The Barcelona Review

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Juanluís Ramosimagen

Shadowplay

 

     

       Joy Division

       Unknown Pleasures

       (1979)

       Track 7

      

Es viernes en la noche y el aborrecimiento de estar la semana entera tirado en la cama sin hacer nada provoca, entre otras cosas, el querer ir a una barra a buscar problemas. Así que voy a cualquiera donde ya me conozcan, porque siempre aparece alguien que termina pagándome la siguiente ronda.

       Cuando entro, miro directo a los ojos de todas las personas allí presentes, como dejándoles saber que he llegado, que estoy bien aborrecío y que siento deseos de partirle la cara a alguno, quien sea. De seguro, otro ser con mis mismas intenciones reconocería la pasión en mis ojos; rasgo distintivo de gente como yo; y se me lanzaría encima. Y esto es lo bonito de este tipo de miradas: el reconocimiento de uno mismo en el ojo ajeno, el verse reflejado en el otro, la invitación discreta, el puentiespejo pasional que se forma. Si esta chispa pasara desapercibida o si se confundiera con algún otro brillo, de esos que también en los ojos se forman, se correría el peligro de un enfrentamiento no correspondido con uno de esos tipos que irradian felicidad y optimismo, y en momentos como estos hay que evitarlos a toda costa. Son muy peligrosos. Así que una vez hayas identificado a un oponente, es necesario cruzar la mirada con la de él por seis segundos: si ninguna de las dos cambia de foco, la pelea es inminente. Ese es el ritual; así ha sido siempre y así siempre será. No hay nada mejor que una pelea para bajar todo el estrés producido por el no hacer nada.

       Pero ninguna mirada se cruza con la mía, no me reconozco en ojo ajeno y me quedo con las ganas. Esa siempre ha sido una posibilidad. Así que pido una cerveza, le ofrezco una peseta a cualquiera por un cigarrillo y me paro en la esquina más oscura de todo el lugar. Desde allí sigo buscando alguna mirada desafiante, una cara conocida o al menos alguien que me regale una sonrisa. Pero no hay nada que ofrecer, nada que recibir. Voy como brincando por cubitos de hielo que se derriten al entrar en contacto conmigo, y a mí solo me dan deseos de regresar a la cama y quedarme allí, quizás para siempre.

       Pero es entonces cuando me fijo en ella, en la nena que tiene el pelo azul y también la cara hermosa, la misma que como todas las nenas parecidas a esa me vuelve loco. Verla allí haciendo ese sutil head banging y tarareando la canción de Joy Division que suena por todo el lugar, mientras se fuma un cigarrillo sin filtro, me resulta como antídoto imprescindible para este aborrecimiento, y para todos los otros que han de llegar. Empiezo a fan tasear con ella, cómo se vería sin ropa; cuál sería el tatuaje que tendría en el costado, un poquito más abajo de las costillas; que si leerá a Bukowski con la misma pasión con la que posiblemente lea a Hélène Cixous; pienso en que solo debe escuchar música en pasta, ya que el CD y el MP3 roban la calidad del audio. Pienso en cómo sería mudarme a su apartamento; en si me plancharía la ropa después de lavármela o si lo haría justo antes de ponérmela; en cómo Fender, mi perro, se acostumbraría a la vida con ella; en qué método utilizaríamos para hacernos el café en las mañanas; en cómo me pelearía porque nunca subo la tapa del inodoro cuando orino; en cómo nos dividiríamos la preparación del desayuno; en que si me despertaría cada día con una canción distinta; en cómo haríamos el amor y sus equivalentes. Las posibilidades son tantas que no puedo dejar de sonreír.

       Al terminar la cerveza voy a ir donde ella, me digo a mí mismo, pero justo cuando se acaba es cuando escucho que gritan mi nombre: ¡Juanluís, cabrón! Es Raúl, uno de esos amigos que realmente no son amigos, pero que los llamamos así porque las otras palabras se quedan cortas. Nos saludamos, hablamos un rato, me paga un par de cervezas y me enseña la herida que tiene en el hombro; me dice que fue peleando. Yo no le creo mucho. Raúl es un tipo en baja, y cada vez que me habla es sobre Proust, sobre Joyce, sobre Benjamin.

       Me cuenta que esa semana se sentía mal; que estaba aborrecío; que no tenía trabajo; que había dejado de estudiar; que no tenía nada en qué invertir su tiempo; que se pasaba acostado en su cama todo el día; que el viernes pasado también había venido a esta misma barra, ya que tenía ganas de pelearse con alguien, porque como muy bien yo sé, nada mejor que una buena pelea para librarse de todo el estrés y toda la mierda que de vez en cuando nos arropa; que cuando llegó, intentó buscar problemas con su mirada, el ritual de los seis segundos, y que, como no le funcionó, pidió una cerveza y se paró en esta misma esquina donde estamos en estos momentos, ya que esta es la más oscura de todo el lugar; pero que de momento, casi por sorpresa, notó la presencia de una mujer que lo volvió loco, llena de tatuajes y con el pelo azul; que no sabía muy bien por qué, pero se imaginó cómo sería su vida si viviera con ella y que entonces se acercó donde la mujer, que le pidió el lighter y que intercambiaron unas cuantas palabras. Me dice que esa fue la mejor decisión de su vida, pues no estaba sola.

       Llegó un tipo con cervezas en mano, venía de la barra, y al percatarse de la escena su cara se llenó de odio. Era idéntico a mí, me dijo Raúl, pero sin barba. El tipo le alzó la voz y empezó a insultarlo, pero como Raúl estaba tan apestao le tiró un puño en la cara, sin mediar palabras. Me cuenta que el tipo ni sintió el golpe, pues lo agarró por la camisa, le metió un cabezazo que le rompió la nariz, le conectó varios puños en las costillas y lo terminó con un navajazo por encima del hombro. Raúl no sabía de dónde había salido la navaja. Se formó un alboroto, todo el mundo salió corriendo, el tipo y la chica del pelo azul escaparon, llegó la policía y después, la ambulancia.

       Escucho toda su historia con cara de incredulidad. Señalo a la nena del pelo azul que tararea a Joy Division y le pregunto a Raúl que si se parece a esa. Un poco, tienen el mismo estilo, pero esta tiene el pelo más azul que la otra, me contesta. Nos quedamos allí, cerveza en mano, mirando a la nena e intentando no comérnosla con la mirada.

       Raúl recibe una llamada, se despide de mí y me dice que fue bueno verme, que deberíamos hacerlo más seguido. Yo le sonrío sin ganas, afirmando con la cabeza, y le digo que sí, que me llame, que tiene mi número de teléfono, que deberíamos repetirlo; pero la verdad es que le digo cualquier cosa para salir del paso. Estoy perdido mirando a la nena y viendo cómo sus amigas se despiden de ella. Es mi turno. Este es mi momento.

       Raúl y las amigas salen casi a la misma vez y por la misma puerta.

       Mientras me voy acercando a la nena del pelo azul, intento aislar los sentimientos podridos en mi cabeza, esos que me provocan la mala vibra, porque las mujeres con el pelo azul son como los perros: tienen el sexto sentido agudo y te huelen los sentimientos. Y si esta olía tan siquiera el residuo de lo que se estaba pudriendo en mí, se iría corriendo. No me cabe duda. Por suerte, el don del fingimiento siempre me ha favorecido. Se me hace relativamente fácil hacer creer a todos que explotaré de felicidad y contentura, cuando de veras por dentro ando en carne viva. Lo único que necesito para esconder la peste son varios segundos, los mismos que me toma llegar hasta donde ella.

       Al llegar a su mesa le guiño un ojo, a lo cual me responde con una sonrisa y con una invitación a sentarme. Comenzamos a hablar, y es como si nos conociéramos de toda la vida. En este momento, cuando la tengo tan cerca, es que noto la verdadera tonalidad de su azul, es que sé que definitivamente me quiero mudar a su casa y hacernos felices todas las mañanas. Joy Division sigue tocando desde las bocinas y ella invitando las cervezas. Me habla sobre hoy, sobre mañana, sobre parasiempre. Me percato de unos ojos llenos de ese brillo particular que nos miran desde la esquina más oscura de todo el local. Lo ignoro y le empiezo a decir lo mucho que me encanta, lo linda que se ve fumando y cómo me encantaría vivir, desde esa misma noche, con ella. Ella se ríe y su risa me enternece. Ella me mira y su mirada no me hace sentir solo. Me sonrojo y recuerdo lo que me había dicho algún amigo sobre las mujeres de pelo azul; que te hacen sentir de maravilla, como ninguna otra hembra en el reino animal, que por eso eran pocas, porque no todos los hombres eran dignos de ellas. Y eso era lo que yo necesitaba. Una nena como esa es el remedio idóneo para curarme de mí mismo.

       Entonces, se acaban las cervezas, me paro en busca de otra ronda y, cuando regreso a la mesa, el tipo que nos miraba desde la esquina más oscura ahora está hablando con la nena. Nuestras miradas se cruzan, identificamos el brillo, y a mí, que rápido me entra la pendejá y las ganas de pelea, voy y me le acerco y le pregunto que cuál es el problema y él que me contesta que el problema era yo. Entonces me tira un puño, dos, tres, cuatro, no sé cuántos, y caigo al suelo. Y cuando me levanto, el tipo sigue, y yo que saco del bolsillo una navajita, de esas que tienen la hoja en forma de pico de pájaro y se la clavo por encima del hombro como tres veces. Y la gritería que se forma y la sonrisa en la cara de ella y su mano encima de la mía. Y nos vamos corriendo. No puedo dejar de sonreír.

 

© Juanluís Ramos


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Juanluís Ramos nació en Bayamón, Puerto Rico, en el 1985. Ha publicado el libro de cuentos Reyerta TV (Libros AC, 2009) y Shadowplay (ICP, 2016). Actualmente, termina estudios graduados en literatura puertorriqueña.