The Barcelona Review

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imagenDaniel Jándula Martín

Un artista callejero

 

 

 

Pablo salió a disfrutar de su camisa recién planchada. También tenía que hacer hueco en su paseo a la última discusión con su novia. Había tenido varias, pero nunca una tan dura como aquella. La última frase que él escuchó decir antes de salir con un portazo fue:

 

            —Así es como se demuestra el afecto, con un beso.

 

            Fuera se estaba bien, a pesar del calor. El cielo tenía la textura de una bebida tropical, con un níveo resplandor detrás de los edificios más bajos de la calle, todos con estética de película bélica. Tuvo la más que decente tentación de meterse en la fuente del barrio y quedarse allí hasta que alguien hiciera algo más escandaloso. Pero seguía encantándole que su camisa permaneciera intacta, que aún no hubiese sudor que la tocara.

 

            Sí que estuvo unos minutos mirando los chorros de agua pulverizando la conversación y distrayendo su atención hacia las cosas sin importancia. Nunca había visto la fuente con semejante detenimiento. Llevaban cinco años viviendo allí, y nunca supo que de los catorce aspersores, tres estaban atorados y expulsaban el agua a borbotones, cubriendo el moho y el óxido. El resto de la fuente también estaba algo descuidado. Había flotando hojas de árboles que no pertenecían a aquél lugar, y el fondo cercano a los bordes le disuadieron definitivamente de adentrarse. Lo que no faltaba era el olor a cloro, ni la espuma filtrada por una rejilla que tenía bajo sus pies.

Sin embargo, se estaba fresco. Pablo notaba el cambio de temperatura al entrar en el área de influencia de la fuente. Cerró los ojos, y las finas aguas le rociaron el pelo rizado y pardo. Se le había pegado parte del flequillo a la frente, y la camisa empezaba a perder su impecabilidad. Esas ondulaciones diestramente provocadas sobre los codos se habían agrupado y formaban una masa desprovista de gracia, deslizándose poco antes de llegar a las muñecas. Era el anticipo de la irritación, de una irritación cobarde, veraniega, más próxima al hastío y a un humor vagabundo que al enfado. Devolvió al interior de la fuente la rama que hubo extraído del borde a su llegada. La rama contenía sus cavidades inundadas de agua; podría estrujarla y recordar las cañas de azúcar de su infancia, pero no lo hizo.

 

            Echó la cabeza para atrás y estiró los brazos. Siguió caminando sin desviar la mirada de los balcones de la primera planta del edificio que había frente al suyo. A veces espiaba los balcones ajenos desde la ventana, sobre todo en las noches de verano cuando se sentaba un rato con las luces apagadas y un botellín de agua que había dejado en el congelador un par de horas antes.

 

            Envidiaba el primer piso de ese bloque que hacía esquina. Esos vecinos disponían de una hermosa terraza, no demasiado grande pero donde cabía una mesa, tres sillas y muchas plantas medianas. A oscuras, imaginaba los árboles que plantaría allí de forma libre, fantaseaba con instalar una pequeña caseta, que también cabía, donde podía encerrarse a practicar marquetería. La terraza estaba construida sobre el edificio contiguo, más bajo, aprovechando la esquina. Solo los que se situaban en el edificio de Pablo, a cierta altura, podían ver que había una terraza allí. A Pablo le indignaba que nunca salieran a disfrutar del sol invernal, ni a tomar zumos o sándwiches de pavo con mostaza al mediodía. Sus desconsiderados vecinos dejaban allí a su nervioso chucho que ladraba prácticamente a cualquier cosa con apariencia comestible.

 

            Esta vez se le ocurrió pensar que ninguno de los habitantes de ese bloque sabían que la terraza existía, pues ahora se daba cuenta de que el edificio pequeño, el de la terraza, estaba desplazado un par de metros hacia el interior, y la inclinación del ángulo de la esquina imposibilitaba la visión lateral hacia esa casa del primero; es decir, que uno podía plantar una selva sin que sus vecinos cercanos tuvieran noticia de ello.

Los dueños de la terraza cultivaban exclusivamente geranios rojos.

 

            Terminó el recorrido y, poco antes de llegar al portal y perseguir sus llaves, pasó junto a un señor mayor que mantenía su bastón en equilibro sobre la palma de la mano, con una concentración que él no podría reproducir jamás. Sentía una pizca de vergüenza cuando abrió la puerta.

 

            En casa todo se había calmado. Se acercó a su novia y abrazó una intención de abrazo.

            Hicieron cosas de mayores un rato. Luego le contó que había estado de paseo y casi todo lo que había visto, y cómo antes no se había parado a verlo con ese detenimiento.

            Ella dijo:

 

            —El geranio es la determinación.

 

            Pablo omitió al artista callejero y se quedó dormido.

 


© Daniel Jándula Martín

www.cuentoseneltecho.blogspot.com


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