biografía del autor

imageMatías Néspolo

Contratiempos

      

No hay nada que irrite más a Valérie Marcaux que la impuntualidad. Propia o ajena, da igual. Se pone furiosa si la hacen esperar en la misma medida que la saca de quicio llegar tarde a una cita, aunque sólo sean unos minutos. Y no lo puede evitar.

      Valérie tiene treinta cinco años y unas piernas estupendas. Es la directora comercial de una gran empresa siderúrgica. En realidad, no sabe nada en absoluto de fundiciones e industria pesada. Valérie es licenciada en antropología, pero la firma para la que trabaja es de origen francés y su bilingüismo fue una de las tres razones para una rápida sucesión de ascensos. En poco menos de año y medio, la señorita Marcaux pasó de ser una simple empleada administrativa a ocupar un cargo directivo.

      Su sonrisa encantadora y aquello que se suele denominar don de gentes, sin que nadie sepa a ciencia exacta en qué consiste, fue la segunda causa de su acelerada promoción. La tercera, y sin duda la de mayor peso, es la apetencia sexual del director general de la compañía. Un hombre que, a pesar lucir una calva incipiente y una barriga voluminosa, abriga la esperanza de seducirla. O quizá sólo intente cobrarse en especias sus favores. Esto último es lo que Valérie sospecha. Pero como este asunto la sitúa en una posición muy incómoda, por amor propio tiende a minimizarlo.

      Se diría que su trabajo en líneas generales no la satisface demasiado, más bien le desagrada. Pero como la realización profesional no es una de sus prioridades, con el tiempo la antropología ha dejado de interesarle y cobra un abultado sueldo (sin contar las dietas) de ejecutivo, lo tolera. Además, la puntualidad es una de las normas sagradas en la empresa y Valérie la cumple con fruición.

      Es martes por la mañana y Valérie se prepara el desayuno. El exprimidor de naranjas se atasca y ella se demora unos minutos con la intención de repararlo. Nunca se ha llevado bien con los electrodomésticos pero igual lo intenta. Gira con los dedos el mecanismo, enciende y apaga el interruptor, le da pequeños golpes al eje central… No consigue desatascar el aparato y decide olvidar el zumo. Se pega una ducha a toda prisa y al vestirse no encuentra su falda café. La busca sin perder la calma unos minutos y se da por vencida. Pensaba añadir un toque extra de elegancia a la habitual porque esta mañana tiene una reunión comercial un tanto delicada. Pero de todos modos, el pantalón negro ceñido con la americana de pana oscura que le marca la cintura le sientan de maravilla, se convence.

      Ya va con cierto retraso y la situación comienza a inquietarla. Cuando va a posar la mano sobre el pomo de la puerta, escucha desde la cocina un maullido de reclamo. Gira sobre sus talones y resopla. Se ha olvidado de Jonás, su gato. Es un animal muy taimado que rechaza las caricias, pero ella le ha tomado cariño. Hace cuatro meses que comparten el piso y Valérie sabe que llegado a este punto de la convivencia no soportaría una sola noche sin su compañía. Javier se lo trajo una tarde, lleno de pulgas y oliendo a vertedero. Cuando él le contó cómo lo había rescatado del interior pestilente de un contenedor de basura, Valérie pensó en el leviatán de la parábola y el nombre surgió con toda naturalidad.

      Nunca había tenido una mascota. Pero tampoco antes había mantenido una relación sentimental estable, más o menos seria, que durara más de un par de meses. Y un buen día Javier y Jonás se habían instalado en su vida sin causarle mayores contratiempos.

      No es que odiara a los animales, todo lo contrario. Simplemente no había tenido mascota de pequeña y carecía del hábito. Muy pocas veces se lo había planteado y cuando lo hizo, un sano sentido del egoísmo le había hecho abortar la idea. Un ser vivo que dependiera por completo de ella era demasiado.

      Del mismo modo, sus relaciones no estaban condenadas al fracaso de antemano porque sufriera algún tipo de inmadurez emocional o porque tuviera pánico al compromiso. Nada de eso. Lo que sucedía era que no había dado con la persona adecuada. Valérie tenía, como cualquier hijo de vecino, algunas obsesiones. Una, estaba claro, era la puntualidad. La otra –y ella no era del todo consciente de esto– era la ropa  por el suelo. Cuando el galán de turno no se demoraba a una cita, amanecían sus prendas regadas por el suelo de la habitación o de la sala. Y a partir de allí el idilio iba cuesta abajo. Una cosa u otra lo echaban todo a perder por más enamorada que estuviera Valérie o por más empeño que pusiera en pasar por alto estas minucias. 

      Javier aún no había cometido ninguna de estas dos infracciones imperdonables. No porque compartiera su obsesión, sino por puro azar. Ningún contratiempo se había interpuesto en su camino antes de una cita. Y Valérie le interesaba demasiado para perderse un minuto de su compañía. Por eso optaba por llegar más temprano al lugar del encuentro y esperarla ansioso. Por otro lado, sólo un milagro podía explicar cómo su ropa, a pesar del descuido indolente de unas veces, o del desenfreno de otras, iba a parar a una silla, al sofá, al perchero junto a la cama o sobre el televisor apagado, pero nunca al suelo.  

      En él piensa Valérie mientras llena un cuenco con agua. Jonás se restriega en la pernera de su pantalón y ronronea. Ella abre una lata de comida para gatos con movimientos seguros y arroja la tapa a la basura. Coloca cuenco y lata en un rincón de la cocina, junto a la cesta del mimbre del animal, y permanece unos segundos contemplando la escena. Jonás devora su comida a dentelladas.

      Valérie sale de su embotamiento al mirar de manera mecánica su reloj pulsera. Nueve y veintiocho minutos, lo que temía. Su cabeza se acelera a un ritmo vertiginoso. Necesita siete minutos para bajar y pillar un taxi, más un promedio de treinta y cinco minutos para atravesar la ciudad y llegar a la oficina. Lo sabe perfectamente, realiza el mismo trayecto cada día y lo tiene cronometrado.

      A las diez en punto comienza la reunión con el proveedor de materia prima marsellés y su contable. Va a llegar tarde, ya es un hecho inexorable. Puede ver al director general sentado a la mesa del despacho y anticipa ya la sonrisa cómplice y dulzona que le va a dedicar cuando atraviese la puerta. La misma que le dedicó cuando Valérie envió por error una partida entera de acero a una empresa equivocada. Su descuido se tradujo en un cliente furioso, que juraba no volver a realizar otra operación con la compañía, y varios miles de euros perdidos entre gastos de envío, seguro de la mercadería y mano de obra.

      La sonrisa babosa del director general le ofrecía entonces un mensaje muy claro. «Contigo soy permisible, no me enfado ni grito», parecía decir. Valérie recuerda su semblante seboso y no sabe qué la irrita más, si el retraso o la deferencia interesada de su jefe. El volcán está a punto de hacer erupción pero se contiene. Ahora no hay tiempo que perder. En una milésima de segundo repasa las opciones posibles: hacer una llamada telefónica para avisar de la demora, tentar a la suerte con el metro –si corre un poco y coincide la combinación de trasbordo, aún tiene posibilidad de llegar a tiempo–, o atenerse a los hechos y tolerar como sea el guiño cómplice del director.  

      En eso está cuando su mente hace una digresión involuntaria hacia las causas. Necesita echarle la culpa a alguien o a algo para tranquilizarse. Jonás es el primer imputado en su proceso mental y todo su odio se dirige hacia el animal. Pero bien pensado el asunto, el gato no tiene la culpa. No es consciente y por lo tanto no lo hace adrede. Sólo reclama la mínima atención, para no decir, su sustento.

      Javier es el culpable entonces. Claro, él como es autónomo no cumple horario alguno. Dispone de su tiempo como más le guste, por eso siempre llega temprano a las citas. Para él no sería ningún inconveniente ocuparse de una mascota. Pero ella tiene sus obligaciones, sus ritmos cotidianos, sus compromisos… Más le valdría haber dejado el bendito gato en el interior del contenedor, que importunarla a ella. Los gatos callejeros se las arreglan muy bien sin el auxilio de entrometidos. O bien se lo podría haber quedado él, ya que va tan sobrado de tiempo, y no ser tan desconsiderado…

      Sin embargo, jamás ha llegado tarde a su trabajo y ya lleva cuatro meses ocupándose de Jonás cada mañana. La maldita falda café, dondequiera que esté, es la causa del retraso. El viernes pasado la llevaba y Valérie no se explica dónde demonios puede estar. No recuerda haber perdido antes alguna prenda. Cosa que le parece inverosímil porque destina el mismo escrúpulo a ordenar su agenda que a su guardarropa.

      Puede que cometiera algún error, que la falda haya ido a parar al pantalonero o que descanse en el cajón de los suéteres. Le resulta muy improbable, pero cabe la posibilidad. La tendría que buscar con más detenimiento. Pero en todo caso, ya iba con cierto retraso al momento de vestirse y todo por culpa del exprimidor. Es idiota creer que un objeto inanimado pueda alterar el destino de las personas, ya sea por intermedio del azar o de su propia lógica. Siempre entran en juego otros factores.

      Y en su caso ese factor remite a su madre. Ella fue la que le regaló el exprimidor, de acuerdo a esa manía que tienen las madres de inmiscuirse en la vida de sus hijos. Valérie estaba muy bien con su exprimidor manual. Pero no, ella tenía que estar en todo y le compró un aparato de última generación. Hace cuatro años que Valérie vive sola y aún su madre se sigue entrometiendo en sus asuntos. Con las mejores intenciones, pero ese no es el problema. El problema es que sigue ocupándose de ella como si fuera una niña. Y aquí tiene las consecuencias. Tiene que poner fin a esta situación. Hoy mismo piensa llamarla por teléfono…

      Todo ese recorrido mental no ha durado nada. El tiempo necesario para ponerse la chaqueta, agarrar las llaves y su bolso. Le ha servido para recobrar la compostura y no explotar en un ataque de ira. Además, ha decidido marchar al trabajo como si nada y enfrentar a cara de perro la complacencia del director general. Para que no queden -dudas de que, a pesar de la impuntualidad, no le da pie a sus jueguitos. Ya va a salir cuando algo desvía su mirada al interior del estudio. A través de la puerta entornada se ve algo oscuro que yace por tierra. Abre la puerta y ahí está la falda café. En el suelo. Entre la papelera y el ordenador. De la silla cuelgan las medias negras que llevaba el viernes. El mismo día que su jefe tuvo la gentileza de traerla a casa. Y a ella no le quedó más remedio que retribuir ese detalle invitándolo a tomar una tacita de café…

      Los segundos siguen corriendo y Valérie se ha quedado de piedra frente a la falda. No piensa en nada ni atina a moverse, sólo se la queda mirando.

Biografía:

Matías NéspoloMatías Néspolo (Buenos Aires, 1975). Estudió letras en la UBA (Universidad de Buenos Aires) y participó del consejo editorial de la revista cultural Boca de sapo (hoy resurgida en formato digital). A principios de 2001, meses antes de la débâcle financiera y política de su país, viajó a Barcelona sin ningún motivo preciso. Ciudad en la que formó una familia y en la que reside desde entonces. Se gana la vida con la escritura, especialmente con el periodismo cultural, pero también con los trabajos editoriales, dictando clases de escritura creativa y cosas por estilo. Ha colaborado con diversas revistas literarias: Lateral, Letras Libres, Letra Internacional, Qué Leer, etc. Durante los últimos dos años coordinó el suplemento cultural Tendències de El Mundo de Catalunya. En la actualidad colabora con dicho periódico y ejerce la crítica literaria en la revista Quimera y El Periódico de Cataluña. En 2005 publicó su primer poemario, Antología seca de Green Hills (Emboscall), algunos de sus cuentos aparecieron en diversas antologías y en 2008 participó en el polémico volumen de ensayo Odio Barcelona (Melusina). Recientemente ha editado, junto a su hermana Jimena Néspolo, la antología La erótica del relato. Escritores de la nueva literatura argentina (Adriana Hidalgo), que reúne a diecisiete narradores de su generación, y hace escasos meses ha publicado su primera novela, Siete maneras de matar a un gato (Los Libros del Lince), que ha recibido entusiastas elogios de la crítica.