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enero - febrero 2001  num 22

Eros desencadenado
Dante Bertini 
Con dibujos de María Alcobre

 
1
Llega como un invasor silencioso y astuto a trastocarlo todo.
Sin horarios ni avisos previos, se aposenta en nuestro corazón;
a veces como un soplo lírico,
otras como una pesada carga.
Desde allí, con un goteo silencioso,
inunda nuestro cuerpo desarmado.
A través de la sangre que hasta ayer ignorábamos,
va dejando mensajes sin palabras y certeros
anuncios en todos nuestros músculos.
Despierta lo que estaba dormido,
aletarga el sentido común,
nos sumerge nuevamente en la selva.
El terciopelo se convierte en metáfora y la seda en crujido.
Las barreras saltan por los aires,
y si no lo hacen,
todo nuestro ser, convertido en carcelero de sí mismo,
explota.
Las manos se escapan de los puños,
las piernas corren tras las piernas,
la piel es el único paisaje que interesa.
Las ventanas cotidianas,
veladas por pesadas cortinas de aburrido cansancio,
se abren al vacío y una ráfaga estremecedora,
sin nombre ni sentido,
lo vuela todo.
Allí van nuestros papeles ordenados,
la paz y la cordura;
los esquemas de vida,
los horarios escritos,
las citas de negocios,
las dietas y las prevenciones.
¿Para qué sirven las manos despojadas de herramientas,
de utilidad precisa, de labor y salario,
si no es para investigar nuestros cambios,
para tocar al otro cuerpo?
 
2
Sí,
llega como un mensaje más: entrando por los ojos.
Un perfil parecido,
un latido semejante,
una respiración sin diferencias,
¿por qué se destaca tan claramente de los otros?
La curva,
en un instante, es precipicio;
el sudor, océano.
La mano que acaricia no es aquella que aferra,
la boca que humedece no es la misma que devora.
Y con apenas un cambio de los términos,
los dedos que hacen daño amordazan los gritos;
los dientes, desgarrando, suavizan tiernamente los contornos.
Entro en lo ajeno sin pedir permiso;
ganándolo palmo a palmo, entre temores y quejidos.
Me dejo penetrar mientras penetro
y cuando dejo de poseer soy poseído.
Los demonios me corren por las venas,
escupen las palabras,
me giran la cabeza.
Desalojo la cruz para clavarme en ella.
Me interno en el infierno,
gano el paraíso.
Mi cuerpo recorre la historia entera de la historia sin encontrar
un lugar para el olvido.
Desangro lo sangrante limpiamente,
lamo la herida con saliva limpia.
Hay un animal que crece en mi entrepierna,
clamando con fiereza por su libertad perdida.
«Aullaré hasta que demuestres que no vale la pena»,
me dice.
¿Qué puedo hacer sino callar ante esos gritos?
 
3
Mete la mano aquí,
me ordenan.
Deja que toque ese lugar,
suplico.
No molestes mi paz, sólo destrúyela.
Únete a mi costado,
pégate a mi frente,
sangra por mis heridas,
goza con el silencio que guardo entre las manos,
acúnate sobre mis rodillas,
acepta que mi pelvis se entretenga con el olor
de tus nalgas, muslos, rótulas, caderas.
Sueña mi mismo sueño aunque sea mentira.
Te acariciaré la frente,
como si ésta fuera la primera vez que oigo la palabra que la nombra
y quisiera entender,
acariciándola,
de qué se habla en ella.
 
Un segundo después, ensordecido de silencio,
romperé uno a uno
todos los espejos para mirarme en tu cara
y ser solamente tu reflejo.
 
4
Mientras con el dibujo hermético de la yema de un dedo
trato de descifrar los enigmas redondos que escondes en el vientre,
dejaré penetrar en tu oído
el veneno caliente de una palabra sucia
y cuando cale profundo y te retuerzas de asco,
aprovecharé ese pliegue repentino en tu conciencia
para quedarme agazapado dentro;
invadiéndote,
dominándote,
mostrándote cuánto te quiero.

.5
Respírame allí donde tú sabes.
Súbete al árbol y cuando estés en lo más alto
quiebra la rama.
Deja que te invada con hijos no nacidos,
que te rodee con un espeso muro de saliva y semen,
con un ejército de miradas lascivas.
Rómpeme el corazón, juega con las astillas,
hazte con ellas un collar caliente que  ante el menor deseo lata,
señalándome el camino hasta tu cuerpo.
 
 
6
Quiero sudar contigo,
amor,
para que veas qué duro es el trabajo del placer
y cuánto sufrimiento implica.
 
Y acunarte el descanso
y contarte los dedos
y cantarte canciones de otra época
y besarte ese lugar desconocido al que nunca llegas
y hablarte de otros amores para que tengas celos
(con todos sus errores para que no me duela,
con todos sus detalles para que los aprendas)
 
Y alargar el momento del adiós hasta unos minutos antes de mi muerte.
 
7
¿Cómo llamar a ese tiempo que paso contigo:
tiempo de placer o tiempo de castigo?
El otro, el de mi soledad, no tiene nombre.
Es todo silencio; un espacio de muertos donde sólo encuentro tu ausencia,
hiriente como un grito.
 
8
Nútreme, amamántame.
Quiero beber todo lo que tú me ofreces, crecer a tu lado.
Ser lo que te colme hasta el hartazgo.
No es fruto ni fruta lo que tienta y enardece, no es metáfora
Es carne, piel, materia viva y animal, músculo y sangre.
 
Deja de pensar, me digo. Sumérgete, me ordeno.
Me despojo del alma a los pies de la cama
y la dejo caer sobre la alfombra, como si de mis calzoncillos se tratara.
Que nada ni nadie te detenga:
puedes hacer de mí lo que desees. 

9
¿Dónde termino yo, dónde tu cuerpo?
Rumiando, ronroneante, hambriento,
espero en la frontera,
agazapado.
 
Si me introduzco allí, en tu centro,
¿me cuidarás del frío de la noche,
me protegerás hasta que amanezca?
 
10
Audaz simetría.
Podría conformarme con la mitad de todo, frugal y penitente.
Pero el festín está dispuesto,
al alcance de la mano
y los sentidos.
No puedo detenerme y, además,
no quiero.
 
11 (Regreso)
Todo ha acabado ya.
Puedo mirarte nuevamente sin que los ojos se me escapen de la cara,
perdidos entre los brillos de ese esplendor que ahora no encuentro.
Vuelves a ser real.
Cuerpo finalmente,
como todos.
Como todas, carne perecedera y de destino cierto.
Tierra que nunca fuiste pero que serás sin duda,
desmenuzada y muerta.
Ya puedo descansar;
sentarme en la tristeza de haber perdido lo que nunca tuve;
deshacer el invento que imaginé aquel día a partir de tus ojos,
de una mirada sin color,
toda blandura.
Preparo nuevamente el lecho
—que fue de amor, sin duda;
de vida recortada,
de pequeña y doméstica locura—
para yacer en él como un muñeco.
¿De qué sirven las manos despojadas de tu cuerpo?
¿De qué sirve esta piel desértica sin el balsámico remedio de tu aliento?
El despertar es lento.
Ordeno nuevamente los papeles que el viento había esparcido por la casa.
Hace frío.
Cierro la ventana sin mirar hacia afuera.
Nada habrá cambiado: los mismos plátanos sin hojas,
la misma cantidad de coches,
el mismo ruido.
La agenda caída boca abajo,
el teléfono mudo,
la nevera en silencio:
todo recuerda un tiempo sin recuerdos.
Me sirvo, por costumbre, una taza de té;
nuevamente el orden cronometra mi vida.
 
Cada cosa en su sitio, cada acción a su tiempo.
Desde la frutera de vidrio transparente —en el centro mismo de la mesa—,
tres pomelos despiden un olor que, a falta de palabras más precisas,
puedo definir como amarillo y cítrico.
Con los ojos cerrados acaricio sus superficies frías,
suaves, porosas, redondeadas y,
sin que quiera ni pueda contenerla,
la tristeza explota como un fruto maduro contra el suelo,
salpicándome una vez más con su amargura.


Barcelona, noviembre de 1995

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© 2000 Dante Bertini  
© de los dibujos: María Alcobre.
Esta texto no puede reproducirse, archivarse ni distribuirse sin el permiso expreso del autor. Rogamos lean las condiciones de uso.
biografía

Dante Bertini nació en Argentina y reside en Barcelona desde 1975. Es autor de El hombre de sus sueños (premio La sonrisa vertical concedido por Tusquets Editores, 1993); Salvajes mimosas (primer finalista del mismo premio en 1992, y traducido al alemán con el título Unbezähmbar, Bruno Gmünder Verlag 1997) y del texto poético “Eros desencadenado”, publicado por la editorial El gato gris, Valladolid, 1999. Ha publicado también cuentos y notas sobre cultura y arte en el diario Clarín de Buenos Aires, y en diversas revistas argentinas y españolas.  (El libertino, Lateral, Co&Co, Diógenes, Snack, La ilustración...). Como ilustrador ha trabajado para El periódico de Catalunya y La opinión de Buenos Aires, y de forma esporádica para diversos medios.
 
Los dibujos que acomañan el texto so parte de la serie "El monstruo de la entrepierna" de María Alcobre (1954) ilustradora, dibujante de cómic y artista plástica argentina residente en Barcelona. Parte de esta serie se proyectó durante la presentación del texto de Danti Bertini y su expuso en "Para un cómic otro" galería Maeght, 1995.

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