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enero - febrero 2001  num 22

La mujer tigre

Andrés Neuman



A Bur

Ha olido cómo me acercaba y se ha dado la vuelta. Intento hacerle ver que no estoy interesado en ella, pero siempre he sido un alcornoque fingiendo. Ella se lame las muñecas y los antebrazos. Me vigila con recelo. Se incorpora de pronto, de un golpe de omóplatos, y se pasea en círculos alrededor de mí. Quisiera aprovechar sus movimientos para hacerle una foto o escribir unas líneas, cualquier cosa que me vuelva útil en esta escena. Enseguida se aburre de asediarme y da unos cuantos pasos en dirección al borde. Se me va de la página. Es inquieta.

          No hay nada más espléndido que las manchas color albaricoque de su cuello, que se estira y se pliega cuando atisba los flancos. Hace tiempo que la estudio y, de momento, lo único que he conseguido averiguar es que duerme por la tarde, se pierde por las noches y se asoma de este lado sólo al mediodía, cuando el sol le acentúa las franjas del lomo y enciende sus pupilas piedra pómez. Desde el día en que la encontré, distraída, clavándose un colmillo en el labio con delicadeza, no he dejado de imaginar la cacería. ¿quién cazaría a ¿Quién? Desde luego su boca promete el vértigo, la sangre, el rito de la muerte ágil. Mi arma es esta pluma: suficiente al menos, para sucumbir con dignidad. Ese temblor del costado, de las rayas de su vientre al respirar, me salpica la vista, me obsesiona. Su dulce rugir de pequeña catarata me persigue cuando sueño. Al despertar, en cambio, sueño con perseguirlo.

          Ella tiene demasiado olfato como para dejarse sorprender en una página. Haría falta una novela, quizá varias, para poder albergar la esperanza de que bajase la guardia por un instante, en mitad de algún párrafo. Pero para hacer eso necesitaría estudiarla durante años. Al fin y al cabo, todo consiste en engañar al tigre.

          El hambre, algunas veces, la obliga a acercarse con encantador disimulo y relamerse. Si todavía no me ha atacado es porque, de momento, le agrada esto que escribo, o al menos le hace gracia a su coquetería. Por mi parte, estoy dispuesto al sacrificio: la supervivencia es tan mediocre... Sé bien que le importo poco, que para ella soy, básicamente, un curioso trozo de carne. Aunque también sé que, si transcurre un par de días sin que nos veamos, ella busca cualquier pretexto par regresar y rondar mi cuento. Incluso a veces me hace el honor y decide afilarse las uñas delante de mis ojos, frotándolas contra un árbol con una lentitud exquisita. Otras veces he notado cómo se demoraba al marcharse, mientras dibujaba hipnóticas ondas con su cola manchada. Y aún más. Estoy seguro de que en su guarida de fiera inconmovible, en las noches de luna clara, se siente sola. Y de que a veces, también, hace un esfuerzo y me recuerda.

Veneno

 Kenzaburo pagaba a los mejores pescadores de Tokio para que le guardasen un ejemplar de pez globo, aunque sabía perfectamente que ellos dejaban los más hermosos y robustos para el mercado negro o para sí mismos. La pesca, venta y distribución del pez globo estaba regulada por el Gobierno. Su precio oficial era demasiado alto, así que los restaurantes de la costa adquirían sólo el número imprescindible cada mañana, o cada dos mañanas. El control sobre su limpieza era estricto, y las multas, terribles. Y todo para nada, pensaba Kenzaburo, que una vez a la semana se sentaba a esperar, en su apartamento de Shinagawa, a que le trajeran un ejemplar de pez globo especialmente seleccionado por los pescadores, siempre agradecidos por su generosidad. Y todo para nada, se decía Kenzaburo, porque de hecho, comer amblyrhynchotes diadematus ya implicaba una decisión que nada tenía que ver con el Gobierno o con la salud. Ni siquiera con el hambre.

          Antes de las nueve Kenzaburo ya había desayunado té y frutas amargas. Su sirvienta, Yakomi, lo encontró inmóvil junto a la celosía de madera, acariciando una vasija de Edo amarilla y verde con la punta de los dedos. Kenzaburo se sintió de pronto observado, giró la cabeza y miró con amable desdén a Yakomi. Hay un pájaro –le dijo-, un pájaro blanco que parece de arroz, posado en el surtidor del patio. Me da tristeza verlo porque sé que con la lluvia se empaparán sus plumas y ya no será el mismo, ¿entiendes? Yakomi no contestó, retiró la bandeja dorada y negra con el desayuno y desapareció por el tabique corredero.

          A las nueve y media llegaron los pescadores. Yakomi los invitó a pasar pero ellos bajaron la cabeza y contestaron que no, que no debían franquear la puerta de una morada tan noble y menos aún vestidos con andrajos. Uno de ellos observaba perplejo la piedra pulida de los escalones de la entrada, y también los tobillos de Yakomi. Ella les pidió que esperasen. Fue a anunciarle a Kenzaburo que los pescadores habían llegado, y que no estaban dispuestos a franquear la puerta de su casa. Kenzaburo montó en cólera –una cólera medida, susurrada e irónica, como era siempre la violencia en Kenzaburo- y le ordenó que hiciera pasar a los pescadores y les sirviese un té de bambú, junto con dos de sus mejores kimonos.

          Sentado en el tatami del salón de huéspedes, Kenzaburo contemplaba los dibujos de las lámparas. Reinaba el silencio, salvo esporádicos sonidos de metal o loza provenientes de la cocina, al otro extremo de la casa. La madera del suelo se había oscurecido. Al fondo del salón, encima de una mesilla plegable, había un retrato de mujer joven. La fotografía estaba deteriorada pese al minucioso marco de plata, el rostro desvaído de la muchacha sonreía con una mueca lánguida y amnésica en los labios. Kenzaburo apartó la vista del retrato, y pensó en los pescadores que acababan de irse de su casa después de no haber probado apenas el té de bambú. Más que dichosos u honrados, los pescadores se habían retirado pesarosos, compungidos por la responsabilidad que implicaba haber sido agasajados por un señor tan honorable y rico, y al que ahora ya no sabrían cómo corresponder. Quizá con pescado, había bromeado Kenzaburo, pero uno de ellos había sacudido enérgicamente la cabeza y rechazado la idea de pagar de ese modo una deferencia tan grande. Kenzaburo había reparado en sus voces temerosas, en sus pieles fuertes y maltratadas por la sal, y se había sentido triste. Para alegrarse un poco les preguntó qué habían pescado hoy además de peces globo, y los pescadores respondieron que como era domingo sólo se dedicaban a la caballa y al arenque para poder volver más temprano con sus familias. Cuando Yakomi entró con el té, Kenzaburo advirtió un extraño ademán de incomodidad en uno de los pescadores, que sólo pareció recobrar la calma una vez que Yakomi hubo desaparecido tras el tabique corredero. En ese momento se había hecho un silencio tedioso, cargado de respeto, y entonces Kenzaburo comentó que resultaba curioso cómo en francés pescado y veneno se decían casi igual. Ninguno de los dos pescadores pareció interesado en la coincidencia, y en cambio uno de ellos dijo que el pez globo que le habían traído era la mejor pieza que habían tenido el honor de pescar nunca gracias a la misericordia del todopoderoso Amaterasu. El otro asintió con la cabeza. Kenzaburo entretuvo un rato la mirada entre las vigas del salón y sintió frío súbitamente. Agradeció a los pescadores el cuidado en la selección de su pez globo, les pagó en demasía, recibió las contrariadas reverencias de ambos, llamó a Yakomi, vio cómo las tres siluetas se deslizaban juntas a través de las paredes rojas del corredor, luego la soledad.

          Alrededor de las once Kenzaburo ordenó que la cocina empezase a funcionar. Entonces cogió la cesta de mimbre y extrajo, de entre las hojas de bambú, un paquete fresco y húmedo que desenvolvió hasta rozar la piel áspera y gelatinosa del amblyrhynchotes diadematus, que conservaba los ojos intactos y abiertos, los globos oculares tensos como si aún vieran. Las membranas superiores eran de color negro, con vetas amarronadas que coincidían con las aletas protectoras. Kenzaburo habría jurado que el pez globo parecía cansado, como si hubiera recibido la muerte con alivio después de muchos años. Pero él sabía que eso no era posible, porque los peces globo apenas vivían unos pocos meses antes de darse muerte a sí mismos, haciendo explotar sus glándulas venenosas dentro de su estómago. En la boca del pez, blanca e imperceptible, de labios casi humanos, relucía una ligera flema transparente. Kenzaburo envolvió de nuevo el pez y llamó a Yakomi, que tardó algo más de lo conveniente en aparecer detrás del biombo estampado. Llévate al pez a la cocina y dile a la cocinera que lo tenga a punto para las doce y media, le dijo sin apartar la mirada del enrejado de la celosía. Yakomi dio la sensación de querer decir algo, pero giró inmediatamente sobre sus talones y se alejó percutiendo suavemente el suelo.

          El pez globo se cocinaba muy bien al orégano. Aunque las costumbre resultaba más bien occidental, Kenzaburo exigía siempre una pizca de orégano mojado en aceite tibio, para atenuar el inicio amargo del pez globo, que arañaba un  poco el paladar hasta ablandarse definitivamente y supurar una especie de arenisca azucarada justo al llegar al estómago. Sí, el problema era el inicio, esa hostilidad que el amblyrynchotes mostraba hacia la vida y hacia los hombres incluso después de muerto. ¿Por qué era delicioso un pez letal? Kenzaburo pensó en la idea de castigo y se levantó del tatami para encender un incienso. Pero, en lugar de volver a sentarse, permaneció de pie junto a la celosía, oyendo manar el surtidor. ¿Servía de algo que se regulase la pesca y venta del pez globo? Él opinaba que para nada; al fin y al cabo, en el mar de Japón había muchas otras especies tanto o más alimenticias y mucho más baratas. ¿Acaso no sabe perfectamente a qué se expone quien pide un pez globo para almorzar? Los cocineros de pescado sabían extraer la hiel venenosa del vientre del pez globo antes de condimentarlo, pro ¿qué podía hacer el Gobierno al respecto? Nada, nada en absoluto. Kenzaburo sacudió la cabeza.

          A las doce y veinte Yakomi se coló entre dos haces de luz blanca para anunciarle a Kenzaburo que el almuerzo estaba casi listo, y preguntarle si tenía la bondad de sentarse a la mesa del comedor. Desde allí sólo podía verse un rincón del patio, y apenas se adivinaba el discurrir del surtidor a lo lejos. Por el cristal enrejado de la ventana del comedor se veía un cerezo florecido, como vapor rosado bajo el cielo. Hacía calor. Desde la cocina llegaba un rumor de cubiertos, loza y cristales. Llamó a Yakomi. Le pidió que no hiciera tanto ruido, pero ella contestó que ya habían terminado. Que lo sirvan, entonces, dijo Kenzaburo.

          La bandeja de cerámica estaba colocada en el centro de la mesa. A su alrededor, ensalada de arroz y frutas. Yakomi le llenó el cuenco de sake. Kenzaburo sonrió, por primera vez en la mañana. La joven se alarmó un poco y volvió la cabeza rápidamente, mientras Kenzaburo exhalaba un suspiro inaudible. Miró al pez globo, recostado en una sola pieza sobre la cerámica, rodeado de verduras. Entonces tuvo un presentimiento. Probó el sake y detuvo con la voz a Yakomi, que ya se retiraba a la cocina. Yakomi –susurró-, dile a la cocinera que tú y ella os toméis el domingo libre. Pasead por Tokio, nunca salís de esta casa. Marchaos. Yakomi balbuceó un agradecimiento y desapareció deslizando los pies con cautela, como procurando no despertar a Kenzaburo de algún insólito sueño. Muy poco después resonó la puerta de la casa y enseguida la verja del jardín. Kenzaburo se sirvió más sake, pero no bebió. El pez globo parecía latir por dentro y destellar a través de los botones negros de sus ojos. Kenzaburo volvió a suspirar, luego permaneció escuchando los ecos de su propio suspiro en la memoria. Cerró los ojos, y tuvo frente a sí la aparición de una joven de tez desmayada que le sonreía desde la ausencia. Regresó al centro de la mesa, a la bandeja de cerámica, a la ensalada de arroz y al cuenco granate por fuera y lechoso por dentro. Acercó la bandeja a su plato y clavó el cuchillo en el vientre del pez globo, sirviéndose la porción que iba desde el medio abdomen hasta el inicio de la cola. La carne del pez cedió con docilidad, como la víctima que aguarda indiferente su castigo. Del corte brotaron unos efluvios viscosos, aromáticos. Kenzaburo comenzó a cortar la porción en pequeños trozos, esperando a que bajase su temperatura. En ese momento se dio cuenta de que ya no se oía el surtidor, y entonces todo fue más dulce.

© 2000 Andrés Neuman (Buenos Aires, 1977, reside en Granada)

Estos textos, tomados del volumen El que espera, se reproducen con autorización de Editorial Anagrama (véase nuestra sección de Reseñas)

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