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índex català              julio - agosto  n° 43

Las cartas de Mónica
Juan Bonilla

A Miguel Munárriz, que me contó el final

Vi su foto en el suplemento para niños de un periódico. Yo casi nunca hojeaba ese suplemento, pero supongo que aquel domingo estaba tan aburrido que, después de demorarme en los dedicados a novedades literarias, motor, moda y deportes, antes de enterrarme en las páginas anaranjadas del suplemento de negocios, decidí echar un vistazo a los ripios y viñetas con que se ensuciaban las meninges los niños y adolescentes del país. La última página del suplemento acogía mensajes y cartas que los lectores habían enviado a la redacción, ya saben, del tipo: "Me llamo Guillermo, me encanta la Patrulla X, leer y nadar, si tienes de 10 a 13 años y también tienes aficiones similares a las mías puedes escribirme a...". Allí vi su foto: delicados rasgos orientales corregidos por unos ojos de ese azul que sólo tiene el cielo en las acuarelas que pintan los niños, pelo negro corto, sonrisa cansada que subía una arruga a las comisuras de sus ojos, frente amplia y noble. El mensaje que acompañaba a su foto no se diferenciaba al comienzo de los demás que se recopilaban en aquella página, pero enseguida cobraba personalidad y lirismo: "Me llamo Mónica, tengo doce años y estoy leyendo Rebelión en la granja de Orwell. Me gusta jugar al ajedrez –aunque soy pésima–, la música de Kronos –el cantante más que la música– y el ciclismo. También Bart Simpson. No soy muy habladora, pero de vez en cuando me siento muy feliz sin saber por qué. Son días en los que no es que haya aprendido algo que hasta entonces ignoraba ni nada de eso, pero es como si alguien muy poderoso tocara las maracas en el centro de mi barriga y el corazón se me desangrara encantado por las costillas sólo para que lata todo mi cuerpo. Son días que alguien me regala, días en los que besaría a todo el que se cruzara en mi camino y en los que subida a la montaña más alta del mundo sólo para gritar desde allí ¡¡¡gracias!!! antes de bajar rodando. Me gusta cartearme con gente que tenga gustos afines o totalmente contradictorios (porque con los primeros puedo compartir pasiones, y a los segundos puedo convencerlos de lo equivocados que están). Si perteneces a alguno de esos grupos y te apetece que nos escribamos, aquí tienes mi dirección". Deseé tener 13 años para correr a mi escritorio, redactar una carta confesando que detestaba a Kronos y aún más a su melenudo cantante y sus brazos sucios de tatuajes, que ni siquiera sabía pedalear, que Bart Simpson me parecía un pedante y a los cerdos de Orwell prefería con mucho los que proporcionan el jamón de Jabugo, que yo temía esos días que alguien te regala en los que todo parece estar en su sitio, bañados de una milagrosa luz que los justifica y en los que todo, el mar mudo y tendido, las montañas, centinelas en traje de gala, el cielo extenso, una pista resbaladiza de baile, parece estar celebrando tu existencia. Deseé tener 13 años para culminar mi carta confesando que a pesar de todas aquellas diferencias, esperaba que naciese entre nosotros una hermosa amistad. Pero yo no tenía 13 años sino 31. Estaba apresado entre los barrotes de un extenso domingo sin nadie a quien llamar, el libro que estaba leyendo se me caía de las manos cada tres párrafos, en la televisión se sucedían los concursos para menopáusicos y por mis venas fluía contundente la convicción de que, en efecto, los domingos matan a más gente que las bombas. Alcancé la noche milagrosamente, me di una ducha fría, arrojé el libro en el que desde hacía cien páginas me obstinaba ciegamente a sabiendas de que no lo podría acabar, en televisión proyectaban una película de Nicholas Ray que me depositó en las entrañas de la madrugada, el domingo había muerto sin matarme y ahora ya sólo me quedaba esquivar las bombas de los días laborables para arribar de nuevo al viernes por la noche y sentir que por mis venas fluía contundente la convicción de que era hermoso vivir. Pero lo cierto es que no pude conciliar el sueño: el rostro de aquella niña de 13 años se me había impreso en las paredes del cerebro, la luz ígnea de su sonrisa me producía quemaduras que me impedían cerrar los ojos, Bart Simpson y el cantante de Kronos unían sus voces para agrietarme los oídos, mil piezas de ajedrez pronunciaban jugadas inverosímiles sobre el tablero de mi pecho, y los cerdos de Orwell se militarizaban para conquistar mi sosiego. Así que me levanté, me senté ante el escritorio y escribí aquello que me estaba pasando, "por tu culpa, Mónica, no puedo dormir esta noche, no sé qué es lo que me pasa pero no he podido dejar de pensar en ti en todo este vasto domingo vacío y triste como el buzón de un exiliado al que nadie recuerda en su patria, al que nadie conoce en el país extranjero en el que intenta no olvidarse de quién es, por tu culpa, sólo por tu culpa, Mónica, las horas son un tren de mercancías que arrastra por la herrumbre de mi insomnio la promesa de una estación en la que descansar", cosas así escribí, y las deposité en un sobre en el que copié la dirección de la niña de 13 años, después de firmar mi carta con mi nombre y una posdata mínima que decía: acabo de cumplir 15 años.
      He de decir que por aquel entonces, a mis treinta y un años, pasaba frío cada vez que consultaba mi agenda de teléfonos en busca de una voz que me aliviara la intemperie. Se me arrugaban las yemas de los dedos si sumergía la mano en las cartas recibidas no hacía tanto. En los álbumes de fotos me mareaba por la altura y me rechinaban los dientes con canciones que una vez me supe de memoria. Anochecía entre dudas que al amanecer decapitaba con la certeza afilada de que estar vivo no podía ser tan terrible si podías pagarte una criada que ingresara en tu habitación a las ocho de la mañana con una bandeja de pasta en la que mantenían un perfecto equilibrio un vaso de zumo de naranja, una taza de café hirviendo y un plato con un donut recién comprado. Como cachorros moribundos las ilusiones se me habían encogido hasta la extinción y a lo largo de la jornada me encontraba, cada vez que hundía las manos en los bolsillos, una certeza latiéndome en la punta de los dedos: en el fondo sólo eres dueño de aquello que no podrías perder en un naufragio del que sobrevivieras. Así que necesitaba naufragar de algún modo para darme cuenta y definir qué era lo único de lo que era dueño. Porque de lo contrario la idea del suicidio iría aposentándose en mi interior como una sombra a la que sería incapaz de combatir. Uno se suicida, esencialmente, porque está harto de morirse, porque se sabe su futuro de memoria y por lo tanto ya puede prescindir de él. Para aplazar mi suicidio necesitaba encontrar un margen de sosiego en el que dejara de lastimarme cada segundo como una astilla que se te clava entre la uña y la piel de un dedo. Por aquella época yo estaba muy cansado de dormir 10 horas en un traje italiano con corbata de seda y unos zapatos que me hacía lustrar cada mañana. Me depositaba a las nueve y media en un despacho con garabatos millonarios colgados de las paredes y me dedicaba a dormir con los ojos bien abiertos y la punta de un lápiz apoyada en el labio inferior. En eso consistía esencialmente mi trabajo. Bastaba con que al concluir la jornada tuviese una frase feliz, un eslogan brillante sobre un neumático o unos pañales para justificar lo que me pagaban. A ese dormir con los ojos abiertos los demás empleados de la agencia lo llamaban, unos con soma, otros admirados, "buscar la inspiración".
      Durante toda la semana anduve inquieto, dormí mal, dándole vueltas a la tontería que acababa de cometer, buscando explicaciones que la justificaran, prometiéndome que no contestaría si al final la niña decidía contestarme. Aún así, a pesar de que trataba de alejar de mí a Mónica, 13 años, ojos del azul que el cielo sólo tiene en las acuarelas que pintan los niños, me sorprendía a mí mismo alterándome al volver a casa y descubrir que en el buzón se disputaban el espacio panfletos publicitarios y cartas del banco entre las que no se agazapaba ningún sobre procedente de Málaga, la ciudad en la que vivía Mónica. Empecé a preocuparme el viernes (mi carta urgente le habría llegado el martes: si se apresuraba en contestarme y me enviaba su respuesta con sello expreso, el miércoles ya debía haber tenido noticias suyas, si le estampaba un sello ordinario el jueves tendría que haber recogido sus letras, que el viernes siguiera sin llegarme su carta me empujaba por un tobogán de remordimientos que conducía directamente a un lunes cuyo principal defecto consistía en situarse tras otro fin de semana sin plan), cuando, en vez de salir como acostumbraba a derogar todas mis preocupaciones anestesiándolas con muchas copas, me quedé en casa después de haber acudido a un videoclub donde en lugar de alquilar diez películas de gángsters o futuros bélicos que me ayudaran a superar el fin de semana, opté por adquirir la colección –en siete videocasetes– de la primera etapa de Bart Simpson. Rescaté también de la más alta estantería de mi habitación el ejemplar, martirizado de anotaciones en los márgenes, de la edición Penguin de bolsillo de Animal Farm. Para acabar de empeorar las cosas sólo encendí mi ordenador para retarlo a jugar al ajedrez, decidido a conseguir lo que hasta entonces nunca había logrado: vencerlo en el nivel diez, mérito sólo al alcance de un auténtico maestro.
      Después de divertirme francamente con Los Simpson, de seguir las andanzas del cerdo Napoleón y de obstinarme en ser vapuleado una y otra vez por mi computadora, me pase el domingo en una nube de rencor por lo que acababa de hacer, sin entender qué intentaba conseguir, desabastecido de razones y con un muy nutrido arsenal de improperios con los que embadurnarme. Ni siquiera dilapidé mi tiempo buscando en las páginas del suplemento infantil los ripios y las viñetas con las que se divertía Mónica: preferí sestear en las páginas anaranjadas del suplemento de negocios. Al acostarme me dije que todo aquello había valido la pena: en cierta medida me había curado, aunque fuese sólo gracias a la expeditiva estrategia de ridiculizarme a mí mismo, terapia poco aconsejable cuando el paciente es débil. Lo cierto es que dormí de un tirón y en todo el domingo no pensé ni siquiera una vez en arrojarme por la azotea para, después de gritar ¡¡¡ gracias!!!, cavar un bonito socavón en el asfalto.
      Pero allí estaba, el lunes cuando volví de la oficina, zambullida entre panfletos publicitarios y facturas, allí estaba, con sello ordinario y caligrafía femenina, la carta de Mónica. Di un salto de alegría y luego me imprequé: "¿Qué haces? No deberías abrirla". Subí las escaleras imponiéndome con poco astutas razones la conveniencia de tirar la carta sin abrirla. Llegué a un acuerdo conmigo mismo mientras incrustaba la llave en la cerradura: decidí no tirarla, pero tampoco abrirla. Al girar la llave rebajé las estrictas condiciones del acuerdo: la abriría pero no la contestaría. Media hora después, me senté en el escritorio para responder a Mónica.
      Le dije que por su culpa, por su bendita culpa, había pasado todo el fin de semana carcajeándome con los avatares de la familia Simpson, que había leído en inglés el libro de Orwell ("lo del inglés no es mérito –apunté para rebajar la posibilidad de que pensase que me pasaba de listo–, porque mi madre es norteamericana"), que me había ensuciado las orejas con la música de Kronos ("¿cómo te puede gustar eso?") y que había fracasado en mi pretensión ilusa de vencer al nivel diez del programa de ajedrez de mi ordenador. En realidad la carta de Mónica no invitaba a extenderse demasiado, pues constaba sólo de tres párrafos en los que se limitaba a acusarme recibo, a confesar que estaba muy sorprendida de la masiva respuesta que había suscitado la publicación de su carta en el suplemento infantil, y que de momento no daba abasto, ya iría seleccionando a sus corresponsales pero de momento le parecía que no podía dejar de responder a todas y cada una de las cartas recibidas. Eso era todo. Yo me alargué en tres folios ("como ves, por cada uno de tus párrafos yo te envío un folio escrito por ambas caras") preguntándome por qué razón su carta me había imantado, pues nunca antes había sentido la menor tentación de escribirle a alguno de los lectores que publicaban sus afanes por iniciar correspondencia con desconocidos. "Algo me empujó a escribirte la primera carta –le decía–y algo que no sé definir pero que fluye por mi sangre me arrastra de nuevo a enviarte noticias mías fortalecido por la certidumbre de que existes, de que ahora no podrás dejarme a oscuras". Me prestaba luego a cumplir con uno de los requisitos que Mónica formulaba en su respuesta: pedía a sus corresponsales que se extendieran hablando de sí mismos. No supe si hablarle del niño que yo fui a su edad, o inventarme una identidad que no contradijera en exceso al que fui, pero que lo mejorara. Opté por esto último, le dije que de mayor quería ser arquitecto, que no tenía demasiados amigos, seguramente por culpa mía, pues solía ser muy reservado y tímido, que me pasaba el día leyendo y que de vez en cuando también escribía cuentos de ciencia-ficción ("¿te interesa la ciencia-ficción? Si no, estoy dispuesto a hacer todo lo que esté en mi mano para demostrarte sus encantos"). Le mandé mi carta con sello urgente aquella misma tarde. No tuve que esperar demasiado para recibir la respuesta de Mónica: me llegó el viernes. En esta ocasión se entretenía en detallarme por qué no soportaba las novelas de ciencia ficción, qué cosas la enamoraban en un chico ("sobre todo que tenga una sonrisa resplandeciente y unos ojos hondos en los que una pueda perder la noción del tiempo") y cómo descubrió, gracias a los consejos de un buen amigo, a Bart Simpson. Confesaba luego que algunas veces, cuando la apresaba con sus garfios la melancolía, una fuerza ignota la empujaba a hacerse preguntas escribiendo poemas ("sin rima ni nada, ya sabes, no sé por qué si digo que la tristeza me aterra voy a traer de los pelos alguna metáfora acerca de la guerra o a declarar que me gustaría perderme en una sierra cuando preferiría hacerlo en una isla"), y terminaba informándome de que al final había decidido mantener correspondencia sólo con dos de los niños que contestaron a la carta que le publicaron en el suplemento infantil: yo era uno de ellos; el otro, un mocoso ("sólo tiene once años, pero parece muy inteligente") que la había acaramelado hablándole de los problemas de sus padres (aprovechaba la ocasión para preguntarme por los míos después de cargarse a los suyos con unas frases que con apariencia benevolente no conseguían ocultar un afilado rencor). En posdata me susurraba que aún no había decidido qué ser cuando llegara a mayor, aunque si pudiese elegir optaría por no hacerse mayor nunca, y agregaba que no le parecía justo que yo supiese cuál era su aspecto y ella no pudiese intuir siquiera cuál era el mío, así que ¿por qué no le enviaba una descripción física mía o, mejor aún, le incluía una foto en mi próxima carta? Me tomé todo el fin de semana para contestarle. Hasta última hora, el lunes por la mañana, antes de salir disparado hacia la estafeta de correos camino de la oficina, no me decanté por agregar a los cuatro folios que había acumulado, una foto de mi primo de catorce años, un muchacho muy guapo, de ojos grandes y expresión hechizada. Le disputó el honor de viajar hasta las manos de Mónica a una foto mía, de cuando yo tenía doce años, pero me pareció que las ropas que vestía, un tanto anticuadas, podrían hacer sospechar a la muchacha.
      Manifestaba al comienzo de aquella carta cuánto había engordado mi vanidad al saber que era uno de los dos únicos corresponsales con los que había decidido Mónica intercambiar noticias. Al final, lacónicamente, expresaba un deseo que me había resistido a redactar mientras me inventaba peripecias o rescataba del fango de mi adolescencia anécdotas con las que divertir a la muchacha: escribí que "estaría bien que pudiésemos vernos pronto". Por momentos me parecía arriesgado plantear siquiera esa posibilidad, pero también apartaba de un manotazo la importancia de explicitar ese deseo convenciéndome de que no era más que una frase inocua, que en caso de que surgiese la ocasión de que Mónica y yo nos conociésemos personalmente, tendría que rechazarla con cualquier excusa. Me prometí a mí mismo no ceder jamás a la tentación de ver a la chica en persona, pero por las noches no podía impedir montar una película de sucesos maravillosos en la que ella y yo acordábamos vernos en un parque de Málaga, y yo asistía al encuentro con el corazón acelerado y las palmas de las manos mojadas de sudor, y ella aparecía y era realmente tan maravillosa como me la había imaginado, y al yo contarle que Juan, su corresponsal, no había podido venir y me había encargado que corriese yo a avisaría de que no lo esperara, ella decidía quedarse un rato, y conversábamos, y, en fin, recurría a soluciones inverosímiles para depositar a Mónica en mi habitación de hotel donde recorría su fragilidad con la sed de un adolescente inexperto que va a descubrir el temblor jubiloso del deseo.
      El miércoles de aquella semana, mientras medraba en mi interior la ansiedad de la espera de una nueva carta de Mónica, fui a cenar con una compañera de la agencia y no resistí a la tentación de contarle lo que había hecho.
      -¿Tan desesperado estás? -me preguntó, desorbitada la mirada por la incredulidad. Habíamos terminado en mi casa para tomar una última copa.
      -¿Crees que es desesperación? No lo sé, yo considero que no, no sé lo que es porque no le he podido preguntar a mi psicoanalista, la verdad es que todo empezó como una simple broma, pero ya no puedo mentirme, es como si me hubiera quedado enganchado. Puedes pensar que se trata tan sólo de una estratagema para vencer al aburrimiento de los días laborables y a los desiertos de los fines de semana sin nada que hacer, nadie a quien llamar que te apetezca de veras ver, nada con que llenar el tiempo.
      -O sea, desesperación.
      -Puede que sí, pero lo cierto es que me encuentro muy a gusto.
      -Pero, vamos a ver, no seas inmaduro: supón que llega la hora de que la muchachita quiera conocer al muchachito.
      -Le llevo dando vueltas a esa posibilidad más de una hora y más de dos. Hasta ahora lo mejor que se me ha ocurrido es pedirle a mi primo que acuda a la cita en mi lugar, aunque también podría presentarme como el tío del muchacho y excusar la ausencia de éste argumentando que está enfermo, deprimido, amortajado, perdido, cualquier cosa con tal de estar un rato allí con ella.
      -Me estás tomando el pelo.
      -Sí, claro, te lo estoy tomando. Me gusta tomarte el pelo, me da pruebas de tu ingenuidad y eso te hace mucho más atractiva.
      -Ahora vuelves a tomarme el pelo.
      No, no le tomaba el pelo pero da igual, ese es un asunto que no viene a cuento. Ella quiso ver alguna de las cartas de Mónica. Yo le enseñé sólo la primera. Ella insinuó que aquella letra pertenecía a un psicópata. "No sabía que tuvieras conocimientos grafólogos", le reñí. "Es una pasión secreta", aclaró ella. "Fíjate, fíjate, está claro, estas letras tan redondeadas indican rabia contenida, y el hecho de que trace el palito de la t hacia abajo, que no lo mantenga perpendicular sino que lo incline hacia el pie, eso es síntoma de agresividad desatada, la grafología es una ciencia, no puede equivocarse, puede mentir, pero no equivocarse, fíjate en el caso del carnicero de Brighton, también redondeaba las letras con especial mimo, eso y el hecho de que las haches las alargara mucho y de que escribiese las aes como si fuesen alfas sirvió a la policía para acusarle", argumentó. Yo protesté: "Bueno eso y la circunstancia de que descubriesen una cajita llena de párpados humanos en su mesita de noche".
      Lo cierto es que las cartas se fueron sucediendo, una por semana, con sello urgente y crecida complicidad. Los tres párrafos de la carta inaugural de Mónica habían deparado ya varias decenas de folios en los que todo tenía cabida, desde comentarios acerca de libros y películas hasta descripciones de seres a los que detestábamos pasando por proyectos a largo, medio y corto plazo. Entre ellos el que más me obsesionaba, el que lograba ponerme a la vez nervioso y me calcinaba las arterias de deseo, era el de que Mónica y yo nos viésemos por fin. Apenas nos separaban doscientos kilómetros. Mi plan consistía en concertar una cita con ella en su ciudad, viajar hasta allí una mañana, acudir al lugar en el que hubiésemos quedado ("por si no me reconoces llevaré una edición ilustrada y bastante grande de Rebelión en la granja, con un cerdo vestido de militar en la portada", escribí después de encontrar en una librería de viejo ese libro, un tomo que incluía el texto de Orwell junto a numerosas ilustraciones), abordarla (pues yo contaba con reconocerla enseguida y también con que ella, a pesar de ir yo armado con el volumen, no se atrevería a abordar a un treintagenario) y excusar al muchacho al que ella esperaba arguyendo que un accidente doméstico le había impedido asistir a la cita. Yo proponía una fecha en la que podría acercarme a Málaga ("mi tío, un tipo genial al que me gustaría que conocieras, tiene treinta años pero es como si fuese un colega, es mi mejor amigo, bueno pues mi tío, tiene que ir a hacer unas gestiones y me he ofrecido a acompañarle, creo que dispondríamos de un par de horas el próximo sábado, por favor cuéntame qué te parece y si ardes como yo en deseos de que por fin nos encontremos dime la hora de la mañana y el lugar en el que podríamos vernos"). Un martes lluvioso llegó su respuesta: el nombre de una cafetería actuó de antídoto eficaz contra aquellos días torrenciales que me separaban de la mañana de sol pletórico en que por fin conocería a Mónica. Ella me decía en su carta que también llevaría su ejemplar de Rebelión en la granja, "para que no haya dudas, podremos cambiarla, ¿no te parece bonito?, que tú te quedes con mi ejemplar y yo con el tuyo".
      Naturalmente que, cuando me detenía a contemplar mi estado, cuando reflexionaba acerca de lo que estaba a punto de hacer, llegaba a asustarme, a castigarme ante el espejo preguntándome qué demonios pretendía, por qué me aferraba a aquella historia como el náufrago que agoniza colocadas sus manos en posición de estar agarradas a una tabla ficticia que sólo existe en su imaginación. Caminaba temeroso y lento por las calles, como si una columna de aire se hubiese solidificado sobre mis hombros hasta convertirse en un bloque de hielo que tarde o temprano acabaría hundiéndome en la tierra. Me mostraba antipático e irritante ante los demás; como un mantra que oculta una verdad de la naturaleza, un secreto esencial cuyo conocimiento arrastra a la locura a quien lo adquiere, me repetía: "Esto no era más que un juego". Trataba de examinar cómo demonios se me había escapado de las manos, cómo me había ido contaminando de ansias prohibidas, cómo iba a salir indemne de la historia. El hecho de que, a fin de cuentas, hubiese decidido presentarme como un familiar del chico al que esperaba Mónica, no depreciaba ni la culpa que me ensuciaba ni, por supuesto, extirpaba el miedo a quedar prendado de la belleza de la muchacha. ¿Cómo iba a concluir todo? Porque si en efecto quedaba prendado de Mónica, si mis expectativas se cumplían ¿qué podía hacer? ¿Raptarla? ¿Continuar nuestra correspondencia como si nada hubiese pasado, como si en efecto el que le escribiese aquellas cartas de purgada melancolía y lirismo dominical fuera mi primo adolescente?
      La noche que precedía a mi viaje a Málaga no conseguí conciliar el sueño a pesar de la sobredosis de tila con la que quise sosegarme. Las palmas de las manos me sudaban, se me arrugaron las yemas de los dedos, señal de que mi ansiedad había alcanzado un límite poco saludable. Mi úlcera debió segregar durante aquellas horas tal cantidad de ácido que hubiera podido abrir un agujero en el casco de un barco. A las seis de la mañana tomé un largo baño de agua caliente. A las ocho ya estaba en carretera. A las ocho y cuarenta y cinco ya me había detenido dos veces para vomitar la bilis.
      Era una mañana de sol pletórico, con un pequeño rebaño de nubes esculpido sobre la carne del horizonte y una temperatura ideal para hacer una excursión campestre. Constantemente me vigilaba el aspecto mediante el espejo retrovisor, trataba de esquivar todas las preguntas que pujaban en mi cerebro por componer un pelotón de ejecución, silbaba canciones acompañando la emisora musical que había sintonizado en la radio, vigilaba, en el asiento del copiloto, el sobre acolchado donde llevaba el ejemplar de Rebelión en la granja.
      
Llegué a Málaga a la hora prevista. Aún me quedaba tiempo para desentumecerme y estirar las piernas, calmarme con una infusión de tila y desapercibirme, amparado por la sombra vegetal de unos arbustos espléndidos, viendo pasar muñecas que paseaban o eran paseadas por sus perros con las huellas de una noche excesiva marcadas en los rasgos.
      Acudí a la cafetería quince minutos antes de que, si como prometía en un párrafo ser puntual era una de sus características de las que más orgullosa se sentía, Mónica apareciese por allí. Pedí un helado de yogur y un croissant con mermelada para acabar de desordenarme el estómago. Saqué el libro de Orwell del sobre acolchado, tomé una mesa junto al ventanal, desde donde podía vigilar la calle y desde donde esperaba divisar a Mónica con el tiempo suficiente como para, aboliendo al fin aquella locura, irme de allí conformándome con haberla visto una vez. Era el único cliente de la cafetería. En los veinte minutos siguientes a mi entrada en el local, ingresaron en él dos tipos encorbatados que hablaban a gritos de fútbol y de política, unos muchachos urgentes que engulleron magdalenas mojadas en café y desaparecieron, un viejito escuálido que ocupó una mesa y ordenó un desayuno pantagruélico. No es un espectáculo agradable ver a un anciano devorar un par de filetes de pollo, un huevo frito en cuya yema mojaba una ensaimada, varias salchichas, dos peras y un racimo de uvas cuyas semillas iba escupiendo al suelo. Me extrañó entonces que Mónica hubiese elegido aquel lugar para nuestro encuentro: no era un local transitado por gente de su edad en el que yo desentonara. Me sobrecogió entonces la sospecha de que tal vez Mónica había elegido aquel lugar porque sabía que el tipo con el que iba a encontrarse no era un adolescente, porque había conseguido inferir de mis cartas mi edad y había decidido jugar conmigo. Pero era absurdo: ¿cómo podría haberme descubierto? Me impuse calma. "No te dejes arrebatar ahora por estúpidos pensamientos", me dije. "Tal vez la cafetería se encuentre cerca de su casa y eso la ha empujado a elegirla como el sitio del encuentro. O, al contrario, esté lo suficientemente lejos de su casa, pero al lado de la de una amiga, y juzgó que era el lugar adecuado para citarme." Qué más daba.
      Con quince minutos de retraso se presentó una muchacha rubia en la cafetería. No venía sola: la acompañaba una amiga tan alta como ella, pelirroja y distinguida. Podía ser su hermana mayor. Venían cargadas con sendas mochilas y traían pintada en la cara una tranquilidad que me hizo pensar, caso de que fuera Mónica la chica rubia, que no era la primera vez que acudían a una cita concertada por carta con un desconocido. Esperé que extrajeran de una de las mochilas un ejemplar de Rebelión en la granja y lo depositaran en la mesa, pero no sucedió nada de eso. Se sentaron en una mesa lejos de mí y se dedicaron a hablar después de pedir sus consumiciones, dos batidos de fresa, sin preocuparse de nada de lo que sucediese alrededor, como si tuvieran claro que su papel consistía en esperar a que se les presentase aquel que, según las reglas de la cortesía, debería haber estado esperándolas y cuya ausencia tampoco parecía preocuparles lo más mínimo, como si no le diesen importancia al hecho de que no estuviese en la cafetería cuando ellas llegaron, bien porque se había retrasado más que ellas, bien porque se había cansado de aguardarías y se había ido a dar una vuelta para regresar un poco más tarde o no hacerlo definitivamente.
      Me atenazaban los nervios, escondí el libro de Orwell introduciéndolo de nuevo en el sobre acolchado para no identificarme y ofrecerme la oportunidad de huir sin despertar las sospechas de las muchachas. Al fin y al cabo ya la había visto – ¿pero era ella?, parecía mayor, dieciséis años, tal vez más–, ya podía conformarme con eso, avanzar un paso más resultaba especialmente peligroso y podía darme por satisfecho a pesar de que Mónica no era tan deliciosa-mente hermosa como la había imaginado: tenía un rostro vulgar y quizás había abusado del maquillaje para camuflar los devastadores efectos del acné sobre su piel. Su rostro no se correspondía con el publicado en el suplemento infantil: sin duda alguna, si era ella, había acertado a enviar la fotografía en la que más favorecida había salido. También era posible que el par de años transcurrido entre que se disparara esa foto y el momento presente, hubieran usurpado a su apariencia el hechizo que ofrecía el rostro de la instantánea, o acaso el simple hecho de tenerla allí tan cerca, no de disponer de su mirada fija en el papel del suplemento infantil, era el causante de que ese hechizo se desinflara. No sé. Tampoco entendía por qué se había presentado acompañada. La pelirroja debía frisar los veinte. No paraban de hablar. Mi ánimo se había desabastecido ya de esperanzas, y el hueco dejado por éstas lo había ocupado el miedo. Me temblaban las manos. Me dije que podía conformarme con haber llegado hasta allí, darme por satisfecho: ya podría cerrar los ojos por las noches y masturbar-me sabiendo que ella no era un ente de ficción, mejorándola en mis fantasías y transformándola en la adolescente maravillosa e imposible que no era, a pesar de que su cuerpo, que sólo conseguí ver unos segundos, estaba ya formado y tenía la rotundidad de esos cuerpos de bailarinas que aparecen en los shows televisivos. Incluso podría fantasear en las noches más encendidas con un ménage à trois en el que hiciéramos participar a la distinguida pelirroja, que en una ocasión consultó el rectángulo amarillo de su reloj y a continuación encendió un cigarrillo (le ofreció uno a la supuesta Mónica pero ésta lo rechazó), lo que me hizo dedicar varios segundos a pensar si había consultado su reloj para determinar que ya era demasiado tarde y el chico que había quedado con su amiga no se iba a presentar o para cumplir con una regla estricta que se había impuesto para fumar un cigarrillo sólo cada media hora.
      Dejé que pasaran los minutos: observé cómo el segundero de mi reloj iba desgranando el tiempo. Me propuse aguardar cinco minutos más. De vez en cuando levantaba la mirada de la esfera del reloj y las vigilaba. Deseaba cruzar mi mirada con la de Mónica, que me reconociese lo deseaba tanto como temía que lo hiciera, entablar conversación con ella me apetecía en la misma medida que me aterrorizaba el hecho de que decidiera levantarse y se arrimase hasta donde yo estaba. Entraron dos muchachos en la cafetería y las chicas los acogieron con saludos entusiasmados, como si hiciera meses que no los hubieran visto o las dos o tres horas que había durado su separación fuera un período de tiempo excesivo para sus corazones enamorados. El chico más bajo se sentó junto a la pelirroja, le acarició el rostro y le plantó un prolongado beso en los labios. El otro chico se limitó a mirarlos, sentado junto a la falsa Mónica, que alargó el brazo para coger el paquete de cigarrillos que la pelirroja había dejado sobre la mesa. Ofreció uno a su acompañante y luego sacó otro para ella.
      Bien, qué más podía hacer allí. No podía engañarme: la presencia de aquellos muchachos me había tranquilizado. Saber que Mónica no iba a presentarse me sosegó. Así que pedí un café americano y decidí saborearlo mientras presenciaba la evolución de las caricias y diálogos de aquellas dos parejas. No debí hacerlo. Porque aún no me habían servido cuando llegó Mónica. En cuanto hizo que gimiera la puerta de la cafetería, supe que era ella, aunque tal vez esta sea una impresión falsa que mi memoria ha querido acomodar en el recuerdo de aquella tarde, porque ¿basándome en qué podía haber adquirido la convicción de que aquella mujer baja, de unos 40 años, delgada, vestida con una camisa de rayas y unos vaqueros, calzada con unas zapatillas de tenis, era la adolescente con la que me había carteado?
      Se sentó en una mesa frente a mí después de echar un vistazo por la cafetería para localizar al chico que debía estar esperándola. Pidió un café con leche y entonces sacó Rebelión en la granja y lo depositó encima de la mesa. Nos miramos un instante, pero aparté la mirada enseguida. Me trajeron mi café americano. Yo escapé a los lavabos.
      "Puede que sea la madre", me dije encerrado en un retrete, sentado sobre la tapa, la cabeza entre las manos, "puede que Mónica no haya podido venir y le haya pedido a su madre que se acerque a entregar el libro a un chico que llevaría otra edición de la obra de Orwell. Puede que esté enferma, todo el mundo sabe que hay una epidemia de gripe", me repetía, "puede que ella haya caído y no le quedara mas remedio que quedar representada por aquella embajadora, su madre". Desde luego se le parecía bastante, cuando Mónica alcanzara los cuarenta seguramente sería como aquella mujer, delgada, rasgos finos, no exactamente guapa, tal vez ni siquiera atractiva o apetitosa. Una mujer muy bien conservada: a lo peor los cuarenta años con que yo había decidido definir su edad eran más, cincuenta casi. "¿La madre de Mónica? Pamplinas", me dije. Alguien entró en el servicio. Yo tiré de la cadena y me puse en pie. Pero no abandoné el retrete. Apoyé la frente en uno de los azulejos de la pared, los ojos cerrados. ¿Cómo es posible que me haya ocurrido esto a mí? ¿Qué he venido a hacer aquí? Me estaba volviendo loco. Sudaba. Así que aquella mujer, Mónica, cuarenta y tantos, había sido la que había enviado aquella carta a un suplemento infantil sólo para satisfacer una perversión. Sí, era eso, no hay otra posibilidad. Y pensando en esa posibilidad, en la posibilidad de encontrarme ante alguien mayor que yo con quien me había estado escribiendo sin sospechar que era una pervertida que se había citado con un adolescente sabe Dios con qué intenciones, me di asco. Aunque, pensé, las cosas todavía podían haber sido peores porque ¿y si la persona con la que me hubiera estado escribiendo, y se hubiera presentado allí con el libro de Orwell, no hubiese sido una mujer madura y sola que sólo pretendía aumentar su correspondencia sino un tipo que mediante esa estrategia conocía a muchachos a los que raptaba y violaba? Hubiera sido mucho peor desde luego, me sonreí sin abrir los ojos. Ahora la memoria se empeña en hacerme aceptar que antes de que Mónica entrara en la cafetería yo había tenido, por un momento, la amarga certidumbre de que la persona con la que iba a encontrarme no era Mónica, 13 años, rostro angelical, sino una señora que trataba de imponerse un aire juvenil con sus vaqueros y sus zapatillas, alguien que fue Mónica, 13 años, rostro angelical, treinta años atrás. Pero seguro que si hubiese tenido esa certidumbre hubiese huido de allí mucho antes de que entrara Mónica. Al salir del servicio me sentí como el buscador de oro que después de muchos avatares llega al lugar donde esperaba encontrar algunas pepitas y donde sólo halla el cadáver de otro buscador de oro.
      Me concedí cinco minutos para observar a la mujer que había depositado Rebelión en la granja encima de su mesa y saboreaba su café con leche. En aquellos cinco minutos pasé de la seguridad de que la adolescente con la que me carteaba la había enviado porque se encontraba enferma, a la seguridad de que aquella mujer era la Mónica con la que me había estado escribiendo, que, como yo, se había disfrazado de adolescente para llegar a una cita en la que desde luego lo que menos podía esperar era encontrarse con un treintagenario pervertido que confiaba en encontrarse con una muchachita de 13. En cuanto a mi ejemplar del libro de Orwell, seguía oculto. Por un momento estuve a punto de sacarlo, para dar por terminada la función y compartir con aquella mujer mi desagrado, mi vergüenza. No me parecía justo que sólo estuviese sufriendo yo. Si sacara el libro de Orwell del sobre acolchado y lo plantase en la mesa, pensé, Mónica tal vez se atrevería a saludarme y a disculpar a la adolescente que fue arguyendo que estaba en cama, la epidemia de fiebre, informándome de que era su madre, a lo que yo tendría que responderle que yo era el tío de Juan, que no había podido acompañarme porque se había roto el tobillo, que me había pedido que acudiera a aquella cita para entregarle a Mónica el libro de Orwell y recoger el volumen que ella me daría para él. La mujer seguía absorta en sus pensamientos, mirando por la cristalera, consultando el reloj cuando emergía de la inopia. No parecía preocupada ni tensa.
      Por fin me decidí. Saqué el libro de Orwell y lo dejé en la mesa. Ella se dio cuenta, observó durante un buen rato la tapa del volumen, luego, lentamente, su mirada se elevó desde la portada del libro a mis ojos. Ahora sí parecía tensa. No sé cuánto tiempo duró aquel duelo de miradas. Sé que yo fui el que me retiré. Mónica se levantó. Se me hizo un nudo en la garganta. Mi respiración debía oírse en toda la cafetería. Pasó por mi lado y se dirigió a los lavabos no sin antes recoger de mi mesa el libro de Orwell. No gastamos una palabra. Supongo que la vergüenza nos había hecho enmudecer a los dos, que lo único que queríamos era desaparecer de allí, que un pelotón de ejecución formado en nuestros cerebros nos fusilara con mil reproches que detonasen al unísono. También podíamos haber optado por un final menos dramático y humillante, es cierto, podíamos habernos mentido, pero no teníamos fuerzas para inventar cosas que estábamos seguros de que el otro no iba a poder creer. O podríamos habernos contado toda la verdad como se le cuenta, con pleno desparpajo una intimidad guardada con celo de la que nuestros más cercanos amigos no saben nada, a un compañero de viaje al que sabemos que no veremos nunca más. Podíamos habernos preguntado por qué habíamos hecho lo que habíamos hecho, por qué habíamos necesitado mantener aquella correspondencia fraudulenta, por qué nos habíamos hecho pasar por quienes no éramos, quizás para recuperar a quienes fuimos o empujados por el vulgar mecanismo de la curiosidad. ¿Por qué había enviado ella la foto de una niña a un suplemento infantil para entablar correspondencia con adolescentes? ¿Había acudido a otras citas y se había encontrado con chicos de catorce años a los que les había contado un rollo sobre la Mónica que ellos esperaban encontrar, y los había embaucado y se los había llevado a su casa y se los había follado? Algo en mí me forzaba a que me quedase a esperar a que Mónica saliera del lavabo. Estuve a punto de desplazar mi café americano a su mesa para aguardaría allí. Pero no. Acudí a la barra. Pagué. Y cuando ya me dirigía a la puerta de salida, miré hacia atrás porque sentí en la nuca el hielo de una mirada perforándome. Era Mónica. Estaba detenida en la puerta del lavabo, con el libro de Orwell bajo el brazo. Entendí lo que me ordenaba. Fui hasta su mesa, cogí el ejemplar de Rebelión en la granja que ella había llevado y sin mirarla me volví y abandoné la cafetería.

 ©  Juan Bonilla

“Las cartas de Mónica” aperece en la antología de cuentos La compañía de los solitarios (Pre-textos, 1998). Esta versión electrónica ha sido publicada en The Barcelona Review por cortesía del autor y su agente, Monica Martín.

Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso.

Juan BonillaBIO: Juan Bonilla (Jerez, 1966) es autor de las novelas Nadie conoce a nadie (1996) y Cansados de estar muertos (1998), de la nouvelle Yo soy, yo eres, yo es... (1999) y de los libros de relatos El que apaga la luz (1994), La compañía de los solitarios (1998) y La noche del Skylab (2000). Ha recopilado ensayos, reportajes y artículos en El arte del yo-yo (1996), La holandesa errante (1998) y Teatro de variedades (2002), y sus poemas en Partes de guerra (1994) y El Belvedere (2002). Es columnista y reportero del diario El Mundo. Su obra Los príncipes nubios ha obtenido el Premio Biblioteca Breve 2003.

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 julio - agosto 2004  n° 43 

Narrativa

Juan Bonilla: Las cartas de Mónica
Patxi Irurzun: Ese tocho
Charles Kiefer: Rosa Rosarum

Diálogo

Golpes en la vida tan fuertes…
Golpes por autores y relatos
Eloy Fernández Porta y Vicente Muñoz Álvarez

Palabras del oficio

Francisco Casavella

Poesía

Galicia, mujeres poetas (1)
Chus Pato
María do Cebreiro

Nota de actualidad

Décimo aniversario Lateral y I Premio Lateral de Narrativa
Presentación de Mujeres Mirando al Sur

Reseñas

Fernando Iwasaki Ajuar funerario
Eloy Tizón La voz cantante
Djuna Barnes Poesía Reunida
Andrés Barba Ahora tocad música de baile
César Aira Las noches de Flores

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