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índex català              julio - agosto  n° 43

Ese tocho
Por Patxi Irurzun

      Primera entrega

      1

Aunque en todos los equipos por los que he pasado mis compañeros me han apodado con alias nada ingeniosos, como "El Trípode", "Barrapán" o, mayormente, "Tocho", el secreto de mi éxito con las mujeres no tiene nada que ver con el descomunal tamaño de mi miembro viril. Tampoco está relacionado con la fama que me precede allá donde vaya, ni con mi personalidad dicharachera y jovial, ni siquiera con la cuenta corriente en la que se me desbordan los ceros por la derecha de la libreta. Quienes lo crean así no saben absolutamente nada sobre mujeres. A las mujeres lo que realmente las vuelve locas es un tipo que sepa acariciarlas y yo siempre he tenido unas manos superdotadas. Es por eso mismo por lo que soy portero de fútbol. Probablemente el mejor portero del mundo. He militado en los clubs más laureados, he ganado varias ligas y un Mundial y he compartido habitación con Dios, que entonces se llamaba Diego Armando Maradona... Y que me disculpen si a alguien le parezco sacrílego. Al contrario, conozco la Biblia lo suficiente como para saber que el Dios del que hablan en ella es un boludo, un tipo vengador, vanidoso y cruel al que sólo pueden haber inventado los hombres. Para mí Dios no es alguien que me haga avergonzarme de ser un hombre sino que convierto a Dios en todo aquello que me hace reír, gozar o tener esperanza. Dios es para mí la mujer con la que hago el amor —y como soy un tipo muy religioso y politeísta procuro hacerlo a menudo y con muchas mujeres— ; Dios es cada disco nuevo de Andrés Calamaro; y Dios es Osasuna, el club que me ha fichado y que ha confiado en mí cuando ya todos me habían desahuciado.

      El fútbol es así. Un mínimo error y pasas de ser el rey del mundo a un condón anudado en un descampado. En mi caso se trató de un regate mal calculado en un Barça-Madrid y automáticamente todas aquellas características de mi personalidad con las que siempre se había identificado la afición se convirtieron en pecados imperdonables: vividor, borracho, mujeriego... Me lo decían los mismos que aplaudían a rabiar cada vez que me adelantaba con el balón entre los pies y lograba dejar sentado a Raúl o a Figo. Me gustaba hacerlo así, driblar al delantero de moda, escuchar primero el murmullo en las gradas, y después los aplausos de alivio y mofa. Sentía que al hacerlo era capaz de poseerlos, de poseer no sólo lo que eran —se identificaban conmigo porque era un tipo algo golfo y de procedencia humilde— sino lo que añoraban, envidiaban y nunca llegarían a ser ellos, que nunca se arriesgarían a salirse del área y regatear a su destino —como mucho, ocultos y a salvo entre la masa, a desahogarse insultando al árbitro; o a mí mismo—. "¡Muerto de hambre, indio de mierda!", me gritaron entonces, de hecho, cuando erré el dribling . Y eso sí que me dolió. Me dolió tanto que, a pesar de que ahora una nueva afición, allá abajo, en la plaza, volviera a corear mi nombre ("¡Ese Tocho, ese Tocho, eh¡", alternaban los gritos con otros como "¡San Fermín, San Fermín!" o "¡Alcaldesa dimisión!") no pude evitar despreciarlos, por arrastrados, por diluirse, como una aspirina contra la estupidez de sus vidas, en la multitud; la misma multitud que pediría mi cabeza en cuanto palmáramos tres partidos seguidos; la misma multitud que cuando pasaran los sanfermines y con ellos toda la polémica, volvería a votar a la alcaldesa; la misma multitud, en suma, que nunca comprendería por qué apenas hube estrechado su mano, la mano de la alcaldesa, allá arriba en el balcón del ayuntamiento el día del chupinazo, supe que acabaría acostándome con ella.

2

A Pichurri, que es como llamaba yo en la intimidad a la alcaldesa, me la presentó Godman, el míster, poco antes de que él mismo lanzara el chupinazo y liara una gorda. El míster en ocasiones me recuerda a mí mismo. Ambos tenemos una personalidad vampira, que acaba por absorber la atención, para bien o para mal, de todos los que nos rodean. Godman acaparó portadas del Marca nada más desembarcar en Pamplona procedente de Estados Unidos, su país natal, cuando a golpe de billetera se compró un equipo de segunda en plena crisis, como era entonces Osasuna, y se convirtió en su presidente, entrenador y hasta delantero centro en una jornada en que todo el equipo se vio afectado por una terrible cagalera. Al principio, la ciudad en pleno se puso a cara de perro con el míster, porque Osasuna siempre había sido un club en el que los socios creían que elegían a sus presidentes, pero después, cuando Godman comenzó a aflojar plata y a fichar a buenos jugadores, y más tarde a ganar partidos, y finalmente logró incluso un ascenso que se había resistido durante años, llegó la Godmanía. Hasta tal punto que, invitado por la alcaldesa, se le concedió el más alto honor que puede otorgar la ciudad a un pamplonés —Godman era ya tomado como tal, incluso fue elegido el navarro más guapo del año— : lanzar el cohete que da inicio a sus fiestas.
      —¿Quién se lo iba a decir, cuando llegó y le querían arrojar al pilón? —bromeaba con él, poco antes del chupinazo, Pichurri, la alcaldesa.
      —Ellos primero no entender mentalidad americana. Fútbol negocio, no corazón. Pero tampoco cambiar tanto. Antes vosotros poner y quitar presidentes. Vosotros tener money. Ahora mí.
      —Claro, claro —se reía Pichurri, y mientras lo hacía su sonrisa pizpireta se me estiraba a mí entre las piernas.
      Había algo que me atraía en ella, algo morboso, esa extraña mezcla que parecía expresar su aspecto y su carácter. Era una mujer echada para adelante y de aspecto monjil a un tiempo, una de esas mujeres de edad indefinida, que uno no sabe si son ancianitas con el alma enfundada en un chandal o jovenzuelas a las que alguien o algo les ha arrebatado sus mejores años. Una mujer llena de huecos oscuros que yo sentía que debía rellenar, no sabía si para derramar todo mi cariño o todo mi veneno.
      —Aunque en realidad es lo mismo, porque ahora que usted se ha afiliado al partido es uno de los nuestros, señor Godman, un navarro por los cuatro costados.
      Yo asistía a la conversación como convidado de piedra, hasta que abajo, en la plaza, los piropos dedicados a Pichurri —"¡La alcaldesa es una posesa!", coreaban— fueron sustituidos por el que ya era mi grito de guerra: "¡Ese Tocho, ese Tocho, eh!". El míster entonces se volvió hacia mí y me presentó.
      —Oh, sorry, ser nuestro ultimo fichaje. Gran portero. Y mucha publicidad, camisetas... —añadió.
      Yo encajé el golpe con deportividad. Sabía que en buena medida me habían fichado por ello, porque mis gansadas atraían al público al campo y a los anunciantes a los despachos de los comerciales.
      —Oh, si, lo conozco, señor Tocho, he oído hablar mucho de usted —dijo la alcaldesa.
      Fue entonces cuando ella estiró su mano y yo la estreché. Pude darme cuenta de inmediato como todo ese calor que es capaz de proyectar la mía, mi mano, la fue derritiendo por dentro. Siempre sucede así. Ellas comprenden que nunca las ha acariciado una piel tan suave y que quizás nunca volverá a hacerlo. Es como si las tocara un bebé grande con una tranca descomunal. No sé muy bien como explicarlo, pero siempre sucede así.
      —Un placer —dije.
      Y ella, esquivando con un donaire encantador los huevos que le arrojaban desde la plaza, al tiempo que se dirigía al balcón —faltaban ya solo un par de minutos para las doce—, contestó:
      —Igualmente.

3

El calentón se nos pasó en un pispás, tanto a la alcaldesa como a mí. Apenas salimos al balcón del ayuntamiento fue como si nos devorara un animal, un monstruo de miles de cabezas que le sacaban otras tantas pequeñas lenguas al mundo.
      —¡Macanudo! —no pude menos que exclamar.
      Nunca había visto nada semejante. Ni siquiera en la cancha de Liverpool, cuando yo era el más diablo de los diablos rojos. La pequeña plaza parecía que fuera a reventar y desde ella se elevaba ya un sólo grito —"¡San Fermín, San Fermín!"— que me arrebató la erección y, en compensación, me puso de punta todos y cada uno de los pelos del cuerpo. Pensé que si la afición de Osasuna se comportaba del mismo modo nos íbamos a llevar bien.
      Observé a algunos de mis compañeros. Un ejército de mercenarios reclutados en países pobres. Camerún, Brasil, Rumanía... Vi cómo miraban boquiabiertos el espectáculo. Habían conseguido triunfar a fuerza de pegarle patadas a un balón, de pegárselas con todo su alma, como si con cada una de ellas golpearan al hambre y pudieran hacerlo añicos. En cierto modo era así, ahora todos ellos eran millonarios, pero cuando alguien ha sido pobre, pobre de verdad, es imposible mandar el balón lo suficientemente lejos. Me recordé a mí mismo, en nuestra chabolita, allá en Buenos Aires, comiendo papas todos los días, y de repente tuve la impresión de que aquello mismo que estaba viendo ahora era la manera exacta en que yo me imaginaba en mi niñez lo que debía ser un mundo feliz, un mundo sin hambre, un mundo en que la comida y la bebida eran abundantes y la gente se divertía arrojándose huevos, salpicándose con champán. Un mundo en que las guerras se libraban a tartazos de nata.
      Aquel, sin embargo, no era el momento de ponerse trascendentales. Al menos ahora, nosotros, algunos de los pobres de la tierra, estábamos arriba, en el balcón y debíamos disfrutar del momento. Observé como Godman, guiado por Pichurri, la alcaldesa, encendía un puro enorme y se acercaba al micrófono y al cohete que allá había dispuestos.
      —¡Pamplonesos! —comenzó el míster.
      El griterío ensordecedor en la plaza se convirtió de repente en un silencio tenso, como un gato callejero a punto de saltar y enganchar un filete gordo, que le alimentara durante nueve días.
      —¡Viva san Quintín! ¡Gorda¡ ¡Dios salve a América!
      Yo no estaba muy seguro, pero para mí que se había equivocado. Al principio, sin embargo, tras prender la mecha y hacer estallar el cohete, no sucedió nada extraño, sin entendemos por ello que abajo la multitud comenzó a saltar, a bailar, a abrazarse... —aquello era la normalidad al parecer durante los sanfermines—, pero pasados unos segundos el que hasta entonces había sido un sirimiri de huevos y taponazos de champán que pretendía calar sólo a la alcaldesa, se convirtió en un diluvio de dimensiones bíblicas dirigido al míster. Tuve la sensación que aquel era el principio del fin de la Godmanía.
      Rápidamente todos cuantos estábamos en el balcón corrimos a refugiarnos al interior del ayuntamiento, pero se había formado un tapón en la puerta porque los concejales se habían adelantado unos segundos, justo cuando alguien anunció que el lunch estaba listo.
      La lluvia de huevos arreciaba y yo me encontraba junto a la alcaldesa. Fue la primera vez que la abracé. Por mi parte fue solo un gesto protector, pero ella, como quiera que éste se prolongara y yo volviera a imponerle mis manos mágicas, lo acogió de muy buen grado, como demostrarían al día siguiente las portadas de todos los periódicos locales, en las que, bajo titulares como "¡San Quintín, San Quintín!" u otros más malintencionados —"¡Ese Tocho!"— la alcaldesa apareció amarrada a la parte de mi anatomía más afamada. Y no estoy hablando de las manos

4

No supe el revuelo que habían armado las fotos de la alcaldesa hasta dos días después. Tenía una resaca brutal y pasé el día de San Fermín durmiendo, intentando amansar con la música de mis ronquidos a las fieras que se habían hecho nido en mi organismo (por ejemplo aquella colmena de abejas justo en la punta de allá donde se apoyara, nunca mejor dicho, la alcaldesa). La noche anterior había sido un desenfreno de alcohol y sexo. Después del chupinazo toda la plantilla habíamos ido a comer a un asador. Yo hacía apenas un par de días que había llegado a la ciudad y supongo que como deferencia, para irme introduciendo en el vestuario, me sentaron junto a Burrutxaga, el capitán del equipo.
      Burru era un tipo simpático, de carácter noble y aspecto atractivo que gozaba del beneplácito de vestuario, directiva y afición, sobre todo, en este último caso, entre el sector femenino. Las muchachas le perseguían y él se dejaba perseguir, sin comprometerse nunca a nada. Era una pequeña licencia que se permitía y le permitían, pues por el contrario daba todo en la cancha, por sus compañeros y por su equipo (por el que, navarro como era, sentía los colores como ya pocos futbolistas, que somos unas putas, somos capaces de hacer). Pronto hice migas con él, a lo que ayudaron las tres botellas de clarete que nos ventilamos a medias, aunque debo de decir que Burru se empeñó más que en introducirme en el ambiente del equipo en apartarme de él, sobre todo del resto de navarros.
      —Son unos moñas. Estoy hasta los cojones de rezar el padrenuestro antes de cada partido. Joder, ¿pero todavía no se han dado cuenta de que Dios es del Madrid? Unos moñas. ¿O no ves que esta comida es un muermo? ¿Te apetece de verdad divertirte? —me propuso durante los cafés y sin esperar a que respondiera me arrastró a la calle, hasta un tenderete en el que entre otros titos, vendían camisetas piratas de Osasuna. Burru compró una con su propio nombre, otra con el mío y también un par de sombreros mejicanos, bajo los cuales, tras cruzarnos con una cuadrilla que nos invitó a unos tragos de una bota de las tres Z, cuyo contenido derramamos mayormente sobre nuestro cuerpo, volvimos al asador.
      —¡Quiero un autógrafo de Burru! —les espetó Burru a los gorilas de la puerta—. Y mi amigo uno del Tocho.
      —Largo de aquí, muertos de hambre —respondieron amablemente ellos.
      Y que Dios me perdone —y si no lo hace me da lo mismo, como ya quedó dicho Dios es un boludo, y ahora además del Madrid, el único equipo de los grandes que nunca se dignó a hacerme una oferta—, que Dios me perdone, decía, pero volver a ser un anónimo muerto de hambre fue una bonita experiencia: hacía años que no podía caminar por la calle sin que me saludaran desconocidos; sin tener que auparme, en el híper, bebés llorones al hombro para la foto; sin verme obligado, en las discotecas, a firmar autógrafos en turgentes pechos o rotundas nalgas ... Bueno, esto último nunca me había desagradado demasiado y de hecho, cuando, tras un periplo etílico por miles de bares observamos que a las chicas los borrachuzos muertos de hambre no les parecen nada atractivos, renunciamos al anonimato arrojando el sombrero mejicano al aire mientras por los altavoces se oía "Si no tienes un duro no te hace caso nadie, en cambio si lo tienes amigos a millares". Y efectivamente, ya convertidos en Burru y Tocho no tardamos demasiado en enrollarnos a las dos minas más espectaculares del bar, con una de las cuales sobrellevé la resaca en mi hotel, a base de Vitamina C —C de Casquete— y fui capaz de llegar en plenitud de facultades a la rueda de prensa de mi presentación, el día 8; la misma rueda de prensa en que vi por primera vez las que ya llamaban fotos porno de la alcaldesa.

5

Fue un periodista, Txus Cuenco, quien me mostró las dichosas fotos el día de mi presentación, en la sala de prensa, tras el posado de rigor con la camiseta del equipo, bajo la portería, simulando una palomita... Eché de menos, eso sí, el típico apretón de manos con el presidente del equipo. A los presis les gusta mucho figurar y que tú aparezcas a su lado como si fueras una de sus pertenencias. Godman estaba de todas maneras cerca, y también Burrutxaga, el capitán, y más tipos encorbatados, además de un enjambre de periodistas. Exagerado, en mi opinión, más teniendo en cuenta que los sanfermines eran un filón, con decenas de imprevisibles frentes informativos (esa misma mañana, sin ir más lejos, se había descalabrado por una de las murallas de la ciudad, a las que las parejas acudían a retozar, un ex-ministro de defensa que ahora prefería hacer el amor que la guerra —aunque fuera con un menor—). Exagerado y demasiado serio, pues en la rueda de prensa todos mostraban unas caras de "pobre de mí" nada propias del tercer día de fiestas.
      Tal vez por ello agradecí la presencia de Txus Cuenco, un divertido periodista con unas pintas algo desfasadas, como de futbolista de principios de los ochenta: permanente, bigotón, gruesa cadena de oro al cuello....
      —Señor Tocho ¿qué hay entre la alcaldesa y usted? —preguntó, y después algo que no entendí pero que me sonó parecido a "Rica, rica, rica, txistorra Pamplonica".
      —Tú qué eres, uno de los pives esos del "Caiga quien Caiga" ¿no? —le seguí la broma.
      —Cuidado con éste: Es el periodista deportivo más famoso de Pamplona —me susurró "Burru", sin embargo.
      Yo mismo pude darme cuenta de inmediato de que aquel tipo era el portavoz del resto de periodistas, una especie de padrino al que los demás respetaban. Más tarde sabría que su nombre, Txus Cuenco, no lo debía tanto a ser natural de la cuenca de Pamplona como a su afición por vaciar recipientes, mayormente rebosantes de pacharán. Circunstancia ésta, su dipsomanía, que lejos de mermar sus facultades, afilaba su agudeza.
      —Ah, ¿pero no ha visto aún las fotos? —comprendió rápidamente —. Ulloa Óptico, miramos por sus ojos—. Txus, hablaba de ese modo, introduciendo cuñas de publicidad en cada pregunta.   contribuido generosamente a la erección. ¿Que efecto óptico ni que niño muerto? Una erección como dios mandaba —o como no mandaba—. ¿A quién le importaba? ¿Y qué había de malo en ello? ¿Qué clase de ciudad era aquella? ¿Qué clase de manicomio?
      Demasiadas preguntas. Decidí que necesitaba ipso-facto más Vitamina C —C de Casquete—. Lo que no me imaginaba ni siquiera remotamente, dadas las circunstancias, era que fuera la propia alcaldesa quien me la proporcionara.
      Después me alargó el periódico del día anterior
      —Observe, observe la magnitud de la noticia —decía, al tiempo que, como quien no quiere la cosa, señalaba mi abultada entrepierna en una de las fotografías.
      —¿Puede aclararnos si es un montaje fotográfico, o un efecto óptico como sugirió la alcaldesa en la rueda de prensa de ayer? Alonso vende al costo.
      De repente sentí como si regresara la resaca y trajera con ella de la mano a todas las resacas que en el mundo han sido ¿Qué diablos estaba pasando allá? ¿Pretendían utilizarme para algún tejemaneje político? ¿Para eso me habían fichado? Traté de recordar lo sucedido en el balcón del ayuntamiento. Había abrazado a la alcaldesa, es cierto, y hasta quizás la había abrazado demasiado estrechamente, aprovechando la lluvia de huevos para atraerla con mis manos mágicas a mi regazo, pero ella había contribuido generosamente a la erección. ¿Que efecto óptico ni que niño muerto? Una erección como dios mandaba —o como no mandaba—. ¿A quién le importaba? ¿Y qué había de malo en ello? ¿Qué clase de ciudad era aquella? ¿Qué clase de manicomio?
      Demasiadas preguntas. Decidí que necesitaba ipso-facto más Vitamina C —C de Casquete—. Lo que no me imaginaba ni siquiera remotamente, dadas las circunstancias, era que fuera la propia alcaldesa quien me la proporcionara.

Continuará en Tbr 44...

© Patxi Irurzun, 2004.

“Ese tocho”, de Patxiu Irurzun, aparece en la antología Golpes. Ficciones de la crueldad social (DVD, 2004) y ha sido publicado en The Barcelona Review por cortesía del autor y DVD ediciones.

Véase "Golpes en la vida tan fuertes…", diálogo entre Eloy Fernández Porta y Vicente Muñoz Álvarez en este número acerca de Golpes. Ficciones de la crueldad social.

Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso.

BIO: Patxi Irurzun (Pamplona, 1969) es autor del libro de cuentos, Cuentos de color gris (Ayuntamiento de Palencia, 1989), las novelas Cuestión de supervivencia (Altafaylla Kultur Taldea, 1998) y Ciudad Retrete (Txalaparta, 2002) y del minilibro El cangrejo valiente (La Olla Express, Barcelona, 2004). Ha participado en las antologías Cuentistas (Ateneo Obrero de Gijón, 2004), El Aspersor (Radio Nacional de España, 2004) y Golpes (DVD, 2004). También ha escrito una guía de viajes sobre La Habana, los textos para el libro de fotografías El Bulevar del Zope de Joseba Zabalza y los guiones del álbum de comic A Chankete le olía el aliento de Juan Kalvellido. Es autor del reportaje El mural mágico, traducido a diferentes idiomas (CGT, 2004) Ha publicado cientos de colaboraciones en diferentes medios: El Canto de la Tripulación, El Europeo, Rolling Stone, Dominical, Mono Gráfico, Vinalia Trippers... Ha ganado diferentes premios, como El Viajero, de El País-Aguilar, el Ciudad de Palencia o el Francisco Yndurain de las letras para autores jóvenes, y ha sido finalista de otros como el Premio Desnivel, con un libro de viajes sobre el recorrido que hizo por algunos basureros del mundo (Manila, Papúa...). Edita la revista literaria Borraska: http://borraska.gueb.net

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 julio - agosto 2004  n° 43 

Narrativa

Juan Bonilla: Las cartas de Mónica
Patxi Irurzun: Ese tocho
Charles Kiefer: Rosa Rosarum

Diálogo

Golpes en la vida tan fuertes…
Golpes por autores y relatos
Eloy Fernández Porta y Vicente Muñoz Álvarez

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