reseñas

Reseñas

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  • La muerte de Bunny Munro  Nick Cave
  • Mitologías de invierno: El emperador de Occidente Pierre Michon
  • Tiempos muertos Roger Wolfe
  • Los enunciados protocolarios Álvaro Pombo
  • Carson McCullers Josyane Savigneau
  • La hija del optimista  y Cuentos completos Eudora Welty
  • De ese roce vivo Noni Benegas
  • Los vivos y los muertos Edmundo Paz Soldán
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    portadaLa muerte de Bunny Munro 
    Nick Cave
    Traducción de Miquel Izquierdo
    Papel de Liar, Barcelona, 2009

    Nick Cave es, sin duda, uno de los compositores más destacados de la segunda mitad del siglo XX. Tan dado al alarido postpunk como a la más lírica e intimista de las baladas (e igualmente brillante en ambas facetas), sus letras, llenas de referencias bíblicas  y ambientadas siempre en un panorama desolador, violento y opresivo, ya bastarían para garantizarle un lugar privilegiado entre los “poetas de la canción”. No obstante, su actividad literaria se extiende más allá de la música, remontándose a hace exactamente 20 años, cuando publicó su primera novela, Y el asno vio al ángel.  Escribiendo en jornadas maratonianas, durmiendo en el sofá, e influido por el consumo de drogas, Cave parió una novela desproporcionada, desigual, pero llena de interés. La trágica y violenta historia de Euchrid Euchrow se ambienta en un valle aislado de la América profunda habitado por fanáticos religiosos, que sirve al autor para dar rienda suelta a su habitual imaginería religiosa, y lo hace conectar en cierta manera con la narrativa de William Faulkner o Flannery O’Connor. Ambiciosa, la novela constituye una apuesta fuerte para un autor debutante que intenta experimentos arriesgados (cambios de narrador, saltos adelante y atrás en el tiempo, mezcla de hipertextos, digresiones con sabor a realismo mágico –aunque envilecido y negrísimo-, variedad de tonos, desde la tragedia hasta la burla…) de los que suele salir bastante airoso, logrando una narración poderosa y vibrante, guiada por un personaje magnético. Si algo pierde a la novela es cierta descompensación estructural y un exceso de truculencia en sus frases, algo rimbombantes en más de una ocasión, pero que se compensan con otros momentos de verdadera belleza formal y poética.

    La muerte de Bunny Munro, la novela que ahora nos ocupa, constituye una variación notable respecto a su predecesora, sobre todo por lo que a control formal se refiere. El propio Cave, en unas declaraciones realizadas al suplemento Babelia, es claro al respecto: “En este tiempo, gracias a los guiones, he aprendido a sostener la escritura y mantener una idea coherente. Mi segunda novela no parece escrita por un escritor de canciones con un poder de concentración limitado. Y el asno… sí lo parece. Algunos capítulos son muy buenos, pero como conjunto tiene problemas”. Lo cierto es que su obra más reciente es una novela indudablemente más redonda y acabada que la anterior (aunque quizá también menos audaz). Estilísticamente, la prosa de Cave se ha vuelto mucho más escueta y directa, abandonando las largas oraciones altisonantes y las prestidigitaciones lingüísticas de su debut para optar por el puñetazo seco –aunque no exento de lirismo en brillantes momentos puntuales- que resulta mucho más adecuado para la historia que se quiere contar. El autor puede atribuirse un curioso mérito: el de crear (especialmente en la primera parte, Maníaco) a uno de los personajes literarios más repugnantes que recuerdo: un misógino extremo, un descerebrado obseso sexual con la mente poblada únicamente por vaginas (especialmente de personajes célebres), alcohol y drogas. A partir de ese punto de partida – en el que la posibilidad de empatía con el personaje es prácticamente nula- será un duro desafío para Cave conseguir que nos lo lleguemos a creer, y sin embargo, gradualmente, terminará lográndolo.
    Después del suicidio de su mujer, Libby, (motivado por las depresiones a las que la llevan las repetidas infidelidades de su impresentable marido), Bunny Munro se ve sólo en el mundo, y a cargo de un hijo de 9 años. Completamente perdido, se dedicará a vagar con su coche por la costa de Brighton vendiendo productos de belleza (ése es su trabajo) a mujeres que puedan proporcionarle sexo fácil y antiséptico. Pero su aparente frialdad y desinterés acabarán resquebrajándose y mostrándonos a un pelele patético y destruido, que terminará abocado a la inevitable muerte ya prefigurada en el título, en este punto, con la potente frase de inicio “Estoy acabado”, piensa Bunny Munro en un repentino instante de lucidez reservado a quienes tienen las horas contadas”,  y en las ocasionales apariciones del espectro de Libby, Cave vuelve a recordarnos a García Márquez, aunque sin duda en menor medida que en su debut. Bunny hijo proporciona el contrapunto de ternura a la historia, con su indeleble adhesión al padre, y constituye un personaje secundario verdaderamente interesante, caracterizado por una curiosa afición a las enciclopedias.

    Cave opta por un narrador omnisciente que de vez en cuando deriva en uno focalizado sobre uno de los dos personajes principales, a los que explora con detenimiento, y estructura su novela en 3 partes que se atienen al habitual modelo planteamiento-nudo-desenlace (aunque empleando puntuales flashbacks), optando a partir de la segunda por un tono de decadente road movie vertebrada a partir de la repetición episódica de escenas de sexo cada vez más tristes y teñidas de un humor negro marca de la casa. En cierto sentido (por el desolado recorrido de un padre y un hijo abocados a una irremediable perdición, además de por la prosa entre escueta y lírica), la novela recuerda (aunque sin llegar a sus extremos de brillantez) a la obra maestra de Cormac McCarthy, La carretera (coincidencia que no parece tal, por cuanto Cave ha compuesto la banda sonora para la adaptación cinematográfica de la novela, dirigida por John Hillcoat, para el que escribió un guión –The proposition- en el pasado, y que a su vez es el autor de muchos de los videoclips de Cave). Tampoco parece casual la elección del nombre del personaje (Bunny, es decir, conejito), sobre todo a la luz de ciertas declaraciones de Cave sobre su predilección por “estilistas de la prosa” como John Updike: Bunny Munro se nos antoja una versión radical del Conejo Angstrom protagonista de la mítica saga de Updike, que también corre sin destino, empujado por un constante movimiento hacia la nada, indeciso entre su compromiso como marido y padre y su vocación independiente y perpetua insatisfacción. Otra forma de leer La muerte de Bunny Munro sería hacerlo como una versión contemporánea y sin censuras de la Muerte de un viajante de Arthur Miller; pero no es necesario seguir acumulando referentes, puesto que la novela se mantiene en pie por sí misma.

    La segunda incursión de Cave en la narrativa no es un texto perfecto: incluye una trama paralela sobre un asesino en serie disfrazado de Satanás que se va acercando progresivamente hacia Brighton, que si bien a mi parecer no merece las críticas que ha recibido, puesto que contribuye a aumentar sigilosamente la tensión, sí que deriva en un encuentro final un tanto gratuito e innecesario. También hay una escena culminante de redención grupal (que en cierto sentido recuerda a los espectros que visitan al protagonista al final de Fresas salvajes, de Bergman), que, aún y ser narrada de forma deliberadamente hortera, paródica, y con una adecuada ambigüedad, quizá sea un tanto inconsecuente (o extrema) para con el desarrollo de la trama. No obstante, la contención y belleza de sus últimas 3-4 páginas, especialmente por lo que respecta a la despedida de Bunny (“-Es que este mundo me parece algo áspero para quedarse - dice Bunny, entonces cierra los ojos y, con una espiración, se para.”) hacen terminar al libro en una nota alta, certificando que La muerte de Bunny Munro es una novela entera, digna de ser publicada, y no un mero divertimento que ha recibido atención por provenir de un músico conocido. Marc García
    Ver la nota de la presentación de Nick Cave en Barcelona en este número.

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    portada Mitologías de invierno: El emperador de Occidente

    Pierre Michon
    Alfabia Ediciones, Barcelona, 2009

     

    En el prólogo a esta edición, Ricardo Menéndez Salmón se deshace en elogios a Pierre Michon (Cards, 1945): “gestor de belleza” (…) “gigante de la metáfora” (…) “potestad de la literatura contemporánea, uno de sus vientos sutiles, uno de los dueños del enigma que resuelve la antigua pregunta por la música escrita”… Es frecuente leer sobre el escritor francés alabanzas semejantes y tratarle como alguien fuera de lo común. Ciertamente, aunque minoritario en lectores, Michon es un escritor excepcional   y es uno de los pocos que contribuye -junto con Pascal Quignard, Antoine Volodine y Pierre Bergounioux- a vivificar la átona literatura que en la actualidad predomina en Francia. No obstante, sin poner en duda la calidad de su escritura, deberíamos ser precavidos ante tanta entusiasta celebración. En rigor hay que decir que la obra de Pierre Michon está compuesta, mayoritariamente, por textos breves que después, como en las ediciones españolas (Cuerpo del rey, Señores y sirvientes) han sido agrupados. Es decir, los créditos literarios que avalan su reputación son reducidos. Michon publicó en 1984 su primer libro, Vidas minúsculas, cuando contaba 39 años. El depurado estilo con el que está escrita esta obra, híbrido de ficción y cruda autobiografía, le convirtió súbitamente en un escritor de culto. Desde entonces ha publicado doce libros más; nueve de los cuales han sido editados por Verdier, entre ellos la última obra de Michon titulada Les Onze (2009), dedicada a  los miembros del Comité de Salud Pública, durante la Revolución Francesa, que aparecen en el lienzo de François-Élie Corentin. Por cierto, en el pasado octubre murió Gérard Bobillier que junto con el también fallecido Benny Lévy (ambos fueron  destacados miembros del grupo maoísta Gauche Prolétarienne) fundaron la exquisita editorial Verdier con sede en la apacible población de Lagrasse.
    De nuevo se agrupa en esta edición de Alfabia dos textos -Mitologías de invierno/ El emperador de Occidente- que en origen aparecieron por separado. Pierre Michon publicó El emperador de Occidente dos años después de Vidas minúsculas; eligiendo un tema histórico para que no le encasillaran como un autor regionalista o de novelas autobiográficas. Es ésta una nouvelle o relato corto donde se narra los encuentros, en la isla mediterránea de Lípari, entre Flavio Aecio (años después vencedor de Atila) y Prisco Atalo, el que fuera emperador títere del imperio romano impuesto por Alarico. El antagonismo inicial entre ambos se convertirá paulatinamente en afecto y complicidad al compartir determinadas emociones suscitadas por el arte, la música y la naturaleza o coincidir en que el éxito o el fracaso de todo humano dependen del destino (fatum).
    Mitologías de invierno (1997) está conformada por doce relatos. Los tres primeros  versan sobre antiguos personajes irlandeses: la princesa pagana Brigid que anhelaba -hasta el suicidio- ver el rostro de Dios; San Columba de Iona que, antes de convertirse en santo eremita, desató una sanguinaria contienda para apoderarse de un salterio en el que se reproducían Las Geórgicas y la gramática de Prisciano; el rey Kildare, que avergonzado por matar, incumpliendo una promesa, al hermano de su mentor el abad Fin Barr, se embosca y aprende los idiomas del lobo y los cuervos. Las nueve narraciones restantes se dedican a San Hipólito de Poitiers y Santa Enimia, así como otros personajes (el guerrero Seguín de Badefol, el campesino Antoine Persegol ajusticiado por rebelarse contra la recién instaurada República francesa, el espeleólogo Éduard Martel y el antropólogo Barthélémy Prunière), todos ellos vinculados con la zona de los Causses, territorio denominado así por sus grandes mesetas calcáreas. Historia y paisaje, determinan el carácter de los personajes y, asimismo, contribuyen a forjar sus particulares leyendas. Hay en Michon una voluntad de transgredir el tiempo, de evidenciar que el presente es tributario de las constantes del pasado: los protagonistas de sus narraciones -ya sean conspicuos o anónimos, de antaño o próximos en la historia- siempre representan sempiternas facetas del ser humano.
    La escritura de Michon (en traducción aquí de Nicolás Valencia) posee una poderosa potencia para evocar imágenes, ambientes, pulsiones y contextos históricos. Al leerle, nuestros sentidos se excitan: olemos el humus de los bosques, vislumbramos la policromía de las miniaturas del salterio del abad Finiam, nos acaricia el céfiro del Mediterráneo mientras conversan Flavio Aecio y Prisco Atalo, sentimos el frescor de la fuente de Burle donde Santa Enimia limpia las excrecencias leprosas de su cuerpo… Su acendrada forma de narrar está lejos de la retórica o el efectismo banal e implica un plus de significado que enriquece la narración. Del estilo de Michon -lenguaje bien articulado, sobrio, preciso y seminal- emana una sutil emoción poética y un asombro sacro ante la intemporal condición humana y sus derrotas. De ahí que su lectura, a un tiempo, deleita y estremece. Alberto Hernando

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    Sólo existe el combustible

    portadaTiempos muertos
    Roger Wolfe
    Huacanamo, Barcelona, 2009

     

    Ya lo advierte Roger Wolfe en la nota previa: “El hombre que escribió estas páginas se encontraba entonces en el fondo de un hoyo, y no era capaz de dejar de cavar”. A través de breves textos en prosa, poco a poco, se va hilando la personalidad y la autobiografía de este gran poeta, que, como vemos, al escribir el libro, entre 2003 y 2007, pasaba por “un mal sueño”. Tiempos muertos no es el primer libro de carácter autobiográfico que publica Wolfe. Sin embargo, palidece un poco, a mi modo de ver, ante Todos los monos del mundo, recopilación de prosas publicada en 1995, más ecléctica y variada.

    Pero ¿qué es, exactamente, este libro? En la página 55 explica que su intención ha sido mezclar el ensayo, “tal como se entiende en el mundo anglosajón, (…) con el artículo, la divagación, la estampa, el poema en prosa”. Y así es. Está en la misma línea que Entre paréntesis, de Roberto Bolaño, o La verdad de Agamenón, de Javier Cercas, o Fates worse than death, de Kurt Vonnegut. Comparte la naturaleza miscelánea de estas obras.

                En la primera parte del libro, en el ensayo que le da título, revela una serie de opiniones sobre la escritura y el oficio de escritor, que sugieren un nuevo enfoque sobre la interpretación de su propia poesía. Wolfe entiende la escritura como una forma de estar en el mundo, con todas las consecuencias que ello implica. Esto significa: nada es desperdicio para el escritor. Literalmente: “Para el escritor no existe la basura. Sólo existe el combustible”. De ahí que en su poesía haya una fortísima presencia de la cotidianeidad y del llamado ‘realismo sucio’, popularizado en la literatura norteamericana por Raymond Carver y Charles Bukowski. Hasta en sus tiempos muertos el escritor recoge material para poder escribir, sea esta una operación voluntaria o no, aflore más tarde en sus textos o no.

                Por otra parte, al lector que le guste la actitud irreverente de sus poemas, su dureza, su manera de ver el mundo (más amarga que la de su admirado Bukowski)- reconocerá, al momento, la voz del poeta. La contraportada asegura que la de Wolfe es una prosa de un “inaudito coloquialismo culto”. Significa que no tiene ningún reparo en utilizar argot, en escribir como se habla y no como se escribe, sin que riña, jamás, este uso del lenguaje coloquial con el rigor de sus argumentos. Los textos, es verdad, no tienen la profundidad ni la capacidad conmovedora de su poesía, pero invitan a conocer a otro Wolfe. A un Wolfe que nos puede hablar de literatura o de su estado de salud, o de urbanismo y depresión.

                Al escribir, por ejemplo, sobre la tradición literaria española, insiste en que lo hace desde su condición de extranjero. Sorprende esta postura en un autor que sólo ha escrito un libro en inglés: Days tangled in the mud. Este distanciamiento voluntario podría ser una justificación para escribir frases como: “De hecho, la poesía española, o mejor dicho en lengua española, es de las más fecundas y brillantes de toda la historia de la literatura universal”. Lo interesante es que atribuye a los escritores de habla hispana preeminencia en el género poético sobre los demás géneros. Sí, cierto, con Cervantes nace la novela moderna, pero “no por ello deja de ser España un país fundamentalmente de poetas”. (Más tarde especifica que habla de la contribución del idioma a la historia de la poesía universal).  

                Como curiosidad, no está de más apuntar el uso que hace del pie de página. No lo destaco por lo que pueda tener de importante o novedoso, sino por lo que tiene de ameno, por una parte, y, por la otra, por lo que tiene de autocrítico. El Roger Wolfe de 2008 o 2009, critica, desde la retaguardia del pie de página, al Roger Wolfe de 2003 a 2007, corrigiéndolo a veces, justificándolo, contradiciéndolo, estableciendo un diálogo consigo mismo que enriquece el conjunto del libro.

                Tiempos muertos inaugura la colección de narrativa de la editorial Huacanamo, que ya publicó en 2008 Noches de blanco papel, la poesía completa de Roger Wolfe hasta 2001. Empieza con buen pie. Mario Amadas

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    portadaLos enunciados protocolarios
    Álvaro Pombo
    Fundación José Manuel Lara, Sevilla, 2009

     

    Álvaro Pombo nació en Santander en 1939, el mismo año que algunos de los integrantes de la facción sénior de la generación de los novísimos, como Manuel Vázquez Montalbán o Antonio Martínez Sarrión.  Sin embargo, la generación que gira en torno a la antología de Castellet suele situar su punto de arranque y principal labor en los sesenta. De echo, cuando se publica Nueve novísimos poetas españoles en 1970, todavía quedan tres años para que Álvaro Pombo inaugure su itinerario poético con la aparición de Protocolos. Pero, además de quedar fuera de la onda novísima, Pombo ha sido condenado a un injusto ostracismo editorial por lo que se refiere a sus versos. Mientras su esfuerzo en el campo de la narrativa era recompensado con el Premio Herralde de Novela para obtener, a partir de ahí, un lugar fundamental en el catálogo de Anagrama, o se hacía con el Nacional de la Crítica en 1990, su poesía fue dispersándose a medida que su fama se acrecentaba. Sin duda se trata de un caso curioso, pues Pombo ganaría en 1977 el premio de poesía El Bardo, otorgado por una editorial que había publicado libros a autores de la generación novísima. Tuvieron que pasar treinta años, en el 2003, para que Lumen recopilara sus cuatro libros de poemas por primera vez. Sin embargo, tanto retraso mereció la pena y el volumen vino acompañado de una buena dosis de artículos sobre el autor. Algunos de estos textos, junto a prólogos y notas del mismo autor, ofrecen varias lecturas interesantes de su obra, en general con bastantes similitudes, y permiten acoger muy bien la novedad pombiana que, ahora sí, ocupa esta reseña: su quinto poemario, Los enunciados protocolarios.

    A todo esto, hay tres cosas importantes a tener en cuenta en la obra de Pombo. Por un lado, la centralidad de la existencia en su poesía, como adelanta el prólogo de José Antonio Marina en Lumen y corrobora el propio Pombo cuando admite la lectura, en su juventud, de lecturas filosóficas adscritas al existencialismo. En segundo lugar, la impersonalidad como movimiento fundacional de su estilo. Y por último, el tema de la memoria como problema en la gestión de esa misma existencia.

    Marina habla de una poesía dividida. Pombo es a veces el poeta de la existencia empantanada y, otras, el de la existencia luminada. Ernesto Calabuig, por su cuenta, hace una interpretación en clave rilkeana. Donde Marina ve una oscilación, Calabuig ve una ascensión: la poesía de Pombo trabaja para esencializar la existencia de las cosas y así asegurar su permanencia. En cualquier caso, independientemente del movimiento, los elementos son parecidos. Y ahí aparece la labor de la memoria, pues cada parte del proceso poético es una recuperación, para bien o para mal, del material pasado. Calabuig acierta de pleno cuando habla, siguiendo un título del poeta, de enumeración del mundo. El problema aparece cuando el ejercicio de rememoración resulta conflictivo, como deja entrever el cuarto libro: Protocolos para la rehabilitación del firmamento y queda al descubierto, definitivamente, con Los enunciados protocolarios.
    Pero antes, unas palabras acerca de la impersonalidad y el estilo. Se ha acudido a Elliot y a su escape from personality, pero personalidad me parece una palabra ambigua. El mismo Pombo se explica muy bien a propósito del uso de la ironía: “Entiendo que la función del poeta es transformarse tercamente en la calma de la palabra; pero esa transformación es muy difícil de realizar. […] Cabe el atajo de la formalización irónica de la realidad y de la transfiguración de la melancolía en la distancia.” Lejos de alejarse de lo personal, Pombo se aleja de cierto lugar común para la personalidad, acercándose en cambio al terreno de la singularidad poética. Esto es así porque su voz no es la voz irónica que usa, por ejemplo, Ángel González a partir de Grado elemental en 1962 o Gil de Biedma, sino que es una ironía poliédrica. A veces cercana a la intemperie del lenguaje científico (véase cómo titula todos sus libros), otras conseguida mediante la cursilería más absoluta, para desembocar rápidamente en  la procacidad cómica y desesperada, en seriedad solemne que enumera la pérdida o en abuso de la interyección, con esos ah tan pombianos. Quizá la propiedad principal de su voz consista en la combinación de todos los registros del distanciamiento, perfectamente homologados.

    Si los tres primeros libros abordan la realidad desde el presente, con las oscilaciones más o menos normales hacia el pasado y el futuro, en el cuarto aparece por primera vez el problema del tiempo y la existencia revisitada, la niñez para más señas (¿Te acuerdas de las fieras?). La lengua, que hasta ahora enumeraba el mundo, se tambalea y el poeta duda de la validez del signo lingüístico como herramienta de la memoria. Dirá ¿Recuerdas los membrillos? / Fíjate bien / Haz memoria, para seguir luego: Aprendiste los nombres sin fijarte en las cosas y finalmente rematar con ironía: Fuiste siempre de hablar muy de hablar desde niño. Pero el libro acaba por romper una lanza a favor del recuerdo, y los hechos permanecen: Te rogamos Señor que no se sepa que nos comimos un melón entero.

    En cambio, en Los enunciados protocolarios Pombo abandona ese debate y traza un mapa distinto: por un lado el recuerdo -resurrección por la palabra- y por otro el presente frágil. Si normalmente la voz poética devuelve la vitalidad del pasado con su propio empleo, esta vez la memoria convive con la presencia arruinada. Una presencia perfectamente emplazada. Las sombrillas, el toldo, la viserilla de metacrilato, el nido de vencejos, el prunus y las macetas, todos estos elementos componen un espacio que se opone al espacio de juventud. La poesía pombiana queda reducida al máximo: un afuera y un adentro. Ese paisajismo del “antes” (Ahí  están las islas, todas las playas y puntales y las islas de / entonces y balandros y radas del recuerdo) frente a la reclusión intramuros del “ahora” (Autopista sin acceso a las tierras colindantes de mi alma). La propia labor poética resulta enajenadora: (Tus propios personajes diluidos en ti como deseos no serán / nunca nada tuyo).

    Sin embargo, la belleza, desvinculada de su creador, permanece: Ahí envejecidos regresaremos / cuando el fértil sol como una tenaza ahogue el mundo / con una única explicación deslumbrante. Si bien los primeros libros de Pombo mezclaban libremente distintos registros, en ninguno de ellos se producía con la solidez y  la soltura de este poemario. La cadencia pombiana, increíblemente rítmica, se adueña completamente de la estructura del poema, y los cambios de tono se suceden sin más alteración que la sugestiva: de la obscenidad (mi dulce amor nos corriéramos juntos) y el tabú poético (como una tortilla de patatas tu corazón / pacífico), pasamos a la repetición jocosa (almacenadas en los almacenes, que se adentran adentro), la descripción puntillosa (Ah el interior de una maceta semicónica de terracota italiana) o, simplemente, la pura belleza del verso (Nos empequeñecieron los árboles que nunca vimos juntos). Unai Velasco

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    portadaCarson McCullers 
    Josyane Savigneau
    Circe Ediciones, Barcelona, 2009

     

    El género biográfico data de la antigüedad y ha pasado por distintos momentos, ha dado respuesta a distintos propósitos a través del tiempo: edificantes, moralizadores, historiográficos, psicológicos, etc. En el siglo XIX pasó tal vez su momento más duro, se disparó la búsqueda de documentación: manuscritos, cartas, inéditos, diarios, correspondencia; todo con el afán de situar al protagonista en su más exacto medio histórico-social.  

    En la actualidad no se vislumbran con demasiado énfasis las dos preguntas que solían hacerse los géneros biográficos: el cruce entre la obra del autor y su vida, por un lado; y por otro, el cuestionamiento y cotejo de otras biografías.

    Esta biografía no menosprecia ni una ni otra de estas preguntas e intenta captar en 375 páginas la vida de una de las más destacadas novelistas norteamericanas del siglo XX, a quien se llegó a comparar con William Faulkner. Josyane Savigneau hace el clásico recorrido por la vida de la autora, apuntando los hechos más significativos y deteniéndose sobre todo en su constante mal estado de salud y en su personalidad “masculinizada”.

    La mayor parte de esta biografía está centrada en Columbia, ya que fue allí donde se desarrolló el grueso de la obra narrativa de la autora. También en el proceso que condujo a que los libros de Carson fueran llevados al teatro y al cine. La difícil amistad con Tennessee Williams y Truman Capote. Los viajes que realizó por Europa con su marido James Reeves McCullers, escritor frustrado y alcohólico, de quien Carson toma el apellido para firmar sus escritos, y de quien se bosqueja la tesis de que hubiese sido el verdadero autor de los libros de Carson. James Reeves se suicidó a temprana edad, cuando la autora tenía alrededor de 40 años.

    Otro de los hilos que encadenan este libro es el testimonio que dio la psicoanalista de Carson McCullers, más que un testimonio psicológico, se trata de una vía de acercamiento a la obra, datos que revelan por otra parte cómo ésta se fue desarrollando y cómo Carson trabajó incansablemente como novelista. Claudia Apablaza

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    Dos novedades de Eudora Welty

    portadaLa hija del optimista 
    Impedimenta, Madrid 2009

     

     

     


    portadaCuentos completos
    Lumen, Barcelona, 2009

     

    La literatura nos ha acostumbrado en muchas ocasiones a los héroes de corazón dorado o casaca impoluta. Qué imperecedero es el Samuel Pickwick de Dickens, rechoncho y con levita, o el Hans Castorp de Thomas Mann, en su chaise-longue y envuelto en una manta. Sin embargo, la república de las letras también ha sabido promocionar personajes traídos de contrabando. En ese abrevadero, el de lo exagerado y lo violento del cerrado sur norteamericano, ha bebido el subgénero conocido como gótico sureño. Tras la publicación este mismo año de los Cuentos completos de Truman Capote en formato de bolsillo, es el turno de Eudora Welty (1909 ─ 2001) para abonar ese terreno. En primer lugar nos llega la traducción de la novela con la que la autora ganó el Pulitzer en 1973: The optimist’s daughter, y le ha seguido la edición de sus Cuentos completos, que todavía estaba por hacer. La compilación de relatos reúne los dos libros publicados por Anagrama: Una cortina de follaje (1941) y Las manzanas doradas (1949); y traduce La red grande y otros relatos (1943), La novia del “Innisfallen” y otros relatos (1955) más dos cuentos inéditos de 1963.

    La hija del optimista, publicada en 1972, recorre dos caminos distintos. En cierto modo está emparentada con la novela americana tradicional que viene del Huckleberry Finn. Laurel MecKelva abandona Virginia, al noreste de los Estados Unidos, para regresar a Mount Salus, el pueblo sureño en el que creció, urgida por la enfermedad de su padre. Ese viaje de regreso también conduce al conocimiento, lugar común donde se da la mano con el viaje por el río Mississipi que escribiera Mark Twain. Ese motivo americano y la recreación de todo un imaginario local (la viuda, los paletos, el ciudadano respetable, los negros, etcétera) cercano a Faulkner o McCullers, se combina con una tradición literaria y filosófica de origen europeo: las dinámicas del tiempo. El funeral del padre de Laurel, con todo el mundo reunido en la casa familiar, inaugura esta última línea. Una ausencia (la muerte) motiva una búsqueda, pero no la de quien se acaba de marchar, sino la de la propia protagonista. Welty lo explica en su relato de 1949, “Los errantes”: Siempre que hay muertos en una casa, pensó Virgie, salen a relucir todas las historias, que dejan de pertenecer a las personas para convertirse en algo de dominio público. No la historia del muerto, sino la de los vivos. Laurel, a partir del funeral, redescubrirá  un pasado que sobrevive en la memoria de las cosas. Esa recuperación de la identidad a través de la casa familiar y sus objetos reconcilia con los muertos, pues lo mínimo que podemos hacer por ellos es sobrevivir.

    La desaparición, curiosamente, es un acicate para restituir nuestra propia pérdida. Pero ese hueco también da lugar al mito. Si se quiere, a la palabra. Cuando el juez muere, se desatan las lenguas de la comunidad y el vacío dejado por el hombre queda suplido por su historia. Otro ejemplo de ello es la conversación mantenida por cuatro viudas en el jardín de los McKelva mientras Laurel riega ensimismada los parterres. La voz de su madre, muerta y evocada con la visión de cada planta, se alterna con el coro de mujeres que comentan lo sucedido. Estas voces no tendrían un gran interés si no fuera porque se trata del mayor logro de la novela. El realismo de la charla, muy conseguido, trasciende y asistimos a un verdadero discurso femenino como paradigma de la reinvención, al perspectivismo narrativo (aquello de contar la historia según cómo se mire). Esa voz es la voz del chisme y la opinión ligera, pero también de la creación constante. Ese hablar libremente queda contrapuesto a la voz masculina, mucho más pragmática. De este modo, Welty, como decía en la cita, da cabida a la voz de dominio público. Mientras la voz privada es cerrada porque tiene muy pocas lecturas, la pública es inagotable. Los espacios íntimos, abiertos por los porches, se disuelven en el hablar comunitario, que no es ni cierto ni falso, sino la voz de la ficción.

    Si esta característica es principal en La hija del optimista, los cuentos muestran otras propiedades de la obra weltyana: por ejemplo, la construcción de atmósferas y escenas  poderosamente poéticas. Welty demuestra también su maestría con el diálogo y la escena (la charla en la peluquería en “El hombre petrificado”) o  con la construcción de personajes (el paleto, en “La red grande” o el asesino neurótico en “Flores para Marjorie”).
    Pero el libro que sobresale por encima de todos los demás es Las manzanas doradas. Su vocación de novela la desmorona una estructura demasiado fragmentaria, pero sin duda esos fragmentos acaban por construir un mundo. Cuando uno acaba el último cuento, tiene la sensación de haber abandonado algo importante, un lugar que no sabe situar pero que queda al sur y deja una marca fortísima. Desarrollándose en un espacio más bien pequeño para su labor, pues apenas pasa de las trescientas páginas, la obra recorre los tiempos a través de varias generaciones que habitan el pueblo de Morgana y el condado de MacLain. Como en Cien años de soledad, la percepción del tiempo parece ancestral. Y el correlato sureño de la obra, ilustrado en la bella portada de Lumen, no alcanza para que atisbemos un mundo real.

    Ejemplos de esta brillantez son la historia de la señorita Eckhart  y la casa vacía en “El recital de junio”, que resulta magnífica y pasajes francamente poéticos como la aventura alucinante de “Música de España”, el único relato del libro que tiene una ubicación real: San Francisco.

    Tal vez a la edición de Lumen le haya faltado solamente, dado el esfuerzo global de la recopilación, una introducción a la altura que pudiera atravesar la obra cuentística de Welty y comentar su enorme valor estilístico. Unai Velasco

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    El referente perdido

    portadaDe ese roce vivo
    Noni Benegas 
    Huerga y Fierro, Madrid, 2009 

    En esta su última entrega poética, Noni Benegas aborda un tema con el que de un modo u otro todos nos enfrentamos: la pérdida de la madre. Para algunos la madre es el espejo complaciente en el que nos contemplamos; para otros, el punto de referencia de la construcción de la vida, de las aspiraciones.

    El libro se abre con un fragmento de Marosa di Giorgio que comienza “Qué palabra misteriosa: Mamá”, que nos pone en antecedentes de lo que nos vamos a encontrar en sus páginas, un diálogo fingido entre una mujer y su madre desaparecida.

    Los poemas de este libro aparentemente no terminan, quedan inconclusos como flotando en el aire, a veces da la impresión también de que no empiezan, de que son un fluir de conciencia, un monólogo interior fragmentado en el que el leitmotiv es la madre cuya presencia es memoria y realidad al mismo tiempo. Curiosamente la palabra “muerte” no aparece nunca en el texto,  como en un esfuerzo pudoroso por guardar para si toda la intimidad que la palabra contiene.

    Los versos no son, como pudiera parecer, arrebatados o sentimentales, en el peor sentido del término “sentimental”, ni descuidados por la urgencia del diálogo, sino que están  trabajados meticulosamente para dar a cada una de las palabras un valor propio y nuevo al mismo tiempo, de forma tal que la multiplicidad de significados lleve al lector a la meditación.

    El tono elegíaco lo marcan las interrogaciones lanzadas al aire: “¿Y por qué este miedo?/ ¿Y por qué esos ayes?”, y sobre todo la pregunta que nunca podrá obtener respuesta: “¿Para quién sino para ti/ habría estado escribiendo?” Pregunta clave para comprender el sentido real de la pérdida,  que no es otro que el de la pérdida del referente.

    Los versos de Noni Benegas nos llevan a la introspección y al misterio.
    M. Cinta Montagut

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    Cambio de rumbo

    portadaLos vivos y los muertos
    Edmundo Paz Soldán
    Alfaguara, Madrid, 2009

    Lo primero que se echa en falta es el estilo característico de Edmundo Paz Soldán. Hay numerosas consideraciones acerca de lo que es el estilo, pero sea este las dos más generales: la forma de ver el mundo o el tipo del lenguaje empleado, no es el mismo autor. Primeramente la acción no ocurre en Bolivia, la trama no se estructura en torno a la intriga política ni los personajes representan las jerarquizadas clases sociales de América latina. Por otra parte no se identifica el lenguaje narrativo del que emanaban sus últimas novelas, basado en el analisis de un acontecimiento socio-político que se sucede minuto a minuto. Lo que sí quizá se mantiene es la focalización en la manera como la tecnología modifica nuestra forma de vida.

    Como se dice popularmente, es mejor que te pregunten por qué te fuiste que por qué no te fuiste. Paz Soldán decidió abandonar la temática que lo insipiró durante –al parecer- una primera etapa como novelista, tuvo la valentía de doblar la esquina a tiempo. Es probable que haya tropezado en el intento. No encuentro al autor brillante de las últimas tres novelas, no encuentro la fuerza creadora que arrastraba al lector a un mundo erigido como un espejo del real, lleno de misterios por resolver y verdades que desvelar. Cuesta seguir el curso de las palabras y reconocer incluso el parentesco lingüístico, a veces da la impresión de que Los vivos y los muertos ha sido traducida del inglés al español. Y este es un punto importante que me recuerda el planteamiento de Derrida: “Nunca se habla más que una sola lengua./ Nunca se habla una sola lengua”. Que en apariencia es una contradicción, y que valiendo para todos los hablantes de cualquier lengua, debería valer aún más para los escritores. Visto así no se podría afirmar como falso el lenguaje del libro, se trata sólo de un registro desconocido. Y por supuesto, elegido con adecuación a la historia.

    Aunque haya tropezado en el intento Los vivos y los muertos sirve para recordar que en esto consiste la actividad artística, en un continuo renacer. Que Cervantes sea el paradigma de la literatura en español debería recordarnos que no solo fue el autor del Quijote, sino de La Galatea, una novela pastoril, de Los trabajos de Persiles y Sigismunda, una novela bizantina, de las Novelas ejemplares, un tránsito por la novela corta (género sin tradición hispánica) y la prosa didáctica, sin contar su paso por el teatro y la poesía. Parecería en la actualidad que los autores en lengua castellana eligen, más que un camino, una prisión, ya que rara vez salen de la novela, y muy rara vez del mismo tipo de novela. Reinventar un nuevo lenguaje, aspirar a una nueva temática, trasladarse a nuevos escenarios, romper con su propio pasado, tradición, escuela, empezar a caminar solo, sin buscar legitimarse en modas o corrientes, y en cada uno de esos movimientos no perseguir el éxito sino la libertad: este es la única premisa del verdadero creador.

    Por descontado se trata de una novela decorosa, escrita con corrección, que intenta como he dicho probar otras vías narrativas, y sobre todo, otra temática. La que aquí se presenta determina por completo la novela, es su médula espinal. La trama al principio daría la impresión de exponer un triángulo amoroso, de dos mellizos adoslescentes enamorados de una guapa cheerlader. Luego se convierte en la narración de un crimen y finalmente en la historia privada de un pequeño poblado americano asolado por la fatalidad. Realmente, no veo mucho más que una condensación de desgracias para insistir en el clisé de la América profunda, ultracatólica, poblada de ex marines, aislada del mundo y ahora encapsulada en la tecnología, los I-pods, Internet, etc. Por otro lado, el recurso que estructura la obra en monólogos de corte faulkneriano, calcado de As I Lay dying, aunda en una forma de contar ya nada novedosa, y en la que por otra parte, se expone el autor a acercarse bastante mejor a ciertos personajes que a otros, cosa que a mi parecer queda patente, caso de Amanda, mucho mejor elaborada que Webb, Junior y Jem. Es en los aspectos externos que hago una crítica favorable, en cuanto al respeto que me producen los autores que deciden emprender nuevas aventuras, demostrando con ese gesto, consciencia de artista. Démosle la bienvenida a un nuevo autor y esperemos que siente un ejemplo. EEU