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imageCarlos Yushimito

El mago

 

 “Todo, además, es la punta de un misterio.
Inclusive los hechos. O la ausencia de ellos.
¿Duda? Cuando nada acontece, hay un milagro que no estamos viendo”.
El espejo, Guimarães Rosa.

           

 

En la rúa de Magalhães, trescientos metros de camino directo desde Oliveiro Branco, todo lucía gris a causa del temporal. El coliseo, un caparazón de cemento, se derretía lentamente como un espejismo sucio al pie de su perspectiva. Llovía. Y lo peor de todo –pensó Evangelista– era que llovía. Esa forma curiosa de sentir la lluvia cuando escuchas el rumor que produce su continuidad, y sientes cómo picotea sobre el paraguas, y sientes un sonido botánico que todo lo resbala mientras va formando líneas paralelas en la pista. Pero no es el tacto de su humedad afilada la que, después de todo, te hace reconocer que llueve. Es su sonido. La calle cruzada por sombras que van buscando un refugio; los quietos y redondos fanales como ojos de batracios, apuntándote el camino de luz por el que deambulan puntos de lluvia. Pero, por encima de todas estas percepciones, uno sabe que llueve, mucho antes de ver las ráfagas de agua o de mojarse los cabellos; incluso mucho después, cuando ha escampado ya por completo y el cielo se abre como un par de aletas que respiran, asomándose a través de las nubes. Pero los sonidos se pierden se pierden se confunden. Son como el latido de un corazón o el reloj que descansa en la mesilla de noche. De pronto un día los oyes.
       Y eso es todo.
       Ahora Evangelista, detenido frente al afiche del espectáculo, fingía leer en silencio las letras irregulares que había grabado esa misma tarde al recoger el volante del suelo. Se protegía bajo el cobertizo del coliseo, y dejaba escurrir su paraguas, formando un pequeño charco de agua gris sobre los adoquines. A su lado, una mujer enjuta y de color cetrino lo miraba con una expectativa vacilante.
       “¿Qué quiere?”, dijo Evangelista, sin soportarlo más tiempo.
       “¿Entradas pro espetáculo da noite?”.
       Los grandes ojos de la mulata lo traspasaban desde una taquilla inverosímil: un ajado pupitre y una bolsa llena de monedas y billetes doblados sobre sus muslos.
       “¿Entradas, dice?”, espabiló Evangelista: “Con lo que cuesta una hora de función aquí puedo alimentarme una semana entera”.
       “Bueno”, dijo la mujer, reacomodándose en su sitio: “nadielo obliga a entrar si no quiere”.
       Era cierto: nada lo obligaba a permanecer ahí. Después de todo era libre de coger su paraguas, salir del cobertizo y desandar el camino hasta llegar a la cuesta de São Clemente. Pero no lo hizo esta vez, como tampoco lo había hecho antes. Algo se lo impedía. Una intuición, algo que lo acechaba desde la tarde previa, cuando levantó el volante por primera vez y descubrió la semejanza de aquel rostro exacto multiplicado en el papel, el imposible recuerdo que no lograba descifrar en su memoria. “Xavier Ptolomeo, el ilusionista”, leyó el afiche que tenía delante: letras inclinadas y luminosas como si hubieran sido dibujadas por los aletazos de un ave. “El primer ilusionista de São Paulo... un espectáculo que no puede perderse”. Y detrás de las letras, la fotografía, deliberadamente azul y blanca blanca blanca, oscilando como un torbellino de miles de plumas. El rostro era confuso, pero algo le resultaba familiar en él.
       ¿Dónde lo había visto?
       “¿Lo conoce?”, se oyó preguntar Evangelista, saliendo súbitamente de la imagen.
       La mulata, detrás de él, ensortijaba su pelo con un ritmo dócil y acompasado.
       “Solo sé que hace magia”, replicó, sin mirarlo.
       Y aunque su voz sonó natural, Evangelista tuvo la certeza de que aquella mujer repetía un libreto.
       “Le resultará insólito verme aquí después de tanto tiempo”, añadió al cabo, creyendo necesaria una explicación. “Y la verdad es que no logro comprenderlo en absoluto ¿sabe? Para serle sincero, ni siquiera entiendo qué hago aquí hablando con usted en primer lugar. Y en segundo lugar, ni siquiera entiendo por qué se lo estoy explicando”.
       Palpó sus pantalones, su chaqueta y echó de menos un cigarrillo.
       “Xavier Ptolomeo”, se dijo. “¿Qué clase de nombre es ése?”.
       Pero tampoco esta vez consiguió marcharse. ¿No había nada más que pudiera hacer entonces? Nada en absoluto. Evangelista revolvió sus bolsos y sacó dos billetes fruncidos y húmedos, sin duda manipulados una y otra vez, de modo inconsciente, a lo largo de la noche.
       “Solo espero que valga la pena esto”, murmuró.

 

* * *

 

“El color negro absorbe la luz. Es un pozo profundo donde no existen colores. Los ojos descansan porque no encuentran desafíos; no interpretan y el cerebro se suaviza, entra en un vértigo tranquilo semejante al comienzo de todo, que suele ser lánguido como el sueño. Es la negación de la luz. Por eso resulta fácil ocultar las sedas en el sombrero, ¿vio? Por eso los sombreros son negros, y los casilleros donde el mago se oculta para que lo mutilen o desaparezcan, y las varitas mágicas que todo lo hacen desaparecer, todo negro en suma, negros incluso el universo y la noche, ahí donde se esconden la vida y los hombres. Pero en cambio vea cuán difícil es resistir a la luz cuando nos enfrenta. Vea el color blanco, por ejemplo. Concentra todos los colores que existen, y sin embargo es un espejo excesivo: los revela todos, la luz entera la devuelve por completo. Véalo cómo destella cuando lo mira de frente. Véalo destellar, vea cómo destella. ¿Ahora me comprende? Sin embargo, uno dice siempre que teme la oscuridad. Y más que a la oscuridad, uno teme a la idea que se ha formado de ella. Y yo le diré: no es el color de su hoyo, caballero, lo que tanto nos intimida, es la fascinación por quedar atrapados en el predecible, pacífico fraude que tanto deseamos ver. Este sombrero, después de todo, solo ha sido inventado para protegerlo a usted de la luz”.
       El mago se llevó un vaso de agua a los labios, bebió un sorbo, aligeró su lengua y luego lo devolvió a una muchacha que se escabulló deprisa tras el escenario.
       “Bueno, no se quede callado... ¿qué me dice?”.
       “Que es usted un maldito charlatán”, dijo Evangelista.
       Algunas personas rieron, y él aprovechó la tregua de aquel desconcierto para mirar el fondo del salón. Las cortinas de la entrada oscilaban con ondas ligeras y adormecedoras aunque nadie más las hubiera traspuesto. Sabía, sin necesidad de mirarlos, que el resto del lugar estaría lleno de seres rudimentarios como él: mujeres gordas con vestidos floreados, hombres sin cabellera, rapaces que mirarían por sobre el hombro las entrepiernas de las muchachas. Algunos metros, en la parte posterior, oculto de los reflectores, su paraguas cuidaba el asiento que había dejado libre al ponerse de pie, al caminar hacia el tablado, al encarar al mago cuando éste lo llamó por su nombre. Ahora estaba ahí, escuchando al hombre, delante de toda esa muchedumbre que observaba oculta tras el resplandor de las luces.
        “Entonces”, arremetió nuevamente el mago, “¿qué cosa nos dice?”.
       Pero su respuesta, incluso a él mismo esta vez, le pareció demasiado ridícula.
       Sintió que la gente reía a sus espaldas, tanto que casi podía escuchar las inflexiones de cada voz. Una voz distinta a la otra; una voz sobre otra, como en un estanque de peces, y cada voz era un pez y la sala era un tumulto que chapoteaba y formaba arcos en su mente, burbujas y ecos de sustancias cada vez más remotas remotas como si fuera a perder el equilibrio.
       Pero no pudo verlos.
       Estaba rígido y no pudo volver el cuello.
        “¿Qué me ha hecho?”, alcanzó a decir, pues su lengua comenzaba a pesarle, como si la tuviera embadurnada con chocolate.
       “Es lo que le digo”, continuó el mago, en voz alta. “Uno teme a la oscuridad, pero debería temerle al brillo”.
       Evangelista miró sus ojos, por primera vez, y tuvo miedo de reconocerlo.
       “Quiero irme a casa”, se oyó decir.
       “¿Y qué le hace pensar que usted está aquí... realmente?”
       La frase se alargó como un espiral, tardó varios minutos en llegar a su mente. Parpadeó con lentitud, y tras el repentino síncope que lo estremecía, solo reconoció la luz.
       Tal vez habían pasado horas cuando abrió los ojos de nuevo.   
       “¿Los oyes?”, susurró el mago en su oído.
       Era un viento similar al de la cuesta por la que había subido a la rúa de Magalhães.
       Ahora el mago extendía una mano delante y le señalaba los cientos de rostros atravesados por la luz de los reflectores que le impedía mirarlos. ¿Los oyes?, le dijo. La gente aplaudía y era como una cascada que iba ascendiendo desde los bancos con un sonido regular. Él los podía oír. Eran miles de gotas que golpeaban contra su rostro, un sonido compacto que no tenía principio ni fin. Movió su cabeza apenas y luego desvió sus ojos, cada vez más cansados y torpes, hacia las pupilas directas que lo obligaban a mirarlo.
       “Está bien, pronto habrá terminado todo”, escuchó.
       ¿Y cuándo había comenzado?, quiso decirle, pero no pudo mover los labios, y comprendió en efecto que pronto ya no podría pensar por sí mismo.
       El mago palmoteó fuerte un par de veces y contó hasta tres.
       Al abrir los ojos, llovía.

       © Carlos Yushimito 2004


Publicado por primera vez en El mago, Sarita Cartonera, 2004.

Derechos de reproducción cedidos por el autor en exclusiva para The Barcelona Review

     

  Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review.
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Carlos Yushimito del Valle nació en Lima en 1977. Sus cuentos empezaron a circular en revisas universitarias, y en 2004 fueron agrupados con el título de El mago. Dos años después vendría su segundo libro de relatos, Las islas. En 2008 se mudó a Estados unidos para estudiar en Pensilvania, y acualmente cursa undoctorado gracias a una beca de la Universidad de Brown. Duomo publicará su primera novela en 2012. Forma parte de la selección de Los mejores narradores jóvenes en español de Granta.