The Barcelona Review

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El paseo

 

Voy por la carretera. No me meto por las rutas señaladas que indican la distancia que hay hasta el siguiente pueblo. Sigo siempre el mismo camino: la granja de los Molinete, la zona boscosa donde cogemos leña menuda, las pozas, la pradera enorme y la ermita blanca. Y cuando llego a la ermita me doy la vuelta. A la ida voy hacia el valle y a la vuelta hacia las montañas. La ida es verde y la vuelta marrón y amarilla. Las dos son azules porque en el cielo no hay ni una sola nube. Ni el reflejo de una nube que estuvo y ya no está. Ni siquiera la estela de un avión volando alto.
       Los campos sembrados y el rumor del agua dan paso a las montañas que aún conservan algo de nieve en la cima. En el camino hay algunas cuestas, curvas pronunciadas y ruidos secos de pájaros o de ratones o de culebras o de jabalíes revolviendo entre la maleza. También hay encinas y un par de almendros en flor que huelen a miel. Y abejas y moscas diminutas que se te pegan a la cara al andar. Y olivos, sobre todo olivos. Me pregunto de cuál de ellos se caería Cruz.
       De vez en cuando un vecino montado en un coche gris metálico pasa a mi lado y me saluda. Hay días en que pasan varios coches y otros en que no pasa nadie. Una vez me encontré al pastor con su rebaño y otra a Mariano, con su mono azul y su gorra vieja. Hoy me han parado unos que iban buscando La Oliva, y creo que ha sido la única vez en mi vida que alguien me pregunta una dirección y le sé indicar bien. Ayer me parece que pasó la cartera. El miércoles vi a un hombre misterioso con camisa de cuadros y unas gafas de culo de vaso que salía de la nada. Le dije buenos días y me contestó buenos días sin mirarme. Si en La Oliva hubiera un asesino en serie sería ese hombre sin duda.
       La semana pasada me saludó Esteban, el hijo del cazador que también es fontanero y que no sé qué hacía exactamente en medio del campo. Estaba lejos y no supe quién era hasta que su perro blanco del ojo azul vino ladrando hacia mí. Al pintor del Macintosh prehistórico que tiene un burro y un coche antiguo aparcado en el jardín me lo he cruzado varias veces, y siempre se gira y me saluda con una sonrisa. También he visto un gato negro agazapado tras un arbusto. Y una rana muerta y totalmente aplastada en mitad del asfalto con un montón de moscas merodeando a su alrededor. Y un saco de cemento con el texto escrito en catalán tirado en medio de la carretera, vacío y destrozado.
       Todos los días veo las pintadas del Ratas en las paredes de los cobertizos del camino. Todos los días veo miles de cagarrutas de oveja desperdigadas por el suelo. Todos los días veo la misma piedra en el mismo lugar. Es una piedra normal, una piedra cortada por la mitad, como si en otro tiempo hubiera sido ovalada y ahora sólo fuera un polo diminuto con sabor a polvo. Pero es una piedra que se diferencia de las demás porque tiene dibujado un oso panda. O es lo que yo veo cada vez que paso por su lado. No es que alguien la haya pintado con un rotulador –me acuerdo de cuando mi hermana y yo pintábamos piedras y las vendíamos en un tenderete improvisado frente a nuestra casa, pensando que tendríamos la misma suerte que con los perfumes de flores machacadas y alcohol puro que metíamos en frasquitos de cristal–, es que el dibujo que veo, como cuando uno cree verle ojos, nariz y boca a la luna llena o distinguir una sombra humana en las baldosas del baño, el dibujo que veo en la superficie lisa y gris de esta piedra ES el de un oso panda.
       Veo todo eso y pienso en las cosas que debe de estar viendo Pablo en la ciudad. En esa chica haciéndole una foto a un escritor en una plaza del centro, en ese señor arrodillado en la puerta de una clínica ginecológica gritando “No al aborto”, en ese hombre que sorbe su café con leche en un bar de la calle Pez. Pienso en el asfalto caliente, en los cientos de zapatos y botas y tacones que pisan el mismo centímetro cuadrado del suelo cada minuto. Y miro hacia abajo y sólo veo mis pies, mis zapatillas de bádminton africanas y las mallas que mi hermana me acompañó a comprar al Decathlon. Veo el coche que se aleja y pienso en la Gran Vía atestada de coches. Oigo cómo los pájaros le dan la bienvenida a la primavera y cómo el campo entero parece florecer, con las abejas zumbando alrededor de los almendros, y pienso en los sonidos de la ciudad, en los ruidos que se tapan unos a otros, en los cláxones de los taxistas y los saludos que suenan y no se limitan al movimiento autómata de una mano que sube del volante a la ventanilla del coche, de la pierna derecha a la ventanilla del coche, del cambio de marchas a la ventanilla del coche. Manos anónimas, caras anónimas, sonrisas al bies de gente que tal vez no vuelvas a ver en tu vida o tal vez sea la misma que le compra pan al panadero los jueves y los domingos a mediodía.
       Y entro en casa y no oigo nada. No oigo los sonidos de la calle ni los de un edificio de oficinas. No oigo a la gente a mi alrededor ni imprimir nada en la mesa de al lado ni coger un teléfono que ya ha sonado diez veces. No oigo las ambulancias pasar a toda velocidad por la calle cuatro pisos más abajo ni el zumbido de la tele del vecino porque aquí los vecinos están demasiado lejos y las paredes de casa dan a huecos de aire, no a bloques macizos de hormigón.
       Al cabo de un rato de inmersión en el silencio empiezo a oír el ruido de la nevera y después, en el salón, cuando dejo el café caliente encima de la mesa y me dispongo a hacer lumbre, oigo el rumor de los pájaros que han anidado en el tejado. Puede que más tarde oiga una motosierra a lo lejos, o a los Molinete hablando en la plaza, o un disco dando vueltas en el tocadiscos y haciendo emerger la música, cualquier música, en este páramo de Huesca en el que vivo.

 

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© Mireya Hernández

Mireya Hernández es escritora y periodista. Estudió Filología Inglesa e hizo los cursos de doctorado y el DEA en Ciencias de la Información. Ha colaborado en la 'Revista Leer', 'El Cultural', 'Jot Down', 'Ajoblanco', 'El Salto' y todos los periódicos del grupo Joly y ha trabajado muchos años como traductora, lectora editorial, gestora cultural y profesora de español e inglés, tanto en España como en el extranjero. En 2015 publicó 'Meteoro' en Caballo de Troya (Penguin Random House). Actualmente trabaja en una agencia de comunicación de Sevilla, escribe cosas y pincha música bajo el nombre de Juana de Arco.


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