The Barcelona Review

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imagenSantiago Casero González

Las horas equivocadas

 

 
      20. ¿Ama usted a alguien?<
      21. ¿Y de qué lo infiere?
             Max Frisch,
             Diarios, 1966-1971
             (Cuestionario)

 

Nos acabábamos de casar y teníamos que amueblar el nuevo apartamento. No nos resultó difícil ponernos de acuerdo en lo esencial: una cama de dos por dos, aquel cuadrito falso de Rothko, un mueble bar dentro de un globo terráqueo vagamente renacentista que se abría como la panza de un transbordador espacial, unos sillones Vassily, dos almohadas, la tele de treinta y dos pulgadas (un imposible punto medio entre las sesenta y tantas que pretendía yo, para el fútbol, y el anatema que Gracia había propuesto, divertida, contra la tecnología)… Discrepamos inopinadamente en el despertador, dónde ubicarlo, clásico o electrónico, su color, pero ese desacuerdo nos pareció halagüeño porque fungía de necesario contrapunto conyugal cuya insignificancia lo volvía inofensivo. Resolvimos que el de numeritos digitales no era el más elegante pero sí el más práctico, amén de que no disonaba con el resto del mobiliario de funcional factura nórdica. Así que compramos dos, uno para cada mesita de noche. Sin embargo, yo elegí el de dígitos verdes, relajante y notorio al mismo tiempo, y ella prefirió el que avisaba haciendo uso de unos números rojos que en la noche teñían la pared con una luminosidad incandescente y febril, y ese segundo desencuentro reforzó la impresión de que el matrimonio era una hermosa yunta de soledades. Fue bonito poner en hora ambos relojes como símbolo de un futuro que presumimos simultaneo.
       Durante las primeras semanas, de hecho, el unísono de los guarismos de los despertadores y su dulce vibrato acunaron nuestros sueños y acompasaron los frecuentes lances de amor, tan nuevos, tan apasionados todavía. Basta decir que ambos artefactos zumbaban perfectamente sincronizados cada mañana a las siete y que el resto del día no era para ambos sino un paréntesis en el que desde nuestras respectivas ocupaciones nos sentíamos vinculados y ansiosos.
       Tal vez pasaron, sin embargo, cinco o seis meses, cuando, una tarde, sumido en ese no sé qué de inciso tedioso que tienen los domingos y el otoño, pasé delante de la puerta del dormitorio en dirección al trastero, cargado con periódicos viejos para el reciclaje, por hacer algo, y enseguida intuí una anomalía. Llamadlo pálpito, si queréis, pero algo atrajo mi atención sin verlo. Escruté entonces la habitación con una aprensión algo soñolienta, esperando encontrar a lo sumo un cuadro torcido. Sin embargo, la lámina de Rothko estaba en su sitio, recta, hipnótica como la ventana de un edificio en llamas; las dos almohadas se veían mullidas y simétricas sobre el cabecero; el pelo del grueso cobertor sobre la cama ofrecía el aspecto habitual de un campo de trigo mecido por el viento… Y entonces lo descubrí: los relojes tenían una hora distinta, aunque ambos se fundieran en el familiar latido electrónico. Apenas un minuto, ese era el desajuste de los aparatos. Mientras  uno de ellos, el de Gracia, avanzaba ese minuto en la pantalla, el otro se demoraba unos segundos en alcanzarlo inútilmente, porque poco después el reloj de mi mujer volvía a aventajar al mío en una carrera que evocaba sin dificultad la fábula de Aquiles y la tortuga. Naturalmente, no podía saber cuál de los dos estaba equivocado, si atrasaba uno o adelantaba el otro. O, en el peor de los casos, si ambos erraban a la vez pero en distintas direcciones temporales. Me dije que tampoco era tan importante, sólo un reloj que se equivoca un poco, así que cerré la puerta del cuarto como el que cierra los ojos para no ver y terminé de llevar los papeles al contenedor de reciclaje en el trastero. Entre los periódicos que volqué en el recipiente, que no era sino una caja de embalaje de una secadora que Gracia había comprado sin consultarme y contraviniendo su cacareada animadversión a la tecnología, asomaron las páginas satinadas de unas revistas de psicología que mi mujer coleccionaba y que, en mi opinión, rozaban peligrosamente la superchería, aunque ella presumía de una serenidad de espíritu gobernada por los consejos emanados de esas páginas. Pensé enseguida en Gracia, dormida frente al televisor encendido que tanto había denigrado, ocupando tal vez algo despóticamente con su deseable anatomía todo el espacio del sofá que habíamos elegido juntos para compartir en el tedio de las muchas veladas por venir. Se veía tan hermosa en esas ocasiones: la boca cerrada, fresca; el pecho, abundante, alzándose en cada callada inspiración; un fruncido entre las cejas que no era sino un testimonio de su determinación y su carácter. Lo cierto es que Gracia había ido revelándose poco a poco como una mujer poderosa y enfática, tal vez algo intransigente con mis pequeños defectos (una tapa de inodoro sin abatir, unos leves ronquidos, una llegada a destiempo en la cópula…), lo que me obligaba a imaginarla como una persona íntegra, tan segura de sus principios como de sus prejuicios, y eso no hacía sino excitarme, me empujaba a amarla más que nunca, aunque percibiera sordamente en mi idolatría una insignificante forma de derrota conyugal a la que entonces no di más importancia. Ya volvía junto a ella, deseándola, cuando la portada de una de las revistas llamó mi atención: “Cuando se detiene el reloj del amor”, decía, y allí se veía a una pareja en pie, mirando cada uno de los miembros de la misma en una dirección opuesta, y en medio de ambos un corazón atravesado por una fisura que lo partía en dos y de la que sobresalían la maquinaria y las agujas de un reloj. Sentí una nausea y me agarré a una estantería donde almacenábamos conservas de compota y encurtidos. Me dije: no exageres, Darío; pero cuando me repuse, corrí al dormitorio y abrí la puerta de golpe, sabiendo ya lo que iba a encontrar: los relojes diferían ahora en no menos de dos minutos, tal vez tres. Esa tarde me ovillé junto a Gracia en el sofá, abrazándola, y me pareció que el pliegue entre sus cejas era más profundo y oscuro.
       Por la mañana todo resultó más sencillo. Decidí que bastaba con volver a poner en hora los relojes y se disiparía así cualquier tipo de amenaza que mis temores fueran capaces de imaginar. Hasta me atreví a contárselo a Gracia: No lo vas a creer, pero me ha asustado esa tontería… Me pareció que su sonrisa sancionaba lo que de ternura había tenido mi puerilidad  y me propuse no volver a pensar más en ese asunto. Esa noche hicimos el amor y, aunque quería convencerme de que eran sólo cosas mías, tuve la impresión que Gracia estaba un poco ausente, como si anduviera en otro sitio, como si ya no estuviera allí o todavía no hubiera llegado.
       Unos pocos días después, sin embargo, descubrí que no era suficiente con sincronizar los relojes, pues estos  volvían a mostrarse desajustados, ahora hasta diez minutos. Esta vez no le comenté nada a Gracia, pues temía excitar su impaciencia, que últimamente era muy palmaria cuando estábamos juntos. Yo achaqué su nerviosismo a algunos problemas laborales que ella insinuaba sin explicarlos, algo de una fusión en la empresa, ciertos rumores. Naturalmente se me pasó por la cabeza deshacerme de los relojes, pero lo descarté enseguida porque de esa manera mi obsesión habría quedado demasiado expuesta frente a la sensatez de mi esposa, y tal vez haría patentes además ciertas fisuras en nuestra relación que yo quería creer normales en cualquier matrimonio. ¿Qué importancia podía tener que ya no hiciéramos casi el amor o que sus labios se retrajeran en un mohín parecido al asco cuando acercaba los míos?
       Así pues, aposté por la terquedad: me propuse ajustar las horas de nuestros relojes tantas veces como fuera necesario y no renunciar al bendito cuerpo de Gracia. Quería convencerme de que el desajuste horario no era un símbolo de nada, que el reloj no era sino un artefacto al que hemos encomendado una tarea absurda, la de fragmentar  y medir algo tan veleidoso como el tiempo, y que el comportamiento de Gracia era temporal. De cualquier forma, comprobé que mi terquedad no era nada comparada con la de los relojes, cuyo divorcio era cada día más hiriente: un mes después del primer sobresalto, el reloj de Gracia adelantaba ya más de media hora sobre el mío.
       Unas semanas más tarde, aproveché un viaje de mi mujer, a no sé qué congreso o reunión de trabajo en no sé qué ciudad de la costa, para explorar otras estrategias. He de decir que ese viaje dio comienzo con el habitual beso gélido al que no quería acostumbrarme. Llevé a Gracia al aeropuerto y, cuando avancé mis labios hacia los suyos, estoy seguro de que ella hizo un levísimo escorzo que impidió que llegaran a encontrarse, de manera que tuve la impresión de que me despedía de una estatua de escayola. La vi perderse entre la multitud del vestíbulo sin mirar atrás, ostentando su desgana de contemplarme en mi desconsuelo. Sin embargo, yo sentía también un comprensible alivio. Primero porque su ausencia me daría tiempo a ensayar esas otras soluciones como conjuros de lo que estaba averiado en mi matrimonio, y luego porque la distancia física de Gracia haría más tolerable y lógica una frialdad que en la estrecha contigüidad de nuestro apartamento se volvía insoportable.
       Tan pronto como la perdí de vista entre la gente, me dirigí inmediatamente a uno de esos comercios de electrodomésticos en los que se expone todo tipo de cacharrería moderna con la intención de comprar sendos relojes idénticos a los nuestros y que de esa manera mi mujer no se diera cuenta de que los había cambiado, pero ese primer intento fue descorazonador, porque el encargado de la sección correspondiente me informó de que aquellos modelos ya no se fabricaban y me ofreció otros más modernos. Se aventuró incluso a jactarse de que el tiempo pasaba muy deprisa y más para los electrodomésticos. Ese día debía de sentirse confiado porque se atrevió con una frase en latín que citó mal y yo tuve la impresión de que había consultado con la Sibila el resultado de una batalla decisiva. Pero no me quería rendir, así que recurrí al plan B: buscaría un relojero que ajustara los mecanismos. O mejor, el mecanismo del reloj de Gracia, que era el que obviamente adelantaba la hora. Fui hasta el coche en el aparcamiento y saqué los relojes del maletero, donde los había ocultado de la vista de mi mujer, y los puse en el asiento contiguo al del conductor. Así, apagados, me parecieron inofensivos. Por un instante tuve la impresión de que todo era un espejismo, de que estaba haciendo una tragedia de lo que no era sino un banal contratiempo, si acaso un comprensible episodio de hastío en la convivencia que el tiempo remediaría por sí solo. Entonces tuve ganas de llamar a Gracia: calculé que ya habría llegado a su destino, que estaría en su hotel probablemente echándome de menos tanto como yo a ella, porque la distancia es hacedora de nostalgias, aun infundadas, así que blandí mi teléfono móvil y marqué el suyo. Al principio pensé que me había equivocado porque la voz de ella sonó distinta, como si estuviera resfriada. Soy yo, cariño… Hubo un silencio al otro lado sólo manchado tal vez por una voz en sordina. Pensé que sería el televisor, quise reconocer la doble lejanía de las voces de un programa cualquiera de la televisión. Ya veo, ¿llamas por algo? ¿Ha ocurrido algo? La voz de fondo calló de pronto, quedó un silencio expectante que asustaba un poco. ¿Hay alguien contigo? ¿Gracia? El teléfono hizo entonces un bip irritante, inoportuno, y enmudeció. Me quedé inmóvil, mirando absurdamente la pantalla vacía de mi teléfono sin batería, los relojes dormidos en el asiento a mi lado, como si descansaran de su carrera despareja de todos esos días. Sé que arranqué el coche y que conduje por la ciudad, mucho tiempo, muchas calles, agorero, con un agujero en el pecho que quemaba como si allí hubiera entrado en erupción un volcán, hasta que, como si no supiera ir a ningún otro lugar, llegué a nuestro barrio, que me pareció triste; nunca había visto con aquellos ojos el lugar en el que vivía, con la impresión de que aquellas calles ya pertenecían al pasado y con el recuerdo prematuro de que allí fui feliz. Pensé entonces que todo esto había empezado con aquellos estúpidos relojes que no sabían dar la hora, tan calladitos ahora en el asiento a mi lado. Tuve la lógica tentación de la ira, me seducía la imagen de los relojes despanzurrados en el asfalto, parados para siempre. Incluso acudió la fantasía del tiempo detenido o invertido, la ilusión de que es posible parar las horas o retroceder al pasado, un pasado en el que mi mujer no está con nadie en un hotel a cientos de kilómetros de mí, sino decidiendo los inofensivos pormenores que llenan la vida en común de un apartamento de recién casados.
       No sabía qué decidir, de modo que decidí no saber; no saber todavía si “se había detenido el reloj del amor” o si la maquinaria del corazón de Gracia tenía compostura. No preguntarme todavía cosas que temía entender. Así que me dio por evocar, por tener añoranzas sin rencores, y me acordé de que en mi infancia había habido un relojero. Era un relojero o un joyero del barrio donde había vivido de niño con mi madre, a la que yo acompañaba en su viudedad menesterosa con relojes de pulsera o anillos que ajustar y a veces que empeñar. Era el único posible componedor de relojes que yo conocía ahora, en una época en que hasta los corazones tenían recambio. Recordaba un establecimiento en una calle en pendiente y una puerta pequeña, con vidrios emplomados y sucios. Cuando lo vi, el relojero permanecía sentado tras su mostrador como el busto sin piernas que siempre fue, rodeado de un paisaje abigarrado de oscuridad, engranajes, muelles y aromas dudosos del que él formaba parte como una pieza más. Me pareció que su rostro se conservaba idéntico a sí mismo a través de los años, inalcanzable para ese tiempo que él mismo manipulaba con martillitos, yunques y destornilladores cromados. Debió de verme cruzar la calle con el reloj de Gracia en las manos, como si llevara un niño dormido, tal vez debió de reconocerme. Probablemente debí de ser para él la sorpresa de un recuerdo, encarnando la idea del tiempo a través de los cambios que yo sí había experimentado. Se quitó sus gafas de resina y me miró a la cara y luego miró el artefacto en mis manos y yo vi que eran dos miradas muy diferentes, dos afanes encontrados y casi siempre sucesivos: la curiosidad y la contrariedad. Eso no es un reloj, señor. Yo hice caso omiso de su negativa. Me sentía fatigado, triste. Deposité el reloj de mi mujer sobre el mostrador. El  hombre se obstinó en no querer mirarlo pero adelantó la cabeza de manera que cayera bajo la luz exangüe del flexo. Cómo me había engañado: no sólo era más viejo de lo que recordaba sino que en su rostro se insinuaban ya los signos de un ocaso irreversible, traspasado de surcos profundos en los que brillaban pequeñas perlas de sudor. Guiñaba un ojo herido por la luz. La vida de mi mujer adelanta y yo me estoy quedando atrás, le dije. Lo vi sonreír, negar con la cabeza, arrepentirse de haber sonreído. ¿Y yo qué se supone que puedo hacer? Yo tenía ganas de llorar, a lo mejor ya estaba llorando sin saberlo, igual que cuando acompañaba a mi madre a empeñar un reloj de mi padre y ese mismo relojero le decía esas mismas palabras a mi madre: ¿Y yo qué se supone que puedo hacer? Y mi madre me arrastraba luego por la calle, en un silencio de pena, llorando muy bajito, y yo lloraba también, como ahora. Cálmese, señor; yo no puedo arreglar este trasto ni puedo arreglarle la vida. Váyase a casa… Me tendía el reloj de Gracia con los brazos extendidos, y yo sentía los míos pesados y ajenos, rehusando agarrar nada, pero el viejo insistía en devolverme el aparato, con la cara refugiada de nuevo en la penumbra. Tomé el reloj y salí a la calle. Caía una lluvia inesperadamente fría, como hebras grises y sucias que cosieran el cielo y el suelo. El agua corría alborotada calle abajo, tal vez hacia el río. Deposité el reloj en una avenida de agua y vi cómo la fuerza del torrente lo arrastraba y aquel me pareció un final tan cruel y tan trivial como cualquier otro. Corrí hacia el coche y me quedé allí dentro mucho tiempo, con el motor apagado, sin ganas de saber lo que había al otro lado del velo de la lluvia y de los regueros sobre la luna del automóvil. Veía mis ojos enrojecidos y húmedos en el espejo retrovisor, como si también hubiera llovido en mi interior. Necesitaba fumar después de tantos años. Me palpé las caderas buscando un imposible paquete de tabaco en un bolsillo de la americana y  sorprendí la dureza del teléfono en su lugar. Pensé en llamar de nuevo a Gracia, darle la oportunidad de hacerse perdonar lo que fuera que hubiera hecho, decirle que a cambio yo aceptaría alguna cosa, no supe decirme qué, pero tuve miedo de encontrar al otro lado del teléfono una voz que se hubiera instalado ya en un futuro irreversible en el que yo no sería necesario.
       Era muy tarde cuando llegué al portal de mi edificio, atesorando certezas sin remedio, ciertos rencores, la melancolía que iba a tener un día. La escalera hasta mi apartamento era una fatiga merecida; el rellano de la escalera, un preámbulo de la soledad en el que hasta los deterioros de la humedad en la pared eran un símbolo de algo. En el salón se escuchaba la nota monocorde de un zumbido a través del atónito silencio que emitía la penumbra: el aparato del teléfono estaba descolgado sobre el aparador. Lo colgué. Luego encendí la luz. Todas las cosas de la casa - los muebles, el papel pintado, los cuadros incomprensibles…-  se me antojaron de pronto vulgares y ajenas, como si formaran parte de un catálogo de IKEA que hubiera caducado. Saber que  añoraría todo eso me pareció asombroso. Me dirigí al dormitorio. La puerta estaba entornada y dejaba asomar un murmullo casi inaudible y un fulgor pálido que hacía temblar las sombras en el pasillo. Empujé la puerta y entré. Allí estaba ella, dormida y cubierta con una sábana. Tenía las piernas dobladas y fuera de la cama. Le adjudiqué la explicable fatiga de un viaje de vuelta precipitado, la imaginé corriendo por un aeropuerto, arrastrando una maleta y un remordimiento. Ya debía de haber notado la ausencia de los relojes sobre las mesillas de noche, los extintos testigos de un resentimiento todavía sin aclarar. Mi mujer estaba descalza pero vestida aún. La televisión, encendida, permanecía sintonizada en un canal de televenta. Apagué la televisión  con el mando a distancia, me  senté en la cama y me descalcé también, pero Gracia no despertó. Observándola así me pareció otra: un semblante que presagiaba ya la inminencia de la extrañeza mutua en que nos íbamos a sumir pronto. Si al menos compareciera en ese instante, pensé, un ápice de la dicha inconsciente que había iluminado nuestra pasión en la ya lejana época de la universidad, cuando nos conocimos. Todo era entonces más fácil. Parecía más difícil desde la corta perspectiva de la edad, pero todo era en realidad más sencillo. Bastaba con tener esperanzas. Y yo sabía que Gracia no quería hacerse ahora ilusiones ni siquiera con respecto al pasado. Me tumbé a su lado, la besé en el cuello, en los hombros, la abracé. Se conmovió bajo un escalofrío. Yo sentí cómo intentaban activarse en mi interior los largamente adormecidos dispositivos de la líbido: una suave irrigación de testosterona en ciertos márgenes olvidados de mi anatomía. Gracia se volvió un poco, se perfiló contra la luz de la calle, su boca fina, cerrada, el pliegue oscuro entre sus cejas. Tal vez  vio las mesitas vacías, los relojes que faltaban, las horas desajustadas en otro lugar. Duérmete, me dijo, es muy tarde.


 

Santiago Casero González para TBR © 2013


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Santiago Casero nació en Ciudad Real, en 1964, y actualmente vive en Alcázar de San Juan, donde imparte clase en el I.E.S. Miguel de Cervantes Saavedra.
       Ha obtenido el XXII Premio Internacional de Relatos “Max Aub” (publicado por la editorial Pre-Textos), el XXXV Premio Internacional de Narrativa “Tomás Fermín de Arteta”, el primer premio del IV certamen literario “Sierra de Madrid-José Saramago”, el primer premio del VI Certamen Literario “Ana María Aparicio” y el primer premio del XXVI certamen de cuento “Villa de Quintanar”, entre otros.
       Además, ha publicado en Letras Libres, ha sido editado en distintas colecciones de cuentos, y es autor de dos libros de relatos (“Eso te salvará”, publicado por la BAM en la colección de narrativa Ojo de Pez;  “De noche en ciertas ventanas”, finalista en el XXI premio de cuento Tiflos),  cuatro novelas terminadas (“Los huérfanos del tiempo”, XXXVI premio Cáceres; “La memoria de las heridas”, VI premio “Encina de Plata”; “El verano de las bestias”, IV premio de novela “El Fungible”; “Huellas de lo humano”, recientemente publicada por la editorial Intangible con el título “Salvo la culpa” y finalista en la 66ª edición del premio Nadal, en el Certamen Internacional “Juan Rulfo” de 2008, en el II Certamen Internacional de novela “Qué leer-Volkswagen”, en el XIII Certamen Literario Internacional “Ciudad de Getafe”, en el primer Certamen Internacional de novela corta “Colmenar Viejo”, en el XIV Premio de Novela “Vargas Llosa”, en el XXIX certamen literario “Felipe Trigo”, en los Premios Fray Luis de León 2011 y en el XLI Premio Internacional de Novela Corta “Ciudad de Barbastro” (aquí, con el título de “Habitará en vosotros la huella de lo humano”) y una quinta novela en fase de revisión.