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enero - febrero 2001  num 22

Casas de aluminio 
Frederick Barthelme

      

 Te detienes junto a la pared. En una callejuela de Ciudad de Méjico, donde has pasado la mayor parte de tu vida, dos hombres transportan a una mujer sobre una camilla y la introducen en la parte de atrás de una polvorienta camioneta. Contemplas los dedos de la mujer que se aferran a un viejo peine de colores, tiene la cabeza inclinada hacia atrás de un modo extraño y los labios de color violeta pálido.
      —Ahora ya está muerta —dice Adriana, tu hermana.
      —¡Idiota! ¡Mírale las manos! —contestas después de soltar un suspiro.
      Sin embargo, sabes que tiene razón. La camioneta parte —demasiado despacio— y el cuerpo de la vieja rebota de forma desagradable. Los pájaros dan vueltas en el cielo, se acercan al parabrisas y luego se desvían. Adriana está sentada en un asiento metálico, con la vista hacia el suelo y el nudo de la corbata cuidadosamente mal hecho. Dibuja un corazón en el cristal cubierto de polvo, lo transforma en un paisaje de colinas y luego en unas gafas en la cara estrecha de un hombre.
      —Me lo esperaba —dice, me esperaba algo parecido. Iremos directamente al aeropuerto... Dile al conductor que se dé prisa, nos estamos deteniendo.
      Algo te llama la atención y te vuelves hacia la ventana pero en ese momento pasa una furgoneta de la lavandería con un niño pequeño pintado en la puerta y se interpone entre ti y lo que te había llamado la atención.
      —Sabía que pasaría esto —dice Adriana.
      No te acuerdas de tu padre. En la cabina, los hombres se pasan una y otra vez un cigarrillo marrón que aspiran con fuerza por turnos. Golpeas la ventanilla y le dices al conductor que la vieja ha muerto, que queréis ir al aeropuerto, pero en ese momento un hombre gordo se sube al estribo y el conductor se da la vuelta bruscamente, gesticulando hacia los viajeros, hacia ti. El hombre gordo se mueve a lo largo del camión, pegando la mano a la ventana para protegerse de la luz deslumbrante, mira el interior y los tres brillantes anillos de sus dedos golpean el cristal.
      —Médico —dice y se golpea el esternón con el pulgar.
      —Está muerta —responde gritando Adriana—. Nos la llevamos a los Estados Unidos.
      El avión ya no brilla, excepto un alerón, unos pocos paneles que han sido reemplazados cerca de la ventanilla, y tú te sientas junto a la mujer, remetes la amplia sábana, la extiendes y tiras de ella, sacudes el polvo que cae sobre la cara totalmente cubierta de la mujer. Recuerdas que eres nueve años más joven que tu hermana, piensas en lo mucho que se ha perdido con este hecho, este accidente, y lo que se ha perdido no volverá a recuperarse: una idea evidente que, junto con la imagen recurrente de un joven muy hermoso hablando con atractivas mujeres en grandes almacenes, te trastorna durante el vuelo hasta Tampa y durante el siguiente hasta Fort Myers. Al final, os espera un coche fúnebre, junto con un hombre vestido con sobriedad y un sedán alquilado para tu hermana y para ti. Lo cogéis para ir al motel y alquilar una habitación del segundo piso que da a una piscina llena de niños que, inevitablemente, te hacen pensar en ti. Adriana habla por teléfono con la enfermera de tu padre y después se va: así que decides ir a dar una vuelta. El aire es fresco y húmedo, el aire que viene de la costa produce una fina película en tu cara. Las construcciones de madera que ves te recuerdan otras construcciones que ya has visto antes, aunque sabes que no son las mismas. Las personas de la estación de servicio Gulf te son familiares: caminan en círculos alrededor de grandes coches que llevan remolques con barcas y en los coches hay niños, madres de alegres vestidos y hombres con almidonadas camisas verdes. En la cafetería hay una camarera que lleva una falda amplia con la pretina ajustada, la acompaña una segunda camarera bastante mayor; las dos mujeres están sentadas a una mesa junto a la ventana y te miran pasar. El anuncio de neón que hay encima del aparcamiento está apagado, es opaco y blanco contra el cielo de la tarde.
      El funeral es breve y se parece a miles de otros: en un momento dado de cierto día en un lugar concreto, meten a una mujer en el suelo y la recuerdan de modo repentino y fugaz. No conoces a ninguno de los presentes y Adriana tampoco, pero ella habla en voz baja a todos esos hombres y mujeres mayores, los toca y se deja tocar de una forma extrañamente objetiva. Las cabezas se vuelven una y otra vez hacia el oscuro agujero en el suelo. Observas que el mecanismo utilizado para bajar el ataúd de aluminio está escondido bajo una capa de césped falso.
      —Vámonos —dice Adriana cuando todos los demás se han ido—. Su casa no está lejos de aquí, podemos ir andando.
      Dobláis la esquina del cementerio y cruzáis las calles solitarias a media mañana, unas calles bordeadas de bungalows blancos y bien cuidados, con revestimientos metálicos exteriores.
      —No me encuentro bien —dice tu hermana.
      Se sienta en una silla de la sala de estar y coge una revista. Sigues a la joven enfermera a lo largo de un estrechísimo pasillo hasta llegar a la habitación de tu padre. Es pequeño y frágil y está acurrucado en la cama como una babosa. Tiene los brazos muy delgados, desnudos y de color blanco ceniza. Cuando te ve, reclina su deteriorado cuerpo en las almohadas y te dice que te sientes. Tiene algunas cosas que contarte, tiene muchas cosas que contarte. Él es un hombre viejo, más viejo hoy que ayer, más viejo mañana que hoy. No debes interrumpirlo con preguntas. Te sientas en una silla, tenso, junto a la cama de esa habitación de techo bajo, allí, en Florida, y escuchas a tu padre, por primera vez en tu vida. Es un hombre viejo y virtuoso, cree en el obrar bien, aun cuando en este mundo «bien» signifique muchas cosas. Es algo que se aprende mejor de niño, él lo hizo y no lo ha olvidado. Hace varios años que está enfermo, lleva postrado en la cama desde su sexagésimo primer cumpleaños, una celebración que su corazón no pudo resistir, y ahora le salen hematomas en la piel con mucha facilidad, unos hematomas con peor aspecto que los que le salían antes. En su enfermedad lo cuida una mujer, una mujer joven, hermosa y muy femenina: tu hermana Adriana. Antes del ataque, no podía soportar su compañía, debido a los pensamientos que un padre tiene y no puede evitar porque es un hombre. Nunca la veía, nunca le hablaba; pero ahora que ha aceptado a medias la muerte, ha descubierto la vida, ahora le contempla el pelo o la piel y disfruta de los placeres sencillos. Hace una pausa y te preguntas si deberías corregirlo, señalarle que Adriana y tú acabáis de llegar y que la mujer que lo cuida es una enfermera, pero decides no hacerlo, acercas un poco más la silla y pones las manos en una parte de la sábana que ha apartado.
      Continúa hablando. Quiere contarte algo sobre la vida, sobre su vida: tiene una chata y una palangana para lavarse, es pesado, pero con la ayuda de tu hermana se encuentra cómodo; aunque no es eso lo que quiere contarte. Observas al viejo luchar con el tapón de un frasco trasparente del que, al final, consigue sacar la inevitable pastilla, que se toma sin agua. El esfuerzo parece haberlo agotado y se desploma sobre las almohadas, con los ojos cerrados y respirando con dificultad. Le oyes decir entre jadeos que contempla los pechos de tu hermana como un niño los de las mujeres que visitan a su madre. No es bueno. Se permite pensar en los pechos, la suave barriga redondeada, las jóvenes y largas piernas; cede a una creciente claridad e intensidad soñando que la roza, aunque accidentalmente, en aquellos lugares que imagina tan hermosos, oscuros y ajardinados. Tu padre deja de hablar y cierra los ojos, recordando lo que recuerde, y entonces, como si se hubiera esperado hasta que le dieran la entrada, la enfermera vuelve a aparecer con un estropeado ejemplar de Mi Antonia de Willa Cather, se sienta al lado de la cama, coge la mano de tu padre y empieza a hacerla oscilar suavemente, con el codo apoyado en la cama, formando un pequeño arco.
      —Eres un jovencito muy bueno por venir a visitar a tu padre desde Sudamérica.
       
    

Decorado trucado


       
 
Tienes una cara que parece una bolsa usada, una verdura mustia, y todo el paisaje transcurre junto a ti: no sabes si podría ser alguna clase de truco cinematográfico. Estás solo y el cielo no tiene color, los árboles son planos y feos. Has conseguido un viejo Chevrolet (del treinta y ocho o treinta y nueve), un descapotable para dos personas de color gris metalizado pero que ya no conserva ningún brillo. Eres un hombre mayor, quizá tengas cuarenta años, llevas el sombrero inclinado hacia atrás, como lo llevan siempre los periodistas de las películas, y deseas una mujer. Desde hace un buen rato, al menos varias horas, conduces por una autopista solitaria que cruza un paisaje carente de atractivos: es árido y sombrío y, en cierto sentido, por el modo en que pasa junto a ti, como si estuviera pintado en un decorado móvil, parece una parodia de paisaje lóbrego. Estás cansado y deseas una mujer porque, con una mujer, todo sería diferente.
      A pesar de estar nublado, el calor del atardecer es insoportable, exasperante. Si tuvieras una mujer, los árboles serían oscuros y hermosos, sedosos contra el cielo neutral: una mujer tiene poder para cambiar las cosas. Pero sospechas que no encontrarás nunca una mujer que quiera viajar contigo, vestirse con ropa barata comprada en unos grandes almacenes y sentarse a tu lado en un viejo dos plazas para hacer un largo trayecto por una autopista solitaria. Resignación es quizá la palabra más adecuada. Y no todas las mujeres son guapas, no todas se pondrían vestidos comprados en unos grandes almacenes; además, también es cierto que algunas mujeres guapas no lo resultan tanto cuando se ponen ropas baratas, blusas, tejidos de nailon, rayón, poliéster, con tramas o estampados y cinturones de llamativos colores sujetos por medio de finísimas trabillas, ni tras atreverse a lucir vivas telas de colores sólidos: el resultado es que algunas mujeres parecen desear ser otras.
      Llevas un traje negro de listas, puede que blancas, y un arrugado sombrero de fieltro echado para atrás. A la altura de la hebilla del cinturón, el último botón del chaleco está sin abrochar. El traje sería perfecto para un hombre que fuera acompañado de una mujer rubia y alta, de pelo corto y austero, acariciado sólo por el viento (puesto que ella ajustaría la ventanilla triangular de manera que el viento le diera en la cara).
      Anoche viste una película en el televisor del motel; de hecho, has salido tarde porque te quedaste a verla hasta el final, sentado con las piernas cruzadas sobre la cama doble sin hacer. La película se llamaba Cazador de forajidos, con Henry Fonda haciendo el papel de un generoso sheriff retirado, lleno de sabiduría del Oeste y de justicia. Solo, sin una mujer, permaneciste sentado en la habitación y viste la película en la borrosa pantalla del Motorola que, según el encargado de noche, era el mejor televisor de todo el motel. No es que se tratara de una película maravillosa, pero, para ti, en aquel momento, fue perfecta.
      Debes preguntarte por qué no tienes una mujer. No eres un vendedor, ni un criminal, ni ninguna clase de hombre de negocios: eres un hombre que está de vacaciones, alguien que viaja sin un destino concreto, aunque sí con una fecha fija de regreso. Y sin una mujer, sin brazos desnudos por los que pasar los dedos en un festival de gestos y cariño, sin pechos suavemente redondeados que admirar a medianoche contra el falso brocado de una pared de motel. La pregunta produce escalofríos.
      La radio del Chevrolet está rota, no puedes cantar.
      De todos modos, aún sería peor si en el coche, desplomada a tu lado, llevaras a una mujer dormida, una mujer con los ojos cerrados, el cuello ladeado y la cabeza hacia atrás, apoyada inerte en tu hombro. Una mujer cuya boca, al quedarse dormida, se convirtiera en un espantoso agujero adornado en los bordes con el pelo agitado por el viento, con unos mechones que se pegaran y se oscurecieran al contacto con las gotas de sudor que se formaran sobre el labio, que se pegaran en el brillo ceroso alrededor de la boca.
      Así que conduces con el sombrero echado hacia atrás y un rizo de pelo negro que cae sin gracia sobre la frente, por encima de unos embotados ojos azules. La autopista parece más interminable que nunca. Oyes el motor del Chevrolet, el viento que golpea la carrocería y los gruesos neumáticos sobre la carretera alquitranada: sonidos que mueren en la noche. La mancha de los faros en la autopista ilumina la nada.
      Las vacaciones son un suplicio, puro y monótono, pero sigues conduciendo y contemplas el paso de la pared del paisaje. Tu traje de tres piezas es muy elegante. Te preguntas si no podrías despertar a la mujer, enjugarle la cara y ofrecer tu urgencia a su boca.
     

© Frederick Barthelme
©
Traducción: Juan Gabriel López Guix

La traducción de estas dos narraciones, que forman parte del libro Chroma (Simon & Schuster, 1987), apareció originalmente en el periódico barcelonés La Vanguardia el 23 de agosto de 1988.


Esta texto no puede reproducirse, archivarse ni distribuirse sin el permiso expreso del autor. Rogamos lean las condiciones de uso.
biografía

Frederick Barthelme es autor de once libros de ficción. Ha escrito conjuntamente con su hermano Steven un libro autobiográfico, Double Down: Reflections on Gambling and Loss (Houghton Miflin, 1999). En el año 2000, publicó una colección de cuentos (antiguos y nuevos) titulada The Law of Averages (Counterpoint), en la que pertenece «Conductor». En la actualidad trabaja en una nueva novela que Counterpoint publicará en el otoño del 2001. Asimismo, es dirige el programa de escritura creativa de la Universidad de Misisipí Meridional, donde también es director la revista literaria Mississippi Review.
  
                                                                                                      foto: A.M. Fortenberry    

Enlaces de interés(en inglés):
Frederick Barthelme en la Universidad de Misisipí
www.olemiss.edu/depts/english/ms-writers/dir/barthelme_frederick/
      
Versión electrónica de The Mississippi Review
http://sushi.st.usm.edu/mrw/index.htm

Traductor
Juan Gabriel López Guix es traductor del inglés y francés. Se dedica sobre todo a la traducción de narrativa, ensayo y divulgación científica, así como a la traducción para prensa. Entre otros autores, ha traducido libros de Julian Barnes, Joseph Brodsky, Douglas Coupland, David Leavitt, Michel de Montaigne, Vikram Seth, George Steiner y Tom Wolfe. Es coautor de un Manual de traducción inglés-castellano (Gedisa, 1997). jglg@acett.org
     

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