biografía del autor

imageSara Caba

Reciclaje

 

El asunto del reciclaje me tomó por sorpresa en mi vida. Nunca pensé que algo que se suponía tan natural como tirar basura pudiera convertirse en tremenda pesadilla. Yo soy de Costa Rica y en Costa Rica no se recicla -que yo sepa-. Se hacen remedos de reciclaje, pero es más como un procesamiento de residuos de materias primas que terminan en forma de cuadernos de café, o bolsos de retazos, o lapiceros de astillas de coco, pero lo que se dice reciclar, reciclar, como se hace en los países que siempre están en lo mas alto de los índices de calidad de vida, como los nórdicos, los friísimos como Canadá, o los perdidos en el medio de la nada como Nueva Zelanda, no.

      Hace 8 años que no vivo en Costa Rica, y cruel es el destino que el primer país al que me tocó ir tras mi partida fue uno de esos top en los rankings de calidad de vida: Dinamarca. Recuerdo mi rostro estupefacto al encontrarme en la cocina de mi nuevo apartamento en Copenhague de frente a tres bolsitas que en apariencia eran iguales, pero que en realidad tenían todas una función diferenciada: recolectar diferentes tipos de basura. Basura, en qué momento la basura se convirtió en un asunto de tanta sofisticación y reto intelectual. En Costa Rica todos los restos reposan felices unos sobre otros en una única y enorme bolsa plástica: las baterías gastadas y a veces hasta con líquido corrosivo naranja conviven con las cáscaras de banano, y los kótex y los tampax, y el arroz al que ya le salió pelos, y los frijoles que de negros pasaron a verdes, y el agua emposada con chingas de cigarros que dejará un hilito fétido en el transcurso del basurero de casa al de la calle, que en la mayoría de los casos termina siendo festín de las jaurías de perros callejeros, con kótex y todo. Estas tres bolsitas, debo reconocer, fueron mi mayor reto de adaptación cultural. Mi ex, un danés alto, rubio, cuadrado, y, para la peor de mis suertes biólogo y acérrimo creyente de la conservación del planeta y el trato elitista de la basura, me dio una profusa charla sobre el uso de estos recipientes. No me la hubiera dado (así de etnocéntrico como era, pensando que evidentemente todo ser civilizado en el mundo sabe cómo reciclar) si no hubiera sido porque en nuestros primeros tiempos de relación, que fueron en Costa Rica, fue víctima de un remedo de ataque cardíaco al ver cómo yo, mientras coqueteaba y le mostraba mis hombros desnudos y bronceados, tiraba las servilletas,  con las latas de tomates vacías y los restos de pasta a una misma bolsa, ¡una misma bolsa! Su cortesía flaqueó ante su compromiso planetario y profirió un alarmado “¿qué haces?” Raros estos vikingos, pensé entonces, cómo que qué hago (aparte de coquetearle, que supuse que tras el beso de la cena era demasiado obvio como para ser lo cuestionado) “tiro la basura”, le respondí con aun más espanto, dudando de sus facultades intelectuales. “Papel, con latas y comida” pronunció enfático y firme, enunciación ante la cual no supe qué decir, quizás por pensar que se trataba de una afirmación y no de un cuestionamiento. “Así lo hacemos aquí”, creo haberle dicho, como en una lección de civismo.

      Este evento fue el dichoso fundamento de esta lección, ya que cada uno de esos restos que yo lancé en una promiscua convivencia en un único lugar, pertenecen a tres en Dinamarca. Las latas (después de haber sido bien enjuagadas) en una bolsa, los restos orgánicos de comida (ni idea de cómo o cuáles serían los no orgánicos) en otra, y el papel en la tercera. Parecía simple, hasta el día en que me vi frente a las tres bolsitas, primero con un cartón de jugo de naranja vacío (los restos de naranja adentro debían de ser orgánicos, pero qué había del cartón, no era de lata, ni de papel, y no encontré por ningún lado un manual de uso para las bolsitas). Peor fue el día en que me vi delante de las bolsitas con cuatro baterías triple A a las que ya se les veía el líquido corrosivo asomado. Esto, estaba convencida, no pertenecía a ninguno de esos tres mundos separatistas. Recordé mi generosa bolsa maternal de basura costarricense, aquellos días de sencillez, donde para deshacerme de residuos bastaba con levantar una tapa y lanzar todo al vacío. Para ese cartón de jugo, como para todos los que le siguieron, ideé una técnica de desaparición física, me las ingenié para doblar el cartón en una unidad tan diminuta que podía ser cubierta con total facilidad por una hoja de lechuga, o por cáscaras de banano (que ya había aprendido eran residuos orgánicos). Con las baterías fue más complicado, especialmente porque el líquido fosforescente ya cubría todo el exterior de las mismas, y sentía que si las tiraba de a escondidas en una de las bolsitas alguien, en esos países donde todo se sabe y se controla, se iba a dar cuenta, y todo el asunto iba a terminar en mi deportación por inadecuación y falta de aprendizaje cultural. Las envolví entonces en tres bolsas plásticas (que por cierto tampoco hubiera sabido dónde botar, pero para mi suerte estas bolsas eran el núcleo del reciclaje: se usaban para depositar la basura misma, entonces de esto nunca me tuve que ocupar) y las metí en el fondo de la gaveta de mis medias, pensando que mi ex jamás las encontraría allí, y evitándome la vergüenza de tener que admitir que no sabía en cuál de las tres bolsas se depositaban (ya había indicios fuertes en la relación de que él estaba convencido de pertenecer a una raza superior a la mía, y no quería darle más argumentos a su favor). No fue sino hasta 6 meses después, cuando ya dominaba el nivel básico de supervivencia de esta lengua vikinga, cuando me enteré de qué hacían los daneses con sus baterías. Al final de la caja registradora del supermercado del barrio vi una pequeña cajita de cartón (reciclable, probablemente) que decía “Batterier her, tak”. Batterier lo pude sacar fácilmente, y her y tak (aquí y gracias) lo acababa de aprender en la escuela de lenguas. Así que es en esa cajita, y no en el cajón de las medias, donde van a dar estos bichitos. Regresé emocionada con las bolsas que ya casi chorreaban amarillo, saqué las pilas goteando, y tiré los cuatro cilindros dentro de la cajita; muy adaptada. Si tan solo me hubiera visto un oficial de inmigración…

      Por cosas del destino, me mudo a otro de estos países limpios y estables: Suecia. Ahora con mi actual esposo, que es de otro país de índices importantes: Estados Unidos. Antes de haber caído en Estocolmo vivimos unos años en Boston, una de las ciudades que se supone es de las más progresivas y ecofriendly del país (que no es muy ecofriendly de por sí). Lo que no saben en Boston es que lo que ellos están haciendo con la basura es casi casi como lo que hacemos en Costa Rica, solo que en una caja azul (no en una bolsa) que tiene un dibujito de un planeta feliz en sus costados. No llegué a ver frijoles verdes en la caja, pero sí una armónica convivencia de casi cualquier otro tipo de desecho: papeles (desde facturas hasta revistas), cartones (de leche o de jugo, no importaba), latas (con o sin restos de su contenido), botellas (de aceite o vino o lo que fuera), y baterías  (no las vi nunca, pero estoy segura que esa cajita azul tan amistosa no se hubiera molestado al recibir a esos cilíndricos o rectangulares visitantes). Era como un deporte lanzar restos al interior de esta caja que permanecía en el porche frontal del edificio, siempre desbordada de basura, cada vez que salía de mi apartamento.

      Al llegar a Estocolmo me consideraba una experta en basura y modos internacionales de reciclaje. Fue así que el día que me tocó deshacerme de las primeras 10 botellas de vino que habíamos acumulado en cuestión de dos semanas (se bebe mucho en Europa del norte), junto con un puñado de envases de vidrio tipo mostaza, aceitunas y ajos en escabeche, ni siquiera me pasó por la cabeza “investigar” el panorama del desecho sueco. Copenhague, donde terminé viviendo 4 años, está plagado de tres cosas: bicicletas, puestos de shawarmas, y gigantes contenedores de reciclaje donde depositar desechos de vidrio. No tiene por qué ser diferente, me dije confiada mientras cargaba las dos pesadas bolsas repletas de vidrio, estos nórdicos todo se lo copian. Al llegar a la intersección de la esquina de mi edificio de apartamentos me pregunté: ¿izquierda o derecha? Bah, me dije de inmediato, recordando la recurrente presencia de estos monstruos devoradores de cristal que se imponían cada 200 metros en Copenhague con su hedor de alcohol añejo (se bebe mucho en el norte).  Caminé entonces hacia la derecha, pasando por un boulevard donde estaba segura encontraría el primer contenedor, pero mi nariz no lograba atisbar el vaho alcohólico, y al llegar al final del bulevar confirmé que era contenedor-free. Puse mis bolsas en el suelo y aproveché para acercarme a dos viejitas vestidas de marineritas que paseaban a sus microperritos, pero no tuve oportunidad ya que, muy ágiles de repente, las viejitas salieron huyendo. Pensé que debía ser por el color de mi piel, no se ven muchas gamas cromáticas en ese país. Suspiré algo irritada, tomé mis bolsas, crucé una fuente donde mas viejitas daban de beber a sus ratitas, hasta llegar a la entrada de un centro comercial se supone es de la clase alta de la ciudad. Miré a mi alrededor sin estar segura a quien preguntarle, no quería espantar a más gente, hasta que di con un “amigo” que estaba segura me ayudaría: un hombre color chocolate con leche metido en un camión móvil que se veía muy a gusto preparando shawarmas y salchichas suecas. Me acerqué al camión, y le dije que necesitaba deshacerme de estas botellas (le mostré mis manos que ya dejaban ver un par de ampollas rojizas), que necesitaba saber donde podía llevarlas. El hombre me miró como si le hubiera preguntado por su opinión sobre el conflicto en Oriente Medio. Después de meditar unos segundos me dijo con su acento casi incomprensible que no estaba seguro, pero que podía tratar dentro del centro comercial. Dudé que un contenedor apestoso a alcohol estuviera dentro de este tipo de lugar, pero por qué no, quizás le quedaba un ápice de originalidad a los suecos después de todo. Dentro no vi más que tiendas, puestos de sushi y smoothies orgánicos, y alguno que otro kiosco que vendía teléfonos celulares. No supe a quien preguntarle, el establecimiento estaba repleto de esas viejitas con sus abominables mascotas.

      Tuve entonces una idea que consideré genial, consistía en dirigirme a Systembolaget (para quienes no estén familiarizados con el nombre, Systembolaget es una cadena de tiendas del estado que tiene el monopolio de venta de alcohol en todo el honorable territorio sueco). Evidentemente ellos sabrán dónde se depositan las botellas, me dije aliviada. Entré al Systembolaget como quien entra a realizar una diligencia obvia, y pregunté a quien primero me encontré (no aguantaba el ardor en las manos) no si allí se depositaban botellas vacías, sino a dónde podía depositar mis botellas. En lugar de recibir el gesto direccional esperado, dos ojos desorbitados y muy azules me miraron como una freak, y una boca desconcertada pronunció un no sé, pregunte en el supermercado.¿Cómo que no sabe?, ustedes son quienes le venden el licor a todo el país, ¿como me va a decir que no sabe que hace la gente con sus botellas cuando se toma lo de adentro?, vociferé. El tipo, evidentemente no acostumbrado a ser interpelado, se echó para atrás repitiendo en su torpe inglés “I am sorry, I am sorry”.  Me soplé las manos, cargué de nuevo con mis dos bolsones y me dirigí al supermercado bufando. Al entrar probé mi mejor acto de cortesía y pregunté a una cajera gordita de mejillas muy rosadas y trenzas rubias si ella, de pura casualidad, sabía dónde podía depositar mis botellas vacías. La mujer muy sonriente e ignorante respondió un ufano no sé, ante el cual mis ojos se empañaron, entonces ella exprimió su minúsculo cerebro y pudo al menos sugerir que me dirigiera al fondo de uno de los pasillos del supermercado, donde venden las gaseosas. Con esperanza renovada me dirigí hacia las gaseosas para encontrarme con un escuálido adolescente cubierto de acné que le estaba poniendo el precio al nuevo producto mientras masticaba chicle. Disculpe, dije en inglés, ¿podría usted decirme dónde puedo depositar estas botellas?, mientras le mostraba las bolsas repletas con un gesto de urgencia, tratando de indicarle lo grave de la situación. Mmmmm, respondió con toda parsimonia, mmmmm, la verdad no sé, aquí se pueden dejar las latas de coca cola, y le damos 10 centavos de corona por lata, pero las botellas, mmmmm, no sé, la verdad. Ingrata mi fortuna, si tan solo hubieran sido restos de Coca Cola y no botellas lo que mis brazos cargaban, feliz y afluente hubiera sido al instante. Gracias por nada, mascullé ya de espaldas. Afuera de la salida trasera del centro comercial vi a dos perezosos empleados (seguro familia del chico) del Systembolaget fumando, y corrí hacia ellos convencida de que terminarían con la pesadilla en que se había convertido una diligencia que no debió de haberme tomado más de 5 minutos, y que ya iba por los 45. “¡Ey!”, dije para sacarlos de su estupor, “por favor por favor por favor”, pronuncié haciéndome la niña tierna, “¿podrían decirme dónde está la cueva secreta donde los suecos llevan sus botellas para hacer de su país un mejor lugar en que vivir?”Esto último lo dije con una ironía juguetona, tratando de buscar su simpatía, pero se me olvidó que los suecos son gente literal hasta la médula, y no conseguí la sonrisa y ayuda esperadas sino un seco silencio (sabía que trataban de procesar mis palabras sin saber en qué bolsita mental ponerla) y no pudieron (al haber gastado las opciones de bolsitas) pronunciar mas que un pfff, ni idea, al tiempo que tiraban las chingas al suelo y desaparecían ante mis ojos desorbitados y mis manos que latían como bombo.

      Me tomó cinco minutos recomponerme, noté un par de gotas rojas en el plástico al juntar las bolsas, las ampollas habían explotado. Tenía hambre, eran ya las 2pm. Empecé a caminar por otro bulevar (Estocolmo, me di cuenta entonces, está lleno de bulevares), cuando divisé una enorme caja negra, la versión cuadrada de los cilindros daneses (claro, los suecos son, en efecto, mucho más cuadrados que los daneses) y me dirigí entusiasmada, con las fosas alertas al olor de fermento que esperaba detectar en cualquier segundo, pero nada de olor, ni botellas ni nada de nada, solo un cuadrado con un rayito de electricidad tachado y la palabra “Peligro”, la cual reconocí por su parecido al danés. Quise darle un patadón a este cuadrado que no iba a devorar mi cristal, pero temí generar un corto circuito que dejara a las viejitas marineritas sin sus telenovelas vespertinas, así que me contuve.  Los cuadrados negros se continuaron sucediendo en la marcha del bulevar que recuerdo como el más largo del mundo. Pero incluso el más largo de los caminos tiene su fin, y fue así que me encontré en el punto en que el bulevar se diluía en una conglomerada autopista, que sin lugar a dudas era contenedor-free. Qué hacer, me decían mis tripas más que mi cerebro, qué hacer con el sagrado cristal salpicado ahora por gotitas de sangre. Me senté en la última banca del camino a sostenerme el estómago que rugía. Miré a mi alrededor desconcertada, las calles bastante vacías, uno que otro ciclista distraído, ningún contenedor, un gigante edificio con enormes gradas a ambos lados estilo pentágono, árboles, un edificio enorme con gradas es-ti-looo… ¡eso!, pronuncié triunfante, en ardor alucinatorio. Las gradas, me dije como quien repite una revelación divina y se entrega al sino inexorable de los hechos, las gradas. Tomé mis bolsas con honra, como quien ha servido con honor hasta el último momento de la batalla, crucé la calle, miré hacia el cielo azul donde me encontré con la ondeante y majestuosa bandera amarillo azul ante la cual hice una reverencia, y miré las enormes letras doradas que brillaban y decían algo así como “Has cumplido, vete en paz” o “Kungliga Tekniska Högskolan”, da igual, y con una serenidad que me había sido otorgada por los más altos poderes de la real capital nórdica deposité mis bolsas con orgullo al pie de las gradas, una ofrenda a esta patria de orden y bienestar, y me eché a correr, carcajeándome, con las manos al aire y las tripas desatadas y alegres.

      Un par de días después conocí a mi vecina -una chica que resultó ser uruguaya-, en el cuartito de basura del edificio depositando cada una nuestra coqueta bolsita de basura (las botellas no eran bienvenidas en este pulcro aposento), cuando ella, alarmada, me preguntó qué me había pasado al verme los pesados vendajes que me cubrían las manos. Al terminar el recuento de mi alucinatoria odisea, todo esto en la habitación de los desechos que olía a lavanda, me dice mi vecina con toda naturalidad “che, mirá que boluda que sos, si te hubieras ido en la otra dirección, a la izquierda, justo encontrás una zona de reciclado, a dos minutos de nuestra puerta, es la que yo uso siempre”. Boquiabierta y robótica me dirigí hacia la supuesta estación de reciclaje, necesitaba verla, olerla, tocarla, abrazarla de ser posible. Estaba allí, sí, pequeñita y plagada de dibujitos que ni en cien años me iban a orientar, estos suecos eran aún más obscuros que los daneses. Tendrían solo una bolsita para los restos caseros, pero eran los maestros de la diferenciación del cristal, el cual yo no sabía podía ser diseccionado hasta en 5 categorías. Miré una vez más los dibujos, me restregué los ojos y suspiré, consciente de que mi aprendizaje en el mundo del reciclaje estaba lejos de terminar.

      Estoy en la actualidad adentrándome en las profundidades de la basura londinense, pero por motivos obvios (dimensión de ciudad, densidad, cantidades y formas de desechos producidos), los detalles y aprendizajes de esta experiencia no serán parte de esta historia sino de una futura; esto, si las páginas que la contienen no terminan depositadas en las profundidades de una bolsa, una caja, o cualquier otra invención aún por descubrir.

Biografía:

Sara CabaSara Caba
(Costa Rica, 1977). Actualmente vive en Londres, donde llegó después de haber vivido en Copenhague, Boston y Estocolmo.  Ha colaborado con medios culturales de su país en el campo de la crítica literaria y de cine. Actualmente participa en una antología de cuentos de escritoras hispanas en el Reino Unido. Su blog bilingüe titulado Chronicles from Londron está en proceso de creación, así como su novela El porqué de las cosas. También se dedica a la enseñanza del español como lengua extranjera.