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Javier Baldeón Osorio

Garúaimagen

 

«Si dejaras saber que eres un poeta, irías a la comisaría».
       La casa de cartón

 

Ni metidos en un cuento soportaba los juegos numéricos. Había tres líneas en el techo, paralelas como el arañazo de un gato. Llevaba por lo menos una hora viéndolas desde mi cama, pasmado y desatento, con el libro de Asimov sobre mí, que subía y bajaba con el compás de mi respiración. De vez en cuando, oía las llantas de un auto que tronaban en la humedad de las aceras en la calle e imaginaba el ruido rebotar contra las paredes de mi casa, como proyectiles que detonaban sin poder alcanzarme. Me reconfortaba esa tibia negligencia. Un rato después sonó el teléfono y sentí los pasos de mi madre yendo a atender y luego dirigiéndose a mi cuarto por la escalera. Me desperecé. Sabía quién era pero fingí sorpresa cuando me avisó. También fingí desinterés.
       Encontré el teléfono descolgado en la sala al bajar.
       —Hola, Miguel ­—me dijo Giuliana al auricular—. ¿Estás haciendo algo ahora?
       —No. Pero tampoco tengo ganas. Más tarde me pondré a estudiar.
       —No seas aguado. Paso a tu casa en un rato.
       —Si quieres. Pero no te prometo salir.
       —Ay, no seas imbécil.
       Y cortó. A un lado, la televisión emitía un partido de fútbol sin que nadie la viera. Volví a mi cama, la hallé incómoda y fría. No volví a encontrar los arañazos. Puse algo de música pero no sirvió. Había leído que pensar en formas abstractas, como triángulos o paralelogramos, calmaba la ansiedad. Tampoco funcionó. Apenas sonó el timbre, salí disparado, a pasos largos y tenues. Ahora mi padrastro veía el partido y no retiró la vista de allí ni al sentirme cruzar la puerta.
       —Por lo menos fuiste tú el que salió.
       —¿Adónde quieres ir?
       —No sé, a caminar, a huevear. Lo que sea es mejor que estar en tu casa, ¿no?
       Entré pero me arrepentí al instante de tener que dar una excusa. Fui unos segundos al baño, me lavé y volví afuera. Giuliana compraba algo en la tienda. Noté que traía esos viejos mitones negros que le encantaban. La alcancé y empezamos a caminar,  uno al lado del otro, sin tocarnos.
       Las veredas contenían pequeños charcos, la brizna me daba a la cara como un rubor gélido. Había poca gente, la neblina cerraba la vista en un par de calles largas que recorrimos mudos. La miré con disimulo. Caminaba con los ojos inquietos y apretando los labios, oscurecidos por el maquillaje. Traía una chompa ceñida de color rosado y se había recogido el cabello, formando una cola azabache en la que brillaban algunas gotitas atrapadas. Al fin me decidí hablar.
       —Si lo que estás buscando es un parque, todos van a estar mojados.
       —¿Tienes algo de plata?
       —Casi nada. Sigamos caminando mejor.
       —Está bien. ¿Quieres un cigarro? Yo tengo.
       —No, sabes que no fumo.
       —Igual, coge estos y me los vas dando de a pocos. Si no me los voy acabar todos ahorita. Y cuéntate algo.
       —Qué te puedo contar que no te aburra.
       —No sé, tanto libro que lees.
       La miré levantando las cejas.
       —Si soy burra me explicas pues.
       —Ni los profesores pueden... Y tampoco tengo ganas.
       —¿De qué tienes ganas entonces? —se acercó. Sus pestañas despuntaban negrísimas, como estacas calcinadas.
       —De seguir en mi cama.
       —¿Solo? —puso sus manos en mi hombro, me miraba a los ojos, olía a champú. Sentí un estremecimiento muy conocido bajo el pantalón.
       —Sí, solo —musité.
       —Eres un pajero.
       Sonrió, se sabía triunfante. Seguimos caminando y ahora teníamos seguridad de adónde nos dirigíamos.


       ***

Tras un edificio de cinco pisos, en el que antes funcionaba una clínica, se ubicaba la casa de Mario. Vivía solo con su abuela. Normalmente cobraba diez soles a sus conocidos por entrar a su casa e ir directo hacia el fondo, en donde criaba un enorme labrador negro que siempre encadenaba antes de recibir visitas. Felizmente ese día nadie había llegado a casa de Mario antes de nosotros. Quedamos en pagarle el dinero el lunes. Dudó pero aceptó al final.
       —Eso sí —nos dijo— Si alguien más llega, igual yo les dejo entrar. Allá su problema si se cruzan.
       —Ni que nos estuviéramos escondiendo —respondió Giuliana.
       —Tú no.
       —Está bien, ya entendimos —dije.
       Mario nos dejó en su patio a solas con el labrador. Medio cuerpo en su casa de plástico, el otro en el piso de baldosas. Era una sombra tangible.
       —Pásate otro cigarro —me dijo Giuliana—. Te volviste a olvidar de preguntarle el nombre.
       —No importa, por lo menos ya no nos ladra. Tengo la esperanza que algún día se deje acariciar.
       —Yo paso.
       Dio un par de pitadas y me lo devolvió. Luego fue tras la casa de plástico, exactamente fuera del radio de la cadena del perro. La llovizna seguía cayendo firme, llevé el cigarro a mi boca solo para evitar que se apagase. Seguí sus pasos y le ayudé a remover el tablón que disimulaba un hoyo en la pared, enorme y ruinoso, como si acabaran de abrirlo a combazos. Por ahí se entraba a la exclínica. A Mario no le gustaba hablar de esas cosas, pero probablemente su casa también había formado parte de ella. Nos quedamos ciegos al ingresar al agujero. Por unos segundos solo oía la respiración de Giuliana a mi lado y sus movimientos tenues. Acabó de cerrar la entrada y con la misma destreza prendió un fósforo.
       —Cuántas veces habrás venido que te sabes el procedimiento de memoria.
       —Cállate, mierda.
       Me quitó el cigarro. El hoyo daba a una pequeña habitación que se usaba para guardar los útiles de limpieza, desparramados en el piso junto a varias botellas de plástico vacías. Las paredes hedían a humedad. Al abrir el cuartito uno salía a lo que parecía ser un patio. Más adentro había una mampara cerrada y una escalera de incendios que ascendía en helicoide. Subimos al segundo piso, rápido, pues el patio estaba expuesto a las azoteas de los vecinos. Luego todos eran pasillos  y pequeños cuartos que aún conservaban el nombre del consultorio. Sabíamos que él único que se podía abrir y no estaba tan sucio era el de oftalmología. Avanzamos hasta allí economizando los pasos y entramos. Sobre la pared había algunos pósteres de ojos diseccionados y con líneas que señalaban sus partes. En uno de esos ojos, alguien había pintado pestañas y los demás rasgos de una cara alegre sobre la frase “disfruten del amor”. Esa tarde, la escasa luz mostraba la habitación todavía más lúgubre, colmada de sombras. Veía a la de Giuliana acelerándose en acabar el cigarrillo.
       —Lo que nunca puedo explicarme es por qué habría una camilla en un lugar para analizar ojos.
       —Tal vez también los operaban.
       —¿En un consultorio? Claro, y luego quieres que te hable de libros.
       —Y por qué no te puedes imaginar que trajeron la camilla aquí cuando Mario comenzó a cobrar la entrada.
       —Pues eso lo has de saber tú. Eres fundadora del lugar.
       —Ya deja de fregarme con eso que vamos a terminar peleándonos.
       —Como si eso me asustara.
       —Como si te hubiera obligado a venir.
       Estábamos casi a oscuras, la quietud ahondaba los ecos. Me parecía sorprendente que Giuliana pudiera ser locuaz también entre susurros.
       —Y hablando de eso, hoy te veo bien señorita —concilié—. Hasta creo que te has maquillado.
       Suspiró como conteniendo reírse. Encendió otro fósforo y prendió una vela que se hallaba allí. “Parte de los servicios la habitación”, dijo, y la puso cerca a la camilla. Luego me fulminó sin aviso:
       —Miguel, ¿estás enamorado de mí?  
       Ni siquiera llegué a pensar en una respuesta.
       —Pero espérate —agregó mientras se acercaba, se apoyaba contra mí y acariciando mi hombro, me besaba—. Mejor me dices después.
       Sentía sus dedos hurgar tibiamente bajo mi casaca.


       ***      

Cuando terminamos, subimos a la azotea. Nos cuidamos de acercarnos al balcón para que nadie nos viera desde afuera. Era de noche ya, había un color mortecino impregnado en el cielo. Los postes iluminaban con desgano la calle.
       —Imposible ver las estrellas, ¿no?
       —Uy, quieres ver las estrellas conmigo. Qué romántico te pones después de tirar, Miguelito.
       —Y tú te pones todavía más vulgar.
       —Tienes la culpa, si duraras más... ¿Tienes otro cigarro?
       —Es el último —le alcancé uno—. Lo que a ti te haría falta ahí es un taladro. ¿Nunca te has puesto a pensar qué pasaría si sales embarazada?
       —Con tal que no sea de ti.
       —Definitivamente de mí no. Pero crees que no sé que te has traído a medio colegio aquí. En cualquier momento te falla el cálculo o, todavía peor, te coges una enfermedad y te jodes.
       —Yo sé muy bien lo que hago, mongazo. ¿Oye, de verdad no puedes otro?
       —Yo ya nada que ver. Pero en serio, loca. Eso que haces no está bien. La verdad no me interesa lo que te pase. El otro año acabo el cole, me voy a estudiar ingeniera y no te vuelvo a ver en mi puta vida. Pero tú, en qué piensas, ¿qué quieres hacer?
       —Tengo una hermana en Estados Unidos, me iré con ella supongo.
       —Eso dices siempre. ¿Pero qué vas hacer allá?
       —No sé, me meteré de puta.
       Se rio atorándose un poco con el humo.
        —Eres una inmadura de mierda. Solo sabes tirar y hablar huevadas.
       —Oye, ya bájate, imbécil. Además a ti qué te importa.
       —Solo me das curiosidad, eres única. Tus viejos no son mala gente, ni siquiera eres fea y te comportas como la peor.
       —¿Te jode?
       —A ti te debería joder.
       —¿Por qué?
       —Porque si no fueras así, hasta podría pasar algo serio entre ambos.
       Lo dije simplemente. Dejó de mirarme, contuvo otra sonrisa. Inhaló de nuevo y se fijó en sus uñas, siempre cortitas porque se las mordía. Luego se puso a deshilachar sus mitones. Yo sabía que esa actitud no la cambiaría una vez adoptada, era un escudo infalible.
       —¿No vas a decir nada?
       —¿Qué quieres que te diga? Hablas como si yo también estuviera templada de ti.
       —Nunca dije que estuviera templado...
       Viró hacia a mí. Se retiró el cabello del rostro. El vaho era a champú, pero también a sudor y tabaco. El labial aún resaltaba su sonrisa.
       —Mira, me gustas porque eres discreto, y vas mejorando en lo otro—hizo una ronda con los ojos—. Pero no me alucino nadita a los dos juntos. Además sé que te cagarías de miedo y de vergüenza antes de decir que estás con una flaca como yo.
       —¿Y si lo hiciera?
       —Qué recio eres para entender, oye. —dio una última pitada, ya solo quedaba el filtro—. Estamos bien así.
       —¿Y para qué me preguntaste hace rato entonces si estoy enamorado?
       Arrojó el pucho, se acercó más. Arrecié el cuerpo.
       —Porque cuando pones tu cara de sorpresa me mojo más rápido.
       —Nadie tira tanto con alguien sin sentir algo.
       —Habla por ti.
       Iba a volver a poner su mano en mi hombro pero la evadí. Me acerqué al balcón, ya no me importaba que me vieran. Un auto con los faros prendidos atravesó la pista muy rápido, como un pez abismal. Alguien se arrellanaba en su casaca y se abría paso entre las calles que la neblina ablandaba. La garúa había vuelto y sentía esa ducha sutil helándome las mejillas.
       —Miguel, ya en serio —dijo de pronto—. Tampoco te quiero cagar. Si quieres ya no te busco.
       —No me jodas, loca, tampoco me trates como si me protegieras. Yo no estoy enamorado, pero reconozco que me hubiera gustado conocerte de otra manera.
       —No empieces con eso, oye. Eres la cagada, cuando estás con ganas te haces el machito. Cuando ya escupiste toda tu cochinada, te arrepientes, te sale lo aniñado.
       —Ya me cansé, vámonos.
       Volví a entrar a la clínica, oía detrás sus pisadas rechinando en el suelo húmedo. La vela se había agotado y adentro la negritud era nítida. Me cogió de la mano, se adelantó y cuando por fin mis ojos se aclimataron, vi emerger su silueta que iba con un brazo extendido, como tanteando la penumbra. Un par de veces tropezamos con los trastos del piso. Parecía como si fuéramos a despertar un cadáver. Al fin hallamos la salida a la escalera de caracol, el cuartito de limpieza y luego el hoyo en la pared que nos devolvió a la casa de Mario. Nos topamos con el enorme labrador que nos gruñía como a punto de arrojarse sobre nosotros. La oscuridad difuminaba su silueta y no había forma de saber si traía puesta la cadena. Giuliana se había colocado detrás de mí. En ese momento apareció Mario y lo hizo echarse de un manazo. Se rió en nuestras caras. “Par de rosquetes”.
       Me sentí aliviado fuera de su casa. Alcé la cara para comprobar si aún caían las gotitas pero mi rostro permaneció intacto. Ella, a mi lado, me miraba con un gesto sardónico.
       —Si no te conociera, diría que hasta eres maricón.
       —Ya lárgate, Giuliana. Mira, solo me quiero ir. Creo que tú vives para allá y yo me voy por aquí. Vete y no jodas.
       —Creo que tú ocultas algo.
       —Que tiro contigo.
       —No, baboso, me refiero a otra cosa. Es algo que no tiene nada que ver conmigo. Pero también creo que justo por eso que ocultas es que nos seguimos viendo y en el fondo nos llevamos bien.
       —Ahora eres bruja.
       —Intuición femenina.
       Se rio. Quise avanzar pero apareció cerrándome el paso.
       —Sabes, no te quiero dar esperanza, pero desde hace un buen tiempo que solo te busco a ti.
       —¿Quieres un diploma? ¿Y esperanza de qué, tarada?
       —Estás templado de mí, reconócelo.
       —Por mí piensa lo que quieras.
       —Estás templadazo y de una flaca recontra cachera. Y reconocer eso te caga la vida.
       Seguir rígido apenas me permitía hablar.
       —Pero eso no es lo más jodido de ti, porque al final se te va a pasar. Los hombres se tiemplan y se destiemplan todo el tiempo. Es otra huevada la que tú ocultas. No me la cuentas porque me crees bruta, que no te entendería. Pero yo sé que eso te jode un montón, mucho más que haberte templado de una chica como yo. Te jode porque a ti te gusta siempre hacerte el correctito en todo.
       —Los hombres tenemos nuestras propias exigencias.
       No sé por qué le respondí eso, pero me sentí estúpido apenas terminé de hablar. Ella lo notó, me dio un beso en la mejilla y se fue sonriendo mientras soplaba la punta de su dedo índice, puesto como el cañón de una pistola. Fingí ignorarla y continué avanzando. Al caminar comprobé en mi cara las frías cosquillas de nuevo. El viento me golpeaba con su frescura. No me sentía triste ni alegre.
       —¡Y la otra semana te busco otra vez!
       Vi su figura al otro extremo de la calle, vi que no era tan bonita. Mario una vez me había dicho que él ni cagando le entraba, no soportaba que fuera tan berraca. Yo, en cambio, nunca podía negarme. Ella tenía razón, estaba jodido. Y lo peor era que quería ser ingeniero, pero no toleraba los números ni los cálculos, ni como partes de un cuento.

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© Javier Baldeón Osorio

 

Javier Baldeón Osorio (Perú, 1987) es licenciado en Historia por la Universidad Mayor de San Marcos y tiene estudios en edición y publicación de textos por la Escuela de Edición de Lima. Ha publicado crónicas y artículos en medios virtuales. Actualmente se desempeña como redactor y coadministra la web literaria Mono Milenario.


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