The Barcelona Review

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imagenEL QUE NOS SUEÑA

Diego Prado

 

 

En esta ciudad hay un hombre que no puede dormir, y no porque padezca esa migraña caprichosa que es el insomnio, sino porque cada vez que lo hace sueña que comete un crimen.
        Al principio el asunto no le supuso ningún trastorno, pues las consecuencias de sus actos criminales no iban nunca más allá de esa almoneda pobretona donde coleccionaba sus visiones oníricas. Incluso le parecía normal verse en una azotea empujando a su jefe de sección, ese cabrón alopécico, o estrangulando con una media a su estúpida cuñada. La cosa empezó a preocuparle cuando en escena entraron su mujer, a la que acuchillaba fríamente, y sus propios hijos, a quienes mataba a hachazos mientras dormían.
        Aquellas imágenes, por lo pronto, le causaron horror, pues ni tan siquiera un supuesto y soterrado sentimiento de odio o rencor podía justificar, dentro de lo racional, la presencia de esas terribles pesadillas. Y mucho menos las reiteraciones que de tales acciones violentas se produjeron en las noches subsiguientes, incorporando a aquel reparto absurdo de víctimas a su propia madre -fallecida seis años atrás, y a la que quemaba viva tras rociarla con gasolina-, o a su querido amigo de la infancia, a quien rebanaba el gaznate con un cuchillo jamonero sin mediar palabra y delante de su familia.
        A partir de ahí comenzó a acojonarse, a sentir un miedo irracional que le llevó a cuestionarse incluso si no estaría albergando en su interior, dormido o reprimido, a un auténtico psicópata. Amaba con locura a sus hijos y a su esposa, guardaba con celosa ternura el recuerdo de su madre, y no concebía poder causar dolor alguno a ese amigo que en otra época de su vida tanto le había ayudado.
        La continua, terrible repetición de esos sueños, acabó por contagiarle una especie de pánico que se acrecentaba cuando notaba caer esa nieve somnolienta sobre los párpados. Acudió a un psicoanalista muy famoso para exponerle su problema, aquel calvario que le perseguía cada noche en cuanto sus ojos se cerraban. Además de un buen dinero (y de recuperar olvidadas escenas de su infancia) no logró sacar nada en limpio de aquellas sesiones. Los sueños persistían, y ya no sólo con familiares o conocidos, también con el chico del butano que tarareaba boleros; con la charcutera charlatana y fisgona; con el taxista que le increpó en un semáforo; con la tía que había estado fumando a su lado en el restaurante, echándole el humo lo mismo que un insulto de nicotina; con la vendedora de billetes del metro y su cara de puerro... Todos éstos y otros más caían bajo sus garras de asesino sádico en cuanto cruzaba el umbral de esa especie de túnel de tren de los horrores en que se hospedaban ahora sus sueños.
        Pero su mayor temor era pasar del sueño a la realidad, es decir, terminar por llevar a cabo todos aquellos homicidios enfermizos. Se preguntaba si se estaría volviendo loco. No encontró respuesta ni en el psiquiatra ni en los libros que sobre el significado de los sueños había adquirido. Tampoco en la pitonisa que vio anunciada en un diario y que le sopló 60 euros del ala para decirle no sé qué de que en una vida anterior había ejercido el dignificante oficio de verdugo y que eso le tenía marcado.
        Evitar dormirse a toda costa se convirtió en su máxima obsesión, su único y desesperado objetivo a partir de entonces. Empezó a consumir anfetaminas como pastillas Juanolas, se volvió cafeínico, y todo ello en detrimento no sólo de su salud, sino también de su carácter, que se tornó esquivo y huraño hasta el punto de que su mujer terminó sospechando que tanto mal humor, tanta ausencia nocturna, esa sensación de lejanía cuando le hablaba, no podía tratarse más que de la siempre temida posibilidad de que tuviera una amante.
        En definitiva, que el hombre no puede dormirse. Y no porque no se caiga de cansancio. Las pocas veces que ha bajado la guardia se ha visto a sí mismo ahogando en la bañera al vecino que escandaliza cuando hay fútbol, torpedeando con dinamita al gordo seboso que le expone al aroma fétido de su sudor en el autobús abarrotado, o empujando cuesta abajo, hacía el mar, a la inválida de la esquina de su calle. Ha matado con éxito tres veces al presidente de la junta de accionistas de la empresa donde trabaja -y con quien nunca ha cruzado dos palabras-, a un ministro torpe que vio parlotear por la tele, e incluso a un colega de fechorías sangrientas que salió por la prensa acusado de haber disparado a bocajarro sobre los niños que se hallaban en el aula de un colegio. Sus ejecuciones de almohada no parecían discriminar a nadie.
        Por otro lado, en la oficina comenzaron a notar su falta de eficacia, su repentina escasez de rendimiento. Ojeroso y mal vestido, como si regresara de un espantoso crucero alcohólico y noctámbulo, el jefe de sección tuvo que llamarle al orden. Esa noche eliminó al cabrón alopécico con una descarga eléctrica en la calva, todo lo cual no evitó que unas semanas después acabara perdiendo el empleo definitivamente.   
          Agarrado ya al áspero mástil de la vigilia, se entregó por completo a los nuevos hábitos adquiridos, sobre todo al de deambular de bar en bar de madrugada, buscando con voracidad ya extrema a alguien con quien conversar, con quien acortar las horas destinadas a un sueño imposible. Pronto comenzó a hacerse conocido en ciertos locales de poca reputación, los únicos que no cerraban, donde juego y tráfico de drogas eran habituales. Pero incluso allí le dejaron por imposible, ya que únicamente buscaba la conversación con la camarera o con el matón de la puerta, que aguantaban sus soliloquios cercanos al psitacismo con una paciencia digna de la canonización, sobre todo cuando la poco recomendable mezcla del alcohol y las anfetaminas le hacían decir cosas tan extrañas como "llevo mes y medio sin dormir más de veinte horas a la semana", o confesiones del estilo de "he matado a mucha gente, incluso a vosotros".
        Esta mañana, de regreso de ningún lado, una demanda de separación le esperaba entre las manos de su mujer, que ya había hecho sus maletas. Por eso, ahora, en esta misma ciudad, hay un hombre que no puede dormir conduciendo sin rumbo por las afueras. En cambio, apoyado al volante como quien se agarra a un timón en mitad de una tempestad, ha empezado a cabecear con semblante agotado. De repente sueña que conduce un autobús. Qué placer. En él van todas las personas que conforman su vida: su perdida mujer, sus hijos, su fallecida madre, el amigo íntimo, el jefe de sección, la charcutera, su hermana... Hoy tiene el sueño definitivo, piensa, hoy podrá acabar con todos al mismo tiempo, a ver si así concluye toda esta demencia. Y mientras tanto conduce su autobús por las afueras, sabiendo que se acerca a esa curva que roza con temeridad el barranco, aunque ignora por qué acelera de pronto, directo al precipicio, entre el espanto de los viajeros que comienzan a gritar.
        Un sobresalto le despierta, aunque es probable que demasiado tarde, porque el coche ya ha roto la valla de protección y está precipitándose al vacío. Y únicamente le queda tiempo para pensar, casi riéndose, en que éste sí parece ser el último y más logrado de sus crímenes y que tras ello, a buen seguro, le van a dejar dormir en paz de una puñetera vez.

 


© Diego Prado

Diego PradoDiego Prado (Maó, 1970) es columnista, crítico y narrador. Ha publicado los libros de relatos Las espigas de la imprudencia (2003),  Domingos buscando el mar (2007) y las novelas En algún lugar te espero (2000) y Hospital Cínico (2013).

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