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CASA DE VERANO

Nuria Amatdibujo

 

      Recostaré la escalera en el tejado y despistaré a la muerte, dice Tom.
      Mientras dormimos el mundo vuelve a nacer de nuevo como la hierba recién cortada. Cuando despertamos el olor a musgo invade la habitación más fría de la casa.
      La luna que atraviesa la ventana tiene la cara de mi madre, dice Moni.
      Pero las migas que caen encima de las sábanas le quitan el sueño y ella dice: Mejor así. El sueño siempre me habla de muertes.
      En el jardín de la casa de verano había un árbol con cuatro ramas parejas. Le llamábamos el árbol del ahorcado. Un árbol con una leyenda menos triste que la nuestra.
      Cuando reímos buscamos las cosquillas de Tom. -Bastardo!, dice el abuelo. -Criminal!, sigue gritando, junto al camino de la iglesia, cuando el cura ya no puede oirle. Entonces el abuelo se santigua con la mano derecha, la misma mano que peca y borra los pecados.
      Mañana subiremos al árbol del ahorcado, dice Moni, a ver qué pasa. Ella espera que el árbol sea como un avión que nos traslade al otro mundo. Y yo le digo: Qué mundo si no hay otro.
      Moni es una incrédula. Tiene las manos azules y las uñas rotas.
      Pero en lugar de arañarnos las piernas con la corteza del árbol, preferimos ir al cementerio y ver el mar desde la cuna de los muertos. A esperar la luna, dice Moni.
      Una vez al mes el chófer del abuelo nos llevaba en coche a Barcelona a visitar a mi madre. La abuela agitaba una y otra vez la botella de colonia sobre nuestras cabezas segadas como la hierba. Por lo menos que olaís bien, decía muy bajito. Luego, el coche torcía por la carretera de la costa y se detenía delante de un edificio gris, junto a la jefatura de policía.
      En la puerta hay unas letras doradas que no se entienden.
      Tom y yo leemos: Tribunal de Menores. Pero seguimos sin entender qué hacen juntas estas dos palabras tan opuestas.
      La guardiana de niños viste una chaqueta azul oscuro y sus hombros están nevados por un polvo blanco que le cae del pelo. La nieve mata a las personas, dice Moni. Durante varios años la mujer casposa del Tribunal de Menores es la espía de nuestras visitas íntimas y secretas.
      Mi madre nos está esperando sentada en una silla.
      Mi madre es como Rita Hayworth, dice Tom.
      No, dice Moni.
      Pero, en verdad, se parece a las estrellas de las películas.
      En la oficina del Tribunal de Menores besamos a mi madre y nos sentamos en las tres sillas colocadas a una distancia relativa de sus piernas. Ni demasiado cerca ni demasiado lejos. La guardiana-espía nunca permite que el abrazo de mi madre sea como la nube eterna que te cae encima y te ciega los pecados. Esos apretones no estan contemplados en el documento legal, decía. Pero la sonrisa de mi madre no estaba prohibida por el juez del Tribunal de Menores y una hora cada mes mi madre sonreía como la luna blanca de la casa de verano.
      Los muertos saben más que nosotros, dije.
      No debes decir estas cosas o te tomarán por loca.
      Tom quiere protegernos de la ira del abuelo. Porque aquí existen dos dictadores al mismo tiempo. El pequeño dictador familiar y el otro gran dictador, lejano e invisible. El invisible vive en centro del estado y sólo se le puede ver en el cine. Antes de la película, nos enseñan las imágenes del general dictador mientras pasea por su finca de invierno o de verano. Camina como el abuelo, con su escopeta al hombro y pisando los arbustos del bosque de la casa de verano.
      La casa de Moni y Tom está hecha con películas de actrices que sufren y se inquietan intentando parecerse a mi madre.
      Yo nunca he visto a una mujer más guapa, dice Tom.
      Moni y yo decimos que sí con la cabeza.
      Hablar de mi madre está prohibido en casa del abuelo. Pero la luna protege el cerebro de lo prohibido. Por la noche intercambiamos estampas invisibles. Este es mi padre, decimos. Y nuestras manos están vacías. Tan solo traspasamos pensamientos.
      La abuela tiene en la cara dos surcos de lágrimas secas. La abuela habla sola. Es una abuela muda.
      El abuelo dice: si no soportas esta casa, ordena la despensa.
      Y la abuela obedece y ordena una y otra vez todos los armarios de la casa de verano.
      En invierno tampoco tenemos casa porque a Moni y a mi nos mandan al internado de las madres francesas y a Tom al internado de los hermanos de la Doctrina Cristiana.
      Las vacaciones son como postres castigados. Cuando llega la hora esperada no hay nada para ti encima de la mesa.
      Moni siempre está temblando, sea invierno o verano. Al abuelo, los tembleques de Moni le ponen nervioso. Siempre serás una desgraciada, me dice a mí que en lugar de temblar, hablo desordenando las palabras, como si acabara de salir de un orfelinato, dice el abuelo.
      Es un abuelo de misa y comunión diaria. Nosotros le acompañamos a la iglesia cuando nada en el mundo se detiene ni estropea para poder evitarlo.
      Un domingo al mediodía subíamos por la escalera de la pérgola. La abuela seguía muda pero Tom llevaba en sus brazos el tren eléctrico que le había regalado mi madre por su cumpleaños. El tren eléctrico era el segundo sueño de Tom. En primer lugar, estaba el sueño de mi madre e inmediatamente después, el tren eléctrico. Ya no quería nada más. Mientras subía las escaleras de la pérgola, Tom casi sonreía y la abuela casi hablaba y Moni y yo todavía aun no habíamos empezado a temblar de miedo. El mar seguía viéndose desde la casa como un espejo lejano y plateado cuando, de pronto, apareció el abuelo en la escalera de la pérgola. -Dios mío!, pensé. Pero ¿para qué decir Dios mío si él nunca venía a salvarnos?
      El abuelo sólo dijo: Dáme esto. Porque en manos del abuelo el tren eléctrico ya había dejado de tener nombre y propietario. Y Tom tuvo que dejar el tren en el suelo. Antes en el suelo que en las manos del abuelo, pensó Tom. Pero ¿para qué, Dios mío? La bota del abuelo aplastó durante varias veces consecutivas el tren eléctrico de mi madre. Destrozó el regalo de Tom.
      Cada patada al tren es una patada en la cara de luna de mi madre, pensé.
      Tom dice que ese odio del abuelo hacia mi madre solo tiene una explicación. El abuelo la desea, dice Tom hablando como debería hacerlo un padre de carne y hueso.
      Moni no quiere creerlo. Dice: A mi no me importaría morir. Y cuanto le viene en gana traga su respiración y se hace la muerta. Mi técnica para escapar a la misas del abuelo consiste en ponerme un dedo en la garganta y vomitar la cena antes de acostarme.
      Cuando está de buenas, el abuelo nos coloca en fila india. Una mano encima de la cabeza de Tom y la otra mano sobre nuestras dos cabezas. Dice: El idiota de Tom debería tener vuestra cabeza y vosotras la cabeza idiota de Tom. Todo está al revés en esta casa.
      Las pisadas de la abuela desaparecían en la cocina. Se daba golpes con las puertas mientras escapaba a la posible amenaza del abuelo. La abuela cantaba muda.
      Un gorrión ha volado esta mañana
      ven a mis manos gorrión
      te daré comida con mis labios
      sube a mi...
      Y aquí enmudecía la abuela. Siempre teníamos miedo. La abuela tenía más miedo que nosotros porque llevaba más años soportando los golpes y las patadas del abuelo.
      ¿Donde está la tijera de podar?, grita el dictador pequeño.
      No sé, responde la abuela muda y preocupada.
      La abuela olvida cosas. Los golpes del abuelo le han arrancado parte del cerebro y ahora tiene una memoria breve. Una memoria que es como una caja de música. Se abre y se cierra.
      -Cómo qué no sabes!, grita el dictador doméstico.
      La abuela ya no responde. Se ha cerrado por dentro y se le ponen nubes en los ojos como un gorrión pequeño.
      Entonces el abuelo le da una bofetada. Primero la golpea en la cara, luego en la espalda y en el pecho. Y, después, cuando la mano le duele de tanto pegar a la abuela, comienzan las patadas.
      Mi padre debería venir aquí y salvar a la abuela.
      Ya no vive en España, dice Tom.
      El abuelo se comió a mi padre. Ahora es un bon vivant. Así es como lo llaman en París. Un insalvable.
      Entonces llega el jardinero con la maldita tijera de podar del abuelo en las manos.
      Deberíamos ponernos todos a llorar pero por mucho que rasquemos en la herida ya no nos salen lágrimas. Los golpes del abuelo cada vez duelen menos. Son golpes benditos y santificados como las regañinas de la iglesia.
      El cura nos increpa desde el púlpito. -Necios y pecadores!, dice.
      De fuera nos llegan voces. Tu madre tiene una amante, un amante que es una mujer vestida de hombre, cuentan las voces que vienen de Barcelona. ¿Qué es una amante?, pregunta Moni. Ella cree que las voces se equivocan. Las voces hablan como tú, me dice. Desordenando palabras.
      Tengo un armario en la cabeza. Mientras la abuela trastea en la dispensa yo cambio de lugar el cajón de la memoria.
      Por culpa de las voces decidimos escaparnos. La primera vez nos vamos Tom y yo. Es muy fácil, dice Tom. Bajamos hasta la carretera y luego caminamos por la playa, siguiendo la vía del tren, hasta llegar a Barcelona.
      Tenemos dos propósitos. Uno, dice Tom: entrar en un cine y buscar a mi madre en las películas. Dos, digo yo: buscar a la amante de mi madre.
      Ahora tenemos dos madres, le digo a Tom dándole un codazo de amiga y compañera.
      A la altura de Mongat, cuando la luna rota empieza a asomarse por encima de la carretera, dos hombres dan con nosotros. Tras de ellos viene el chófer compungido del abuelo.
      Volveremos a escaparnos, dice Tom.
      La fotografía de mi madre sigue oculta entre los dobladillos de mi ropa. Cada día le invento un escondite nuevo. Está arrugada y rota por los bordes pero es el único recuerdo de ella que tenemos. Ahora ya conocemos el significado de la palabra republicano, mayoría de edad, dictador y tribunal de menores.
      Durante las visitas breves a mi madre procuro robarle su perfume. Yo su mirada, dice Tom. Yo su piel, dice Moni que tiembla como una perdíz o un conejo.
      Cuando el abuelo cargaba los cartuchos de perdigones en los cañones de su escopeta de caza, nosotros nos quedábamos en nuestros puestos. Ya no teníamos miedo. Moní decía: Algún día le serviremos de diana, seguro. Algún día hará puntería con nosotros, insistía Tom.
      Para el punto de mira del abuelo nosotros éramos Antoni, Isabel y Montserrat. Por este órden. El resto de la casa nos llamaba con nuestros nombres verdaderos.
      ¿Cuándo morirá el abuelo?, nos preguntamos cada verano. Pero los dictadores tardan en morir o eso es lo que parece porque los días y las noches suelen ser más largos cuando ellos permanecen ocultos y al acecho con sus escopetas negras de caza. Y el frío es un frío más gélido. Te come los huesos y andas encogida como la abuela. En lugar de uno, la abuela nos pone tres sueters de lana, por si acaso. Y, además, unos peucos tejidos por ella para abrigarnos los pies. Siempre es mejor prevenir. Te puedes morir de un resfriado.
      En el miedo nos sentimos como peces en el agua. A Moni y a mi el abuelo nos ataba a la silla de la cocina como si fuéramos ladrones sorprendidos en pleno robo. El abuelo tiraba de nuestros brazos y con las cuerdas del cajón de la cocina ataba nuestras muñecas a la silla. Tu no te metas, le decía a la abuela muda. Este castigo podía durar varias horas seguidas. No había permiso para ir al servicio y todo debía hacerse en el asiento de la silla. Como animales. Eso dice el abuelo, como cerdos en las porquerizas.
      Desde la ventana Tom nos mandaba estampas invisibles. Pronto podremos escaparnos. Pronto morirá el abuelo. Os lo prometo.
      Las promesas de Tom eran postales que llegaban de un país dulce y delicado.
      En la casa de verano no teníamos amigos. Un abuelo dictador convierte la familia en una isla. Con un abuelo semejante no queda más remedio que esconderse de los amigos. Cada posible amigo nuestro hubiera podido convertirse en una pieza de caza en la diana del punto de mira del abuelo. Como teníamos miedo nos apartábamos de los posibles amigos del vecindario. Ellos nos miraban con caras encogidas y recelosas. El más valiente, el chico del molino del agua, se atrevió a subir al árbol del ahorcado y desde allí nos tiraba piedras como si fuéramos gansos o ratas de cloaca.
      Tom dejó el libro que estaba leyendo y salió disparado hacia el árbol. Una piedra le dió en la sien, la otra en la costura más antigua de sus pantalones viejos. Aún así, Tom alcanzó el pie del posible amigo de la casa de verano y lo hizo caer al suelo. Allí se enzarzaron en una pelea digna de las mejores peleas del abuelo. El chico del molino del agua escapó llorando, saltó la alambrada de espinos y siguió corriendo por el camino del barranco viejo. Sabíamos que pasarían cosas. Cuando empezaba una le seguía otra peor. Asi es la vida, dice la abuela.
      Después de la guerra todo ha sido en vano, dice también la abuela muda.
      Al rato, el padre del posible amigo vino a quejarse al abuelo. Su nieto ha pegado a mi hijo, le cantó susurrando en su oreja buena. Entonces sabíamos que algo terrible iba a suceder una vez hubiéramos terminado el almuerzo y el vecino del molino del agua tuviera puesto su oído en la bajada del barranco viejo. El abuelo abandonó el tenedor con el último trozo de carne clavado aun en los dientes de la horquilla. Se levantó de la mesa y, con la servilleta colgándole de los botones de la camisa, se quitó el cinturón de cuero. Ven aquí, dijo. Y Tom fue adonde le llamaba el abuelo. Lo va a matar, dijo la abuela muda. Moni temblaba y yo me comía todas las palabras del almuerzo. Voy a vomitar, dije. Pero resistí la escena del casi asesinato. El abuelo incrustaba su cinturón de cuero contra Tom. Le asestó una infinidad de latigazos. Pero Tom no soltaba una lágrima. La resistencia de Tom enfurecía aún más al abuelo que tenía la cara colorada como dos diablos juntos.
      El dictador se muere, decía yo en vano para que se cumplieran mis palabras.
      Las almas reposaban en los cementerios y ninguna era capaz de moverse un poco y venir hasta aquí para salvarnos. Mis frases se mecían en el tic tac del reloj del comedor. Lentas y asustadas.
      El abuelo golpeaba a Tom hasta que su brazo dolorido de dar tantos latigazos terminó por agarrotar la mano del pecado.
      Al poco rato, el abuelo rezaba el rosario contando ave marias sonoras en la capilla de la casa de verano. La abuela, Moni y yo hacíamos la segunda voz y respondíamos resignadas al latigazo religioso del abuelo. La abuela muda imitaba nuestras voces. Quería salvarnos del abuelo, pobrecita, pero por entonces su memoria ya era una laguna verde sin luz ni profundidades.
      Nuestra mejor casa eran tres sillas colocadas en la oficina del Tribunal de Menores. Hasta que un buen día pudimos conocer a la amante de mi madre.
      Nuestra segunda madre nos daba los besos olvidados de la abuela. Era una mujer con vestido de hombre. O un hombre con cuerpo de mujer. Una mujer maravillosa, decía Tom.
      Ahora tenemos padre y madre, dice Moni. Mi segunda madre lleva corbata y el cabello engominado como un cantante de tango. Es muy guapa y generosa.
      En este punto todos nos poníamos de acuerdo. Cuando discutíamos sólo era cuestión de comas. En realidad, estabamos unidos como puntos o ceros pequeños.
      En la casa de verano los pinos han crecido y han desaparecido las luciérnagas. El fijador del cabello se ha quedado sobre la repisa del baño como un triste recuerdo de nuestros pequeños suicidios cotidianos.
      Yo conseguí salvarme en el último momento. Fue cuando Tom se me acercó de improviso por la espalda y desató la cuerda que llevaba colgando de mi cuello. La misma cuerda con la que el abuelo nos ata a la silla de la cocina durante una inmensidad de tiempo. Una cuerda que es como un vómito indefinido y largo.
      Le digo a Moni que morir o vivir son la misma cosa. Lo mejor es ir esperando la muerte del abuelo. Y luego ya veremos.
      Saldremos del país, dice Tom. Los dictadores están enfermos.
      Antes de que terminara el verano, el abuelo recibía la visita del abad del Monasterio. Venía a la casa acompañado por un secretario que le seguía los pasos y un anillo de oro que le colgaba en la otra mano. Besad el anillo, ordenaba el abuelo. Y el abad alargaba el brazo.
      Después de la comida, el abuelo encerraba al abad en su despacho. El secretario se quedaba en la pérgola del jardín con la abuela muda.
      El abad y el abuelo extendían papeles encima de la mesa y contaban números. Bebían una copita de Cointreau y fumaban puros habanos. Todo sea por este país pequeño, decía el abuelo. Así sea, apostillaba el abad. Los dictadores llevaban negocios por separado. Las iglesias, en cierta manera, también estaban separadas. Mis padres estaban separados. El rosario del abuelo era un rosario de cuentas catalanas y letanías latinas.
      El abad se despedía de la abuela y decía: Hasta el año que viene. Y así era. Siempre cumplía su palabra.
      Antes de despedirlo, el abuelo nos mandaba cantar una canción a la virgen negra. Era una canción muy conocida en todo el país de aquí. Tom dejaba que la canción se le quedara en la garganta como un jarabe impúdico y acibarado. Luego la regurgitaba en el árbol del ahorcado, junto a la abuela muda.
      A propósito del monasterio, el abuelo ya nos había prevenido. Su testamento era más claro que el cielo azul de la casa de verano. No penséis en heredar una sola peseta mía. Lo dejaré todo al monasterio, decía. Y hasta Moni, la incrédula, creía al abuelo.
      Antes de la guerra, decía la abuela, el limonero daba más limones. De hacerle caso a la abuela parecía que antes de la guerra el mundo había sido distinto. Según Tom, que veía demasiadas películas de la guerra, entonces la gente caminaba más deprisa y los tranvías corrían como trenes y los trenes volaban como aviones. La guerra había puesto perdigones de plomo en la cintura del abuelo.
      La abuela estuvo esperando nuestro regreso al colegio para morir en paz. Cuando murió la abuela, nadie vino a recogernos. No fuimos al entierro. Mandaron una nota al internado y las monjas francesas nos dieron doble ración de postre aquel día. Dos manzanas en lugar de una.
      La abuela no murió de muerte natural. Su manera de morir fue el secreto peor guardado de la familia. Tom lo descubrió a comienzos del siguiente verano.
      La abuela se ha matado, dijo. Las palizas del abuelo han terminado con ella. A la abuela nadie le preguntó nunca en qué casa quería vivir. Nadie le hacía preguntas. Hasta el año que viene, decía el abad. Y ella obedecía. Pero esta vez dijo: Los niños han crecido como la hierba seca. Ahora puedo irme.
      Una noche, mientras el abuelo dormía, la abuela cerró por dentro la puerta de la cocina, puso trapos en aberturas de puertas y ventanas y abrió la espita de gas. Sentada en una de las sillas, con la cabeza apoyada en la mesa, junto al frutero. Así murió la abuela. Con su cabeza sacrificada sobre la mesa de la cocina, junto a la tijera de podar pecados.
      Así crecíamos, bendiciendo la fuga de la abuela y caminando contra la muerte. Cada vez faltaba menos tiempo para que llegase el momento de dejar para siempre la casa de verano del abuelo. Moni seguía con la cara azul pero a espaldas del abuelo hizo suyo el huerto de la abuela. Sus mermeladas de berenjena y tomate la acercaban a un próximo matrimonio. Mientras tanto, yo prefería la idea de casarme con mis propios pensamientos. En la casa de verano había cuatro libros. Yo leía una y otra vez el mismo libro y luego lo repetía de memoria al árbol del ahorcado o a las berenjenas de Moni. Nuestros sueños eran de fuga y matrimonio porque entonces, en aquel país cerrado, una cosa tenía que ir sumada a la otra.
      Teníamos la cara blanca y la piel transparente. Habíamos crecido como hojas secas y con el alma muerta de antemano. Era el color del internado y de la soga del abuelo. Parecía extraño que ni el verano con su mar azul fijo y quieto enfrente de la casa lograra regalarnos un color de vida personal a la mirada.
      Isabel es la peor, dice el abuelo. Siempre será una desgraciada.
      Nadie me llama así. He prohibido ese nombre en el mapa sonoro de mi vida. Hasta mis documentos dicen Bel. Vomité mi nombre como si fuera una palabra sucia y desgastada.
      Si llegábamos tarde a casa, el abuelo arrojaba nuestra ropa por la ventana y rompía nuestras cosas personales. Las pocas cosas personales que podíamos transportar nosotros que no éramos de nadie y mucho menos del abuelo. Aun así consiguió romper el retrato de mi madre y tres de los cuatro libros que había en la casa de verano. Nuestra ropa amontonada sobre la hierba seca del jardín nos daba risa. Parecen nuestros cuerpos decapitados, decía Tom.
      Nuestras intimidades se mostraban desnudas sobre la hierba. Era una guerra con fantasmas y espantapájaros. Una orgía de calzoncillos y enaguas.
      Cuando pasaban cinco minutos de la hora prevista y nosotras insistíamos en encontrar un amigo con quien poder escapar al fin de casa, el abuelo avisaba a dos guardías civiles que tenía contratados para solucionar estos desvaríos nocturnos. A las once de la noche tocadas se presentaba el abuelo en el bar del pueblo con un guardia civil a la derecha y otro a la izquierda. El pueblo se quedaba mudo como la abuela muerta. Los menos valientes se apartaban para dejarles libre el camino. Un guardia civil esposaba a Moni y el otro me esposaba a mi. Nos llevaban presas al calabozo del abuelo. Cumplían órdenes. ¿De quien?, nos preguntábamos. No importa, decían ellos, el que manda es siempre nuestro jefe.
      Los dictadores tienen enfermedades secretas. Y así empezaba a suceder con el abuelo.
      Mientras tanto, Tom se fue. A escondidas del abuelo construyó una balsa con troncos, cuerdas y madera y se metió en el mar. Navegaba hacia la línea morada del horizonte. No quería ir al norte, donde decían que vivía mi padre ni tampoco al sur, donde estaban ellas, mi madre y mi segunda madre.
      Voy al Oceano Indico, dijo Tom.
      Este viaje sonaba bien. Venía envuelto en un paquete más hermoso que las fugas planeadas por nosotras, jóvenes realistas y alocadas. Para huir del abuelo Tom necesitó una barca y Moni y yo tuvimos que buscarnos una especie de puente, un trampolín de matrimonio.
      Me casaré contigo para escapar de la casa de verano del abuelo, dije.
      A veces las palabras saltan de mi boca como peces hambrientos. Saltan, sin más. Palabras como abanicos, nada mas.
      Mis palabras salen a pasear sin herir a nadie. No pretenden llegar a parte alguna. Moni las entierra en potes de mermelada de alcachofa y bellota. Pero al fin, nosotras también pudimos escapar del abuelo y lo conseguimos gracias a un marido trampolín que fue a la vez nuestro primer amigo y enemigo.
      La muerte va creciendo dentro de mí, dice Moni, pero yo apenas consigo notarla. Vivo la vida al revés. De atrás hacia delante, como un libro imperfecto.
      La felicidad es un diccionario de palabras. O una biblioteca interna e insensata.
      Cuando las moscas del dolor vienen a perturbar la nostalgia, lo más conveniente es ponerse un libro delante de los ojos. Uno se siente gratificado, colmado de dones impredecibles. Al leer un libro, uno se siente lleno de cosas que no se pueden explicar.
      El misal era el único libro del abuelo. Una mala persona.
      Cuando nos llamaron para que fuéramos por última vez a la casa de verano, el abuelo yacía postrado en su cama, más solitario y gris que el árbol del ahorcado.
      Quieres verlo, dice Tom.
      No, dice Moni.
      Pero yo consigo empujar a mi hermana azul junto a la cama del abuelo muerto. Moni vuelve a temblar como una mariposa blanca.
      Creo que aun vive, dice Moni, incrédula como siempre.
      Ya vereis, se va a levantar de un momento a otro.
      Entonces las palabras despiertan de mi boca y caen violentas y desorbitadas sobre los oídos del abuelo. Es lo mismo que gritar al árbol seco de las cuatro ramas
      Lo ves. Está muerto, digo.
      No, dice Tom.
      Entonces Tom coge el cinturón de cuero del abuelo y comienza a dar latigazos sobre el cuerpo postrado del muerto.
      -Para! -No pares!, dice Moni. Mirando de través la escena. Creyendo y sin querer creerlo.
      El abuelo no se mueve. Sus huesos crujen, sin embargo. Es como azotar a una piedra.
      Ahora sí está muerto, dice Tom.
      En el jardín de la casa de verano los rosales están secos. Los arboles frutales de la abuela han ido desapareciendo con el dolor del tiempo.
      Moni y yo contamos la ausencia de los árboles como si fueran fantasmas y aparecidos. Aquí estaba el limonero, dice Moni.
      Cuando callamos, la vida camina más despacio. Cuando dormimos, el mundo se pone a soñar con raras historias de muertos.
      Por fin, he matado a la muerte, dice Tom.

© Nuria Amat 1999                         
entrevista | biografía | versión en inglés

"Casa de verano" aparece en la antología Mujeres de alba publicada por Amnistía Internacional y Alfaguara, 1999.  "Casa de verano" es una publicación de The Barcelona Review con el permiso del autor y Amnistía Internacional. 

Esta historia no puede ser archivada ni distribuida sin el permiso expreso del autora. Rogamos lean las condiciones de uso.

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