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Kevin Wilson

Cavando un túnel al centro de la tierra


Traducción de Josefa Devesa
Lea la versión original en inglés

 

En primer lugar, no es que estuviéramos cavando un túnel hacia el centro de la tierra. Quiero decir que no somos idiotas. Sabíamos que no podíamos hacerlo con los materiales que teníamos. El psiquiatra que mamá y papá contrataron para que hablara conmigo es el responsable de toda esa historia del Viaje al centro de la tierra, porque para él lo que hacíamos realmente no era tan interesante. De hecho, creo que nunca llegó a entender completamente lo que estábamos haciendo. En realidad sólo estábamos cavando.
       Todo empezó el verano pasado. Nosotros tres, Hunter, Amy y yo, nos acabábamos de graduar en la universidad con licenciaturas sin sentido, cosas como Estudios de Género, Historia Canadiense y Código Morse. Habíamos dedicado nuestras carreras académicas a cosas que no parecían tener aplicación alguna en el mundo en que estábamos ahora. No se nos ocurrió penar en eso cuando íbamos a la universidad y leíamos cosas sobre el género y los canadienses y Samuel Morse. No nos dábamos cuenta de que se suponía que debíamos prepararnos para nuestras vidas futuras, vidas autosostenibles con trabajos y todas esas otras cosas, como los coches familiares y subscripciones a revistas. Y por eso pienso que esa especie de desconexión con lo que se esperaba que hiciéramos nos hizo sacar las palas. Es la única razón que se me ocurre.
       Lo único que habíamos hecho desde que nos licenciamos fue holgazanear en mi habitación, en casa de mis padres. Todavía llevábamos los gorros de la graduación, y retorcíamos los flecos como si fueran mechones de pelo mientras veíamos la tele o jugábamos a las cartas o fumábamos la maría barata que nos vendía el hermano de Amy. Mi madre me dejaba los clasificados de empleo al lado de la puerta de la habitación y ahí era donde se quedaban. 
       —Quizás puedas enseñar código Morse a los niños de la escuela primaria —me dijo una mañana mientras desayunábamos.
       Y por supuesto que me hubiera encantado enseñarles a los niños código Morse, dar golpecitos con el dedo en las diminutas palmas, y explicarles cómo se forman las palabras en sus manos. Pero las escuelas apenas se pueden permitir enseñar lenguas de verdad como el español o el francés.
       Además, la gente sólo quiere saber cómo decir dos cosas: “Te quiero” y “SOS.” Siempre quieren saber un código romántico para golpetearlo en el cuerpo desnudo de su amante y pasar la noche un poco menos solos. Así que en las fiestas siempre me tenías siempre pulsando las mismas cosas, enseñándole a gente borracha la cadencia correcta, las pausas necesarias para decir las palabras. Pero ni siquiera entonces importaba. Ellos luego lo hacían como querían, fuera o no correcto, y sus amantes quedaban satisfechos. Y si estaban en una situación en la que realmente necesitaban recurrir al código Morse para pedir ayuda, pues no la iban a recibir. Se morirían.

**

Aquella mañana no se le ocurrió la idea a ninguno de nosotros en particular. Fue como que todos caímos simultáneamente. Si te pasas el tiempo suficiente con alguien, empiezas a pensar en sincronía, y en aquel momento los tres pensamos lo mismo: Tendríamos que cavar, meternos bajo tierra. Y eso fue lo que hicimos.
       Fuimos al garaje y cogimos todas las palas y herramientas para cavar que encontramos. Hunter cogió la pala para agujeros de postes, para hacer la apertura inicial, más otra pala para una vez que ya hubiéramos empezado. Yo tenía una pala nueva, con una hoja plateada perfecta e inmaculada y el mango lacado. También cogí una de esas palas puntiagudas, para romper las rocas o raíces de árboles que probablemente nos encontraríamos. Amy llevaba dos desplantadores de jardín colgados de las caderas como una pistolera, para cavar y perfilar los sitios más intrincados de los costados del agujero. También se llenó los bolsillos de cucharas de la cocina, por si acaso.
       Salimos del garaje con determinación, cargados con nuestras herramientas, y nos encaminamos hacia el patio trasero. Mi madre fregaba los platos en la cocina y entreabrió la ventana.
       —¿Qué estáis haciendo, chicos? —nos preguntó. Le dije que íbamos a excavar un agujero. Nos pidió que nos alejáramos de su jardín de tulipanes y lo hicimos. Elegimos un lugar en la esquina más remota del patio y empezamos a cavar.
       La primera semana trabajamos día y noche, excavando unos buenos tres metros, expandiendo el agujero de forma que nos pudiéramos meter los tres al mismo tiempo. Para descansar y comer salíamos a la superficie, donde mi madre nos traía sándwiches y patatas y limonada. Nos gustaba acostarnos boca abajo a comer mientras mirábamos al agujero que habíamos hecho. Habíamos llegado muy abajo, hasta tocar tierra que no había visto la luz del sol durante siglos. En un momento dado, Amy cogió un buen puñado de tierra y se lo acercó a la cara, lo olió con entusiasmo.
       —Huele a museo —dijo—, como a algo del pasado.
       Mi padre vino una tarde y se arrodilló al lado del agujero, con cuidado de no poner la rodilla en la tierra deshecha.
       —Hijo, tu madre me ha pedido que te diga que si vais a seguir cavando este… agujero, deberíais ir pensando en qué hacer con toda la tierra que estáis sacando.
       Le pregunté si podíamos repartirla uniformemente por el jardín trasero, quizás elevando el terreno unos centímetros, pero me dijo que no.
        —Mira, hijo, tenemos un montón de césped y plantas en este jardín y si le echas por encima una capa de tierra, pues lo vas a matar todo. No, vais a tener que pensar una forma de sacar toda esta tierra de aquí.
       Usamos la camioneta de Amy para llevarnos la tierra. Lo hacíamos de noche, cuando se apagaban todas las luces de las casas de nuestra parcela. Cargábamos la tierra sobre un hule en la parte de atrás de la camioneta y la llevábamos al lago. Amy hacía marcha atrás hasta la orilla y entonces tirábamos del hule hasta que no quedaba tierra. La superficie del agua se llenaba de burbujas a medida que la tierra iba descendiendo y se iba asentando entre el cieno y los deshechos del fondo del lago. A las cinco semanas el periódico informó de que el nivel del agua había subido aunque no había llovido en doce días. Todo ese montón de tierra estábamos sacando.
       Una noche, Hunter se despertó dando manotazos dentro del saco de dormir, moviéndose de un lado a otro, cosa peligrosa cerca de la boca del agujero. Cuando conseguimos despertarlo, nos dijo que en el sueño había cavado demasiado lejos, había notado que la tierra cedía fácilmente a la pala y que por las grietas había salido fuego que se le derramó sobre los pies.
       —No podemos seguir excavando hacia abajo —nos dijo—. Encontraremos mutantes de alcantarilla o lava fundida o un océano subterráneo.
       —O China —aventuró Amy—. Saldremos en China. Menudo corte.
       Hunter se mostró de acuerdo.
       —Ahí abajo no puede haber nada bueno.

**

De modo que seguimos hacia los lados.
       Empezamos a expandir los túneles, cavando cada vez un poco más por debajo del pueblo. Cavábamos pasadizos aleatorios que formaban bucles y llegaban otra vez al mismo punto y se extendían de una punta a otra del pueblo. Cavamos túneles de altura suficiente para que pudiéramos caminar derechos que de repente podían convertirse en ínfimos resquicios, tan pequeños que teníamos que meternos a presión para poder seguir avanzando, y la tierra se esparcía en pedazos cuando nos movíamos. Nunca nos preocupamos de los desprendimientos ni de perdernos. Éramos jóvenes y nos sentíamos invencibles. No piensas en morirte cuando tienes veintidós años y conduces borracho o haces puenting o cavas túneles mal diseñados bajo la casa de tus padres. Bajo la superficie, el aire era frío y ligeramente húmedo, y nos sentíamos como si nos desplazáramos entre la niebla, como por un mundo de sueños en el que no tenían cabida el dolor ni el desastre. Y luego nos libramos por los pelos de varios pequeños derrumbes y entonces el dolor y la posibilidad de muerte ya parecían algo más probables. De modo que empezamos a construir estructuras para reforzar las paredes de los túneles. Después, simplemente seguimos avanzando, arriba y abajo, a izquierda o derecha.
       Llegó un momento en el que añadimos habitaciones que serían el corazón de todos los túneles, la fuente de donde todos aquellos caminos surgían y adonde regresaban. Las hacíamos altas y anchas y acabamos por quedarnos a dormir allí por la noche, cuando ya no podíamos seguir cavando. Mi madre nos daba comida semanalmente, dejaba caer bolsas de provisiones por el agujero del jardín trasero, donde uno de nosotros iba a recogerlas.
       —Aquí tenéis un bocadito, cariño —me decía al mandar las provisiones por el agujero. Yo me ponía gafas de sol para protegerme de la luz que me cegaba. Estaba cubierto de tierra; hasta debajo de las uñas y detrás de las orejas. A mi madre no le hacía ninguna gracia.
       —Cariño, ¿crees que esto es por culpa de toda esa marihuana? —yo alcancé otra bolsa de la compra y me encogí de hombros—. No sé —le dije—. No lo creo —no sabía cómo decirle que de hecho era feliz por primera vez desde que acabé la universidad. Por fin tenía un objetivo. Tenía que cavar. Creo que no lo habría entendido aunque se lo hubiera dicho.
       Encontramos cápsulas del tiempo que la gente había olvidado y nadie había desenterrado. Amy se inventaba historias para cada uno de los mementos, creando nuevos pasados para los objetos que íbamos encontrando antes de volver a sellar las cápsulas. Siempre las poníamos cerca de la superficie, asomándose un tanto del suelo, de modo que quizás alguien viera un destello de luz del sol reflejado en la lata plateada.
       Había una cantidad sorprendente de frascos llenos de dinero. Seguramente los enterraron personas mayores que luego olvidaron dónde estaban. Estaban completamente llenos de billetes de diez y de veinte enmohecidos, doblados y sujetos con gomas, y los frascos bien sellados con parafina. Encontramos envases de poliestireno de McDonald’s y varillas de metal que se habían hundido en el suelo y se habían olvidado. Encontramos huesos de animales y humanos, y el cuerpo aún en descomposición de Jasper Cooley, un borracho que había desaparecido unos meses antes. No encontramos señal alguna de por qué había muerto y la ropa que llevaba era bonita, incluso cubierta de tierra y bichos. Lo había encontrado Amy al rascar con la pala contra la suela de goma de sus zapatos hasta que se dio cuenta de lo que eran. Hunter y yo trabajamos con mucho cuidado para sacarlo, dada la descomposición que estaba en marcha. Finalmente, lo llevamos en una lámina de plástico hasta una de las habitaciones. Hunter lo quería llevar arriba, al exterior, y dejarlo donde alguien lo pudiera encontrar y enterrarlo como es debido.
       —Ahora ya está enterrado como es debido—dijo Amy—. A todos los efectos.
       Pero a Hunter no le convencía esta respuesta, así que Amy y yo tuvimos que cavar una tumba en el suelo de la habitación, profundizando aún más. Hicimos una ceremonia y rezamos una oración y nos sentimos un poco mejor.
        Comíamos sándwiches y escuchábamos el ruido amortiguado de la gente y los coches y las máquinas de la superficie. Teníamos portales por todo el pueblo, pequeñas aperturas ocultas en la tierra, por las que podíamos salir en un momento si queríamos. Pero nunca queríamos; preferíamos pasarnos el tiempo bajo tierra, excavando más túneles y saliendo solamente en plena noche para tirar la tierra al lago. Intentábamos abrir bajo la tierra el hueco de un nuevo mundo, y llenar el que teníamos encima.
       Nuestras palas siguieron clavándose en la tierra hasta que se desintegraron, finalmente gastadas hasta el mango de madera. Usamos el dinero de los frascos sellados para comprar palas nuevas, de puro titanio, que mi padre nos consiguió en la ferretería. Me las pasó una noche por el agujero, diciéndome:
       —Son las mejores que tienen. Palas buenas y fiables —yo las fui cogiendo una a una e hice un fardo como pude. También me trajo cajas de pilas, y más linternas, velas y faroles.
       —Mamá y yo no estamos muy seguros de lo que estáis haciendo ahí abajo —me susurró, encorvándose bastante sobre el agujero—. Esperamos que no sea por nada que hayamos hecho, pero sólo queremos que seas feliz. Así que si tienes que estar bajo tierra para ser feliz, por nosotros vale.
       Asomó la mano por el agujero y se la choqué. Finalmente, ambos nos fuimos en la misma dirección, él en la superficie de la tierra y yo por debajo. Al desplazarme me imaginaba sus pasos encima de mí.
       Por la noche, al acabar nuestra jornada de trabajo, nos juntábamos en una de las salas principales y cenábamos. Hablábamos de cómo nos había ido el día, por dónde habíamos cavado, y qué tipo de tierra nos habíamos encontrando. Ahora nos encantaba hablar de tierra. Todos conocíamos lo maravillosa que era la sensación de cavar y encontrarse un nuevo tipo de tierra. Había algo renovador en lo de ver cómo iba cambiando la tierra a medida que cavabas y pasabas por su interior, sintiendo que te transformabas en el proceso. Los secretos de la tierra se nos estaban revelando en pequeños incrementos. Era mejor que las drogas. Aunque aún usábamos drogas. No es que hubiera mucho que hacer por la noche bajo tierra.
       Fumábamos marihuana que el hermano de Amy dejaba en uno de los agujeros de la superficie. Pero no le contamos lo de los túneles. No queríamos que él y sus amigos de la escuela los usaran como escondrijos para meterse mano y los llenaran de latas de cerveza y condones usados. Simplemente le dijimos que era nuestro nuevo escondite para la entrega, y estaba demasiado apático para hacerse muchas más preguntas. Por las noches, liábamos porros y hacíamos sombras chinescas en las paredes con un foco. Hunter era capaz de recrear Apocalypse Now en su totalidad con sólo sus manos desnudas, doblándose y flexionándose ante la luz, mientras Amy y yo mirábamos las sombras en la pared. Hacía la cabeza pelada de Marlon Brando con las manos curvadas en forma de cúpula al tiempo que murmuraba: “El horror . . . el horror”. Nos sentíamos como trogloditas, descubriendo las formas diversas en las que nos podíamos entretener. Cuando por fin nos íbamos a dormir, soñábamos con túneles, infinitos, estructuras perfectas que nos llevaban hasta un lugar desconocido que sabíamos que era el cielo. Amy, la que se especializó en Estudios de Género, no paraba de decir que había teorías freudianas basadas en este tipo de sueños, pero en realidad yo pienso que a veces un túnel es sólo un túnel.
       Una tarde, Hunter estaba cavando con Amy que le seguía muy de cerca alisando los pasadizos con los desplantadores de jardín. La pala topó con algo que le pareció que era roca. Cambió a la otra pala que llevaba, la afilada y puntiaguda, e intentó cavar alrededor del obstáculo. Tras una hora, se dio cuenta de que la roca se extendía al menos tres metros por cada lado.
       —Hay una roca enorme —le dijo a Amy, pero siguió picando y picando. Este tipo de cosas nos parecían divertidas para entonces.
       Por fin, notó que la roca cedía y vio la luz entrar de repente en el túnel y llenar todo el corredor. Hunter asomó la cabeza por el agujero y observó el sótano de la familia Corning. Había roto la pared de hormigón del sótano, que habían transformado en cuarto de jugar para los niños. Los hijos de los Corning se le quedaron mirando, y dejaron de lado el futbolín.
       —Lo siento —les dijo—. Me he equivocado de casa. Lo siento mucho.
       Él y Amy empezaron a desandar el camino y volvieron a rellenar el túnel sintiéndose fatal por aquello. Esa noche, nos sentamos en una de las salas grandes y pensamos que los niños de los Corning se iban a llevar un buen castigo por haber destruido la pared del sótano. De hecho, quizás no nos sentimos tan mal por aquello. Quizás nos estuvimos riendo un buen rato. Sinceramente, estoy bastante seguro de que nos estuvimos riendo un buen rato.
       Y luego llegó noviembre y el frío. Cogimos los tres sacos de dormir y los juntamos por las cremalleras para hacer un gran saco en el que cabíamos todos. Cubiertos de tierra, traqueteando los dientes, nos acurrucábamos los unos sobre los otros y esperábamos a que llegara la mañana, o lo que sospechábamos era la mañana. La verdad es que no teníamos ni idea casi nunca. Cavábamos hasta que nos cansábamos y entonces dormíamos. Con los cuerpos de los dos encima del mío, sentía cómo les entraba y les salía la respiración, y cómo latían los corazones. Y si hay alguna posibilidad de ser más feliz que de ese modo—sucios, fríos y casi indistinguibles del suelo en el que dormíamos—me gustaría saber cómo.
       Pero empezó a hacer aún más frío. La tierra se resistía más a nuestras palas, y el metal se desgastaba aún más rápido. Nos quedamos sin dinero y tuvimos que apañarnos con lo que nos quedaba. Nuestros padres ya nos proporcionaban sólo lo más esencial; dijeron que se hacía cuesta arriba mantener a tres chicos, especialmente cuando sólo uno era hijo de ellos. Lo entendí, eso no se lo iba a discutir. Empezábamos a descubrir los límites de lo que podíamos hacer y aunque ya éramos conscientes, no teníamos ni idea de qué hacer. Simplemente seguimos cavando.
       Aunque seguíamos haciendo nuevos túneles, siempre parecíamos encontrarnos cerca del agujero original al final del día. Cenábamos, galletas saladas y botellas de agua, y nos asomábamos afuera a mirar las estrellas. Unas cuantas veces, subimos hasta arriba del todo del agujero, miramos a la casa de mis padres, cálida y bien iluminada, y volvimos lentamente a nuestros túneles. Casi no nos quedaba comida. Las herramientas estaban rotas. Nuestros cuerpos estaban cansados. Sabíamos que era hora de irse pero parecía difícil decirlo en voz alta. Hicimos garabatos en la tierra con un palo, sopesamos los pros y los contras. Quien quisiera irse se podía ir, no se harían preguntas. Por la mañana, Hunter se había ido y el saco de dormir era de una plaza menos. Tres días más tarde, sin haber cavado más túneles, Amy me besó en la mejilla y salió como pudo del saco de dormir y luego sólo quedábamos yo y toda la tierra bajo la superficie. Me sentía un poco solo.
       Intenté volver a llenar los túneles, pero ese trabajo era mucho más arduo que vaciarlos. Sólo me quedaba una pala, mellada y abollada y poco eficiente. Al fin me di por vencido y me volví arrastrando los pies a la sala principal a esperar que sucediera algo. Encendí una de las pocas velas que quedaban y di golpecitos a las paredes, di-di-di-daa-daa-daa-di-di-di. SOS.
       Unas noches después, noté una mano en el hombro y me hundí más en el saco de dormir, temeroso de lo que fuera que estaba conmigo en el túnel. Y luego oí hablar a mi padre.
       —Hijo, somos yo y mama —eché un vistazo fuera del saco y vi la luz cegadora de un reflector de casco y la cara de mi padre debajo. Mi madre estaba detrás de él con una vela en la mano.
       —Tus amigos nos han llamado —continuó—. Se preguntaban si habías salido ya. Creo que puede que quieran volver, que sienten que te han defraudado.
       Yo meneé la cabeza, les dije que no sabía si estaba preparado para irme. No me podía imaginar la vida en la superficie o, si la imaginaba, parecía menos válida que la que tenía en esos momentos.
       —Estamos en invierno —dijo mi padre—. Cada vez hace más frío, hay menos luz del sol.
       Luego, mi madre dijo:
       —Es hora de subir.
       Me dijeron que me dejarían vivir con ellos en casa una temporada, hasta que pudiera encontrar alojamiento propio. Mi padre había hablado con un amigo que me podría dar trabajo en su empresa de paisajismo. Habían buscado un psiquiatra con quien podría hablar. Me lo pintaron como muy plausible. Agarré mi pala y una bolsa de plástico y la llené de tierra y luego, uno a uno, fuimos subiendo y saliendo del agujero y volvimos a la casa.
       Ya no hablo con Hunter ni con Amy, pero oí que Hunter estaba en Alberta, haciendo espeleología en Castleguard Cave con una especie de beca de la North American Society. Y Amy está haciendo el doctorado en geología y publica artículos sobre el género y la minería. Yo todavía trabajo en la empresa de paisajismo, cavando y plantando y remolcando. Estuve viendo al psiquiatra durante un año. Dijo que había estado aplazando mi vida, que esconderme en los túneles había sido una forma de evitar las responsabilidades del mundo real. Y sí, eso es cierto. Lo supe en el momento en que empezamos a cavar. Pero fue más que eso.
       A veces, cuando acabo el trabajo y estoy recogiendo el equipo y las herramientas, pongo la mano plana contra el suelo y siento el bum, bum, bum corriendo por mi cuerpo como si fuera código Morse. Escucho un buen rato el sonido de la tierra y luego me doy cuenta de que es mi corazón, y la cosas que dice son indescifrables. Clavo los dedos en la tierra recién labrada, saco un puñado de tierra, y vuelvo a sentirme feliz, más feliz que nadie de la tierra, que nadie sobre la faz de la tierra.

Biografía:
Kevin WilsonKevin Wilson. Vive en Sewane, Tennesse, con su mujer, la poeta, Leigh Anne Couch. Es profesor de la Universidad del Sur. Su obra ha aparecido en Ploughshares, Tin House, One story, Cincinnati Review, y ha sido dos veces incluido en New Stories from the South: The year’s best anthology.

© foto: Leigh Ann Couch