biografía del autor

imagenRoberto Bennett

El barquero del Hum

 

Junto a la antigua rampa de una hoy inexistente auto-balsa que cruzaba el río Negro frente a la ciudad de Mercedes (Uruguay), antes que se construyera el puente y a pocos metros del edificio de la Prefectura, ancla su chalana arenera Ricardo López Ocampo. Un resguardo que utiliza desde hace tan sólo pocos años porque antes amarraba en la playa “Las Toninas”, frente a la plaza del Encuentro, al final de la Rambla costanera.

       Su pequeña barcaza, bautizada con el prometedor nombre de “Esperanza”, es una antigua embarcación de madera que aún conserva algo de su pintura verde con la que fue embellecida hace quién sabe cuántos lustros. Mide nueve metros y está dividida en tres secciones. El compartimiento de proa es donde guarda sus anclas, palas y demás utensilios imprescindibles para la navegación y la recogida de arena. La segunda sección, la central y por lo tanto la más grande (mide aproximadamente unos cuatro metros de largo) está revestida de chapa. Allí echa la arena, para luego transportarla desde los arenales río arriba hasta el muelle donde la descarga y vende a sus principales clientes, los constructores mercedarios. Y en la tercera partición se ubica el timón y el vetusto motor de una cosechadora CASE (aquellas de tiro, que arrancaban a nafta y luego seguían funcionando con querosén) fabricada en 1928 y que aún ofrece diariamente toda la propulsión necesaria a la “Esperanza”. Este motor ha sido una  incorporación relativamente reciente, hace apenas ocho años, porque antes la barca se desplazaba con tres remos largos.

       Ricardo López navega río arriba todos los días desde hace 34 años, baqueano de mil rumbos, invierno y verano, con heladas,  resolana o ventarrón... siempre en busca de la fina y preciada arena que le proporcionan los grandes médanos que orillean la maleza y las riberas del ancho río. Pasando bajo el impactante puente que une a los departamentos de Soriano y Río Negro, bordeando la isla de Arenitas de Oro. Surcando dos o tres kilómetros de esta caudalosa vía de agua que atraviesa el país, también conocida por su nombre indígena de Hum, hasta llegar a un banco de arena que se creó con el correr del tiempo en medio de la misma.

       “A veces paleo frente a la vuelta de la Balsa o por la isla de La Paloma”, nos explica López con una sonrisa amigable que permite asomar su dentadura blanca y reluciente. Hombre alto, delgado, con buena musculatura, de ojos alegres, piel cobriza y pelo corto, rizado. De manos rugosas y pies grandes. Viste una camisa celeste, un short de baño color rojo y una gorra con visera, algo desteñida, que le protege del sol estival.

       “Entonces echo el ancla y empiezo a recoger arena hasta que la “Esperanza” queda casi hundida, con el agua llegando hasta el mismo borde del cajón. Cuando comienzo a palear, el agua me cubre medio muslo y termino hundido hasta la cintura.”

       Este es un oficio duro y sacrificado que López lleva haciendo desde que era un muchacho de 11 años, cuando acompañaba a su padre  y a su abuelo, ambos areneros, ya fallecidos. En aquella época, combinaba el trabajo con su asistencia a la escuela. Posteriormente, siguiendo la tradición familiar, su único hijo varón también empezó a salir con él en la chalana, cuando apenas tenía 12 años; pero éste posteriormente cambió de oficio y ahora vive en Montevideo, trabajando en la construcción.

       Solitario por naturaleza, Ricardo López se casó a los 20 años pero cinco más tarde se separó, quedándole de ese matrimonio un hijo y una hija, ambos ahora residentes en la capital de la república. En la actualidad vive solo. Hermanado únicamente con los montes y su río. Paleando en él todos los días, para luego retornar despacito aguas abajo, cargado con tres metros cúbicos de una preciosa arena, blanca y fina.

       López permanece todo el día en contacto directo con el agua. Desde el amanecer (sale del muelle a las siete de la mañana) hasta el mediodía. Y después de comer, vuelve al muelle para atender a sus clientes que vienen a comprarle arena, quedándose junto al río hasta el anochecer. Siempre ha sido así. Él confiesa que no sabría vivir de otra manera. En comunión con su río que le vio nacer un 31 de julio de 1955. En sus aguas ha reído y llorado, ha vivido naufragios, ahogamientos, suicidios, tragedias y también alegrías. Fue remero deportivo por el club Remeros Mercedes en single, doble par, 4 y 8 e integró la selección uruguaya de remo, compitiendo en tres campeonatos suramericanos: dos en la Argentina  y un tercero en Río de Janeiro. 

       “Para mí, el río es una necesidad”, nos confiesa sin perder su sonrisa. “Un invierno que se pasó crecido y no podía trabajar, lo mismo me iba a bañar, ¡aunque saliera morado! Y eso que en invierno, los primeros diez minutos en el agua son bravos... ¡Sientes como si te clavaran mil agujas! Pero después se te adormece el cuerpo y se soporta. Eso sí, lo duro viene después con la brisa, al salir del agua. Hay que secarse y vestirse enseguida, tratando de entrar en calor. Y desentumecer rápidamente los pies y las manos...”

       Generalmente López no pesca. En invierno le gusta ir a juntar leña y acampar en el monte, solo o con amigos, durante dos o tres días. Así disfruta de comer algún asado y beberse unos vinos.

       Y concluye diciendo: “En invierno, el río es el mejor psiquiatra. Es terrible... te ablanda, te saca todas las manías, te deja manso como una ovejita...”

       El ancho y caudaloso río Negro (aún en épocas de sequía), impone respeto. Atrayente, sombrío y turbulento en sus crecidas invernales, agradablemente refrescante en los calurosos días del estío. Tal fue el caso cuando junto con mi primos mercedarios logramos convencer a López para que nos llevara en la “Esperanza” hasta unos arenales situados en la isla de Las Tropas. Pasando la boca del arroyo Bequeló y el banco grande que casi cierra la laguna de los Negros, a unas dos horas de navegación. Allí, bajo la sombra de unos arrayanes y luego de atravesar una ancha y solitaria playa de quemante arena, mi primo Enrique Ponte preparó un delicioso cordero asado y nos bañamos en el río, procurando evitar el agobiante calor, superior a los cuarenta grados, en aquel inolvidable 26 de diciembre de 1999.

       Durante el almuerzo y más tarde mientras descansábamos con el agua hasta la cintura, sentados en sillas de playa plegables hundidas en la orilla del río, un locuaz y distendido López contó numerosas anécdotas y aventuras vividas junto al cauce del Hum. Más tarde, seguramente motivados por la conversación, discutimos diversas fórmulas y posibles proyectos para hacer conocer a los turistas la belleza salvaje que esconde esta inmensa vía de agua.

López nos explicó que mientras se navega río arriba, se puede observar una vegetación prodigiosa, con su follaje abundante de color verde intenso, que llega hasta el borde mismo del agua. Aquí y allá algunas vacas, abriéndose senderos por el espeso monte nativo para llegar a beber en la orilla y quizá algún biguá, posado sobre un tronco semihundido, que observa con desinterés el paso de la vieja barca. Atrás, en las brumas de otros tiempos han quedado los días de gloria ecológica, cuando por estos parajes abundaban los venados, algún yaguareté, el pecarí y hasta el silencioso puma. De estos hermosos animales perdidos para siempre, no quedan más que recuerdos e historias fantásticas en la frágil memoria de los lugareños más ancianos, que bautizaron cuevas, barrancos, recodos o arroyuelos con sus nombres, agregándole a la zona una dosis de misterio. Como homenaje postrero a una vida natural que tristemente se extinguió, junto con las autóctonas tribus guaraníes de chanaes y charrúas.

       Pero cabe aclarar que estos frondosos montes indígenas de ribera,  no son un páramo inhóspito y deshabitado. Ellos hoy albergan no sólo víboras venenosas como la coral, la crucera o la yarará, además de otras alimañas que producen temor en el caminante. Allí también se esconde algún solitario lobito de río. Y entre su maleza cohabitan nutrias, carpinchos, jabalíes, zorros y gatos monteses. Afortunadamente, estas tupidas arboledas también ofrecen refugio seguro a gráciles aves acuáticas y cientos de pajarillos multicolores, que buscan cobijo entre sus ramas, troncos retorcidos y pastizales. Escondiéndose de los inevitables e implacables cazadores furtivos.

       Con el lento atardecer, los legendarios y exuberantes montes ribereños de algarrobos, espinillos, juncales, sarandizales y hasta algún ceibo en flor (“llorando sangre,” como decía el cantautor sanducero Aníbal Sampayo), fueron testigos silenciosos de nuestro plácido navegar. Junto a este hombre de río tan singular, nacido y criado a orillas del milenario Hum. Personaje respetuoso con las riquezas naturales que lo bordean, conocedor de su flora, su fauna y de su oscuro, constante y profundo fluir.


Biografía:

 Roberto Bennett ha publicado para TBR:

“Un recuerdo para don Ata”: www.barcelonareview.com/62/s_rb.html
“Buscando las raíces de Kunta Kinte”: www.barcelonareview.com/52/s_rb.htm
“Por las montañas azules de Jamaica”: www.barcelonareview.com/56/s_rb.htm