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José Angel Barrueco

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La palabra es un virus

      William S. Burroughs

 

 La enfermedad indica habitualmente la presencia de otra forma de vida

      David Cronenberg

 

       Comienza con un picor, una molestia pasajera.

       Una mañana se levanta y nota una comezón en el pecho.

      Se rasca. No le da importancia.

 

       Al día siguiente el prurito persiste, y se fricciona la carne como quien ha sido conquistado por las pulgas. Se despoja del pijama, examina el torso desnudo en el espejo, las yemas de sus dedos tantean la piel, buscan orificios, llagas leves, síntomas de picaduras. No hay nada.

      Entra en la ducha y, frenético, se frota con la esponja. Quizá sea una alergia.

 

       El verano concluye cuando una mañana, al despertarse, siente un poco de dolor por encima de la tetilla izquierda. En los últimos días no le ha picado el pecho y el tema había caído en el olvido.

      Va hacia el espejo.

      Abre el pijama.

      Sí, allí está.

      Una mancha sutil.

      El inicio de una grieta.

      Un prolegómeno de abertura que punza la piel allá donde hubo hormigueos.

      Una alergia, se repite. Algo sin importancia.

 

      La mácula liviana, sin embargo y a medida que transcurren los días de septiembre, va convirtiéndose lenta pero implacablemente en una llaga, en una encarnadura que empieza a abrirse en el centro, como si las interioridades quisieran supurar y aún no pudieran hacerlo por culpa de la resistencia de la piel, ese órgano recio y misterioso.

 

      Otra mañana, al salir del lecho, se aproxima con miedo al espejo. Allí está, de nuevo, ahora multiplicados los síntomas. Durante la noche la mancha se ha convertido en varias petequias que afean su pecho, que se reparten entre las tetillas, el torso y las inmediaciones de las axilas.

      ¿Qué me pasa?, se pregunta. ¿Qué me está pasando?

      Quizá sea una alergia pasajera, o una enfermedad anómala, más propia de la infancia. ¿Será rubeola? ¿Cómo era la rubeola? ¿Y el sarampión?

      Se afana buscando en internet, sacudiendo Google Imágenes de aquí para allá: traza vínculos, establece paralelismos entre sus manchas y las llagas de las fotos. Ve cosas horribles.

      Cierra la página y entra en el cuarto de baño.

 

      Todas las mañanas, a partir de entonces, se raspa los estigmas con la esponja. Como si quisiera borrarlos. Como si fueran tatuajes prohibidos que alguien le ha impuesto. Compra jabones especiales para el cuidado de las pieles sensibles. Se aplica cremas y ungüentos, esparce polvos de talco, coloca apósitos encima.

      Nada de ello sirve.

 

      El verano ha concluido y sin embargo las altas temperaturas continúan asfixiando a los ciudadanos. La gente sale a la calle en camiseta de manga corta, va a la piscina, toma el sol en los jardines. Él no puede salir: las manchas se han extendido a los brazos, y ser blanco de miradas le repugna. Porque tendría que explicar el origen de esas huellas. Porque tendría que reconocer que no ha ido a un especialista.

      No se atreve a ir a la consulta del médico. Pero acaba saliendo al exterior, aunque para ello deba taparse hasta las orejas. Sus amigos no entienden por qué sale vestido de negro, con manga larga y cuello alto.

      Es mi estilo, les dice.

      Nadie se lo cree.

 

      En octubre comienzan a dolerle las articulaciones, las axilas le pesan, es como si dentro de la piel se le hubieran alojado grandes masas de plomo. Pero sólo son heridas, quistes, pequeñas contusiones, brotes extraños que van surgiendo en la espalda, en el abdomen, en los brazos… localizados aquí y allá.

      Sabe que no puede ser sida.

 

      ¿Será cáncer?

      Eso cree hasta que una noche de noviembre, emborrachándose en soledad mientras ve en la televisión una película sobre mutaciones, se fija en su torso. Juraría que tiene una palabra tatuada. Lo comprueba frente al espejo. Sí, una palabra. Se frota.

      Cree que es culpa del alcohol y se va a dormir.

 

      Se despierta cerca del mediodía.

      Detesta ver su cuerpo llagado. Pero lo hace. Se desnuda. Se mira. Se toca. Se ha operado otro cambio. Una nueva mutación.

      Durante la noche, su cuerpo ha seguido la ruta de las transformaciones, variando de muda.

      Donde estaban las manchas, ahora hay palabras.

      Donde hubo matices rojos, encarnaduras, síntomas de supuración, ahora ve tonos negros, como de tinta.

      Pero no es tinta.

      Lo sabe porque, sentado en la bañera, bajo el chorro de la ducha, el agua casi ardiendo, se friega con una esponja y luego con piedra pómez. Cree ser víctima de una broma pesada. La desesperación empuja a sus manos a ejercer mayor violencia sobre la piel, y, por encima de las palabras, la carne comienza a arder, a agrietarse, a sangrar.

      Ni siquiera el agua elimina toda la sangre.

 

      Sale de la bañera convertido en un ecce-homo.

      Le sangra el pecho, le sangran los hombros, le sangra la espalda, le sangran las rodillas. Se horroriza al mirarse en el espejo. Se parece a… ¿cómo se llamaba? Sí, a Guy Pearce en aquella película. Pero como si a Pearce lo hubieran sometido al castigo de Jesús en La Pasión de Cristo.

      Eso es lo que parece. Un hombre traicionado por su propia piel y por su propia memoria, inmerso en martirios que él mismo ha elegido. 

 

      Trata de limpiarse el pus y la sangre con vendas y apósitos y agua oxigenada. Luego intenta descifrar las palabras.

      Su educación fue católica y, aunque no es practicante, penden sobre su cabeza el miedo y la culpa. El miedo al más allá. La culpa del pecado. En su piel hay diversos idiomas. Palabras en varias lenguas. Conoce su idioma, el español, y reconoce el inglés, el italiano y el francés. Lo demás le sabe a chino. Son idiomas incomprensibles.

 

      Por su carne desgarrada pueden leerse palabras que le aterran, algunas en letras de molde:

      Lujuria

      Traición

      Amargura

      Perversiones

      Mentira

      Castigo

      Algunas palabras, a veces, le queman. Le obligan a rascarse con las uñas, o a frotar con esponja y una pastilla de jabón puro, y el sangrado se acentúa.

      Recuerda un relato breve que leyó una vez. Se acuerda del título, “Revolución de letras”, pero ha olvidado el nombre del autor. En ese cuento, un escritor era invadido por las letras del teclado de su computadora. Las palabras lo mataban.

 

      Decide aislarse del exterior, sobrevivir mediante latas de conserva y pedidos por internet, como ha visto hacer a los personajes enfermos de la ficción.

      No tiene novia, así que está a salvo de miradas íntimas. Sí mantiene, desde hace tiempo, una especie de relación sentimental, a distancia, con una mujer. Mediante chat. Ella, ahora, ha instalado una webcam y quiere que él haga lo propio. No le basta con una imagen en jpg enviada por correo electrónico. Necesita una prueba más real. Pero… ¿un plano en cámara es más real? Él lo duda.

 

      Su cuerpo, entre finales de noviembre y mediados de diciembre, sigue cambiando. A veces se nota alguna extremidad más gruesa o más delgada.

      A esa medio novia del chat le cuenta alguna mentira sobre la webcam, que compró en verano y que aún no utiliza. Sabe que no puede aplazarlo más o ella se irá de su vida virtual.  

      Todo ese nivel de aturdimiento e información sin control, típico de Facebook, se inmiscuye en su organismo y aflora a través de la piel. Es un virus. Un virus del que nunca había oído hablar. Se siente como si su cuerpo estuviera conectado directamente a una red social y lo atravesaran cotilleos, rumores, informaciones, estados de ánimo, toda esa catarata de palabras que acaba formando el ruido digital.

 

      En Navidad ya es otro hombre, otra persona.

      Las palabras ya no son las mismas. Se lo están comiendo. Y ahora guardan relación, algunas de ellas, las que es capaz de descifrar, con todo aquello que odia de las navidades:

      Villancicos

      Consumidores

      Falsedad

      Reencuentro

      Impostura

      Lo agotan las extrañas anomalías de su cuerpo. Las metamorfosis. No es una larva que esté convirtiéndose en mariposa. Es una mariposa que involuciona hacia el estado de larva, de gusano.

 

      La chica del chat insiste. Lleva meses esperando. Quiere verlo en directo.

      Teclea un ultimátum. Si esa misma noche no coloca la webcam y se muestra ante el objetivo, ella se desconectará de él. Para siempre. Y este hombre infectado no quiere perderla. Es su único vínculo con el exterior, con la realidad, aunque sea virtual, aunque provenga de los entornos de la red.

 

      Lo más escalofriante del mundo, de la vida de un ser humano, es permanecer atrapado por su propio cuerpo cuando ese cuerpo está enfermo y es una cárcel para su propietario. Al final del camino de espinas el organismo sucumbe a la intrusión y ni siquiera los medios más eficaces ni las medicinas de destrucción masiva son capaces de resistir el ataque, la multiplicación de las células y las mutaciones del virus parásito.

      Él se pregunta qué tiene, qué demonios ha cogido. Se imagina cómo algo lo roe por dentro, lo va destruyendo, transformando en otro.

 

      ¿Lo que más teme es ser prisionero de su organismo, de la metamorfosis de sus células?

      No, quizá lo que más tema es el veredicto de un doctor. Por eso se niega a ir a la consulta, por eso rehúsa someterse a ese incordio repleto de incertidumbres que conforman los análisis, las biopsias, los tacs, las punciones lumbares…

      Teme la verdad.

      Mientras siga ignorando lo que padece, aunque siga sufriendo sus síntomas, será un poco menos infeliz.

 

      Las navidades lo aturden. No enciende el televisor para evitar toda esa trampa: la imposición de la felicidad, la paz falsa entre los ciudadanos, el odio apaciguado durante sólo unos días, el perdón que nadie se cree…

 

      La tarde previa a la Nochebuena acepta la petición de su novia virtual. Instala la webcam, carga el programa, la enciende, entra en el chat y se conecta con la chica.

      La imagen que ella recibe no es muy buena, le falta nitidez y claridad. Él se ha desnudado de torso para arriba. No quiere ofrecer mentiras.

      ¿Qué ve ella?

      Ve a un hombre en los huesos.

      Alrededor de cincuenta kilos de peso.

      Ojeras turbias y pómulos de enfermo.

 

      Y su cuerpo… No es capaz de describir su cuerpo.

      Parece como si todo él estuviera tatuado.

      Aquí y allá nota bultos, quistes que le deforman un hombro o un costado, llagas y heridas recientes por las que parece evacuar pus, sangre y algo ignominioso, terrible, algo que se mueve por su superficie: larvas, o tal vez gusanos, o quizá alguna clase de insecto de cuya existencia jamás supo.

      Es un hombre que se cae a pedazos.

      Un hombre que sufre.

      Un hombre desdichado.

      Un hombre que atraviesa los calvarios de la mutación corporal.

      Un hombre que está desarrollando otras estructuras de vida alojadas en su organismo.

        

      En algunas zonas se ha escarbado en la piel con un cuchillo de cocina, con raspadores de limpieza de baños, con piedra pómez, como un loco obstinado en borrarse los tatuajes de antaño. Lo único que ha conseguido es que varias heridas, en carne viva, se infecten.

      Su estado físico es deplorable.

      Parece un monstruo.

      Pero no lo es.

      Sólo es un ser humano que aloja infecciones. Tantos huéspedes extraños dentro de un único cuerpo sólo pueden deparar el deceso del anfitrión.

 

      Ya lo ves, me estoy pudriendo, dice él a la cámara. Lamento no ser el hombre que esperabas.

      Eres exactamente lo que esperaba, habla ella.

      Su voz es cavernosa. A su semblante, casi en sombra, sólo lo alumbra la luz de la pantalla del ordenador.

      ¿Podrías encender alguna lámpara? Me gustaría verte con claridad.

      Será un placer, dice ella.

      Enciende una lamparita de pie y él da un respingo.

 

      ¿Qué rostro tiene La Muerte? ¿Aquel que le conferimos en nuestras pesadillas o en nuestra imaginación? ¿O el que nos ha vendido la iconografía popular? ¿Qué gesto de terror forman nuestras facciones cuando nos enfrentamos a lo inevitable?

      La mujer del otro lado de la pantalla es guapa, de una belleza casi dolorosa, y cada cinco segundos, en su rostro, se disciernen los rasgos de una calavera en estado de putrefacción. Como si el resplandor de un foco de discoteca actuara sobre sus rasgos para mostrar la verdad encubierta.

      En esos intervalos se alternan la hermosura y el horror. Cuando ve la cara de la mujer, el corazón le vuelca de deseo. Cuando ve la cara del esqueleto, el corazón le da una sacudida de pánico.

 

      Entonces él comprende.

      Entiende lo que está pasando.

      De algún modo, sabía que esto era un aplazamiento. Una prórroga. Que sólo era el principio. No hay antivirus que pueda rescatarlo de lo inaplazable. Aunque hubiese encontrado la cura, ya estaba predestinado. De alguna manera, el destino siempre se las arregla para encontrarnos.

 

      Un escalofrío le recorre el espinazo, nota trazos de hielo en su columna vertebral, e incluso siente ese cosquilleo en el ano de quienes presienten el peligro.

      Afuera caen copos de nieve. La gente canta villancicos, ajena a lo que sucede en la habitación de un hombre solitario y maldito, ajena al momento por el que cada uno de nosotros desfilaremos. Ellos también insisten en olvidarlo.

      Es Navidad, y todos parecen felices mientras algunos, en cuartos de hospital, en pensiones baratas, al borde de las carreteras en la noche, en sus pisos de alquiler, en sus casas hipotecadas, en sus mansiones de película o en los sanatorios de barrio, agonizan y caen hacia el otro lado.

 

      El hombre tiembla en la penumbra.

      Es mi última Navidad, se dice.

      La mujer acecha en la pantalla.  

      Hemos conectado, cariño, susurra ella.

      Y no hay vuelta atrás.

      Él lo sabe.

      Luego aprieta los dientes.

      Con fuerza, con rabia, sin resignación.

 

      Lo único que acierta a preguntarse es:

      ¿Cuánto tiempo tardarán en hallar mi cadáver?

 

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Publicado en Una Navidad de muerte, de Varios Autores, Editorial Origami, 2012

Blog del autor: http://thekankel.blogspot.com.es/

 


© José Angel Barrueco



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