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enero - febrero 2001  num 22

Conductor                        versión en inglés
Frederick Barthelme
Traducción: Juan Gabriel López Guix       
       

 

Rita dice que las luces de la sala de estar no la dejan dormir cuando se va a la cama antes que yo, que es casi siempre. La luz ilumina el pasillo y pasa por debajo de la puerta del dormitorio, según dice, y en la oscuridad es como un láser. Así que el domingo, después de que se fuera a la cama, empecé a leer Money en la penumbra, doblando las páginas hacia la luz de una lamparita sujeta a la revista. Era inútil, así que lo dejé y me puse a mirar en la televisión un reportaje sobre hispanos y low riders en San Diego. Los low riders son coches personalizados, les colocan una suspensión especial para hacerlos dar botes. Hacen más cosas, pero lo fundamental es eso. Ya los había visto antes, fotos de los saltos; algo maravilloso, de verdad. Me tragué todo el reportaje. Duró media hora y acababa con un desfile de esos coches que se deslizaban con sus temblores, saltos y sacudidas bajando por una arbolada calle californiana con el fondo de una tintineante canción de amor mexicana; cuando acabó tenía los ojos anegados de lágrimas por no conducir uno de esos cacharros. Quité el sonido, permanecí en la oscuridad y me imaginé ligando con una hermosa muchacha latina de breve y ceñido vestido reluciente y cinturón rojo medio caído cuyo pecho lucía un canalillo tostado y perfecto, mientras el olor a gasolina y abrillantador Armor All llenaba el aire, las hojas de roble susurraban sobre el aporreo del motor y yo me repantigaba tras el volante de un Mercury de color violeta dispuesto a fundir la máquina por una sonrisa.
      Por la mañana le dejé a Rita en un imán de la nevera una nota diciéndole a qué hora regresaría de la oficina, me metí en el Toyota Celica y me dirigí a la autopista. Llevaba en el tráfico media hora, la mayor parte detrás de un tipo calvo con pinta de arquitecto que conducía un BMW 2002, cuando vi un letrero de Venta de Coches Kleindienst. Se trataba de un letrero pintado a mano, del tamaño de una cuarta parte de una valla publicitaria, en un solar vacío junto a la autopista, con un dibujo de un Ford de 1947 personalizado. Salí en la siguiente salida y volví atráspor la carretera hasta ese lugar, un terreno con un suelo de asfalto y conchas marinas que tenía una casa rodante en la parte de atrás, decoraciones doradas y plateadas colgando en lo alto y una valla metálica de tres metros coronada por alambre de espino.
      Un tipo salió de la casa nada más entrar yo en la propiedad. Me siguió hasta que aparqué y luego me pasó una mano por encima de los hombros antes de que se cerrara la puerta del coche.
      —¿Qué tal? —dijo—. Soy Phil Kleindienst. ¿En busca de una joya, verdad?
      —Sólo quería mirar.
      —Tenemos los clásicos —dijo, haciendo un amplio gesto con el brazo libre. Me dirigió hacia un Buick cuatro puertas—. Modelos básicos, espectaculares, americanos, máquinas potentes que se convertirán en clásicos buscados en el mundo de mañana.
      —Casi nada.
      Le gustó mi respuesta. Se echó a reír y me llevó a dar una vuelta por todo el terreno sin quitarme en ningún momento las manos de encima: en el hombro, el antebrazo, la espalda. No tenía coches que no fueran enormes y estadounidenses, y no tenía coches personalizados.
      —Échale un vistazo a éste —dijo abriendo un sedán Chrysler de color marrón—. Este cacharrito está inmaculado, está de feria.
       Recorrimos las filas juntos. Me citaba las virtudes, me contaba los historiales, y yo buscaba los coches trucados. Al final, dije:
      —¿Y lo del letrero?
      —¿Qué letrero? —dijo Phil.
      —El de la autopista.
      Señalé en la dirección en que se encontraba el letrero. Se alcanzaba a ver la parte de atrás.
      —Bah, no quieras enredarte con esas cosas. Ven, te voy a enseñar una maravilla que tengo.
      Se puso de nuevo en marcha.
      —Tengo un poco de prisa —dije—. Creo que volveré en otro momento. Gracias de todos modos.
      —Espera un momento —dijo—. Tengo uno. Te lo voy a enseñar. Un Lincoln, bastante antiguo.
      Me llevó junto a la casa rodante, hasta un rincón que tenía en lo alto una pancarta que decía: «Corral de ofertas». Había un coche, y habría podido salir en el documental de la víspera. No tenía ningún precio escrito en el limpiaparabrisas, de modo que lo pregunté.
      —Bueno, diantre —respondió—. No lo sé. Demasiado. Vamos a la parte de delante y te enseño algunos bomboncitos. —Me llevó de vuelta a la parte de delante—. ¿Qué te parece este Caddy? Como de 1977, miel pura. Ronronea como un revólver.
      Lo interrumpí.
      —¿No me quieres decir lo que pides por ése? ¿Qué pasa?
      —Caramba —dijo—. Eres duro de roer. Me quieres tomar el pelo, ¿no? —Esperó unos instantes, me miró para ver si quería tomarle o no el pelo—. Ese mamut no te interesa, ¿verdad?
      El Lincoln era azul celeste con rayas negras y verdes, con las ruedas delanteras más pequeñas que las traseras y muy bajo, se alzaba unos cinco centímetros del suelo. En el lateral lucía una ilustración hecha con aerógrafo, entre las ruedas de delante y atrás, una imagen de la virgen María vestida de verde mar y blanco, paseando por un naranjal donde detrás de cada árbol se ocultaba un lobo con los labios retorcidos, relucientes de saliva. El vidrio del parabrisas y las ventanas eran verde osucro, y el volante, enorme y blanco. Tenía un Bambi metálico de cabeza bamboleante —creo que pretendía ser Bambi— en la repisa de detrás, contemplando a través de la luna trasera.
      —Sólo por curiosidad. ¿Cuánto vale?
      Me soltó por primera vez desde mi llegada, retrocedió, se alejó un poco de mí mientras estudiaba el coche. Al final, dio una palmada con las manos y dijo:
      —De éste ni te voy a dar el precio. Es el cacharro de Pico, mi chico. Bueno, era. Lo mataron en Vietnam. A Pico le gustaba rondar por aquí, al final lo contraté. Él mismo se construyó el coche; se lo hizo a su gusto, montó el sistema hidráulico, el estéreo. Todo el interior es de piel de rinoceronte. No tengo ni idea de dónde la sacó.
      —Parece un trabajo profesional —dije.
      —Sí, diantre. Era bueno. Le metió unos amortiguadores Reds. Está inmaculado. Inmaculado al mil por cien. Le metió tanto cromo debajo del capó que podrías ponerte los tubos en el cuarto de baño y usarlos de espejos. No sé por qué le puso estas ruedas tan chicas delante, supongo que son cosas de cholos... —Phil se quedó mirando el Lincoln. Era un poco gordo, puede que tuviera unos cuarenta años, con el pelo rubio de punta, pantalones de lana, una camisa blanca de manga corta y un gran cuello—. Pico lo montó con sus propias manos, sabes lo que te digo, ¿no? Construir un coche como ése cuesta hoy en día una fortuna. —Sonrió y levantó las manos, como dándome el balance final—. Calculo que estamos hablando de seis cifras, en la zona de las seis cifras.
      —¿Y el Toyota, qué? —dije.
      —De acuerdo, muy bien. Está bien —dijo-. Podemos estudiarlo sobre esa base. —Me rodeó un brazo con el suyo y me dio un ligero tirón en dirección a la oficina—. Vamos a echar unas cuentecitas.
       
       
      La casa rodante olía a limpiador Pine-Sol. Todo estaba forrado con tejidos nudosos, en tonos terrosos. Había un reservado de bar para comer, una cocina diminuta, un espacio habitable con un techo de dos metros y una claraboya en forma de burbuja. Phil tenía cuatro televisores, cada uno en su mueble y todos apagados, alineados contra una pared. Cuando nos sentamos, dijo:
      —Vamos a examinar nuestra situación. ¿En qué estás?
      Revolvía papeles a su alrededor, buscando en un archivador de cartón con vetas de madera.
      —Soy vendedor. Piscinas, accesorios para piscina. Complementos varios. ¿Te refieres a eso?
      —No, quiero decir que cómo es que quieres este coche. ¿Es para divertirte o qué? —Esperó un segundo y luego prosiguió—: Vale, no me lo digas, si no quieres. ¿Qué teléfono tienes? Me aseguraré del trato con tu mujer. Tienes una mujer, ¿verdad?
      —Rita —respondí.
      —Vamos, que entras con un japonés y sales con un burrito. ¿Qué va a decir tu media naranja? ¿Cómo sé que tienes la pasta? ¿Cómo sé que estás en tu sano juicio?
      —No sé, la tengo y lo estoy —dije.
      —Ja —dijo—. Ésa es buena. ¿Qué teléfono tienes? Mejor dame también el del banco.
      Le di los números.
      —Muy bien —dijo—. Sírvete algo de la nevera. Hay unas barritas de caramelo y cacahuete, si tienes una dentadura olímpica. Sírvete tú mismo.
      Se levantó de detrás de la mesa, se dirigió por un estrecho pasillo hasta la parte trasera de la casa y cerró la puerta entre esa habitación y donde yo estaba. La puerta tenía un panel de plexiglás, de modo que pude verlo, con el auricular negro a la oreja, mirando el techo mientras hablaba y golpeándose la cabeza con los papeles sacados del archivador.
      Estuvo ahí menos de un minuto. Cuando regresó, dijo:
      —Tu mujer ha salido, pero el banco dice que eres de primera. —Me dedicó una mirada prolongada—. Mira una cosa. —Se metió la mano por la manga de la camisa para rascarse el hombro—. Me parece que no quieres de verdad ese coche que se supone que me tengo que estar muriendo por venderte, lo que me imagino es que te ha dado algo de pronto, algo relacionado con la crisis de los cuarenta... tienes aspecto de haberlos cumplido.
      Me encogí de hombros.
      —Todavía no.
      —Eso no importa —dijo—. Mi hermano tuvo la suya a los veintisiete años. A los veintinueve ya era un viejo que mojaba las tostadas en leche mientras daban las noticias locales. —Phil apartó algo de la mesa—. Te voy a decir una cosa —continuó—. Te lo alquilo. Llévatelo un día o dos, deja el tuyo como prenda, llévatelo, pruébalo un par de días. Luego si lo sigues queriendo, cerramos la operación. ¿Qué te parece? No te quiero tener encima la semana que viene suplicándome que deshagamos el trato, ¿vale?
      —Lo alquilo ahora mismo.
      —Claro que sí —dijo—. Y no me gusta, pero de vez en cuando, demonio... así nadie sale perjudicado. —Volvió a revisar el archivador—. Tengo por aquí un papelito con el que yo me salvo el culo si te vas al cielo con él.
      Phil tenía que ir a su casa para buscar el impreso. Vivía al otro lado de la calle y me pidió que me encargara del negocio mientras tanto, de modo que me senté en los escalones del remolque y me quedé contemplando la carretera. El tráfico había disminuido mucho. Estuvo fuera cuarenta minutos. Cuando volvió, me llevé el Lincoln.
       
       
      Me detuve en una gasolinera Exxon y llené el depósito; luego me dirigí a mi oficina. Acababa de aparcar en mi plaza de aparcamiento cuando un joven colega mío, Reiner Gautier, detuvo su coche justo detrás de mí.
      —Vaya, ¿te has pasado de la raya con las chimichangas? —preguntó—. Ha sido eso, ¿no? ¿De dónde lo has sacado?
      —Sólo lo estoy probando.
      —¿También tiene incorporado un dispensador de pastillitas Pez?
      Hice un gesto para rechazar la observación y fingí buscar mi maletín, con la esperanza de que Reiner siguiera su camino. Al final, tuve que salir. Había dejado abierta la puerta del coche y estaba mirando atentamente el Lincoln.
      —Ésta es la Virgen —dijo, señalando el dibujo del lateral—. Parece que tiene problemas con los lobos, ¿no?
      —Se las apañará.
      Siguió mirando el dibujo durante un minuto más, volviendo la cabeza hacia adelante y atrás.
      —Eso lo explica todo, ¿sabes lo que te digo? Me gusta. Me gustan estas cosas interculturales.
      Volvió a su coche y, al pasar a mi lado, me dio una palmada en el hombro.
      Esperé que se marchara, luego volví a meterme en el Lincoln y salí de mi plaza. Fui al centro comercial que hay cerca de la oficina, paré en el aparcamiento y probé los elevadores. Miré por la ventana y vi que estaba a casi medio metro del suelo. Eso llamó la atención de una mujer negra que estaba frente a la heladería, apoyada contra uno de esos postes con teléfonos públicos.
      —¿Es un coche para bromas? —preguntó.
      Era una joven de veintitantos años, atractiva salvo por los dientes salidos. Llevaba una bolsa de plástico transparente con escarapelas amarillas.
      —Sí, supongo que sí —respondí.
      Me miró a mí, luego al coche, con una especie de curiosidad divertida, inclinando la cabeza hacia atrás, entrecerrando los ojos mientras me evaluaba.
      —¿Y qué otra cosa hace más? ¿Baila o alguna cosa así?
      Le sonreí, sacudiendo la cabeza, puse las marchas y me fui. Delante de un bar llamado Splasher’s ante el que pasaba todos los días de vuelta del trabajo, paré y entré a beber una cerveza. Nunca había estado en ese bar antes. Era la una de la tarde, y el lugar estaba desierto, sólo había una mujer de pelo escalonado que me entregó una botella húmeda de Budweiser. Estaba limpiando. El techo del establecimiento se caía. Las paredes eran negras y la única iluminación provenía de detrás de la barra y los anuncios de cerveza de siempre, esos que burbujean y lanzan puntitos de luz. Un anuncio tenía una cascada; la luz se precipitaba por ella. Me llevé la cerveza a una mesa junto a la ventana para poder mirar el coche a través las persianas venecianas.
      La mujer puso Country Joe and the Fish en la máquina de discos. Pensé que era alucinante. Hice girar el posavasos mientras escuchaba esa música, que no oía desde hacía veinte años. Entre canción y canción fui a buscar una bolsa de frutos secos de un expositor de metal situado junto a la caja registradora. La mujer me miró rebuscar monedas en el bolsillo y luego hizo un gesto de asentimiento cuando puse dos de veinticinco sobre la barra.
      Dos muchachos con bicicletas de montaña se detuvieron fuera para contemplar el coche. Tenían unos catorce años, iban con camisetas sucias y un pelo mínimo. Pusieron el trípode y se entretuvieron mirando por las ventanas; yo sonreí hasta que vi que el muchacho del lado del conductor intentaba arrancar el retrovisor. Di un golpe en el vidrio y salí:
      —¡Eh, largo de ahí! ¿Vale?
      El muchacho que había estado forzando el retrovisor me lanzó una mirada inocente.
      —Bonito coche —dijo—. Lo estábamos mirando. ¿Verdad, Binnie?
      Binnie ya estaba en marcha, de pie sobre los pedales, alejándose.
      —Muy bonito —dijo—. Para un ser un gilimóvil.
      —No te vayas, quédate un poco más —dije.
      —Bah...
      El primer muchacho también empezó a moverse. De pronto detuvo la bicicleta y se volvió hacia mí.
      —Eh —dijo—, el espejo de tu lado lo tienes muy suelto. Te lo puedo arreglar. Diez pavos.
      Le lancé una mirada desagradable y sacudí la cabeza; luego me metí en el coche. Me paré en un drugstore camino de casa, entré a por cigarrillos. Un joven de edad universitaria con ojos azules y hermoso pelo castaño estaba en el fondo, sentado a una mesa plegable, almorzando. No parecía comida para llevar, sino comida casera. Tenía un plato plano, una ensaladera, un vaso de los que regalan con la gelatina con espirales rojas y verdes en el lado. El vaso tenía leche. Me preguntó en qué me podía servir.
      —Quiero un paquete de cigarrillos —dije.
      Se dirigió al mostrador de los cigarrillos, refregándose la boca con una toalla de papel amarilla.
      —¿De qué marca?
      —True. Mentolados.
      Miró el estante de los cigarrillos, de un extremo a otro, se volvió hacia mí y dijo:
      —No los veo. ¿Tú los ves ahí?
      Señaló la parte de delante del mostrador, donde había más cigarrillos expuestos.
      Ya lo había mirado, pero volví a hacerlo.
      —Aquí no veo.
      Salió de detrás del mostrador refregándose otra vez la boca.
      —Creo que no los tenemos. Me parecía que sí, pero me equivocaba. Los puedo encargar.
      Esperé un segundo o algo así, mirando al joven, y luego agarré un paquete de Kools del mostrador.
      —¿Y éstos?
      —Éstos sí que los tenemos.
       
       
      Rita se asomó a la ventana cuando me metí en el camino de entrada y toqué la bocina. Tardó unos instantes, pero luego adivinó que era yo y dejó caer la cortina.
      —¿Qué es esto? —dijo saliendo por la puerta principal.
      Levanté una mano y dije:
      —Espera un momento. Quédate ahí. Mira.
      Se detuvo junto al farol de gas situado al borde del camino. Hice botar un poco la parte de delante del Lincoln, luego lo más rápido posible. Después levanté la parte de atrás hasta el máximo y luego la parte de delante. Mantuve el coche levantado hasta que se acercó a examinarlo de cerca. Lo dejé caer, primero de delante, como un elefante que se arrodilla en un número de circo. Rita se detuvo.
      Salí del coche.
      —¿Qué te parece?
      —¿De quién es?
      —Nuestro.
      Coloqué un brazo alrededor del suyo e hice con el brazo libre un amplio movimiento al estilo de Phil Kleindienst, abarcando el Lincoln de un extremo a otro.
      —¿Y qué le ha pasado al Celica? ¿Dónde está el Celica?
      Metí la mano por la ventana del conductor y abrí el capó para enseñarle los cromados del motor.
      —Lo he cambiado —dije, llevándola a la parte de delante—. El vendedor me ha ofrecido un trato estupendo.
      Rita se detuvo en seco, cruzó los brazos sobre el pecho.
      —¿Has cambiado el Toyota?
      —Bueno, más o menos. Pero es que es un coche de muerte. Mira el motor. Todo cromo. Vale una fortuna.
      Rita miró el cielo.
      —Ven —dije.
      Le agarré el brazo y la conduje hasta el lado del pasajero, hice que se sentara, di la vuelta, cerré el capó, entré y encendí el motor. Esperé, escuchándolo marchar en vacío.
      —Una pasada, ¿verdad? ¿Lo oyes?
      —¿El motor? Oigo el motor. ¿Te refieres a eso, a este ruido sordo?
      Dimos una vuelta por el barrio, luego nos dirigimos hacia el centro, pero Rita se acordó de que necesitaba adobo de limón y pimienta, así que hicimos una parada en el supermercado. Me quedé dentro del coche mientras ella entraba. Pasó mucha gente con pantalones cortos, todos tenían un aspecto saludable.
      De vuelta a casa, pasamos a recoger una ración familiar de pollo frito, nos lo comimos casi todo en el coche y nos lo acabamos dentro. Luego comimos plátano y helado. Después Rita encendió el vídeo y metió una cinta.
      —Mira esto, ya verás —dijo.
      Era un documental de la cadena pública sobre una familia campesina china. La abuela dirigía los asuntos y era llevada a los sitios en la parte de atrás de una bicicleta por los hermosos campos de un paisaje neblinoso y contorneado. Su hijo no sabía muchas cosas del comunismo, pero pensaba que las cosas estaban mucho mejor en ese momento, con las Cuatro Modernizaciones. Su mujer cocinaba, las hijas lo ayudaban en el campo y su hijo llevaba una chaqueta de cuero de motorista cuando salía a ayudarlo con la cosecha. Al final aparecía el padre solo en una habitación, sentado junto a un jarrón con algunas finas ramas, bañado por una polvorienta luz oblicua. Hablaba de la familia, y su voz rebotaba sobre los tonos agudos mientras las blancas traducciones desincronizadas salían en la parte inferior de la pantalla. Al hablar de su hijo, dijo que el chico se había quedado «atónito con Occidente».
      Y se acabó. Rita quitó el sonido y vimos pasar los créditos, el logo de la cadena y luego algunos avances de programas de la WGBH. Me dio un codazo y señaló a la Guía TV, que estaba en la mesita de centro, en mi lado del sofá. Le pasé la guía y la miré examinar la programación.
      Cuando acabó, arrojó la revista sobre la mesita.
      —¿Y bien? —dijo.
      —Es uno de esos acuerdos de alquiler y compra —dije. Le mostré el papel que le había firmado a Phil Kleindienst—. Puedo devolverlo en cualquier momento.
      Se echó a reír y dijo:
      —¡Eh! No tan rápido. A lo mejor me gusta. A lo mejor quiero ir a dar un paseo.
       
       
      Salimos a eso de las diez. Hacía fresco, así que nos repantigamos en los asientos y dejamos las ventanas abiertas. Pasamos junto a un complejo de apartamientos en el que habíamos vivido y luego recorrimos el otro lado de la ciudad, donde hay mucha industria pesada, plantas químicas y refinerías.
      Rita dijo:
      —Marcha muy bien, ¿verdad?
      —Va duro cuando está bajo.
      —Pues súbelo —dijo—. Me pregunto cómo será tener un coche así.
      —La gente nos miraría.
      —Fantástico —dijo—. Ya va siendo hora.
      Estaba guapísima en el coche. Llevaba una camisa a cuadros sobre unas mallas blancas, apoyaba los pies en el salpicadero y su pelo corto estaba húmedo y se ondulaba con el viento. Su piel se veía aceitunada y resistente, y brillaba como si se encontrara frente a una hoguera. Tras pasarme un semáforo junto a Pfeiffer Chemicals, una hectárea de tubos, escaleras, depósitos y parpadeantes luces verdes, me incliné para besarle la mejilla, pero ella se volvió en el último momento y me recibió con los labios.
      —Vaya, gracias —dijo cuando me eché de nuevo para atrás.
      —Sí —dije.
      De camino a casa nos detuvimos en un centro comercial. Las tiendas estaban cerradas, pero había unos adolescentes patinando en el aparcamiento y un par de coches aparcados morro frente a morro bajo una de las farolas altas. Estacionamos junto a una palmera colocada en un macetero a unos cincuenta metros de los jóvenes.
      Rita dijo:
      —Es alucinante, ¿verdad? ¿Cómo puede ser tan bonito este sitio?
      —No lo entiendo —dije.
      Se colocó la cabeza entre las manos.
      —Qué espanto, me están entrando unas ganas locas de comer unos tamales. De verdad. No es un chiste, en serio.
      Uno de los jóvenes, una chica con shorts, nos señaló con el dedo y se nos acercó patinando.
      —¿Cómo es que se levanta así? —dijo.
      —Pura magia —dije.
      Sin embargo, abrí la puerta y se lo enseñé, dejando bajar el coche muy despacio y luego haciendo botar la parte de delante un poco para ella.
      —Ahora te has quedado con ella —susurró Rita.
      La chica retrocedió con las manos en la cintura durante unos segundos.
      —Vaya.
      Era guapa. Llevaba unos shorts de raso, con pequeñas partículas brillantes, y un top minúsculo tipo camiseta. Por la autopista se deslizaban los camiones. Ofrecí a Rita un Kool. Lo tomó y se lo llevó a la nariz.
      —¿Cómo te llamas? —pregunté a la chica, haciendo rodar el cigarrillo entre los dedos.
      —Sherri —dijo—, con i.
      Asentí.
      —¿Venís mucho por aquí?
      Hice un gesto con la mano hacia los otros jóvenes, que estaban sentados en los capós de los coches y nos miraban.
      —Sí.
      Se balanceaba adelante y atrás sobre los patines, rodando un poco y deteniéndose con la punta del pie.
      —Súbelo otra vez, ¿vale? —añadió.
      Lo hice, pero me salió mal a la primera y un lado se subió mientras que el otro se quedó abajo. Rita se echó a reír de un modo encantador.
      La chica se quedó mirando y luego sacudió la cabeza.
      —Vaya —dijo, sonriendo y haciendo dos pequeños círculos antes de volver con sus amigos—. Qué raros que sois.
      —Qué tal —no dejó de repetir Rita durante todo el trayecto de vuelta a casa—. Qué tal. Qué tal.
       
       
      Rita se acostó a la una. A mí me resultó imposible dormir, de modo que vi una película que habíamos alquilado un par de días antes. Al finalizar, la rebobiné, hojeé un ejemplar de Spin que Rita había traído de la tienda de comestibles, luego vi el final de un programa de terror en la HBO. Con eso dieron más de las cuatro. Intenté dormir pero no pude, así que me levanté y salí a la calle. Casi había luz sufiente para ver fuera. Me senté en el Lincoln y pensé en lo agradable que era que Rita pudiera dormirse siempre que quisiera. Al cabo de un rato puse en marcha el coche y salí a dar una vuelta. Me detuve en un establecimiento abierto toda la noche y compré un refresco en una botella de medio litro no retornable que iba envuelta en una funda de espuma. Me pregunté si el vidrio sería menos bueno que el de las botellas normales.
      El perfume del campo se olía en el aire de la mañana. La ventana de atrás estaba empañada por la condensación, y también estaban así los escaparates de las tiendas; y resultaba difícil fijarse en los semáforos, por el modo se formaban anillos a su alrededor.
      Me dirigí al centro, y parecía una de esas películas del fin del mundo; por un cruce desierto pasó volando un papel rojo que había envuelto una hamburguesa. El cielo griseaba. Di una vuelta al memorial a Vietnam del alcalde, luego tomé la autopista que iba al oeste y salí de los límites de la ciudad. La niebla se hizo más espesa. Cerca de la carretera los árboles se veían bien, pero más lejos se disolvían. Por el espejo retrovisor distinguía la autopista de cuatro carriles vacía, pero por encima de eso era como mirar a través de un Kleenex.
      Al final, di la vuelta y volví por el apartamento de mi secretaria, vi su coche con las ventanas completamente empañadas y volví a pasar por el centro comercial. En el aparcamiento habían aparecido algunos campistas nocturnos, y sus generadores resoplaban. Había dos Holiday Ramblers, color crema, cuadradotes, y un Airstream arrimado a un Chevrolet que había sido verde. Me acerqué y me detuve. El aire estaba tan húmedo que lo sentías cuando te frotabas los dedos. El cielo mostraba retazos rosa tras una nube gris que cubría el horizonte oriental. Un pájaro se deslizó enfrente del coche, a unos dos metros del asfalto, y se posó junto a un poste de la luz.
      Aparecieron dos perros dando brincos, uno al lado del otro, abalanzándose el uno sobre el otro, mordiéndose juguetonamente el cuello. Se lo estaban pasando en grande. Se detuvieron no muy lejos y se pusieron a mirar el pájaro, que era una codorniz y caminaba en círculos por el pavimento. Se quedaban observando, se agazapaban un instante, saltaban a un lado y otro, hacia atrás o hacia un lado, volvían a quedarse observando. Era increíble la seriedad con que consideraban el pájaro. Los perros eran gemelos, blanco y negro, los dos con una oreja erguida y la otra lacia. Hice un ruido y volvieron la cabeza; me miraron durante un minuto. Uno se sentó, con las patas delanteras extendidas, y el otro dio un par de pasos hacia mí, buscando una señal por mi parte, luego volvió la cabeza y comprobó los movimientos del pájaro.
      El reloj del salpicadero señalaba las seis menos ocho minutos. Tuve ganas de volver a casa a toda prisa, despertar a Rita y llevarla para que lo viera todo —los perros, la precaria luz, el aire borroso—, pero imaginé que cuando volviéramos todo habría desaparecido.
      El perro más atrevido dio dos pasos más hacia mí, se detuvo, se estiró y bostezó.
      —Bueno, ¿cómo estás? —dije.
      Meneó la cola.
      —¿Y bien? ¿Qué te parece el coche?
      Supongo que detectó el tono amable de mi voz porque hizo un pequeño espasmo y vino hacia mí, como con esfuerzos por mantener las patas traseras detrás del cuerpo. Abrí la puerta del coche y, cuando se acercó, dio unos golpecitos en el asiento. Entró de un salto. Era juguetón. Se metió por todas partes —el asiento de atrás, volvió a la parte de delante—, sacó la cabeza por la ventana del pasajero, se escondió detrás y se puso a oler el pomo de la palanca de cambio. El otro perro lo contempló todo. Lo llamé, metí las marchas y me acerqué a él. No se movió durante unos instantes, luego se limitó a mirarme, como por encima del hombro. Hice ese ruido como de beso con que se llama a los perros, y se levantó y se acercó a la puerta, husmeando. Al final, se metió. Cerré la puerta del coche y me dirigí a casa. No paraban de revolverse y yo les conté todo lo que nos había pasado con la chica del aparcamiento y les hablé de Rita y de mí, lo raros que habíamos sido.
      —Ahora ya no somos raros —les dije—. Pero lo hemos sido. Antes. En los viejos tiempos.
       

© Frederick Barthelme
      
© Traducción: Juan Gabriel López Guix 
 versión en inglés
The Barcelona Review
publica esta versión electrónica de «Conductor» gracias a la amable cesión del autor y la agencia Wylie.

Esta texto no puede reproducirse, archivarse ni distribuirse sin el permiso expreso del autor. Rogamos lean las condiciones de uso.
biografía
Frederick Barthelme es autor de once libros de ficción. Ha escrito conjuntamente con su hermano Steven un libro autobiográfico, Double Down: Reflections on Gambling and Loss (Houghton Miflin, 1999). En el año 2000, publicó una colección de cuentos (antiguos y nuevos) titulada The Law of Averages (Counterpoint), a la que pertenece «Conductor». En la actualidad trabaja en una nueva novela que Counterpoint publicará en el otoño del 2001. Asimismo, es dirige el programa de escritura creativa de la Universidad de Misisipí Meridional, donde también es director la revista literaria Mississippi Review.

Enlaces de interés(en inglés):
Frederick Barthelme en la Universidad de Misisipí
www.olemiss.edu/depts/english/ms-writers/dir/barthelme_frederick/
      
Versión electrónica de The Mississippi Review
http://sushi.st.usm.edu/mrw/index.htm

foto: A.M. Fortenberry

Traductor
Juan Gabriel López Guix es traductor del inglés y francés. Se dedica sobre todo a la traducción de narrativa, ensayo y divulgación científica, así como a la traducción para prensa. Entre otros autores, ha traducido libros de Julian Barnes, Joseph Brodsky, Douglas Coupland, David Leavitt, Michel de Montaigne, Vikram Seth, George Steiner y Tom Wolfe. Es coautor de un Manual de traducción inglés-castellano (Gedisa, 1997). jglg@acett.org
     
 

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-Narrativa

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Ja y Raín


José María Conget
Agradecimiento

 

Andrés Neuman
La mujer tigre y Veneno

 
Andrés Ehrenhaus
Acerca del valor ulterior de la amistad

 
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El viajero insomne

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-Poesía

Dante Bertini
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Un paseo por la literatura

 
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Tres poemas


Daniel Najmías
5, 4, 3, 2, 1 (los poemas imperfectos)

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