasaban sólo de día, cuando el tiempo era hermoso, por no decir divino.
      Pero ésa era una noche oscurísima. Me pareció reconocer las siluetas en la puerta. Lo más probable era que fuesen Mimi y John, que antes me cuidaban la casa; tal vez necesitaban algo. El perro no ladró, sólo les olisqueó la entrepierna, pensando quizá que venían de algún lugar interesante. Rieron. Abrí, y el golpe de aire frío y la imagen de dos perfectas desconocidas, una alta, de pelo largo, regordeta la otra, de pelo corto, me despertaron lo suficiente para darme cuenta de que no estaba totalmente presentable.
      En fin, tampoco estaba totalmente impresentable, de manera que no me disculpé ni les cerré la puerta; me quedé plantado ahí vestido sólo con mis calzoncillos de algodón. Por lo menos eran calzoncillos americanos, lo cual quiere decir grandes, hechos atendiendo a la comodidad y no a la estética. Acababa de volver de un viaje a Italia, donde había llevado a cabo una investigación; allí, los únicos calzoncillos que había podido comprar en un centro comercial eran pequeños e italianos, o tangas, más apropiados para Carnaval o para los gigolós. De niño había usado esa clase de calzoncillos, pues me crié en Italia, pero como estudiante de postgrado en los Estados Unidos me tuve que contentar con los que encontraba en las tiendas. Después me acostumbré y la verdad es que ahora los prefiero americanos. Yo seguía consciente de que estaba en calzoncillos cuando, en tono suplicante, la alta dijo:
      ¿Podrías ayudarnos? ¡Nos salimos de la carretera y el coche ha terminado en la cuneta!
      Se arregló con la mano el voluminoso pelo ensortijado, de color castaño claro. Tenía una nariz fina y recta y labios gruesos, y le brillaban los ojos. Parecía contenta pese a encontrarse en un apuro.
      Ojalá tuviera un camión para sacarte de allí, dije.
      ¿Podríamos entrar y usar tu teléfono?
      Claro, les dije, y las acompañé a la sala, donde me hizo bien sentir la enorme alfombra persa roja bajo los pies descalzos.
      Fui al dormitorio a ponerme los jeans y volví a la sala.
      La mujer alta marcó tres veces mientras yo ponía un tronco en la estufa y escarbaba las brasas, admirado de que no hubiesen perdido tamaño y brillo. Las llamas lamieron el tronco casi en el acto; satisfecho, cerré la puerta de la estufa.
      No consigo comunicarme, dijo la alta.
      Vuelve a probar más tarde. ¿Os apetece una taza de café?
      Sí, me encantaría. Por cierto, me llamo Marietta.
      Molí unos granos de café italiano (Illy, espresso) y preparé un café fuerte. Con un poquito de chocolate suizo, el aroma era estimulante y embriagante, puro deleite y placer. ¿Qué adicto a la cafeína podría resistirse?
      ¿Y cómo fue que terminasteis en la cuneta?, pregunté.
      Pues... veníamos dando una vuelta y de repente se nos apareció un ciervo, como salido de la nada. Era grandísimo el hijoputa. Tuve que dar un volantazo. Y terminamos en la cuneta.
      Me parece que escogiste bien. Quiero decir, mejor cuneta que ciervo... Más seguro también, ¿no te parece? ¿Y el coche?
      Sólo un par de golpes. Se rompió el faro derecho, nada más.
      No les dije que unos días antes había chocado contra un ciervo enorme y con una cornamenta majestuosa. Iba frotándome los ojos después de un día interminable en la biblioteca, e intentando desempañar el parabrisas, cuando, de golpe, Su Majestad se introdujo de un salto en mi borrosa visión. Frené y viré bruscamente a la izquierda, dado que el bicho ya iba hacia la derecha. Oí un ruido sordo. ¿Contra qué parte del cuerpo del ciervo había chocado? ¿Las patas? ¿Las pezuñas, que podrían haber estado en pleno vuelo después del salto? De todas formas, el coche siguió andando, y yo estaba seguro de que el ciervo estaba vivo. No pensaba cazarlo. Puesto que era temporada oficial de caza del ciervo, sabía que alguien terminaría cogiéndolo. Además, ¿a mí qué me importaba la vida de esa bestia ahora que el coche se había quedado totalmente a oscuras? No conseguía ver el cuentakilómetros, y los faros arrojaban sobre el asfalto una luz tan tenue, que parecían linternas en lugar de faros delanteros. Cuando llegué a casa vi que la capota estaba abollada. Aunque no parecía que fuese para tanto, el tipo del taller mecánico barato le calculó unos trescientos pavos. ¡Trescientos pavos por hacer el pavo y atropellar a ese bicho! Como tenía un Toyota Sentra, creía poder arreglarlo por menos si encontraba los faros y los otros recambios en una chatarrería, pero a todas las que fui se les habían acabado las piezas que necesitaba.
      El faro derecho de Marietta se había roto de otra manera, pero por la misma causa: tratar de esquivar a un ciervo.
      ¿Volvíais de una fiesta?, pregunté ¿Borrachas? Perdonad que os haga esta pregunta.
      No, qué va, dijo la otra, borrachas no. Sólo unas cuatro o cinco cervezas cada una.
      Para mí sería bastante, dije. Entonces ¿no habéis ido a una fiesta?
      No, buscábamos la casa de mi tía, dijo Marietta. Creía saber más o menos dónde quedaba, pero nos perdimos y seguimos por estas carreteras secundarias, sin tener ni idea de cómo salir de semejante laberinto.
      ¿Y hasta las cuatro de la mañana os llevó llegar aquí? ¿A qué hora salisteis? (Si uno se pierde, ¿cuánto tiempo soporta estar perdido? Supongamos que empezaron a buscar la casa de la tía a las diez, más o menos la última hora decente para salir a buscar a una tía; son seis horas dando vueltas. No me olía bien, pero qué más daba. Mejor trágate el cuento, pensé.)
      A ver... Paramos para comprar tabaco. ¿Qué más hicimos, Shelly?
      El café ya estaba listo y se los serví muy orgulloso.
      Joder, qué buen café. ¡Está riquísimo! Eso lo dijo Shelly, pero no vi que lo probase. Dejó la taza al lado de la mecedora en que se había sentado.
      Gracias, dije. ¿Por qué no pruebas ese número otra vez?
      Vale, dijo Marietta, y Shelly dijo, ¿Te importa si voy al coche a buscar el tabaco y las cervezas?
      Me importaba, pero dije, No, no me importa.
      ¿A quién quieres llamar?
      A mi ex.
      Debe de ser un buen ex si puedes llamarlo para pedirle ayuda a las cuatro de la mañana.
      Sí, para algunas cosas es muy bueno. Pero es un auténtico imbécil. Me cae mal. Me alegra que vayan a darnos el divorcio.
      ¿Sigues casada? (¿Qué me importaban a mí esos detalles?, me pregunté.)
      Sólo sobre el papel. Estamos separados. Espero no verlo nunca más.
      Pero ahora sí quieres verlo.
      Ahora sí. Me gustaría conocer a más gente a la que poder llamar, pero ése era precisamente el problema... No quería que yo tuviera amistades. ¡Imbécil!
      Shelly volvió con el pack de seis cervezas –mejor dicho, las cuatro que quedaban
      Budweiser Lite. Se me revolvió el estómago al imaginar lo insípida que sabría esa cerveza. Nada de cuerpo como la Urquell o la cerveza de los monjes trapistas. Pero reconocí que mi actitud era esnob y, sintiéndome momentáneamente avergonzado, no me importó nada oír el ruidito de la lata cuando se abrió. A decir verdad, disfruté del aroma de la espuma fresca y ligera de la levadura.
      Sí, respondió Shelly, es un auténtico imbécil. Ya se sabe... El marido de Marietta es un jodido poli. ¿Qué se puede esperar de un policía?
      Ah, entonces es un marido de verdad.
      Policía de verdad, dijo Shelly, y gilipollas de verdad también.
      No engancha, dijo Marietta.
      ¿Qué prefijo marcas?, pregunté.
      El siete-cuatro-cero.
      Esta zona es el seis-uno-cuatro.
      Joder, creía que era una llamada local. Con razón no enganchaba. Lo haré a cobro revertido.
      No, no te preocupes, marca directamente.
      No quiero que esta llamada te reviente la factura, ya nos estás ayudando demasiado.
      Hola, soy yo, dijo enseguida. Yo.
      Se oyeron unos gritos del otro lado de la línea. ¿Quién?
      Yo, joder, no me digas que no me reconoces la voz.
      A las cuatro de la mañana no reconozco la voz de nadie. ¿Dónde estás? Los gritos de ese tipo se podían oír incluso por el auricular.
      No lo sé.
      ¿Qué quiere decir que no lo sabes? Has estado bebiendo.
      No, hemos ido a parar a la cuneta y no podemos salir. ¿Puedes venir a ayudarnos?
      Tranquila, Marietta. ¿Dónde estás ahora?
      No lo sé, ya te lo dije.
      Vi que era el momento de intervenir y dije, Dame el teléfono, yo le diré cómo llegar. Y eso fue lo que hice. Una lista de todos los cruces en los que tenía que girar, y aclararle un par de preguntas. Sí, el coche está en una cuneta no muy lejos de aquí. No, no estaban bebiendo.
      Llegaré dentro de veinte minutos. Por favor, póngame con Marietta otra vez.
      Hable todo lo que quiera.
      Gritó algo.
      Yo también te quiero, dijo Marietta muy alegre, y colgó.
      Qué raro, pensé. Acababa de decir lo imbécil que era ese tipo, y cuánto lo detestaba, y ahora, por teléfono, él le dice que la quiere y ella que también. ¿Así se decían hasta luego? ¿Buenas noches? ¿Era sólo una manera de saludarse? ¿Una costumbre? ¿O era la verdad? No le pedí explicaciones, pero ahí algo no encajaba. A lo mejor lo quería pero le gustaba quejarse de él cuando salía a dar vueltas en coche. Todo ese rollo del divorcio y de cuánto lo odiaba no era más que una válvula de escape.
      Shelly quería abrir otra cerveza.
      No, le dije. De ninguna manera. No quiero ponerme a controlar, pero me parece que ya has tomado bastante. Mejor toma café, sobre todo si vas a traer un policía.
      Tienes razón, dijo Shelly. Me parece bien. Cogió la lata y la vació en el fregadero.
      Me encanta tu café, dijo Marietta.
      Entonces toma más. (¿Le encantará el café tanto como quiere a su marido?)
      Le serví más café, con un poco de leche, y bebió un sorbo echándose el pelo sobre los hombros. Nada parecía impedir que se divirtiera, ni siquiera los accidentes de coche. Era impresionante. Cuando se levantó para ir al lavabo observé que tenía buen tipo; se movía con soltura, se contoneaba. Una criatura extraña, no afectada por la pobreza ni las malas circunstancias, ni por un matrimonio fallido o el accidente. Una mujer maravillosa, sin duda alguna. Me quedé mirando a Shelly, que eructó y dijo, Perdona. Sin duda alguna, una mujer nada maravillosa.
      ¿A qué te dedicas?, preguntó Shelly, y eructó de nuevo.
      Soy profesor universitario, historia de Europa. Mi especialidad es la criminalidad en el Renacimiento.
      Lo lamento.
      ¿Qué lamentas? Lo que yo lamento de vez en cuando es enseñar historia de Europa.
      Que te estemos molestando.
      No me estáis molestando. Tenéis un problema y me alegra poder ayudaros.
      Cuando vimos el secadero de tabaco pensamos que aquí vivía un granjero, por eso no nos dio vergüenza pedir ayuda. Si hubiéramos sabido. . .
      Vaya por Dios. . .
      Si hubiéramos sabido que eras todo un señor, europeo. . . Mira que tener que tratar con unas palurdas como nosotras. . .
      Pero por favor, si os he abierto la puerta en calzoncillos. ¿Eso no os tranquilizó un poquito?
      Bueno, no, un granjero jamás abriría la puerta en calzoncillos. Por eso supimos enseguida que eras un señor.
      Me reí. Tenía sentido del humor. ¿O no? Pero ella no rió; antes bien, parecía triste. ¿Lo decía en serio? ¿Nos comunicábamos? Puede que ella también fuese maravillosa, que escondiera algún tesoro mental.
      ¿Cómo puedes vivir aquí y enseñar en una universidad? ¿Hay una universidad por aquí?
      No, la semana la paso en Columbus, los fines de semana, aquí.
      Me arrepentí de habérselo dicho. ¿Y si tuviera amigos ladrones? Ahora sabrían cómo llegar a mi casa para robar. Así que añadí: Durante la semana tengo aquí a un cuidador. Le gusta esta zona.
      Ah, dijo ella, ¿tienes otra casa?
      Sí, nada del otro mundo. Más fea incluso que esta cabaña. Vengo aquí para leer y escribir, y para alejarme de los estudiantes, los bares, los restaurantes y las tentaciones infernales.
      ¡Dos casas! Se le llenaron los ojos de envidia, me di cuenta. En ese momento me detestó. Mierda, pensé, mejor no decirle nada de mí. Puede que fuese mejor que tampoco contasen nada sobre ellas. Saber es peligroso.
      ¿Dónde trabajas? Fui en contra de mi propia conclusión al hacerle esa pregunta, llevado sólo por la inercia de la conversación. No podía decir nada de mí sin correr un riesgo, por lo tanto, lo mejor era hacer preguntas.
      Sí, trabajo, dijo.
      ¿Dónde?
      Marietta y yo construimos casas para perros. Clavando todo el puto día. ¿Quieres tocarme los músculos?
      No, gracias.
      Nos divertimos en el trabajo, dijo Marietta. Mi amiga es la monda. ¿Quieres tocarme los músculos?
      Levantó el brazo para mostrarme el bíceps; por la manga de la camisa, que se le había deslizado porque le quedaba algo suelta, entreví la suave ladera de sus pechos, pequeños y bien proporcionados. ¿Llevaba sostén? Probablemente no, aunque no se podía ver; la curva continuaba, iluminando la abultada oscuridad de su camisa. De repente los pechos parecieron más grandes de lo que habían sugerido antes.
      No, gracias. Te creo, tienes buenos bíceps.
      La verdad es que me habría gustado tocarle el músculo que me ofreció, aunque sólo fuera el bíceps, pero ya me había comprometido a no tocar músculos cuando le dije que no a Shelly. No sería coherente decirle sí a Marietta. Shelly podía ofenderse. O no, pero yo tenía el complejo de ser atento, o, más exactamente, de querer parecer atento.
      Marietta sonrió, le brillaban los labios. Miró la estufa y dijo, Qué bonito, cómo se ven las llamas.
      Por un momento pensé que a lo mejor trabajaban de putas y que esa visita era una treta algo extraña. Pero no, era imposible, ir por ahí dejando el coche en las cunetas no era un modo precisamente fácil de ganarse la vida. Por otra parte, ¿cómo sabía yo que de verdad habían terminado en la cuneta? No había salido a comprobarlo. ¿Y por qué llamarían a un policía? No, no pueden ser putas. Además, Marietta parece una chica demasiado alegre, y hasta inocente, diría. ¿Cómo me atrevía a pensar así? Qué perverso y ofensivo de mi parte. Menos mal que no pueden leerme el pensamiento. Pero... ¿por qué estaba tan seguro de que habían llamado a un policía y no a un ladrón? ¿Y si en vez de putas son dos ladronas con planes muy elaborados? Planes que funcionan, obviamente. A lo mejor hablan en código: Yo también te quiero podría querer decir No está armado, ven a molerlo a palos. Pero parece demasiado amable para una cosa así, demasiado inocente incluso.
      ¿Quieres una casita para tu perro?, me preguntó Shelly. Te podemos conseguir un cuarenta por ciento de descuento.
      ¿Dónde vive tu marido?, le pregunté a Marietta.
      Se reclinó en el sillón. En lo alto de la colina, justo antes del cruce con la 248, hay una caravana con muchas macetas de flores en las ventanas. Pásate cuando te apetezca.
      ¿Para verlo a él?
      Bueno, no, detrás hay otra caravana, color rosa, ésa es la mía.
      ¿Y crees que puedo pasar y entrar tan tranquilamente para charlar con todos vosotros? ¿Tu caravana no tiene flores?
      No, yo tengo gatos. Siempre están tomando el sol en las ventanas. ¿Por qué no pasarías tú por mi casa?
      Si tú y tu marido ni siquiera os habláis.
      No es así, nos hablamos, pero yo espero no tener que hablarle. Tenemos un hijo al que criar, eso nos obliga a vivir cerca. Es mejor que tener que dejar a los niños a ochenta kilómetros de tu casa, como hace alguna gente que conozco. No puedo divorciarme hasta tener un coche mejor.
      ¿Y con quién está el crío ahora?
      Con una tía. No la que buscaba, otra, ésta vive a unos cincuenta metros de casa.
      Benditas sean las tías, dije.
      Sonó el teléfono. El policía quería que le repitieran las instrucciones. He encontrado las cadenas. Señor, ¿está bien ella? ¿No ha perdido el conocimiento?
      Lejos de perder el conocimiento, Marietta estaba excitada por el café. Y como no paraba de decirme lo mucho que le gustaba, le preparé un capuchino. Ten cuidado, me dijo. Puede que me enganche al café y no conozco por aquí a nadie que lo prepare así.
      Pronto aparecieron en el jardín las luces de un coche, me dio la impresión de que habían pasado menos de diez minutos. ¿Por qué habrá dicho veinte? Salí a saludar. Era un hombre huesudo, con corte de pelo militar y bigote. Había bajado de un salto de una furgoneta roja.
      ¿Dónde están?, preguntó sin aliento.
      Dentro.
      ¿Están bien? ¿Están heridas?
      Sí, están bien, tonteando un poco, nada más.
      El hombre entró llevando una linterna grande en la mano. ¿Estáis bien?, gritó.
      Sí, estamos perfectamente, dijo Marietta.
      ¿No os habéis dado contra el salpicadero ni nada por el estilo?
      No, sólo nos dimos un cabezazo una contra la otra. No nos hicimos daño.
      Se acercó a Marietta y dijo, Mírame.
      Enfocó la linterna directamente a los ojos y la examinó.
      ¡Basta ya! Que me ciegas.
      Quiero mirar otra vez, dijo él.
      No, mira primero a ella, así descanso un poco, dijo Marietta.
      No, esto hay que terminarlo. Hablo en serio.
      Qué te había dicho, me dijo Shelly. Capté lo que quería decir: este imbécil es un auténtico plasta.
      Como si él también lo hubiera captado, se acercó de un salto y enfocó la linterna a los ojos de Shelly. Sujetaba la linterna con el puño apretado, por encima de la oreja, como un profesional; así, en caso necesario, la linterna podía transformase en una porra en un segundo.
      Supongo que estáis conscientes, dijo.
      No hace falta suponer mucho que digamos, dijo Shelly.
      Habéis estado bebiendo. ¿Cuánto?
      Uff, nada, dos o tres cervezas.
      Es demasiado para ti, Marietta. Habría sido mejor dejar que condujera Shelly.
      Pero si yo no tengo carné de conducir, dijo Shelly.
      No importa. Si bebes, no conduzcas. Que lo haga Shelly.
      Pero yo había bebido más, dijo Shelly. Creo que Marietta tomó una sola.
      ¿Ah, sí? Por un momento el policía abandonó su actitud de ensañado perseguidor. Da igual. Marietta, tu no deberías haber conducido. Eres una pésima conductora.
      No soy tan mala.
      Venga, cuéntame qué pasó.
      Íbamos riéndonos tanto que se me llenaron los ojos de lágrimas. Sabemos unos chistes nuevos, bastante buenos, ¿los quieres oír?
      No, sigue contando.
      Como tenía los ojos llenos de lágrimas, no veía bien, y ese jodido ciervo saloó brincando de la oscuridad y yo di un volantazo para esquivarlo.
      ¡Qué estupidez! ¿No sabías que hay que frenar sin desviarse?
      Si lo hubiera hecho, habría chocado con el ciervo.
      A lo mejor no, si hubieras frenado a tiempo.
      Pues no lo hice a tiempo. Además, salió de la oscuridad.
      Habría sido mejor no ir a parar a la cuneta.
      No era una autopista, no pude cambiar de sentido. ¿Qué tiene de terrible terminar en la cuneta?
      Has destrozado el coche.
      Hizo bien, dije en ese momento. Atropellar al ciervo habría provocado más daños.
      No la defienda, señor. Tiene que aprender de una vez por todas que cuando se cruza un ciervo hay que frenar y no girar el volante.
      Me pareció demencial. Ella había reaccionado bien –mejor que yo, e incluso mejor de lo que podría reaccionar ese imbécil–. Habría terminado en el hospital si aplicase sus estúpidas normas. ¿Dónde las había aprendido? ¿Publican esa clase de idioteces en los manuales para policías?
      Si no fueras mi mujer, te retiraría el carné de conducir. Y aun así puede que lo haga. ¿Han bebido aquí, señor?, preguntó.
      Casi nada. Les he servido café. ¿Quiere una taza?
      Se acercó al fregadero y cogió las dos latas de Bud Lite. ¿Éstas las ha tomado usted?
      No.
      Ya me parecía.
      Trajeron las latas ya vacías.
      No sé por qué mentí. El tipo frunció el entrecejo y se encogió como si se diese cuenta de que le mentía.
      ¿Quiere una taza de café?
      No, gracias. Voy a sacar el coche de la cuneta. Ahora vuelvo. Por favor, señor, no las deje beber.
      Salió.
      Ahora entiendo lo que decías. Pero os está ayudando, le dije a Marietta.
      Lo sé. Pero a mí no me da esa impresión.
      Era verdad. Nos quedamos sentados en silencio, como tres presidiarios.
      El poli volvió bastante pronto, remolcando el coche rojo con la furgoneta. Esta vez iluminó con la linterna las partes abolladas. Marietta, Shelly yo salimos fuera.
      Esto va a costar unos doscientos cincuenta como mínimo, dijo él. Puede que trescientos.
      Me quedé impresionado, el cálculo era bastante exacto.
      ¿Y de dónde los vas a sacar?, le preguntó el poli a Marietta.
      ¿Del seguro?, dijo ella muy alegre.
      No, el seguro no paga si conduces bebido. Además, te van a aumentar la prima. Más vale que saques la pasta de algún lado.
      ¿Cómo?
      Tendrás que apañártelas, es tu problema.
      Igual está haciendo el numerito del chulo, pensé. Ahora Marietta se verá obligada a ganarse un dinerito extra y me ofrecerán sus servicios. A lo mejor es él el que ha inventado toda esta movida. Reí entre dientes al pensarlo.
      El poli me echó una mirada extraña. No era el mejor momento para reír por lo bajo.
      ¿Dónde está la pieza de fábrica?, preguntó. Debió de caer en alguna parte.
      ¿Esa cosa negra? La vi caer, dijo Shelly. Iré a buscarla.
      Buscaron en la cuneta alumbrando aquí y allá con la linterna, pero no encontraron nada y volvieron y se sentaron en el coche, Marietta con las manos apretadas entre las rodillas, como si tuviese frío.
      Shelly, tú llevarás la furgoneta, ordenó el poli.
      ¿Estás seguro?, dijo ella, pero subió.
      El policía se sentó con Marietta, y antes de cerrar la puerta dijo, Gracias por su ayuda, señor.
      No hay de qué.
      Marietta levantó una mano y me saludó brevemente, pero mirando hacia el secadero. Una saludo nada cálido tras la conversación que habíamos mantenido. Me había parecido más cordial antes, pero ahora me saludaba como si espantase una mosca. Ya no me necesita, pensé, no soy más que un tipo de mediana edad con un secadero de tabaco pero sin tabaco, lleno sólo de leña y de bicicletas de montaña.
      Ya eran las cinco de la mañana. ¿Me acuesto o no? No, no podría dormir después de tanto café. Lo que hice fue ir a preparar más. Simpáticas, pensé. El policía no, claro, pero es probable que sea un buen tipo aunque sea un pesado. ¿Volveré a ver a Marietta? Me dijeron dónde trabajaban, así que podría pasar a verlas. No, pensé luego, sería una tontería. ¿Y si me pasara por las caravanas? No, no quedaría nada bien aunque estuviesen separados, pasar a hacerle una visita a ella, y visitarlo a él... no, no tendría ningún sentido. Igual me tropiezo con ella en el hipermercado, y si está divorciada. . . Oh, olvídalo, me dije, y me di a mí mismo un buen consejo: No seas idiota.
      Fue un placer ayudarlas, pese a la regla de no abrir de noche a desconocidos en esta casa escondida en el bosque.
      La mañana siguiente vi un coche de policía, y al mismo poli que miraba de un lado a otro de la carretera, y también en la cuneta.
      Yo pasaba con el coche, frené, bajé la ventana y dije: ¿Se le ha perdido algo?
      Sí, la pieza del coche.
      Suerte, le dije.
      Gracias, dijo muy cortésmente, y siguió dando vueltas junto al secadero.
      Habría sido más agradable que hubiese sido Marietta y no él, o al menos que lo hubiera acompañado. No me gustaba tener a un policía husmeando por ahí.
      De vez en cuando recordaba a Marieta y pensaba en lo maravilloso que sería poder ir a pasear en kayak con ella, o hacer una excursión por el bosque, o simplemente tomar unas copas de vino y charlar. Estaba seguro de que era más inteligente de lo que había dado a entender –sería fantástico oírle contar esos chistes... Cada vez que empezaba a fantasear con ella, me decía mí mismo que no tenía sentido. Basta.
      No obstante, un mes después el policía se pasó por casa justo cuando yo estaba contestando los e-mails... aunque ‘pasarse por’ puede no ser la expresión apropiada.
      Pensé que había oído un coche, el del cartero tal vez (pero hacía mucho tiempo que no esperaba recibir nada bueno por correo postal, razón por la cual me pasaba el día abriendo la cuenta de Hotmail), cuando, de repente, la puerta se abrió con fuerza y el policía, blandiendo un arma, gritó: ¡Quieto ahí!
      Era todo tan ridículo, una mala imitación de una serie de policías, que no me dio miedo.
      ¿Dónde está?, gritó.
      ¿Quién?
      No se haga el tonto. ¡Mi mujer!
      ¿Y yo qué sé?
      Usted sí que sabe. No juegue conmigo.
      No he vuelto a verla desde aquella noche.
      Señor, ¿por qué ha estado llamando por teléfono a mi mujer?
      Eso no es cierto.
      No mienta. ¿Está saliendo con mi mujer?
      Pero... nada más lejos de mi intención... Fue un placer ayudarlo, pero ¿qué hice para merecerme esto?
      Le temblaba la mano, lo cual me puso nervioso primero y, luego, enseguida, me dio aterrorizó. Ese tipo podía apretar el gatillo. Miré el cañón y después lo miré a los ojos. Vi cólera, lágrimas: un loco de atar poseído por los celos.
      Por favor, cálmese, le dije. No tengo nada que ver con su mujer. No la he vuelto a ver.
      ¡Ah! Pero la había visto antes, ¿no? Quiero decir, ¿qué hacía ella a las cuatro de la mañana en esta carretera? Ese cuento de que iba a visitar a su tía no me lo trago. No tiene ninguna tía por aquí.
      Yo tampoco me lo creí, pero vaya uno a saber de dónde venía y adónde iba.
      Venía a visitarlo a usted.
      ¡Pero por favor! Se metió en la cuneta que hay antes de mi casa, venía en esta dirección.
      Es cierto, dijo. Es cierto. Pero puede que sólo. . .
      No haga conjeturas. Sólo la vi esa vez.
      ¿De verdad?
      De verdad. ¿Por qué le mentiría?
      Por el arma.
      Bueno, en eso tiene razón, lo admito.
      ¿Qué admite? ¿Que ha visto a mi mujer?
      No. Que una pistola intimida y hace que la gente diga cualquier cosa. Por favor, guárdela si quiere que hablemos con normalidad. ¿Un café?
      Ah, sí, he oído hablar de su café... Illy. No, gracias. A mí me va el café de ciudad.
      Tengo Folgers en alguna parte, si lo prefiere.
      No.
      Y se metió el arma en la pistolera del cinturón.
      Siéntese, dije.
      Bueno, dijo, algo molesto.
      Yo ya estaba sentado. ¿Tampoco quiere un té?
      No, gracias.
      Se quedó de pie, lo cual le daba una injusta ventaja sobre mí, pero hubiera sido una torpeza levantarme, viendo sus zapatones de goma tan cerca de mis pies. Si me levantaba de la mecedora, me daría de cabeza contra él, cosa que no me parecía nada conveniente. Lo último que quería era que nos pusiéramos a imitar a dos gatos machos, uno de pie y el otro encogido de miedo, pero ésa era ahora nuestra distribución geográfica. Yo tendría que ponerme de pie o el tipo tendría que aprender a relajarse, pero ¿como iba a relajarse si lo consumían los celos?
      Ha estado llamando a mi mujer, admítalo.
      No.
      Señor, tengo pruebas Hay una llamada a cobro revertido de este teléfono al mío, y cuando trabajo de noche, ella usa mi teléfono.
      Yo no llamo nunca a cobro revertido. Tengo un buen plan con AT&T. ¿Qué sentido tendría? No soy tan pobre.
      ¿Está seguro? Echó un vistazo a su alrededor y fijó la vista en el ordenador.
      Puede que tenga razón, pero eso no lo explica todo. Y hay otra llamada de mi número al suyo, también de noche, y yo hago el turno de noche, como le dije.
      No recuerdo que su mujer me llamase de noche.
      ¡Ajá! ¡Pero sí recuerda que lo llamó! Se puso de puntillas, con lo cual parecía aún más grande.
      No me he expresado bien. Quise decir que no me ha llamado nunca, ni de día ni de noche.
      ¡Cómo puede decir eso, señor! ¡Tengo la prueba, la factura del teléfono!
      ¿Cuál es la fecha de esas llamadas? (Por un momento pensé que podía haberlas hechas el que me cuida la casa. ¿Quién sabe? A lo mejor conoce a Marietta.)
      El 28 de noviembre de 2000.
      Uf, de eso hace mucho tiempo. ¡Eh, espere! ¡Ése fue el día de accidente! Claro que lo llamó desde aquí. Y a cobro revertido. Y como usted quería que le explicase otra vez cómo llegar, volvió a llamar al cabo de un rato.
      Se le relajaron los hombros.
      Claro, claro, ahora encaja. ¿Por qué no se me habrá ocurrido a mí?
      No lo sé, dije. ¿Quiere sentarse?
      Ahora era él el encogido. Se sentó.
      ¿Folgers?
      De acuerdo, gracias.
      Parecía totalmente derrotado.
      ¿Por qué está tan deprimido? Su mujer y yo no estamos liados. Debería sentirse aliviado.
      No lo sé. Debe de tener un asuntillo con alguien, estoy seguro. Desaparece por las noches. Ésta era la única pista que tenía.
      Se notaba la pena que le daba que esa pista no lo hubiera llevado a ninguna parte. No es que quisiera consolarlo, pero sí apaciguarlo.
      A lo mejor sale de copas con su compinche, con Shelly.
      ¿Y eso cómo lo sabe usted?
      Lo dijo ella. Me arrepentí al instante de habérselo dicho. Era evidente que más me valía no saber nada de él y su mujer.
      No tengo la menor idea de lo que hace su mujer. Lamento no poder ayudarlo. Mejor dicho, me alegro de no poder ayudarle.
      Ya averiguaré en qué anda, dijo, más para sus adentros que para mí.
      Oiga, señor, yo les ayudo, a usted y a su familia, ¿y ésta es mi recompensa? La próxima vez que unos desconocidos llamen pidiendo a las cuatro de la mañana, puede que no vaya a abrirles a la puerta.
      Bien dicho, dijo. Tenía pensado aconsejárselo. Si algún desconocido llama a su puerta, no abra aunque parezca que no va armado y que no es peligroso, aunque sean dos mujeres. Dígale que vuelva al vehículo y llame usted a la policía Es más seguro. Nunca se sabe qué intenciones puede tener la gente.
      Yo estaba totalmente de acuerdo, al menos con la última frase.
      Se puso de pie bruscamente.
      Gracias por la información, dijo.
      Pero el café aún no está...
      Lo que cuenta es la intención, dijo. Se lo agradezco. Me miró a los ojos con frialdad antes de añadir: Nos vemos.
      Al dirigirse a la puerta le llamaron la atención mis calzoncillos tirados en el suelo. Eran italianos, de color púrpura claro; estaban junto a la puerta del baño. Siempre he sido desordenado, lo reconozco, y aunque detestaba esa clase de calzoncillos, no me quedaban Fruit of the Loom limpios. Tenía calzoncillos extranjeros limpios, de mi último viaje, y prefería echar mano de ésos antes de hacer la colada. ¡Cualquier cosa menos lavar la ropa!
      ¡Eh, eso es de Marietta!, gritó. ¿Cómo explica eso, señor?
      No, es mío.
      Sé que Marietta usa de clase. No es ropa interior de hombre. ¿Por quién me toma, eh?
      Son de hombre. Italianos. Los usamos de esa clase.
      Señor, estoy harto de usted. No tengo ningún reparo en disparar, así que no me mienta más.
      ¿No me cree?
      Por suerte recordé que, debajo de los jeans, llevaba unos calzoncillos italianos. Dejé caer los pantalones y a la vista quedaron unos calzoncillos azules y diminutos, más pequeños que un bañador Speedo. No cubrían el vello púbico, pero me daba igual si enseñándolo salvaba el pellejo.
      ¡Qué asco!, dijo. ¿Es usted un perverso o qué?
      Sí, señor, un masoquista diplomado, ¡doctor en masoquismo!
      Se le salieron los ojos de las órbitas y fue caminado hasta la puerta de espaldas.
      Adiós, dije.
      Salió a toda prisa, riendo. Subió al coche y tocó la bocina.
      Mi perro, que suele perseguir a los coches, no lo hizo esta vez; se quedó allí plantado, mirando la escena boquiabierto. Tal vez olía el arma e intuía lo que significaba, por su experiencia durante la temporada de caza. ¿Por qué no me había alertado de la llegada del policía? Quizá por el mismo motivo, había percibido el olor del metal. Por lo general ladra. De pronto caí en la cuenta de que tampoco había ladrado cuando llegaron las dos mujeres. ¿Irían armadas? De hecho, le gustan las mujeres, creo que se habrá puesto contento por el mero hecho de poder olisquearlas. Tal es su soledad: no hay una sola perra en dos kilómetros a la redonda.
      Más tarde le conté esta anécdota a John, el tipo que antes me cuidaba la casa.
      Caray, dijo, qué tontos son los policías. ¿Sabías que en Massachussets la ley prohíbe que los policías tengan un cociente intelectual superior a la media?
      Sí, me suena, dije. Puede que el tipo ése sea algo tonto.
      ¡Algo tonto! Dijo John y soltó una carcajada. Más tonto que las palomas.
      No dije nada. El poli había dicho que lo que vale es la intención, refiriéndose al café, pero puede que no se refiriese al café, puede que quisiese decirme que me había descubierto. Se había dado cuenta de que yo pensaba en Marietta. Se había equivocado en los detalles, pero no en lo esencial, lo cual podría demostrar que de tonto no tiene un pelo. Tal vez en eso resida la genialidad universal de los celos, ver cosas como ésas. No iba muy descaminado el policía. Yo había cometido el adulterio estilo Jimmy Carter, con el corazón, no el de Billy Clinton, pero... en el fondo y bíblicamente hablando, ¿cuál es la diferencia?
      Por suerte yo no había hecho nada. Y no habría hecho nada, por supuesto. A lo mejor Marietta pensó lo mismo que yo y... ¿lo habría intuido también el policía? En cierto modo para mí era algo halagüeño, que una criatura tan joven pensase en un viejo como yo. Pero no me interesa nada esa clase de halagos. No me gusta mirar la oscura boca del arma de un policía celoso. No, prefiero evitar situaciones como ésa. Me asombra no haberme asustado más porque, ahora, sólo pensarlo me da escalofríos.
      ¿Y qué espera él? Es natural que, si la persigue de esa manera, armado, Marietta quiera huir de vez en cuando, sentir el gusto de la libertad, y hasta es posible que tenga un asuntillo en alguna parte, o tal vez sólo piense en tenerlo, cuando sale a dar vueltas en coche, con su amiga, y a darse cabezazos una contra a la otra. No lo sé y no quiero saberlo.

      
© Josip Novakovich 2006
© de la traducción Daniel Najmías 2006

Esta versión electrónica de "Visitas nocturnas", aparece en The Barcelona Review con el permiso del autor. El relato figura en la colección Stories of war and lust (Harper Collins 2005). Véase la versión original en inglés en TBR 53, y el relato "Ideal Goalie", también en inglés, en el número 54.

Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso.
Carné;            
Josip Novakovich
es autor de April Fool's Day (2004) y de tres colecciones de cuentos, la más reciente de las cuales se titula Infidelities: Stories of War and Lust (2005), a la cual pertenece el relato «Visitas nocturnas». Ganador de un premio Whiting, de una beca Guggenheim y de otra del National Endowment for the Arts, la fundación Before Columbus lo ha galardonado con el American Book Award. Residente en Pennsylvania, es profesor en Penn State University.

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tbr julio - agosto  2006   n° 54

e d i t o r i a l

La invención del lenguaje

r e l a t o s

Josip Novakovic: Visitas nocturnas
Alejandro Tellería: Baudelaire López
Ángel Olgoso: Las sublevaciones

e n s a y o

Eduardo Milán: Estoy hablando

p o e s í a

Selección de poemas de Enrique Badosa

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11ª Feria Internacional del Libro de Lima

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