índice | índex | navegación                                              barcelona review #12  

biografía | inglés original

Cicatriz
(Título original: Scar)
scar: Rebecka Helweg
por Lee Klein
tr: Laura Manero

Esto es algo que he escrito por si un día me miras al centro de la cara y te sientes obligado a preguntar. Entonces podré darte esto, y así no tendré que intentar repetir la misma historia por milésima vez y arriesgarme a dañar seriamente puntos valiosos de mi alma...

No muy lejos del lugar desde el que Orson Welles retransmitió «La guerra de los mundos» e hizo que cientos de crédulos se precipitaran a las ventanas a comprobar, cagados de miedo, qué pasaba en el cielo; unos cuantos kilómetros al este de los centros y centros y centros comerciales que recorren todo el bullicioso tramo de la Route 1; no muy lejos de donde me encuentro ahora, cerca de este edificio de oficinas poligonal y de líneas puras en el que cientos de ordenadores con sus correspondientes microchips y accesorios hacen click y operan mientras los motores de los ventiladores producen un zumbido constante; (yo, el egoturista, aquel que debe intentar conseguir la suficiente cantidad de dinero para recorrer sin rumbo América del Sur y desarrollar los dogmas del egoturismo, y al que la Xerox Corporation paga para que escriba esto en unas oficinas en las que en la actualidad se puede oír una versión para hilo musical de «Thick As A Brick» que inunda el aire) no muy lejos de toda esta desmesurada densidad, asistí a una fiesta de fin de semana.

      Las indicaciones que Crowley me ha dejado en el contestador señalan una granja de cerdos y un camino de grava que viene después de una maraña de seto vivo. Las explicaciones son perfectas. Me presento allí y le gorroneo pasta a un conocido, un guitarrista de blues esquelético que se llama Bukka Zuckerman. Me da un billete de diez para pagar al tío que cobra por la cerveza, la barbacoa y el grupo de música. De vez en cuando vuelvo a mi Subaru azul eléctrico de 1982 a buscar otra botella de la cerveza negra que se está calentando sobre la alfombrilla del lado del acompañante... y entonces veo un perro pequeño, rojizo, que viene hacia mí desde algo que confundo con un adorno de jardín en forma de seta. Me doy cuenta de que el sombrero de la seta, de impecable redondez, son en realidad los vaqueros cortados de una mujer joven, y el carnoso pie del hongo resulta ser la parte trasera de sus muslos. El perro llega hasta mí. Aunque normalmente suelo deshacerme de una patada para siempre de estas sucias bolas de pelo, no sé por qué, con este soy desacostumbradamente amable. Hago chasquear los dedos a la altura de la pierna y me quedo mirando al cachorro, que salta y se vuelve loco intentando alcanzar mi mano en el aire. Y entonces, de repente, se me ocurre ponerlo en órbita de un golpe de fútbol. Preparo la pierna para chutar... pero me contengo. Sólo le gruño un poco.
      Vuelvo hacia donde está Bukka Z. con una veintena de fanáticos de los coches de treinta y tantos tacos, con melenas al más puro estilo futbolista (esos cortes de pelo largos por detrás pero más cortos por arriba) que les rozan los cuellos gastados de sus camisas de Don Garlits, ésas de coches de competición. Muchos de los tíos de por aquí se cortan las mangas, así que, desde ángulos desafortunados, se les pueden ver con toda claridad los pechos de copa A, rígidos por el efecto del tetrahidrocannabiol. Las mujeres se preocupan un poco más por su atuendo... algunas llevan bambas, otras se han puesto zapatillas de deporte con almohadillado extra, y están todas tiradas por ahí, al lado de la barbacoa, tragando cerveza de barril en vasos de plástico.
      Mis amigos llegan tarde. Sólo conozco a Bukka. Me dirijo hacia él y el chucho de mierda no deja de dar ladridos molestos y de mordisquearme los tobillos. Fallo cada vez que intento darle de lleno con el talón en ese hocico famélico... así que mis andares resultan de lo menos firme y elegante. Al final el perro me deja en paz.
      Los anónimos organizadores de la fiesta han levantado un escenario que se extiende desde un viejo cobertizo de madera. A la izquierda del escenario, tres jóvenes se lanzan sobre una batería. Una de ellos (una pre ninfa de largas greñas rubias) llega a tocar con ritmo durante unos segundos, antes de sincronizarse con las síncopas caóticas de sus compañeros. Son los teloneros. Hay luz de tarde. Estamos rodeados por pinos altos y los sicomoros se erigen como torres a nuestro alrededor. Algunos tíos comen perritos y hamburguesas, otros juegan al herrón; esto es una bonita tarde de picnic estadounidense en el día más largo del año. Resulta que la mujer a la que había confundido con un adorno de jardín en forma de seta es Wendy, la novia de un amigo. Y parece que todo el mundo, todos mis amigos, han estado aquí desde el principio, montando las tiendas en los lugares más apartados del descampado para no tener que hacerlo luego, cuando todo lo que van a querer hacer es caer redondos y morirse. Estamos todos dejando pasar el tiempo cerca de la barbacoa, sacando perritos descongelados del paquete sin marca de treinta unidades y colocándolos de forma perpendicular sobre la parrilla. A mí, los perritos me gustan carbonizados. Aso el mío hasta que la piel se le cubre de ampollas negras y se le abre una grieta a los lados.
      Comemos la carne con condimentos sin marca... me pongo a hablar con Sean Cibulskis, un joven publicista que se ha especializado en biología pero que cree demasiado en la curación psicodélica... y ha acabado por decidir que la medicina convencional es de lo más inmoral. Sin embargo, en cuanto se mete en el mundo de la publicidad, se olvida de cualquier tipo de objeción ética. ¿Sabes los anuncios del bigote de leche? Son de su compañía. Nos reímos del doble sentido de las palabras aspiración y consumo, y al mismo tiempo observamos a mi buen amigo Crowley, que se está ligando a un auténtico bombón mientras juega una partida doble de herrón. Entonces llega el novio del adorno de jardín, Corky Artese, y nos ponemos todos a contemplar el ligoteo igual que los Miracles observaban como Smoky se quedaba con todo el protagonismo. Todos notamos el contacto corporal y empezamos a añadir el posible diálogo, porque Crow y su víctima se encuentran demasiado lejos para oírlos. Y si alguno de nosotros intenta acercarse y enterarse de algo, o conseguir que le presenten a esa mujer de salacidad angelical, los dos nos vuelven la espalda, y así acabamos por convencernos de que la cosa funciona. Al final, mientras la dulce dama pone una hamburguesa en la parrilla, secuestramos a Crow un momento... tenemos un montón de preguntas. Descubrimos que tiene treinta y cinco años y un hijo de doce. Y entonces, como si esas palabras formaran la más antimilagrosa de todas las frases, desaparece. Igual que el aire de un globo que hubiera explotado al calor de la parrilla, su cuerpo se esfuma entre los primorosos reinos de la niebla de la que ha descendido.
      Crow es analista de sistemas. Se pasa la mayor parte del tiempo pensando en conexiones informáticas. Allá adonde va, siempre deja rápidos garabatos de cuadrados interconectados. La barriga se le está convirtiendo en una abombada curva convexa y su barbilla parece más bien una protuberancia gelatinosa de ese cuello ancho que tiene, y por eso, muy a su pesar... es célibe. Su soledad se perpetúa exponencialmente hasta que se hace visible en sus ojos como una línea incolora de anonimato que impide el acceso a un sector intacto de su vida. Y, por eso, para él este ligue es más bien una pequeña crueldad. El repentino abandono del sexo y las intimidades del sexo. Y entonces, cuando Crowley Monroe se vuelve y ve que ella ha desaparecido (literalmente momentos después de mencionar los datos de su edad y progenie) en sus ojos se intensifica esa línea incolora con pánico controlado.
      Crowley ha reclutado aquel perrucho odioso para que le ayude a buscar a su amor no correspondido debajo de las camionetas y los Chevrolet Camaro. Nosotros nos fumamos un porro tumbados en el inocuo sedán sueco de Corky, el único coche extranjero de unos cuarenta que están aparcados en desorden por todo el descampado. Corky vuelve a contar por enésima a vez la historia de cómo nuestro rechoncho amigo de dedos peludos (al que llamamos por la abreviación de su apellido húngaro, Kartarbak) se les metió en la cama una noche a Corky y a Wendy, en la costa, a las cuatro de la madrugada, y le plantó un besazo a Corky en los labios durmientes, pinchándole con toda la barba. Ni que decir tiene que las relaciones se han vuelto tensas. El omnipresente sarcasmo de Corky empieza a ridiculizar las posibles tendencias ocultas de muestro amigo. Normalmente Kar bebe hasta ponerse agresivo. Se bebe una cerveza de un trago y sale disparado a encender una hoguera.
      Los detalles empiezan a difuminarse. Me levanto de detrás del Volvo de Corky para disfrutar del amplio panorama. Tengo ante mí el oasis de los excesos. Al entornar los ojos todo reluce. Intente elaborar un imposible recuento de los asistentes pero pierdo la cuenta en una cifra que olvido de inmediato. Estamos en órbita cinética, cada vez más cerrada en sí misma. El sol desaparece. Los pinos nos rodean. Llega el grupo. Es el número uno del país en grupos de homenaje a Black Sabbath: Sabbra Cadabra. Salen en desorden de una minifurgoneta Aerostar negra. Me dirijo hacia ellos casi inconscientemente, pero Kar se cruza en mi camino y me lleva a jugar al herrón. Me encuentro lanzando aros de hierro a un palo oxidado. Después de jugar una partida contra Kar sin estar nada concentrado, voy a hablar con el pseudo Ozzy y me pongo a señalar a los demás integrantes obvios del grupo, compruebo mi discernimiento de las equivalencias: «Ese es Bill Ward, ¿verdad? Ese tío de ahí con el bigote de pitcher de reserva. ¿Dónde está Geezer? ¡Y ése tiene que ser Toni Iommi!»
      En sus giras, Sabbra Cadabra llega a ciudades que quedan tan al sur como Tennessee y tan al norte como Boston. Pregunto si estudian vídeos de los Sabbath clásicos y los comparan y contrastan con sus propias actuaciones. Le pregunto al pseudo Ozzy si usa la señal para repeler a Satán que utilizó por primera vez el sustituto de Ozzy, Ronnie James Dio. Me contesta que él levanta las manos en el aire y alza el viejo signo de la paz, el que prefería Ozzy. Tocan todos los éxitos... y cada vez que les pido que toquen «N.I.B.» o cualquier otra cosa, me asegura que lo harán. El pseudo Ozzy lleva la obligada melena rubia oscura con la raya justo en medio. Tiene el mismo aspecto cansado y barrigudo que el de un gran rotweiler que guarda con desgana algo que no interesa a nadie. Sin embargo, más tarde, cuando sube al escenario, lleva unas botas con plataforma de quince centímetros, una capa veteada, y un pesado crucifijo del tamaño de una llave inglesa que le cuelga hasta la pelvis. Levanta las manos, alza el signo de la paz, y con un afectado acento inglés grita en el micrófono: ¡¡¡ALCOHOL!!!
      Antes de la partida de herrón y justo después de que Corky empezara a comentar el estado latente de nuestro amigo, Kar echó un montón de cajas de cartón dentro de un hoyo enorme. Me acerco al hoyo arrojando cerillas inútiles a la pila de cajas. Crowley tira de los billetes sueltos y arrugados que lleva en los bolsillos para comprar globos de óxido nitroso a tres dólares la unidad. En el escenario, Sabbra Cadabra toca «War Pigs». No hay que esforzarse mucho para ver que la música alimenta el ocaso. Crow me da un globo amarillo... Me pongo a dar tumbos por todas partes con la sensación de tenerlo todo dormido menos los pelillos de mi cuerpo, que se han erizado de forma sensacional, extraordinaria... El sol apenas llega a través de los árboles, y ¡mierda!, he olvidado hablar de esas enormes máscaras diabólicas pintadas con spray negro que han clavado en los troncos sin ramas de algunos árboles cerca del escenario a los que les han arrancado toda la corteza... No hago más que esperar que les prendan fuego a esas cosas. Así, al menos nueve o diez hectáreas de tierra quedarán incineradas en el proceso e inmolarán toda criatura viviente, absolutamente todo, y entonces todas nuestras almas y el kilometraje de todos los coches ascenderían junto con los efectos explosivos del grupo y las máquinas de humo, todo en un estallido orgiástico que crearía un segundo sol en la Tierra, o algo así como el primer ataque atómico de una guerra relámpago intergaláctica... La cruda distorsión de Sabbra Cadabra desencadena la invasión de las ondas sonoras, hasta que va en serio... Pero no prenden fuego a las máscaras de la muerte y no aparece ninguna inmaculada bola ígnea que anuncie una nueva era de extrañas realidades. Alguien enciende una hoguera con gas de mechero y una cerilla. Nada más.
      Estoy al lado de Kar, bailo al ritmo de la tercera actuación del grupo, ya voy ciego, brindo con ímpetu por Satán y también por Ozzy. Levanto con tanta rapidez mi copa llena de veneno puro que el líquido sale disparado por los aires y no vuelve a caer (al menos no sobre mí). Terminan con un bis de «War Pigs», «Paranoid», «Fairies Wear Boots» y, por último, «Killing Yourself To Live». Por cierto, el grupo está impecable. Todo es perfecto: la voz, los solos, todo... Los pocos rezagados que quedan aún en pie luchan por salir tambaleándose de esa ruina de vasos de plástico de cerveza rotos y hierba pisoteada. En cuanto al grupo de homenaje: desmontan su equipo y se reúnen con la correspondiente panda de admiradores que espera debidamente en la maltrecha minifurgoneta Aerostar.
      Nos retiramos al parachoques trasero del Volvo. Estamos entre el coche y las tiendas, a resguardo de los escombros de aquella escena. Bebemos gaseosa de jengibre casera y comemos patatas fritas con sal y vinagre. Acabamos hablando de la Constitución. Kar y Sean discuten si el sistema penal de la nación es el mejor del universo, tan bueno como Jordan o aún mejor. Kar va a estudiar derecho el próximo otoño, se apasiona y se pone muy patriótico, construye loables argumentaciones cerebrales muy típicas de las tres de la madrugada. Yo estoy tumbado boca arriba... escucho, intercalo comentarios, ejerzo más o menos de moderador, dirijo a los animados participantes del debate, les digo: «¡Déjale acabar, Capitán América!», o «¡Alto ahí un momento, Amenaza Roja!». Lanzo pullas sarcásticas y disparatadas que ahora no recuerdo pero que entonces me exaltaron tanto que Kar enfureció. Me echó a empujones de donde estaba cómodamente recostado, gritaba que no me estaba tomando el debate en serio. Me persiguió por todas las tiendas, pero lo perdí de vista a largas zancadas.
      Entonces, aquel perro (aquel chucho sarnoso al que no había querido enviar enseguida de una patada a los confines de la eternidad) empezó a ladrarme. La verdad es que no es tan pequeño. Imagínate un cruce entre un zorro y un feroz Cancerbero. Un perro rojo. Todo está a oscuras. No veo nada. Estoy estúpidamente borracho, y con eso quiero decir: lento, chalado y algo mesiánico. Y parece ser que pasó lo siguiente. No lo he borrado todo de mi mente; sólo la frase imbécil que me ha marcado de por vida...
      El perro ladra. Me arrodillo e intento calmarlo con una mano tranquilizadora, con mi mano de apaciguar perros. Intenta morderme. Por poco no escapo de la demanulación. Estoy de rodillas y Wendy tira con fuerza de la correa del perro. Se me ocurre que como mi perro me quiere, todos los perros lo hacen, y parece ser que dije: «Deja que me ataque».
      Lo soltó. Sólo un instante después, ese hocico famélico me mordisqueaba los tobillos y me hincó los rabiosos caninos, me convirtió en una especie de torbellino que giró dos vueltas hacia atrás hasta que me di contra la tela de la tienda en la que Crowley soñaba perfectas conexiones de red. Wendy le grita a su perro por comportarse como un perro. Hay sangre. Todo el mundo se preocupa mucho por mí. Yo actúo con indiferencia, como si fuera algo que pasara cada día. Todos desaparecen en el interior de sus tiendas. Reclino el asiento del conductor de mi Subaru azul eléctrico e intento dormir. Diez minutos después ya estoy recorriendo la Route1 y llego a casa sin sufrir ningún incidente, sólo que al abrir la puerta mi perro empieza a ladrar. Mi madre se despierta y baja despacio, en camisón. Yo tengo toda la nariz y las mejillas cubiertas de sangre fresca. Cree que me he metido en una pelea. Intento explicarle qué ha pasado, pero no puedo expresarme con claridad. Mientras intento explicarle a mi madre lo del ataque, casi a las cinco de la madrugada, me doy cuenta de que ni siquiera el sueño consigue disminuir su preocupación. En sus ojos hinchados puedo ver que está sorprendida de que su pequeño y dulce bebé (su único hijo) pueda sentirse cómodo delante de ella con una cicatriz tan evidente y desconcertante en la cara. Veo lo preocupada que está y decido no volver a mencionarlo nunca más.
      Así que he escrito esto para que la próxima vez que me veas no tengas que preguntarme por la cicatriz en forma de hoz que tengo en la punta de la nariz. He escrito esto para que un día, cuando me estés mirando fijamente al centro de la cara, no tenga que intentar repetir una vez más la misma historia y arriesgarme así a dañar seriamente partes valiosas de mi alma. No es más que la marca de la hoz por haber bebido a la salud de Satán con cerveza de barril barata y grupos de homenaje. Un ritual de tiempos pasados; un episodio sagrado en este estado de Nueva Jerusalén.

© 1999 Lee Klein
Traducción del inglés por Laura Manero
inglés original

Esta historia no puede ser archivada ni distribuida sin el permiso expreso del autor. Rogamos lean las condiciones de uso.
Lee
lee
A los veintitantos años,
Lee Klein ha regresado no hace mucho a la habitación de su niñez en New Jersey. Su primera novela, Adventures in the Temporary World (Aventuras en el mundo temporal) —a punto de ser finalizada— es un intento de revelar la contrapartida suburbana de la arquitectura mitopoética.
navegación:                                      barcelona review #12   abril -  junio 1999  
-Relatos Prólogo por Felipe Alfau
Identidad por Felipe Alfau
Casa de verano por Nuria Amat

Monstruo de madera por Espido Freire
Africa en el horizonte por Carlos Gardini
a través de una ventana... por David Alexander
Tocad madera por Frank Thomas Smith
Cicatriz por Lee Klein
-Entrevistas Nuria Amat
Jaime Bayly
-Reseñas  El club de lucha, y otras...
-Estantería Voces femeninas para la primavera
-Secciones fijas Breves críticas (en inglés)
Ediciones anteriores
Enlaces (Links)

www.BarcelonaReview.com  índice | inglés | catalan | e-m@il