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Ordos. Mongolia interior

 

Minutos más tarde, cubiertos de agua, aparecieron por la puerta de embarque dos policías de paisano, enfundados en vaqueros y en viejas sudaderas. Los agentes se llevaron al chino a la comisaría. Su expresión era un drama. Miraba al suelo al caminar, apesadumbrado.
            Pensaba en su familia.
            Su esposa estaba embarazada de un segundo hijo, lo que suponía una infracción de las leyes gubernamentales, que limitaban a uno el número de vástagos en las grandes ciudades. Si querían tenerlo, debían pagar. Y mucho. Pero carecían de los doscientos mil yuanes que debían pagar al Estado en concepto de multa.
            Ambos estaban en el paro. Los habían echado a la calle en cuanto se hundió la constructora para la que trabajaban. A duras penas lograron sobrevivir refugiándose en Ordos, al norte del país, una ciudad fantasma, inmensa y despoblada. Allí se ocultaron y coincidieron con otros proscritos. Allí malvivían en casas enormes sin calefacción, ni agua. Cada noche encendían un fuego en el salón con la leña recogida en los bosques de los alrededores. El humo ennegrecía las pareces. Dormín al calor de la lumbre, temerosos de que las llamas delatasen su presencia a las patrullas nocturnas que el gobierno enviaba a los desiertos helados del gran Norte, de vez en cuando. Vivían con el miedo entre las ropas, y hasta dentro de las mantas que se hicieron con la piel de leopardo de las nieves; animal del que lo aprovechaban todo.
            Aprendieron a venerarlo como si fuese un dios. Su sangre y su carne los alimentaba, su piel los protegía de una muerte segura por congelación. Se aseaban y cocinaban con el agua derretida del hielo y las nevadas, que ponían en ollas sobre el fuego. Llevaban una vida miserable en la ciudad más lujosa del mundo. Se sentían igual que una pareja prehistórica sacada de su cueva por error y encaramada en la planta vigésima de un rascacielos de cristal para huir de las bestias. Y es que cada mañana, veían en la nieve las pezuñas de los depredadores.
            Sobrevivían. Solo eso.
            Nada más.
            Así pues, una noche glacial compartieron su primer té en meses con el representante de una mafia; con un hombre cubierto hasta las cejas de ropa deportiva térmica y provisto de GPS; uno de los que solían hacer rondas a lomos de una moto de gran cilindrada por aquellas avenidas desiertas, negras y silenciosas. Al menos, por el día.
            Por las noches, las bestias salían a cazar.
            Aullaban.
            Tras la bebida aliente, amarga como sus ojos, decidieron que Lee Loi emigrase a los Estados Unidos, donde haría fortuna en pocos meses.
            Si hubiesen sabido, entonces, que iban a estar separados mucho más tiempo del pactado, que ella iba a parir sola en el piso vacío del rascacielos abandonado, que jamás saldría en años de los límites de la ciudad para evitar ser vista, que él iba a convertirse en un esclavo…
            Pero no lo sabían.
            Y lo pagaron.
            Lee Loi caminaba hacia las dependencias policiales con la mirada perdida en el suelo, como si en las baldosas pudiera leer su futuro.
            Sentía pánico.

 

(De Inercia, Baile del Sol. 2014)

 

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© Ariadna G. García


Ariadna G. García es licenciada en Filología Hispánica y está en posesión del DEA. Vive en Madrid, donde obtuvo una Beca de Creación en la Residencia de Estudiantes. Ha publicado, entre otros, los libros de poemas Napalm (Hiperión, 2001), Apátrida (Hiperión, 2005), La Guerra de Invierno (Hiperión, 2013), Helio (La Garúa, 2014), Las noches de Ugglebo (Diputación de Granada, 2016) y Línea de flotación (Aguadulce, Puerto Rico, 2017), además de la novela Inercia (Baile del Sol, 2014). Ha ganado diversos premios, y ejercido de antóloga, traductora, editora y crítica literaria. En 2014, la revista Adarve, de la Universidad de Jaén, dedicó un artículo al conjunto de su obra


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