Reseñas

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Paul Auster Viajes por el Scriptorium
Óscar Aibar Making of
Julián Ríos Cortejo de sombras
José-Miguel Ullán Ondulaciones. Poesía reunida (1968-2007)
Oscar Gual Cut and roll

 

El libro de las últimas cosas

Auster portadaViajes por el Scriptorium
Paul Auster
Anagrama, Barcelona, 2007

Viajes por el Scriptorium, la última novela de Paul Auster, establece un juego intertextual con toda su obra anterior. El protagonista se halla encerrado en una habitación y recibe visitas de distintos personajes que ya han aparecido en otras novelas del autor. De ese modo se construye una compleja trama de encuentros y desencuentros, en la que los límites entre realidad y ficción pasan transformarse en el eje principal de la narración.
En 1921, el italiano Luigi Pirandello revolucionó el género dramático con una obra cuyo argumento consistía en la historia de seis personajes que buscaban un autor para que los pusiera en escena. Unos años antes, en 1914, Miguel de Unamuno ya había intentado renovar las técnicas narrativas con la publicación de la novela Niebla, donde el personaje principal se enfrenta al escritor y le exige una entidad existencial, igual que la de cualquier ser humano. Viajes por el scriptorium se inserta en esta tradición y toma sus preceptos con el fin de plantearnos algunas interrogantes acerca de las posibilidades de la literatura como hecho artístico.

Los mundos ficcionales son mundos en sí mismos, con sus propias reglas y sus leyes físicas. Desde un punto de vista lógico, si están bien diseñados, no presentan elementos contradictorios y por lo tanto resultan verosímiles para el lector. Esta es la idea que aborda Paul Auster en su reciente novela; los entes de ficción poseen una vida propia, no muy ajena a nuestra realidad circundante. Mr. Blank, el protagonista, posee necesidades biológicas y traumas en la memoria, se despierta un día en un cuarto cerrado y no recuerda quién es ni qué está haciendo allí. Luego lo visitan personas extrañas que parecen estar relacionadas con su pasado y le dicen que vienen a ajustar cuentas con él. Son antiguos personajes de Auster que se han sublevado ante su creador, sin dudas, una metáfora de la rebelión de los hombres contra su dios, una recreación del mito de Prometeo y de las desobediencias de Adán y Eva. No obstante, más allá de estas filiaciones, lo que intenta mostrarnos el autor es la enigmática anatomía que manifiesta un personaje de ficción, darnos una pauta de esa red de significaciones en la cual los héroes de una novela se encuentran atrapados sin poder salir.

Por otro lado, también nos deja entrever una innegable reflexión sobre el arte y sobre el trabajo del artista. Casi todas las novelas de Paul Auster se caracterizan por la primacía de la historia narrada por sobre los demás recursos que puede emplear un escritor. El lector, absorto en la técnica del suspense, siempre quiere saber cómo empezó la historia y cómo terminará; El palacio de la luna, La música del azar, El libro de las ilusiones, son algunos ejemplos de ello. Sin embargo, esta vez, Auster se ha alejado de dichas premisas y ha optado por entregarnos una obra que de alguna manera se reduce a la cuestión del tema, que en este caso se trata de una reflexión sobre la labor artística. Esta vez el argumento carece de sentido. El lector desde un principio sabe que Mr. Blank nunca dejará la habitación y que tampoco podrá descubrir cómo ocurrió que fue encerrado. Con esta perspectiva, la novela debe leerse como si fuera una novela de Kafka, como una reflexión acerca del absurdo del hombre contemporáneo y su relación con el arte. Nos dice que Mr. Blank (que podría traducirse como el señor “mente en blanco”) se ha vuelto prisionero de un dilema existencial, cuyos engranajes están apuntalados en el lenguaje, la memoria y la identidad, y que nunca podrá salir.

Según el autor ha declarado en los medios, Viajes por el scriptorium es el punto final de su carrera. De cumplirse esa promesa, entonces, estamos en condiciones de aseverar que se trata del libro que contiene todos sus libros; de un homenaje a sus creaciones, de un severo ejercicio del pensamiento que reflexiona sobre sí mismo; una novela compleja para todo aquel que no se halle familiarizado con el universo de Paul Auster. Sin embargo, no por esto se invalida su lectura. Al contrario, vale la pena asomarse a sus ciento ochenta y cinco páginas; quién lo sabe; tal vez sea una puerta de acceso para convertirse en otro más de sus fieles seguidores. Emilio Moyano

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portadaMaking of
Óscar Aibar
Mondadori, Barcelona, 2008

Lo peor es cuando has terminado un capítulo y la máquina de escribir no aplaude, dijo una vez Orson Welles. Lo mismo debió pensar del objetivo de su cámara cuando las magníficas escenas que se erigían en su mente se dispersaban en su trasposición al celuloide. O cuando los tentáculos demiúrgicos de un productor coartaban su lisérgica creatividad. Incluso clamaría al cielo por las inclemencias y veleidades climatológicas y humanas que vivieron muchos de sus rodajes. Don Quijote se llevó la palma. Y Terry Gilliam heredó el lastre de su admirado maestro en su malograda El hombre que mató a Don Quijote, convertida quijotescamente en el documental que inauguró el género disaster shooting en Lost in la Mancha.

Algo parecido debió sucederle a William Friedkin cuando la legendaria maldición de su película El exorcista hizo acto de presencia en el rodaje y alteró para siempre el misticismo de las películas de terror. ¿Y qué decir del infierno y apocalypse que sufrió en sus carnes Francis Ford Coppola al cometer la osadía y necesaria temeridad de adaptar El corazón de las Tinieblas de Conrad al cine?

Se han escrito ríos de tinta sobre rodajes malditos, rodajes desafortunados, rodajes inacabados, películas sepultadas en el umbral de la memoria… Y, ahora, homenajeando desde el título de su novela un género que tiene mucho de literario, Oscar Aibar se lanza en este Making of a la narración de las calamidades que acontecieron en el escollo, el lío, el atasco de Atolladero

Atolladero, o cuando Iggy Pop descendió en el año 2048 a Las Bardenas Reales (Navarra) para vivir una historia en la que se mezclaban dinosaurios extraterrestres, sheriffs de baja estofa con tendencias pederastas y jueces de doscientos años, cuyo secreto de longevidad radicaba en elementos electrónicos adosados a su cerebro, Atolladero fue la descerebrada y épica ópera prima de Óscar Aibar. Una película denostada y destrozada por la crítica, que en aquel 1997 aún seguía anquilosada en el endiosamiento de la pseudorealidad de nuestra cinematografía castiza. Convertida en película de culto, ahora podemos disfrutar de su excéntrica concepción en este Making of, cuaderno de rodaje de Aibar que destila humor y tragedia por todos sus costados.  

Un director de cine, alter ego de Aibar, espera ser homenajeado en una población de la provincia de Murcia, en el marco de un festival dedicado al género fantástico. La filmación de la película quince años atrás sufrió inenarrables dificultades. Un desierto en el que llueve durante cuatro días seguidos, actores adictos a la cocaína, protagonistas que mueren en el mismo rodaje, y el consabido bucle de productores que no tienen efectivo para pagar al equipo técnico. Director novel de esta delirante historia, Aibar dixit, el autor crea un universo metacinematográfico en el que humaniza a unos personajes grotescos, muchas veces absurdos y auténticos freaks atemporales, dotando de una honestidad y emoción encomiable al relato y acertando con sus personajes, a los que otros autores de brocha gorda hubieran convertido en auténticas marionetas estereotipadas en un mundo narrativo esperpéntico.

Los cortos capítulos de la novela –el más largo tiene seis páginas– y el ritmo ágil y dinámico del relato se concretan en una lectura amena, salpicada de anécdotas que serán del disfrute del lector cinéfilo y satisfarán a un público menos versado en las lindes cinematográficas. Se lee de un tirón. Emociona y divierte a partes iguales. Y, lo más destacado de su pluma, consigue tratar con cariño e ironía a todos los inadaptados sociales que pululan por el desierto de las Bardenas Reales, infestado de dinosaurios alienígenas y cowboys de medio pelo.

Proveniente del mundo del cómic y la cultura pulp, Aibar pertenece a esa generación de cineastas y guionistas que se colaron en las pantallas de nuestro país en la década de los 90 para dar un grito de rebeldía y mostrar al público que algo estaba cambiando en la rancia cinematografía patria. Y, como revela en uno de los capítulos del libro, fue uno de esos directores, un simpático gordo vasco al que todos reconocerán como Alex de la Iglesia, quien le animó a meterse en tan arriesgada locura cinematográfica y apocalíptica. Fue entonces cuando Aibar se propuso debutar en la gran pantalla con un film que mezclaba ciencia ficción, western fronterizo y comedia negra. Y, ahora, desde su novela, desgrana los restos del naufragio. Y lo hace desde la distancia que da el tiempo, desde el cariño por aquellos que lucharon junto a él para sacar un proyecto surrealista adelante, desde su alter ego director que se enfrentaba a una película como un niño que recibe su primer juguete el día de Navidad.

Mucho de lo narrado en Making of nos recuerda a las peripecias del que llamaron peor director de cine de la historia, aquel Ed Wood tan bien filmado y narrado por Tim Burton, que desprendía un exagerado romanticismo por todo lo relacionado con el séptimo arte.

Desde estas líneas, animamos a Óscar Aibar a adaptar su generosa, emocionante y tristemente alegre novela al cine, para hacernos disfrutar en pantalla grande de esos queridos freaks y humanos personajes que deambulan por este Making of. Emulando a Tom DiCillo y su Vivir rodando, la literatura dentro del cine y el cine dentro de la literatura se funden en la novela de Aibar. Esperemos que algún día podamos ver en los cines de nuestro país a esta alocada fauna de idealistas. Por ahora, podemos disfrutar de la novela de un escritor que aúna tragedia y comedia de la forma más emotiva y, por qué no decirlo, efectiva.  Aldope

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portadaCortejo de sombras

Julián Ríos
Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 2008

Cortejo de sombras, además de ser una agradable sorpresa para los que apreciamos y seguimos el curso de la obra de Julián Ríos (Vigo, 1941), suscita tres lecturas diferentes. La primera, como es obvio, atañe al contenido de los relatos que componen esta suerte de novela. Las otras dos lecturas -o interpretaciones- plantean dos recurrentes problemas en el oficio de escritor: en qué circunstancias se pergeña un texto y cómo, en un momento dado, todo literato decide, a fin de singularizarse, dar un giro determinante en su modo de escribir.  

Empezaré por la primera cuestión. Cortejo de sombras está compuesta por nueve relatoscada uno de ellos con entidad propia, excepto dos que se relacionan (Cacería en Julio y Dies Irae). Pese a que su inicial realización fue pensada como textos autónomos, no desentonan al agruparlos en forma de novela, pues juntos conforman el mosaico de un tiempo y un espacio. La acción de los relatos acaece en una umbría  población llamada Tamoga (en el letrero de la estación de tren de dicha localidad, al  desdibujarse alguna de sus letras induce a leer ahoga: toda una metáfora sobre el ambiente asfixiante de la época). Del cortejo de sombras que puebla estas crónicas negras, la muerte -su acecho y violencias- es el factor común en todas ellas: un viajante llega a Tamoga con la intención de encontrarse con su cuñada y huir juntos, pero inexplicablemente aparecerá ahogado en la costa (Historia de Mortes); una vieja mujer rememora a su marido y cómo para evitar que la arruinará lo envenena impunemente (Las sombras); un disminuido mental, en un acceso de la incontinencia sexual, viola y revienta a su madre (Palozo); la ejecución -el “paseo”- de un sastre republicano al inicio de la Guerra Civil  (Cacería en julio) y la venganza treinta años después del hijo del asesinado (Dies Irae); un hombre, en un disputa a causa de la mujer con quien convive, mata a su hermana (La casa dividida); un agonizante, en los instantes previos a su fallecimiento, recuerda aspectos de su vida y se desdobla para ser testigo de lo que sucede a su alrededor (La segunda persona); tras la muerte de un huraño boticario se  descubrirá  el misterio de la desaparición de su esposa y sobrino (Polvo enamorado); un premonitorio y funesto sueño se cumplirá a la vuelta de un inmigrante a su pueblo natal (El río sin orillas).

La ejecución narrativa de todos los relatos se ajusta a la estructura clásica del cuento: brevedad, concisión en el planteamiento, ingredientes justos para crear una intriga, tensión emocional y resolución sorpresiva. La austeridad empleada en la escritura (ausencia de retórica o digresiones innecesarias), a fin de contar las historias en forma directa, no es óbice para que los efectos dramáticos, pautas temporales, carácter de los personajes y el contexto que les rodea se describan y expresen con precisión y soltura. Cortejo de sombras no es un libro costumbrista ni tributario del realismo social predominante en la literatura española por aquellas fechas, aunque algunas de sus lógicas (sordidez, paisajes nocturnos, clima inclemente, crueldad, pasiones desatadas, cainismo…) se manifiesten en los relatos. Ciertamente se pueden rastrear algunas influencias fruto de las lecturas y aprendizaje novelesco de Julián Ríos. Tamoaga y el malditismo de los personajes que intervienen en los relatos me han recordado a los protagonistas que habitan la Santa María de Juan José Onetti. Claro que también hay ecos, entre otros, de Valle-Inclán o Rafael Dieste, pero la ascendencia de éstos es más discreta.

¿En qué circunstancias Julián Ríos escribió los relatos que ahora componen Cortejo de sombras?  Como ya señalaba al empezar, fueron redactados sueltos entre 1966 y 1968, tratando, como dice el autor en el prólogo,  de “revisar y recrear sin regionalismos mi particular Galicia, el país de las maravillas de la niñez y de la adolescencia, con sus sombras del pasado ominosas a veces, al que se anexionaba entre nostálgico y fantasmal el país de te irás y no volverás de tantos emigrantes”. Prueba de su autonomía es que dos de los textos han sido  premiados: La segunda persona con el Gabriel Miró en 1969 y El río sin orillas con el Hucha de Plata en 1970. Puede parecer que estos relatos, dada la juventud de Julián Ríos, son el resultado de los pinitos literarios de un principiante, sin embargo, su calidad muestra que en ellos ya se afirma una voz singular. Al igual que muchos de sus paisanos, Julián Ríos abandonará España en 1969 para residir en Londres. Allí se llevó los relatos en cuestión  con la intención de añadir nuevos textos y agruparlos en forma de novela. No fue así. El enjundioso proyecto literario de Larva ocuparía toda su atención -aunque mientras tanto publicara Solo a dos voces (1973) y Teatro de signos (1974), en colaboración con Octavio Paz-,  obligándole a dejar en un cajón esos relatos. Hace un par de años decidió acabar con su mala conciencia por el abandono y exhumó los cuentos. Sólo retocó ligeramente el titulado Palonzo, dejando el resto como estaban, pues el vigor de su escritura ha impedido que envejezcan. Supongo, como le ocurre a muchos escritores, que, después de tanto tiempo relegados, Julián Ríos sintiera una extrañeza frente a esos textos, pero no podía renegar de su autoría.

Retomo la última inquisición que planteaba al inicio, sobre la disyuntiva de todo escritor tentado entre dejarse llevar por el garbanceo literario o bien intentar aportar algo a la literatura con mayúsculas. Sin duda esa tesitura la debió de tener Julián Ríos en aquellos postreros años sesenta. Por aquel entonces, otros escritores (Luis Martín Santos, Luis y Juan Goytisolo, Miguel Espinosa y  Juan Benet) se distanciaban de los cauces gregarios de la literatura hispana. Julián Ríos también siguió ese rumbo y se  embarcó en la monumental Larva, intentando “ensanchar el castellano y sacarle de sus castillas para reflejar el mestizaje y cosmopoliglotismo de la gran ciudad como resumen del mundo. El resultado de ese drástico cambio de estilo, ahora y a toro pasado, es evidente. Fue una decisión de riesgo y todavía Julián Ríos, pese al prestigio internacional adquirido, sufre sus consecuencias, pues un sector de la crítica y de la nomenclatura académica de nuestro terruño patrio todavía hoy no le perdonan su acendrado quehacer literario y le siguen desacreditando. Aducen al respecto que si Larva era un arduo engrudo verborreico, su obra posterior es epigonal y reiterativa. Un botón de muestra: un mandarín de la crítica con nombre persa ha realizado en un suplemento literario madrileño una insidiosa reseña sobre Cortejo de sombras donde elogia su factura novelesca para sugerir, solapadamente, que ese era el camino que Julián Ríos debería haber seguido. Basta leer Amores que atan, Sombreros para Alicia, Monstruario y Casa Ulises para desmentir esas imputaciones. Quiero significar una última nota sobre Cortejo de sombras: el interés por su lectura no sólo radica en sus inherentes virtudes literarias, sino que posee un valor testimonial importante para entender la genética de la obra total de Julián Ríos. Alberto Hernando

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De orilla a orilla, de sueño a sueño

portada Ondulaciones. Poesía reunida
(1968-2007)
José-Miguel Ullán
Galaxia Gutenberg/ Círculo de Lectores, Barcelona, 2008.

Por la diversidad de su factura y el tiempo trascurrido -cuarenta años de ejercicio poético-, la obra de José-Miguel Ullán (Villarino de los Aires, Salamanca, 1944), es de ardua clasificación. Esa variedad formal, “porfía a favor de lo múltiple”, muestra los rastros de una constante inquietud y búsqueda, tanto del sentido de la vida como de la palabra. Al estar reunido el grueso de la poesía de Ullán en un solo volumen, es fácil intentar una hermenéutica cronológica. Sin embargo, esa interpretación lineal únicamente podría elucidar una parte de lo escrito. Quizá, para entender su poética -creación, deslizamiento, ondulación- sea más preciso aquilatar el factor común en cada uno de sus libros y el pathos (pensamiento, emoción, expresividad) que los sostiene.

Ondulaciones se inicia con Ficciones, parte tercera del libro Mortaja (1968), excluyendo Ullán su anterior poesía, y concluye con poemas inéditos. Algunos de los poemarios que antaño aparecieron sueltos (Adoración, Ardicia, Acorde, Asedio, Alarma, Anular y Almario) se han agrupado en una sección con el título Funeral mal. A contrario, Manchas nombradas, II, emancipa Visto y no visto que aparece como entidad propia. Otros textos que en su día fueron publicados con grabados de reputados artistas (Chillida, Tàpies, Miró, Plazuelo, Vicente Rojo, Sempere, Saura...), aquí prescinden de las imágenes; con excepción de algunas de Tàpies y un dibujo de Monterroso. En cambio, incluyen  “agrafismos” realizados por el propio Ullán.

El rasgo más notable de Ullán es su virtuosismo en el empleo del lenguaje: extrae de la  “cruda palabra libre” los mejores tonos y sonidos, los significados más complejos, perversos o paradójicos, su sombra seminal (nocturnidad barroca: Villamediana) y su luz cegadora (iluminación conceptualista: Góngora). Sus poemas conjugan acendradamente la forma, la fonética, el ritmo y la riqueza léxica(“Lucha la lengua contra usura huera”). Con simplicidad y desenvoltura. Concisos y severos unos, perentorios y retozones otros. Poemas como pecios de experiencia (asomos de vida) y ensayos formales (ininterrumpidos y sin puntuación, cortando palabras en los versos, estableciendo un paralelismo entre una palabra y un posible significado, resaltando palabras o frases que sobresalen del ruido social o los discursos saturados de lenguaje, rensakus a modo de las letrillas del XVII…). Incluso, como homenaje e intencionadamente, Ullán mimetizará los modos de otros colegas y a ellos les dedicará sus poemas  (dedicatorias que establecen la cartografía de sus afinidades poéticas y amistades). Asimismo, en Manchas nombradas hay frases (prosa poética) que hilan tan fino su significado que semejan la pitia del oráculo.

Los polifónicos textos de Ullán se surten de diversas voces: del castellano viejo, del lenguaje político, publicitario o periodístico, de idiomas extranjeros, de las expresiones coloquiales y doxas de la calle, de fragmentos de diálogos escuchados al vuelo... La heterodoxia de Ullán -territorio poético que bien podría localizarse entre las escrituras de Pierre Reverdy y César Vallejo- contribuye, en definitiva, a enriquecer el español y el acerbo de la tradición poética, pues aunque algunos de sus poemas primen la forma sobre el concepto, siempre contienen algo -un hilo tenue, un virtual trazo- que remite a nuestros clásicos (sin perder de vista la riqueza léxica del actual castellano que se emplea en Latinoamérica).También hay en Ullán una necesidad de decir (decirse) y expresarlo de forma poco canónica; necesidad obstinada, casi terca. Un decir (envite de sentido) que fluctúa (culto, conceptual, prosaico, hermético, barroco, facundo...) y, al cabo, desdice y mal-dice  (a los discursos ancilares que se subordinan al Príncipe).

En todos los poemas la vida aflora y “sigue”: su monotonía e inane repetición, sus nomenclaturas y prelaciones, las contrafiguras de la efímera felicidad, sus sobresaltos, sus falsos idoli, sus agonías... Pero al invocar la vida siempre hay en ella algo lábil y huidizo: una carencia ignota (“Así es mi canto: ausencia”), un desencuentro, una inquisición sobre sí mismo: “¿Qué es esto que yo no he sido?”. Miguel Casado, en el excelente prólogo donde elucida los vericuetos de la poética de Ullán, dice que el dolor “no vinculado a episodio alguno” se trasluce en muchos de estos poemas reunidos. Un dolor proteico que se confunde con la melancolía, el desdén zumbón, la tristeza, la ironía descarnada, la desabrida impugnación, la mueca escéptica, el gesto airado, el pesimismo feraz... El mismo Ullán lo manifiesta: “Y, en la zozobra, yo escribo: / reconocerse cansa”.

No por prolija la obra de Ullán es excesiva. Su multiformidad acaso sea una forma de recato nihilista: “Porque la forma es el pudor, la luminosa nada, el hermoso camino sin fin: de oriente a oriente”. Y, a pesar de esta constancia, el poeta prosigue su andadura buscando en las palabras el sentido más profundo, su scintilla animae, su fondo semántico; desautorizando, al mismo tiempo, las apariencias (representaciones) que toda significación propicia.

Ullán ha defendido siempre su irreductible voluntad de andar en solitario, singular y activo, provocativo y procaz, perspicaz y contradictorio, sin tributar a maestros precedentes ni caer en la vanidosa tentación de querer crear escuela (¡si alguien pretende ser su discípulo que le eche un galgo!), fiel a sí mismo y al imperativo “traicionarás los salmos de la tribu”. En una reciente entrevista en diario El País, Ullán decía: “En la tribu poética predomina lo que en las restantes: el pavoneo, la cursilería, lo melodramático, los visajes de humildad, el empalago, los aires trascendentes, los sepulcros blanqueados... Hay que resignarse”. Es proverbial el difícil y exigente carácter de Ullán, lo que, como es obvio, le acarrea reacciones adversas. Cuando su  nombre se menciona en algunos cotarros poéticos cunde el estupor y el morro torcido. Esa actitud en contra es causa, posiblemente, de su ninguneo o de que apenas se le celebre. Cosa que a Ullán, supongo, le trae sin cuidado. Él va a lo suyo. Y lo suyo ahí queda como valiosa aportación a las letras hispanas. Alberto Hernando

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Venderle el cuerpo al Diablo

portada Cut and roll

Oscar Gual
DVD Ediciones, Barcelona, 2008

No hace falta ser muy listo para darse cuenta de que este título, Cut And Roll, primera novela del escritor Oscar Gual (Almassora, 1976), hace referencia a dos etiquetas más o menos omnipresentes en nuestro mundo: rock and roll y cut and paste. Y así es. La historia tiene mucho que ver con las dos cosas. O con las tres.

Con el rock, porque es la música que ha mamado Joel, el trentañero que protagoniza la novela, y a la que recurre constantemente buscando refugio espiritual y herramientas para entender el mundo. Se trata concretamente del Stoner Rock, también llamado Desert Rock, un estilo nacido en los 90 con grupos como Kyuss y Queens Of The Stone Age, caracterizado por “riffs marcados y afilados, líneas de bajo envolventes y ritmos de batería básicos a medio tiempo”, así como por el consumo de todo tipo de drogas alucinógenas.

También tiene que ver con el hecho de cortar cosas (no tanto con el de volverlas luego a pegar en ningún sitio), puesto que a eso se dedica Joel, un tipo duro que vive solo, trabaja poco y de cuyo oficio nos iremos enterando poco a poco, a medida que entremos en su vida, en sus paranoias, en sus manías y en sus particulares ideas sobre el mundo. Y es que se dedica a cortarle a la gente las partes del cuerpo que estos han apostado, dentro de un entramado de gángsters bastante particular. Baste decir que las bases de este siniestro negocio tienen mucho que ver con el mito fáustico. Lo que sucede es que el concepto de alma, perdido y olvidado entre los escombros de los siglos XIX y XX, ya no estaba al alcance de Gual. De ahí que en este caso lo que se venda no sea el alma. Y de ahí que el precio no pueda pagarse post mortem. Ni siquiera en la tela de un lienzo, como sucedía con Dorian Grey, el personaje de Oscar Wilde, y con su insoportable belleza. No, el precio en esta novela lo paga el cuerpo. Y en esta delicada empresa, Joel es el encargado de los cobros. Por eso en la contraportada del libro, en lugar de un resumen del argumento, y a modo de eslogan peliculero, dice: “Cuando te cruzas con ese tipo sin ojos, ¿nunca has pensado en lo que habrá obtenido a cambio?”.

La última referencia velada del título (aunque en realidad tiene muy poco que ver con los comandos cut & paste) es a la informática, y más concretamente al fenómeno hacker. En uno de sus magníficos artículos, la revista Mondo Brutto proponía la etiqueta “Hollywood OS” (Sistema Operativo Hollywood), para referirse a la representación en el cine del hecho informático y en general de las nuevas tecnologías, mucho más cercana a la magia que a la tecnología. En efecto, básicamente el esquema suele ser éste: cuando el protagonista tiene un problema le pregunta al ordenador, el ordenador le muestra la base de datos adecuada abierta por la ficha precisa y en tipografía gigante, el protagonista resuelve su problema y la película se acaba. En la literatura la cosa no es muy diferente. La escena está llena de escritores que creen que escribiendo una novela epistolar a base de mails, no están escribiendo una novela epistolar sino rompiendo los umbrales de la modernez. En Cut And Roll, en cambio, hay una utilización del lenguaje hacker que no tiene nada que ver ni con la magia de quien no sabe lo que está escribiendo, ni con el paternalismo de quien tiene miedo de que su lector no sepa entender lo que le están contando. De hecho, el tema hacker no es más que uno de los muchos recursos narrativos que pone en juego la novela, pero está tratado de una forma muy extraña en estos casos: con realismo.

Entre Dashiell Hammett y Chuck Palahniuk, entre la novela negra y el relato punk, con un millón de referencias que conectan esta historia alucinada con eso que llamamos el mundo real, con mucha mala leche y una gran dosis de inteligencia, esta novela de aventuras entra también, justo antes de acabar explotando, en el mundo del arte contemporáneo. El enfrentamiento final de Joel es con Ecoss, un famoso y controvertido artista cuyas últimas creaciones pertenecen al territorio del bioarte. En este punto, el autor polemiza con Eduardo Kac, un artista brasileño real, entre cuyas creaciones cabe destacar la confección, en colaboración con un instituto genético francés, de un conejo de color verde fosforescente, vivo; aunque el pobre Kac queda muy por debajo de las disparatadas creaciones de Ecoss. En cualquier caso, este territorio, le sirve a Gual para seguir jugando con los conceptos de identidad, personalidad, cuerpo y muerte.

La novela está estructurada a través de una serie de capítulos que gozan de cierta autonomía y que funcionan como breves episodios. Uno de ellos, levemente travestido para la ocasión (el título era “El niño Jesús”), fue publicado bajo pseudónimo (Dimitri Dimitri) en esta misma revista hace poco más de un año. Sirva como aperitivo de una novela excelente: www.barcelonareview.com/56/s_dd.htm. Robert Juan-Cantavella